De literati a socialista: el caso de Juan Croniqueur
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[Ciberayllu] José Luis Rénique
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III

A mediados de 1918 la política es, definitivamente,� su preocupación central. No renuncia a la sátira. Recurre crecientemente, no obstante, a criterios más rigurosos y analíticos. Pareciera estar en pos de un diagnóstico objetivo. Que irá estructurándose en torno a la reflexión sobre tres temas fundamentales: (a) la elite civilista: su faccionalismo y su desfase creciente con respecto a las inquietudes del país; (b) la búsqueda de un concepto de «pueblo» en tanto actor efectivo de la era que se inicia con el fin de la contienda europea; (c) la crisis de los partidos políticos y las posibilidades de una «política nueva» para el Perú.

Tras la conmoción electoral de mayo de 1917 el país parecía haber vuelto a la normalidad. De la «entraña del momento histórico» emanaban, sin embargo —observaría Croniqueur—, «inquietudes y desazones»; las voces soterradas de aquellos que, ni se «deslumbran con la majestad del mandatario y su cortejo», ni se avienen «con el señorío del apellido Pardo y Barreda». 89 Sube el costo de vida y se movilizan los trabajadores. Tras un par de décadas de sostenido crecimiento exportador, asoma, desafiante, la cuestión social. Inadvertido,� mientras tanto, el régimen pardista llega al mediodía de su existencia. «Tarde o temprano —apunta Mariátegui en agosto de 1917— vendrá el ocaso. El ocaso nublado, triste, senil y umbroso»90 de un gobierno y acaso, con ello, el momento final de un estilo de gobernar.

En alianza con los demócratas de Nicolás de Piérola, los civilistas habían llegado al poder impulsados por el movimiento que, en 1895, desbarató al régimen militar que, a su vez, había surgido del� caos suscitado por la derrota ante Chile en la guerra del Pacífico (1879-1883). Pero no fue un verdadero sistema bipartidista lo que surgió. Eventualmente, los primeros lograron deshacerse de los segundos haciendo suyo el control de la maquinaria electoral nacional. Sólo Billinghurst, en 1912, lograría derrotarlos. El clásico caso latinoamericano de enseñoreamiento de los grupos agroexportadores —representados, en el Perú, por el llamado «civilismo»— sobre los terratenientes del interior quiénes, en virtud del arrastre popular de su líder, quedarían identificados como oposición provinciana, nacionalista y popular.91 Una «república aristocrática» fue, a fin de cuentas, lo que de la guerra civil de 1895 surgió. Con sus promesas republicanas y ciudadanas en el olvido y la vieja política de gamonales, estirpes familiares y centralismo asfixiante sobreviviendo tras las formas democráticas establecidas.92 Con José Pardo —uno de los hijos de su fundador— los «barones del azúcar» de la costa norte se habían afianzado en la conducción del Partido Civil. En 1915, tras el interregno militar generado por el derrocamiento del demócrata Billinghurst, Pardo llegó al poder por la vía de una concertación multipartidaria santificada por una convención de partidos.93 Poco quedaba de ésta en 1917. «Hombres de latifundio» más que «hombres de estado» —observaría Mariátegui— Pardo y los suyos gobernaban al país como solían mandar en los fundos de su propiedad.94 Cual en una sucesión dinástica, más aún, pretendía coronar a su propio sucesor. Antero Aspíllaga, el galante y melifluo «Señor de Cayaltí», era el elegido.95

Festiva y acuciosamente, «Voces» registraría el futil intento de alinear tras su candidatura a las diversas fracciones del moribundo civilismo. Desplazando, para ello, en primer lugar, a Javier Prado y Ugarteche de la presidencia del partido. Era el paso —comentaría Croniqueur— de la «dirección intelectual» a la «dirección plutocrática».96 El momento culminante de una oportunidad perdida. ¿Habría aspirado el civilismo, bajo la dirección de «un hombre nuevo, pensador y sabio» como Prado —rector de la Universidad de San Marcos y por ese entonces elegido por el estudiantado como «Maestro de la Juventud»97—,� al menos, a sobrevivir? De hecho, Prado representaba a una fracción del civilismo cuya capacidad de aportar a la estabilidad del país Mariátegui no descartaba del todo.98 En la cargada atmósfera anti-civilista que el propio diario El Tiempo alentaba, no veía Mariátegui al civilismo como la «secta tenebrosa», culpable de todas las calamidades de la nación, que otros querían ver. En manos de los «civilistas orgánicos», sin embargo, anarquizado y sin doctrina, el Partido Civil terminaría siendo «la razón social de una empresa de negocios políticos en quiebra y liquidación»99 cuyo poder se sostenía en formas de dominación profundamente enraizadas en la peculiar psicología nacional.

¿Podría revalidarse estilo tal en el agitado contexto de 1919? ¿Podrían los políticos del latifundio sintonizarse con la emergente política de masas? ¿Sería factible reeditar entonces mecanismos tales como la convención de partidos de 1914? Ajeno a los urgentes datos de la realidad, el civilismo azucarero se abocaba a la empresa de preparar su relevo y perennización. Buscando ahormar, con ese fin, a «sus atributos de gentiles-hombres» los términos de la reinante «democracia mestiza». Valiéndose, por ejemplo, del automóvil, para salvar la distancia que les separaba de un país en ebullición. Si para el Presidente Pardo, era su «principal instrumento de gobierno»,100 para Aspíllaga era el contrapeso de aquella política de plazuela que él, un aristócrata, no podía practicar.101 El país, mientras tanto —advertía Mariátegui— comenzaba a ver este espectáculo como algo «demasiado trivial», quitando entonces sus ojos del mandatario y su supuesto sucesor para dirigirlos, por ejemplo, hacia asuntos como la crisis de subsistencia y la carestía de la vida.102 De ahí entonces, que la ruta que el «carro de la candidatura Aspíllaga» comenzaba a recorrer no fuese del todo desconocida. Le recordaba al cronista, más aún, a aquella de 1912, que «las jornadas cívicas de las plebeyas muchedumbres billinghuristas» habían bloqueado, para impedir, precisamente, el triunfo del propio Aspíllaga en su primer intento de convertirse en presidente del Perú.103��

Croniqueur, de otro lado, comienza a discutir el papel de las masas. Sin arribar aún a una respuesta precisa. Había partido de una actitud de duda y de desdén por los populismos y la política multitudinaria. En abril de 1917, sin embargo, en artículo sobre la procesión del Señor de los Milagros, acusa ya el impacto de la «fuerza irresistible» del misticismo colectivo que emana de la pasión de las «gentes del pueblo». Su registro de lo social, sin embargo, no se� traduce en un reconocimiento automático del «pueblo» como protagonista de la historia. Al influjo de la procesión, es cierto, resucitan la fe y la tradición. Lima es, no obstante —sostiene— una urbe «pecadora» y «asentimental» cuyos pobladores creen más por miedo que por convicción.104�Una «mansa y desabrida ciudad de mestizos»,105 pueblo dúctil, educable y gazmoño, que se asusta de las evoluciones y se resiste a las reformas; que frente a la privación de sus derechos, se encoge de hombros, jocundo y risueño, sin vibración.106 Hay por ello, en la «afirmación pública», un «convencimiento que anonada toda rebeldía». De modo que «oyéndola se piensa que este pueblo es fatalista y reaccionario o que ha perdido la fe en la eficacia del esfuerzo».107 Descubre, no obstante, que ese pueblo se acuerda aún de la gesta del 95. De los montoneros y las batallas, de la bravura desplegada en la toma de Lima. Que aún suspira cuando se acuerda de «esos tiempos y esas hazañas» y que todavía grita de vez en cuando ¡que viva Piérola!108 Aquel grito «que ponía frenética a la gente de pelo ensortijado», que significó tantas veces, «una protesta, una aspiración y una esperanza».109

¿Será posible entonces una reorganización del Partido Demócrata? ¿Renacerán los tiempos de la «huaripampeada» y el caudillo revolucionario?110 Si ex-montoneros como Durand habían dejado ya la «cabalgadura transhumante» por la «limousine metropolitana» y el Partido Constitucional —heredero de la gloria de la campaña de La Breña— se había convertido en un «sindicato de militares y empleados públicos» ¿quién entonces organizará las pachamancas y los mítines en la Alameda de los Descalzos? ¿y quién iría al encuentro del «alma bulliciosa de la zambocracia»111 o supliría con modelos e inspiración al «ímpetu» y la «locura» de la juventud112? Y, más complicado aún, ¿quién extraería de aquellos «tres millones de indios embrutecidos y esclavizados» de la sierra� —«masa aborigen inconsciente», carente de «noción de patria»113— los montoneros o los activistas de la política nueva?

Poco aportaba, en ese sentido, el fervoroso idealismo o la pulcra ortografía de los� manifiestos del Partido Nacional Democrático como tampoco el hecho de que «absolutamente todos los peruanos» quisieran lo que los llamados «futuristas» querían.114 Tampoco significaba mucho el hecho de que fuese un partido joven si, al mismo tiempo, no era capaz de «avanzar hasta el sacrificio y la heroicidad».115� Tampoco significaba mucho el hecho de que fuese un partido joven si, al mismo tiempo, no era capaz de «avanzar hasta el sacrificio y la heroicidad» si, de otro lado, su voluntad de salir a las calles para «anatematizar el caciquismo, la antigualla y la tradición» estaba encabezada por «un apellido —Riva Agüero y Osma— de sonoros timbres históricos y de viejos atributos aristocráticos».116 Al fundar el PND en 1915 Riva Agüero y sus colegas habían pretendido atraer a las juventudes del Partido Civil y del Partido Demócrata: las fuerzas del dinero y la tradición, y la memoria efectiva del vínculo con las masas que el «pierolismo» representaba,� nucleadas en torno a una refundación de la República Aristocrática.117 Se sentían sinceramente reformistas. La reconstrucción del Perú abatido por la guerra del 79 había sido su acicate. El triunfo de la coalición civil-demócrata en el 95 les infundió esperanza. Enterraron el escolasticismo, se abrieron a nuevas tendencias, pero más que seguir a Darío se identificaron con Rodó, el autor del célebre ensayo «Ariel». De ahí que se les conociera también como «arielistas». Ninguna otra generación peruana «se había iniciado con tanta ambición ni, sobre todo, con tanta seriedad».118 Difundieron sus ideas a través de tesis universitarias, libros de investigación y ensayos eruditos más que por medio de textos de poesía e imaginación tan comunes en la vertiente de los «literatos» de la corriente gonzalespradista. Aunque ambas procedían de la conmoción de la guerra del 79, estaban, ciertamente, en riberas opuestas. Frente al nihilismo del gran impugnador, los «futuristas» confiaban en que «la obra nacionalista de Riva Agüero» les proveyese de «los medios para recoger la voz de la tierra y de los muertos» en el cumplimiento de su misión.119 Un puñado de libros como hoja de ruta para comunicarse con una historia y una realidad apenas entrevista: las aulas universitarias y las bibliotecas privadas de sus casonas señoriales eran el punto de partida del nuevo proyecto. Con la primera guerra mundial, sin embargo, el mundo en que su propuesta se basaba —y con ello suoptimismo— comenzó a desmoronarse. Dejándolos expuestos a la entusiasta insolencia de aquellos que, como el joven Mariátegui,comenzaban a pensar el país en el momento mismo de esa crisis de civilización.

Acaso podrían haber sido los maestros de los Croniqueur. De hecho, Valdelomar, por ejemplo, tuvo con Riva Agüero una cercana amistad. Y muchas de las críticas que Mariátegui comenzaría a vocear desde mediados del 17 coincidían con las que Víctor Andrés Belaúnde venía haciendo desde años atrás.120 Razones aparte, para Mariátegui, los «futuristas» no eran sino epítome del desfase y la inconsecuencia de las supuestas clases directoras nacionales. En los días agitados de la disputa por el escrutinio de las elecciones parlamentarias de 1917, por ejemplo, del líder «futurista» escribiría: «Podría quedarse en su casa. Podría aislarse entre sus libros y entre sus recuerdos del Inca Gracilaso. Y no lo hace». Compartiendo la inquietud de la hora política, más bien, «va a la Corte Suprema, cada tarde de audiencia, en actitud de jefe de partido».121 Viejos prematuros, eruditos incurables, era el reino de los claustros su habitat natural.

El propio Croniqueur, el «literati», caerá, eventualmente, bajo el escalpelo crítico del� flamante comentarista político Mariátegui. No hemos sido sino los meros «intérpretes» de las «malignidades, de las travesuras y de las malicias nacionales» escribe, justificatorio, el primero, a fines de agosto de 1917. La duda sobre sí mismo reaparece con fuerza cuatro meses después:�

«Nos preguntamos si mañana nosotros, humildes y débiles escritores, (...) que no alzamos el pendón de ninguna denodada rebeldía, nosotros, que no acaudillamos multitudes ni preconizamos rojas alboradas revolucionarias, que no somos capaces de hacer de nuestra pluma ni una lanza ni una bayoneta, nosotros que no aspiramos a ser héroes, paladines ni tribunos (...) ¿no llegaremos a arrepentirnos de estas andanzas burlonas en que nos ha metido el destino para tornarnos en defensores de las gentes y de las obras que, medrosamente, hemos tundido, motejado y hostigado?»122

Vuelve a airear sus cavilaciones a comienzos del año siguiente al manifestar su cansancio con «este papel romántico» de «darle duro» al gobierno a pedido del público. Por esos días, aparece, asimismo, por primera vez en «Voces», el término «bolchevique». Como un término grato que Mariátegui usará laxamente a lo largo de los meses por venir. Bolcheviques serán, para él, desde Alfredo Piedra —el primo de Leguía que jugará un papel de nexo entre éste y Mariátegui en la tramitación de su salida a Europa— hasta Jorge Prado, pasando por los médicos Sebastián Patrón y Lorente y Lauro Curletti, dirigentes del Partido Liberal o sus colegas de La Prensa y El Tiempo, Luis Ulloa, Alberto Secada y, por supuesto, Félix del Valle y César Falcón. La izquierda del espectro intelectual y político que, como Víctor Maúrtua, habían vivido la experiencia del Partido Radical de Gonzáles Prada para luego aterrizar en el Partido Civil. Desde comienzos de siglo, jóvenes como Luis Miró Quesada123 o Francisco Tudela y Varela,124 hijos indiscutidos del orden, habían explorado el socialismo como método organizativo dentro de un marco de modernización del estado y sus relaciones con la población. Con el fin de la guerra mundial ad-portas, el término adquiría notoriedad. Las ideas de Wilson aparecían como el nuevo marco de la civilización de post-guerra. Un mundo en paz, progresista y democrático, donde el socialismo aparecía como una posibilidad real. En el Perú inclusive, dónde, para Mariátegui, el socialismo surgía como la alternativa buscada ante el inminente desmoronamiento del orden civilista.

El socialismo era la modernidad y era también la revolución. No aquella, «inculta y varonil», de montonera, cupo y tiroteo que se había practicado en el Perú.125 Lucha doctrinaria, más bien. Y como políticas económicas, sobre todo, capaces de «distribuir equitativamente el bienestar, de mejorar la mesa del pobre y de proveer la mesa vacía». Proceso que, con el nombramiento de Víctor Maúrtua como Ministro de Hacienda, en abril de 1918,� vivía un� instante trascendental.� «Para nuestros buenos amigos bolcheviques» —comentaría, solemne, Croniqueur— éste es un acontecimiento que tendrá un «extraordinario valor» histórico: «es el primer ministro socialista en la historia de esta tierra». Un socialista «convicto y confeso». Un socialista «de elegante traje, de nobles modales y de británica pulcritud». Ubicado, además, en el ministerio correcto. Pues si otrora, en la era de la revolución jacobina, era el Ministerio de Gobierno el más importante, ahora lo era el de Hacienda. Puesto que de ahí podía conseguirse «que haya baratura y hartazgo para los descamisados».126

Las reverberaciones de la nueva era, más aún, iban más allá de reformas e innovaciones doctrinarias. Llegaban a lo personal. Impulsarían a Mariátegui, por ejemplo, a saldar cuentas con Croniqueur. A intentar, vale decir, «hablarle al país»� con la voz del crítico y del analista que se ha ido forjando tras los recursos «literarios» que la sátira le requería. Nuestra Época, precisamente, es el nombre del proyecto de su refundación individual.

Un «periódico doctrinario» es lo que Mariátegui anuncia en su breve y virulenta presentación. Dos palabras, sin embargo, bastan para definir el «programa político» que propugna: decir la verdad. Suficiente —dice— para afirmar su independencia.� Para marcar distancias con «esos apellidos sociales y esas reputaciones falsas que decoran este teatro criollo y estúpido de la política nacional» para iniciar la ya mencionada quemazón de lo viejo y abrir las puertas de la era de renovación. Y como aporte a esa obra, lo que el futuro Amauta ofrecía era «el conocimiento de la realidad nacional que hemos adquirido durante nuestra labor en la prensa». Y para concluir una «advertencia tranquilizadora:» Nuestra Época era también «un periódico literario». Pero, si bien,� «somos literatos, no haremos literatura en la política ni haremos política en la literatura».127 Juan Croniqueur �podía entonces descansar en paz. De hecho, una nota sin firma, en el primer número, anuncia la renuncia al seudónimo, cuyo ex-titular pide perdón al público por «los muchos pecados», que tras él escudado, «ha cometido». Es el inicio, dirán los biógrafos mariateguistas, de su «metamorfosis política».128

Más que por el abrupto tono de su presentación, no obstante, la breve existencia de Nuestra Época quedaría señalada por el conflicto que el artículo de Mariátegui, «Malas Tendencias: El deber del Ejército y el deber del Estado»129 suscitó. Comentaba ahí el papel del ejército en la «marcha de la nación». Su argumento central era que, si bien era indiscutible que un país debía cuidar su defensa armada, debía hacerlo en proporción a sus recursos económicos. Y desde esta perspectiva, nada, sino un «romántico sentimiento» de reivindicación frente a Chile, podía impulsar al Perú a pretender armarse a cualquier costo. Amarga como era, había que aceptar la realidad de la superioridad bélica del vecino del sur. En tanto que sólo una política de trabajo y de educación podría dotarnos del capital necesario para ser más también en el aspecto armado. Y es que el Perú no era «un pueblo militar». ¿Era acaso un verdadero ejército una fuerza de indios «cogidos a lazo» y de oficiales impelidos a abrazar esa carrera, más que por vocación, por la «miseria del medio» o por «el fracaso personal»?

La respuesta vino bajo la forma de una incalificable agresión, a manos de un grupo de jóvenes oficiales que irrumpieron en la redacción de El Tiempo el 24 de junio de 1918. Acontecimiento que tendría una secuela dramática: el físicamente frágil Mariátegui, aconsejado por Alfredo Piedra, batiéndose a duelo con su eventual agresor; sus amigos «bolcheviques», el médico Lauro Curletti y el periodista de El Tiempo Alberto Secada, de padrinos; un acto institucional de desagravio del Ejército con asistencia del Presidente de la República; la presta renuncia del Ministro de Guerra y del Jefe del Estado Mayor.130 Compungido, Mariátegui intentó explicarse en el número siguiente de Nuestra Época, incidiendo sobre todo en la sección considerada como la más ofensiva de su controvertida pieza.El «fracaso personal» —que supuestamente llevaba a decenas de jóvenes a la escuela militar— no era —dijo— «ni una culpa ni una vergüenza», sino una consecuencia «de la miseria del medio, que a todos afligía y que «desvía cruelmente las vocaciones de los hombres». Era ese su propio caso: un literato, «condenado al diarismo» por la «pobreza del medio»; que agotaba sus aptitudes escribiendo «artículos de periódico» debido a la desdicha de vivir en un país pobre, donde la literatura no era sino un lujo distante e impagable.131

Nuestra Época no pasó de dos números. Hasta ahí llegaba ese breve y áspero encuentro con la «verdad», con un Mariátegui golpeado e inseguro. Algún tiempo más tendrá que transcurrir para ver al flamante ensayista político en pleno despliegue. Enterrar a Croniqueur era más fácil que incendiar el tinglado de la despreciable «política criolla». La� voz interior del modernista desafecto y distante, sugiriéndole evitar controversias, seguir como antes, sacando del alma en la intimidad, «con mucho cuidado de no hacer ruido, sus más firmes y recónditas convicciones», no se apaga aún por completo.132

A pesar de todo, los tiempos eran propicios para mesianismos y exabruptos, para lanzar al aire proyectos como Nuestra Época en que la pasión desbordaba los aprestos doctrinarios. Si en el apartado y miserable Perú de los Pardo y los Aspíllaga la verdad cosechaba insultos y bofetadas, el amplio mundo de 1918 le pertenecía a Wilson y a la gloria de las fuerzas aliadas. Y el armisticio de Noviembre 11 no podía sino acrecentar el entusiasmo y la cohesión de los «bolcheviques» peruanos. «El día —reportaría Mariátegui— más que de la paz, nos parece del socialismo». Y al saber la noticia, los amigos y los camaradas irían reuniéndose, espontáneamente. «A todos —dice— les ha conmovido como a nosotros el anuncio de la paz» y, «a todos les ha devuelto la fe perdida». Improvisándose así, sin preparativo alguno, «algo así como un soviet» en plena redacción del diario El Tiempo.133 De ese ímpetu nacería, pocos días después, el Comité de Propaganda Socialista. La nueva era había llegado al Perú después de todo.


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© 2001, José Luis Rénique, JRenique@aol.com
Ciberayllu

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