De literati a socialista: el caso de Juan Croniqueur
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[Ciberayllu] José Luis Rénique
Notas
 

 IV

En el Mariátegui de mediados de 1918 el socialismo aparece como una respuesta de fuerte tinte moral ante el derrumbe del orden civilista. Como una declaración también a favor de los nuevos tiempos generados por el armisticio y la paz de Versalles y de las posibilidades que en ellos anida o como la conclusión de un viaje personal del esteticismo al territorio de las doctrinas alentado por una «aburrida» realidad que comienza a desperezarse.

Entre el fin de la guerra y el alza del costo de vida, se respira en Lima, por esos días, ambiente de conflicto obrero. Los anarquistas presionan sobre los viejos dirigentes mutualistas, veteranos en la negociación y el compadrazgo, empujando a los sindicatos hacia la acción directa.134 Frente a un régimen debilitado, la demanda obrera crece indetenible. Pardo intenta capear el temporal efectivizando medidas largamente planteadas. Se convierte en ley, en noviembre de 1918, una propuesta que el abogado civilista José Matías Manzanilla había sustentado, por primera vez, en 1904. Decretaba la jornada laboral de ocho horas para mujeres y menores de edad. Su promulgación, paradójicamente, alentaría la lucha por reivindicaciones más amplias: la jornada de ocho horas para todos y acompañada del incremento salarial respectivo que compense a aquellos que, como los obreros textiles, trabajaban a destajo. Fueron los textiles, precisamente, los que a fines de diciembre dieron inicio a la lucha que culminó con el paro general del 12 de enero de 1919.135 El diario leguiísta El Tiempo apareció, en esas circunstancias, como la gran caja de resonancia del reclamo obrero. «Recogían todo lo que fuese antigobiernismo viniera de donde viniera». Y sus «entusiastas redactores» creían sinceramente «estar al servicio de las causas populares».136 Su redacción, más aún, era la sede del alegre «soviet» limeño del que había surgido el Comité de Propaganda Socialista.

¿Quiénes eran y qué significaba ser socialista a fines de 1918 e inicios de 1919 en Lima? Expresaban, en primer lugar, un estado de ánimo, contagiado del optimismo del fin de la guerra, wilsoniano, internacionalista, latinoamericanista. Les unía, asimismo, cierta conciencia del peligro y de la oportunidad que el vacío de una representación obrera significaba en circunstancias en que el civilismo parecía venirse abajo. Todo lo demás quedaba por definirse. Aquellos que habían viajado al exterior, a Argentina, México o Europa, habían recibido la influencia del «socialismo» de la Segunda Internacional y sentían que había llegado el momento de buscar —para usar una palabra de Mariátegui— su «aclimatación» en el Perú. En términos de la experiencia� local, otra imagen era aquella del «socialismo» como una suerte de actualización del radicalismo de inicios de siglo, simbolizado por la «Unión Nacional», derrotero cuyo propio líder —Manuel González Prada— había dejado atrás en favor del anarquismo.137 Otros le verían como continuidad, más bien, del «billinghurismo» y el pierolismo, como una versión seria y doctrinariamente fundada —menos caudillesca pero sin menoscabo de la mística— de un tipo de populismo radical. «Todo este noble y romántico pueblo que viva a Pieróla es socialista como yo» habría comentado —según Mariátegui— Víctor Maúrtua en septiembre del año 18 ante el espectáculo de un resurgente Partido Demócrata desfilando por las calles de Lima, con Isaías de Piérola a la cabeza, montado a caballo, «con bizarro aire de caudillo a la cabeza de las muchedumbres».138 Más pragmático, un tercer grupo entendería la opción «socialista» como el ala izquierda, popular y nacionalista, de la oposición leguiísta. Ausente estaba, definitivamente, cualquier intención de constituirse en opción contrapuesta al régimen imperante. Un ánimo gradualista era el prevaleciente. Así, cuando a inicios de diciembre de 1918 los miembros del Comité de Propaganda Socialista se reunieron para decidir el nombramiento de un líder las opciones fueron dos figuras vinculadas al civilismo gobernante, José Matías Manzanilla y Víctor Maúrtua. Aunque sentía simpatía por el primero, el segundo era, para Mariátegui, el «líder por antonomasia del socialismo peruano».139

Como otros de los socialistas de ese momento Maúrtua había sido parte del frustrado intento radical de González Prada. Como varios de ellos, asimismo, había residido fuera del país como representante del gobierno peruano. Volvió en 1914, decidido —según Mariátegui— a echar «a todos los vientos los gérmenes de su doctrina maximalista y revolucionaria» y a arremeter, «contra todas las costumbres» y contra «todos los hábitos criollos».140 Con la idea —según otros— de disputarle a Manzanilla la presidencia de la Cámara de Diputados141 a la que se incorporó, poco después,� como representante por el departamento de Ica. Mariátegui y sus amigos César Falcón y Félix del Valle le adoptaron como «guía espiritual».142 En las redacciones de La Prensa y de El Tiempo le escucharon disertar sobre autores como Romain Rolland, Henri Bergson, Georges Sorel y el español Luis Araquistaín.143 En octubre de 1918, ante un rumor de que Maúrtua estaba organizando un grupo parlamentario, José Carlos observó que don Víctor era «demasiado bohemio y demasiado bolchevique para consagrar sus energías a la organización de un grupo parlamentario».144 Vida bohemia que, aparte de sus reuniones con los jóvenes periodistas, incluía «cónclaves» con sus «contertulios cotidianos del Club Nacional»,145 el punto de encuentro tradicional de los políticos «oligárquicos». Como ministro de Hacienda del régimen pardista, se distinguiría por sus esfuerzos por aliviar el agudo al problema de las subsistencias. En enero del 19, Pardo le nombró para encabezar la Legación peruana en Holanda. A fines de ese mes, acompañado de Isaías de Piérola, un apenado Mariátegui acudió a despedir a ese «gran bolchevique». Su partida no podía ser menos oportuna pues comenzaba a producirse el «enseñoreamiento del socialismo» en el Perú.146 Lima había quedado paralizada por la protesta en demanda de las ocho horas pocos días antes. Su impacto, de por sí importante, se había visto acrecentado por las noticias de la sangrienta «semana trágica» de Buenos Aires.�

En su columna «Voces», Mariátegui registraría el pasmo que los sucesos provocaban en su entorno socialista: «hasta el señor Curletti, socialista moderado y prudentísimo, se sale de sus casillas, se colude con el comité bolchevique, se mezcla con los huelguistas», relató éste en estilo festivo.147 Tras ese artículo Mariátegui experimentaría su primer silenciamiento. La clausura de� El Tiempo� por su apoyo a la causa obrera tendrá a la larga un sabor a definición. Su salida de dicho diario lo impulsaría hacia su primera «tangencia» con la política. Al cabo del obligado paréntesis,� su último artículo antes de renunciar a El Tiempo, lo retrata en un momento crucial: tras haber vivido «una semana un poco más larga que las demás de la historia»; contemplando el «espectáculo solemne» del imprevisto afloramiento de «la solidaridad de las clases trabajadores» en que «germinaban las simientes de las reivindicaciones venideras». A su lado, el médico Curletti, «amado amigo nuestro, fervoroso socialista y ponderadísimo secretario de los liberales», siente que está asistiendo «al principio de la revolución social». La voz del supuestamente finado Croniqueur pareciera resurgir para describir las entrecruzadas emociones del momento: «Buenos, leales y románticos bolcheviques, nos imaginamos que nos hallábamos en una hora de jornadas populares, de banderas rojas, de arengas maximalistas y de oradores tumultuarios». La realidad, sin embargo, es otra puesto que, como sabe bien el cronista, lo que prevalece es: la «discreta índole de la blanca psicología» y «la sosegada naturaleza de nuestro pueblo». Sabe, asimismo, que no hay por qué temer de ese pueblo «demasías temerarias». Sabe, más aún, que «su naciente socialismo no era bastante para llevarlos a las barricadas». Y que, por lo tanto, «sus ardimientos no podían, pues, pasar de un homenaje callejero a las ocho horas». Por ello, «bajo el dominio de este convencimiento» puede, el cronista, lanzarse a las calles, confundirse con los huelguistas, sentirse tentado, bandera roja en mano, de «pronunciarles un discurso inocentemente fogoso». Como en guiñol, pero nada más.

Lo realmente grave había sido que el gobierno no hubiese comprendido el carácter pacífico de la huelga. Que la hubiese asumido revolucionaria y maximalista como si fuera la de Buenos Aires. Y que, por ello, resolviese tomar «medidas tremendas:» militarizar la ciudad, llenar de «pavores y grimas a las medrosas gentes metropolitanas» y, sobre todo, «cruelmente», mandar a «esta imprenta a sus autoridades para que la clausurasen». Semana histórica, por cierto. Que «ha pasado para siempre» pero que es, al mismo tiempo, «la primera semana de una serie sensacional».148

Son sus últimas palabras de aquel ciclo de El Tiempo. La conclusión de un proceso que venía de antes. Meses atrás, Mariátegui y Falcón habían hecho una propuesta para la adquisición de dicho diario. Ahora, Pedro Ruiz Bravo, el director, les responsabiliza —por radicales y obreristas— directamente del cierre. Ambos, en efecto, como ya lo habían hecho explícito en Nuestra Época, estaban hacía varios meses, embarcados en la búsqueda de «un camino propio».Estaban hartos —en palabras de Mariátegui— de la falta de oxígeno, de luz y de contentamiento. De prolongar «nuestra solidaridad con gentes y actitudes malavenidas con nuestro temperamento». Hasta que llegó el día de la renuncia y ésta no podía ser ni simple renuncia ni siquiera ruptura: «tenía que ser un cisma».149 Volverían a insistir en un proyecto propio. En un nuevo contexto, sin embargo.

Entre junio del 18 en que Nuestra Época había visto la luz y mayo del 19 en que aparece La Razón, en efecto, se había ido configurando un nuevo contexto. Cuatro elementos, al menos, establecían la diferencia: (1) los obreros habían ganado las calles; (2) el desprestigio del régimen civilista había� llegado a un punto sin retorno, (3) de jefe de una facción civilista, Leguía había pasado a ser un caudillo «nacional», con indiscutible arrastre de masas y (4) aunque precario, existía ahora el germen de una oposición socialista. En este marco, Mariátegui realizará su nuevo intento de hablarle al país con la verdad y con absoluta independencia, marcando distancias con los «dilentantismos literarios», difundiendo, asimismo, «las ideas y doctrinas que conmueven la conciencia del mundo y que preparan la edad futura de la humanidad» con la aspiración de contribuir al «advenimiento de esa era de democracia que tanto ansía nuestro pueblo».150

Ausente Maúrtua, el liderazgo socialista recaería en Alberto Secada primero y en Luis Ulloa Cisneros después. De ambos, era el segundo el que tenía la perspectiva más coherente. Intentaría vincular a los socialistas peruanos con el socialismo argentino, el más sólido y avanzado de Latinoamérica, tributario, a su vez, de la Segunda Internacional.151 Especialista en cuestiones limítrofes, Ulloa tenía especial interés en el pendiente litigio con Chile por las «provincias cautivas» del sur.152 Debía realizarse un plebiscito que los chilenos, visiblemente, estaban decididos a manipular en su favor. En este asunto, Ulloa esperaba contar con el respaldo de los socialistas argentinos. Las circunstancias eran propicias pues se anunciaba la realización de un Congreso Socialista Panamericano en que dicho conflicto figuraba en la agenda. Eran los días de la «libre autodeterminación de los pueblos» wilsoniana, la oportunidad para suturar la herida aún abierta del 79. Los socialistas peruanos se apresuraron a acreditar sus delegados: Erasmo Roca y César Falcón fueron los nominados. La llegada a Lima del socialista argentino Alfredo Palacios, asimismo, coadyuvaría al fortalecimiento de esta tendencia. En el marco de la agitación obrero-estudiantil argentina recobraba vigencia el lenguaje «panamericano» y «latinoamericanista». Entre Mariátegui y Ulloa no era un tema nuevo. En 1916, aquel había calificado a éste de «utopista incorregible» a raíz de sus simpatías por otro socialista argentino, Manuel Ugarte.153 Ya desde entonces, Mariátegui sentía un marcado fastidio por las poses quijotescas e inconsecuentes de los Palacios y los Ugarte. No fue extraño, entonces, que a inicios de 1919 se pusiese en guardia frente al planteamiento de Ulloa de convertir al comité en partido; propuesta que Mariátegui debe haber percibido como el intento de crear una filial peruana del flácido socialismo —de corte bolivarianista— de los argentinos.

En lo inmediato, la lucha por las ocho horas había sido recibida como un triunfo de los obreros. Habían arrancado a Pardo la legalización de la llamada «semana inglesa» tras una lucha de largos antecedentes. Las reverberaciones de su lucha, más aún, habían agitado los claustros universitarios. Desde los tiempos de Billinghurst Lima no había vivido horas de tanta agitación. En tales circunstancias, en contraste con los planes internacionalistas de Ulloa, la reacción de Mariátegui sería retomar lo hecho en El Tiempo, en condiciones, por cierto, de absoluta independencia: un periodismo de combate, alimentado por un impulso esencial por decir la verdad, orientado a la generación de una «política nueva». Su amigo Isaías de Piérola ayudaría a resolver la parte financiera en tanto que, en torno a él y a César Falcón se reunía un grupo de escritores de clara inclinación jacobina. En términos prácticos, empujados por las circunstancias, se constituirían en un núcleo obrerista. En el mes de mayo, más aún, cuando el primer número de La Razón alcanzó las calles, su redacción se habría convertido en sede de una suerte de ente coordinador obrero-estudiantil. A partir, sobre todo, del día en que Nicolás Gutarra y Carlos Barba —los más combativos dirigentes anarquistas— fueron confinados a prisión.

En vísperas de los comicios presidenciales saldría el primer número de lo que años después se denominaría como el «primer diario de izquierda en el Perú».154Por varias semanas, hasta el 4 de julio —en que Leguía entró a Palacio apoyado por un grupo de militares—� el país viviría una peculiar situación de parálisis e impase en la superficie mientras que, tras bambalinas, el leguiísmo propiciaba un drástico realineamiento político a través del país. Todo esto con el trasfondo de un intenso conflicto obrero y el estallido de una rebelión estudiantil. Desde La Razón, de lleno ya en su primera gran «tangencia» con la «política criolla», viviendo con la mayor pasión cada instante de la coyuntura, Mariátegui intentaría mantenerse por delante del curso de los acontecimientos. Sus escritos de ese período —de mayo a agosto de 1919— son el testimonio de esa verdadera prueba de capacidad analítica y tenacidad.�

La «dispersión de sus clases dirigentes» agravada por una «profunda inquietud popular» era el problema de fondo. La proliferación incontenible de «mil pequeños intereses» había terminado por traerse abajo al sistema de partidos mientras que, del otro lado, el «pueblo peruano», por muy debilitadas que estuviesen «su sensibilidad y su percepción» no podía sustraerse a «la hora de renovación que atraviesa el mundo». Los pueblos —diría Mariátegui— están poseídos por una «honda inquietud, por un impreciso anhelo». Y en estas «circunstancias precarias», una «oposición activa» compuesta en su mayor parte por «vulgares e insignificantes agitadores» había «logrado atraer» hacia la candidatura de Leguía, a «la parte más inquieta del pueblo». No podía ser sino «una desviación del sentimiento popular». Y como tal, un hecho transitorio y, por lo demás, inoportuno puesto que, escribía Mariátegui en Mayo 14, «la inesperada resurrección» del Partido Demócrata, «que vuelve a levantar en sus manos su bandera, la bandera de la democracia» anunciaba la posibilidad de que éste pudiese «recuperar su puesto en el corazón del pueblo». Las tácticas criollas del «leguiísmo», en otras palabras, no podían prosperar. Era las estratagemas de un comerciante sin verdadero «amor por la democracia» quien se había aprovechado de la crisis de los partidos demócrata y liberal, representantes, «hasta hace pocos años»,� de las fuerzas populares. 155� Un «juego de viveza» que podía terminar en tragedia.156

Como lo demostraba la exasperación con que los dirigentes obreros reaccionaban ante el intento del senador demócrata José Carlos Bernales de organizar un Partido Obrero y la posterior radicalización del Comité Pro-Abaratamiento de las Subsistencias. Este había surgido a comienzos de mayo como respuesta a la detención de Gutarra y Barba. Durante las semanas siguientes el tono de sus demandas ganó en agresividad. Hacia fines de mes llamaron a un paro. El 28 de mayo Lima amaneció paralizada. En «Voces» quedó registrada la tensión y el peligro que el momento encerraba. «La política —dirá— ha enmudecido». No cabía ahora ni «chistes ni zarzuelismos». La «gravedad de los acontecimientos» era tal que «supera a las facultades de percepción de las gentes». No se trataba de «un conflicto vulgar». De aquellos que el arbitraje del Presidente de la República podía solucionar. Era, en el fondo, un «conflicto casi insoluble». La hora era «de los militares y de los huelguistas». Y los que no eran ni lo uno ni lo otro, «no significamos nada dentro de este conflicto». No eran sino «espectadores».157 Hasta el día 31, en efecto, la violencia se impone en la capital. La medida, no obstante,� se suspende de improviso, sin haber obtenido satisfacción a demanda alguna, dejando a la masa obrera en una situación de «profundo desaliento».158 La huelga había degenerado en saqueo. Las posibilidades de un desenlace como el de enero serían en esta ocasión impracticables. Según el análisis de La Razón, mientras la huelga había sido pacífica el proletariado se había mantenido «solidarizado y firme». El error había sido salir a la calle el segundo día de huelga. De no haberlo hecho esta se hubiese convertido en «una fuerza moral invencible». Al ir a la confrontación con las fuerzas del orden y vincularse con «los bochinches callejeros», el proletariado «había perdido toda autoridad moral» quedando su acción «virtualmente vencida».159

Al declararse ajeno a las medidas de lucha del Comité Pro-Abaratamiento de las Subsistencias, los «socialistas» de Ulloa se habían prácticamente autoeliminado� dejando al núcleo de La Razón como único rezago de la fiebre izquierdista del año anterior. A diferencia de aquellos, éstos habían dado pasos que los habían acercado a las dirigencias anarquistas: se habían solidarizado con la acción directa proletaria poniendo todos sus recursos al servicio de su causa y, en segundo lugar, habían profundizado su campaña de propaganda revolucionaria, asumiendo abiertamente la defensa de la revolución bolchevique. Lo que el país requería, según Mariátegui, era una «revolución radical, sustantiva, renovadora de las organizaciones nacionales».160 ¿Se refería acaso a una revolución proletaria? Definitivamente no. Admitía, más bien, que los obreros peruanos estaban muy lejos de una movilización «roja». La derrota de mayo acaso le refrendó en su idea de la «discreta índole» de la «blanca psicología» del proletariado limeño.161 Era el lenguaje de Araquistaín, uno de los inspiradores de su posición socialista inicial. Había en ambos una matriz común de revolucionarismo nacido de una postura intelectual y profundamente moral. El uno en España y el otro en el Perú. Un no querer ser cómplices de la gran mentira en que se sustentaban sus respectivos mundos políticos. Así, en Araquistaín,� la revolución tiene «una connotación casi-anarquista», como «moralización política» o «revulsión de conciencia».162 Con el octubre ruso, sin embargo, el socialista vasco se radicaliza, saluda la caída del zarismo, comienza a ver a la revolución como una necesidad histórica. Desde su revista España —que Mariátegui toma como modelo para Nuestra Época— difunde la obra de Lenin y defiende la sobrevivencia del régimen soviético. Entiende, sin embargo, al mismo tiempo, que la «revolución roja», buena para Rusia, no lo es para España. Una «revolución blanca» es ahí, más bien, la posibilidad más factible. Pasaba esta por una «lucha pacífica entre la organización del Estado y la organización de la sociedad, tomando como núcleo a las asociaciones obreras; era el camino más adecuado para países —como el suyo— de poco desarrollo económico, donde la debilidad de las fuerzas del poder público podían hacer posible su sustitución por la organización del pueblo.163

Teniendo visiones como ésta como referente, Mariátegui habría pues concluido que ni siquiera para la «revolución blanca» había condiciones en el caso del Perú. Que, más aún, contra sus expectativas y predicciones, el «leguiísmo», que a comienzos de junio había percibido como «agonizante», se enseñoreaba sobre los escombros del fracaso de los socialistas de Ulloa como de los anarquistas de Gutarra. Para el 4 de julio, cuando los leguiístas asaltaron Palacio de Gobierno, sus agentes se habían reclutado ya a buena parte de los izquierdistas limeños. Y muchos de los hasta hace poco camaradas «bolcheviques» de Mariátegui comenzaban a hablar de la revolución que el ex-civilista Leguía habría de conducir.

Al día siguiente del golpe, en una breve nota, Mariátegui hacía frente a los hechos consumados. Opta por saludar, en primer lugar, la liquidación de un gobierno como el de Pardo, carente de «autoridad moral». Era el gobierno —dice— de un «círculo débil y egoísta, totalmente despreocupado del interés colectivo». Alivio y bienestar son, al respecto, los sentimientos que predominan. En tanto que, frente al régimen entrante, afirma que queda por verse si es «efectivamente una revolución». De ser así, «tendremos que felicitarnos de que haya sobrevenido». En caso contrario, «tendremos que mirarla como uno de tantos vulgares episodios violentos de nuestra vida republicana». Su deber será, en todo caso, «llenar frente al gobierno de Leguía, un rol de crítica, serena, racional y elevada».164�Pronto quedaría en evidencia la inviabilidad de propósito tal.

En las semanas siguientes, tras disponer el desbande del Congreso, cual tormenta desatada, las fuerzas leguiístas comenzaron a desplegarse a través del país, liquidando las viejas redes clientelares civilistas, persuadiendo, cooptando e intimidando a nombre de la construcción de una «Patria Nueva». Cuando a fines de julio el gobierno convocó a elecciones para una Asamblea Nacional, Mariátegui decidió lanzar desde La Razón una lista de candidatos desde «nuestra plataforma periodística, claramente definida y perfectamente independiente», exenta de «interés partidarista» alguno. José Matías Manzanilla, Luis Miró Quesada, Víctor Maúrtua y Manuel Augusto Olaechea eran sus integrantes. Eran cuatro «hombres de estudio» que podían aportar a darle a la nueva constitución un «carácter científico». Puesto que, «en una hora de reformas políticas», el parlamento debía estar formado «por los políticos más aptos, por los más inteligentes, por los más cultos». Por lo que —diría Mariátegui contraviniendo anteriores recelos anti-universitarios— «el único título» que avalaba a dichos candidatos «está sellado por la Universidad».� Eran los nuevos tiempos los que� dictaminaban curso tal.

«Se ha dicho que hoy el mundo —escribió Mariátegui— debe ser gobernado por los filósofos. Y es verdad. El profesor Wilson ha llenado con sus ideas la historia del siglo. Todos los jefes de estado actuales son hombres de ciencia. Lo son desde Clemenceau hasta Lenin. Y deben serlo necesariamente. Porque las luchas políticas de hoy son luchas de ideas, de doctrinas, de corrientes filosóficas. Un vigoroso impulso de renovación debe llevar también al Perú al cauce de la vida moderna. La complejidad de los problemas sociales, políticos y económicos es más enrevesada en el Perú que en país ninguno. El próximo parlamento no debe ser, como han sido los anteriores, un cuerpo burocrático. Ni debe ser una academia de declamación. Es indispensable que sea el laboratorio de la vida nacional». 165

Cualquier posible proclividad maximalista tenía que ser depuesta ante el hecho macizo de la consolidación leguiísta. Y en tales circunstancias, Mariátegui insistiría en la necesidad de impulsar la «evolución democrática» del país, privilegiando, al mismo tiempo, el contenido económico de la misma: la reforma política quedaba en un plano secundario. En el mundo de hoy —diría— «ya no se discute cuál régimen es el mejor». El debate era, más bien, «como debe ser menos injusta, económicamente, la sociedad». Así, en circunstancias en que «todos los pueblos de la tierra luchan hoy por las reformas económicas», cualquiera de ellos sería «feliz con la monarquía inglesa» pero «abominaría y se sublevaría contra la organización democrática peruana».166

En tales circunstancias, el pasado reciente, comenzó a aparecer en sus escritos, menos deplorable que nunca, muy diferente al que su admirado González Prada, por ejemplo, hubiese estado dispuesto a admitir. Así, por primera vez en el transcurso de su carrera periodística, Mariátegui aludiría a la historia política del siglo anterior y a sus propias experiencias para tipificar, esta vez en serio, el régimen que se venía. ¿Era acaso Leguía comparable con Ramón Castilla quien «combatió siempre por el pueblo» o con Piérola quien «estuvo en todo instante a la cabeza de la acción popular»167? Nosotros vimos —recordaría a sus lectores— a La Prensa destruida y a Ulloa preso. «Vimos a las huestes de matones sitiar intrépidas la cámara de diputados y perseguir encarnizadamente a los demócratas». Asistiendo, asimismo, a «las trágicas sesiones del consejo de guerra en la Penitenciaría». Entonces, por primera vez, «el orden público se puso sobre la Constitución y las leyes». Y «orden público» quería decir, en esa ocasión, «el apagamiento definitivo e inexorable del pierolismo».168

En ese contexto, la existencia de una fracción parlamentaria ilustrada e independiente era el camino para seguir desarrollando una posición obrerista en el marco de un régimen inevitablemente autoritario. A fin de cuentas, el Parlamento había sido una constante en la vida política del país desde 1896. Quizás recordó la manera en que, un par de años atrás, la candidatura de su amigo Jorge Pardo había crecido, gradual y subrepticiamente, hasta convertirse en un asunto políticamente embarazoso para el régimen pardista. Cualquiera que hubiese sido el cálculo detrás de esta decisión, pronto quedaría en evidencia su futilidad puesto que, la reglamentación del proceso electoral, al eliminar la intervención de la Corte Suprema en la supervigilancia de los organismos de sufragio favorecía el control de las mismas por parte del Ejecutivo y de la mayoría parlamentaria. La llamada «Patria Nueva» —comentaría Basadre— hizo retroceder el sistema electoral a los peores tiempos de la Patria Vieja.169 Para Mariátegui, habíamos «evolucionado bruscamente de la elección al nombramiento». Y si antes, en la «elección plutocrática»,� el favor del gobierno no era definitivo, y al menos los contribuyentes elegían en tanto que «el favor del poder servía solo para facilitar su captación y su conquista», ahora «habrá un solo elector». Y «como es sabido, la elección por el gobierno no se llama elección. Se llama nombramiento».170

Como quiera que las críticas de La Razón a la imposición en curso no declinaron, hacia fines de julio, había entrado en curso de colisión con el régimen. Ante la negativa de la imprenta a seguir� imprimiéndolo, su editorial del 3 de agosto tuvo que circular como hoja volante. Se dirigía ahí a aquellos «ingenuos» que habían pensado que del golpe del 4 de julio podía salir «un régimen de renovación efectiva», siendo que era, más bien, «la resurrección de hombres que debían estar «políticamente inhumados». Gente cuyas acciones, a la larga, suscitarían «la verdadera revolución del pueblo».�� No hubo tiempo para más. Los tres meses de La Razón llegaban a su fin. Por esos días, Alfredo Piedra, el «bolchevique» de otros tiempos, buscaría a Mariátegui y a Falcón para ofrecerles sendos cargos como «agentes de propaganda del Perú en el exterior».171 El 24 de septiembre se instalaba la Asamblea Nacional que, cumplidamente, aprobaría las reformas constitucionales reclamadas por Leguía. A pesar de que las «instituciones fundamentales de la vida cívica» de la «república aristocrática» resultasen en el fondo inauténticas —escribiría Basadre— la coexistencia de unos ciudadanos peruanos con otros «había funcionado de hecho a partir de 1896».172 Con el ascenso de Leguía esa tradición quedaba rota. El país había entrado a una nueva era. Septiembre 29 es la fecha de emisión del pasaporte de Mariátegui.173 El 8 de octubre él y su amigo Falcón partieron hacia el norte.

V

Mientras Mariátegui navegaba con rumbo a Europa en el Perú se desplegaba la «Patria Nueva» a través del país. Se desmoronaba con ello el medio que había visto su tránsito de literati a socialista. Capturada a mano armada, La Prensa se convertía en órgano oficialista. La vibrante «esfera pública», que ese diario había contribuido a crear, comenzaba a ser capturada. Nombrado por Leguía en misión diplomática, Luis Ulloa había partido poco antes que Mariátegui como también lo había hecho Riva Agüero y otros «futuristas». José Antonio Encinas, Hildebrando Castro Pozo, Erasmo Roca y otros integrantes del ala juvenil del Comité de Propaganda Socialista se sumaron al «leguiísmo rojo» que el Ministro de Gobierno, Germán Leguía y Martinez, encabezaba desde el poder. El movimiento estudiantil que La Razón había alentado se dividió bajo la presión de la cooptación y la amenaza. Poco antes de partir, Mariátegui y Falcón había apadrinado a Juan Manuel Calle, líder del Comité de Reforma Universitaria, en su duelo con César Elejalde Chopitea, presidente de la federación de estudiantes, uno de cuyos padrinos había sido nada menos que Víctor Raúl Haya de la Torre.174Se dispersó igualmente el movimiento de la empleocracia, que se había coordinado desde La Razón. Su líder, el cajamarquino Eudocio Ravines, saldría pronto hacia un exilio del que volvería convertido en agente del Comintern.175 El propio Abraham Valdelomar se postuló en la lista oficialista como diputado regional por su nativa Ica iniciando una carrera parlamentaria que la muerte frustraría pocos meses después.176 Gutarra, Barba e inclusive Jorge Prado serían, finalmente, deportados. Lauro Curleti y Alberto Secada en cambio se pasaron con todo a las filas del régimen. A mediados de octubre, este último, increpó en el Congreso al Presidente del Gabinete Ministerial por haber «comisionado a esos dos infelices —Mariátegui y Falcón— para que vayan a defender los derechos del Perú en España e Italia». 177

En condiciones tales, no fue extraño que Mariátegui sintiera que la «sensación más plácida» desde su partida del Perú fuese «la sensación de la libertad» que Nueva York, París o Roma le habían deparado. La gran ciudad —escribió— acogía al desconocido, «sin prevención, sin prejuicios y sin reticencia». No había ahí quien espíe ni quien vigile, ni quien controle ni quien envidie. Podía sentirse uno «libre, totalmente libre, ilimitadamente libre». Libre para crear e imaginar. En contraste con el Perú, donde, el talento causaba temor; donde ser «absolutamente mediocre» era condición para no ser detestado.178

Hasta entonces su «socialismo» había sido una protesta y una denuncia, una forma de señalar una ausencia y una aspiración: todo aquello que al Perú le faltaba para llegar a ser una nación moderna, genuinamente democrática, sintonizada con el nuevo mundo que con el fin de la guerra se perfilaba. En 1923, en cambio, «socialismo» era el nombre de un inequívoco derrotero sustentado por el marxismo. Reformismo o maximalismo eran las opciones que se abrían para los revolucionarios peruanos. Dilema frente al cual Mariátegui asumiría una posición� que no admitía dudas: yo —diría en su primera conferencia en Lima a su retorno de Europa— soy de los que creen «que la humanidad vive un período revolucionario» por lo que estaba convencido «del próximo ocaso de todas las tesis social-democráticas, de todas las tesis reformistas, de todas las tesis evolucionistas». ¿Qué lugar correspondía a la experiencia del período 1917-1919?

«No estoy seguro de haber cambiado», afirmaría Mariátegui en julio de 1926, respondiendo a una pregunta sobre su trayectoria. Explicándose luego, como quien reflexiona en voz alta: «he madurado más que cambiado», puesto que «lo que existe en mí ahora, existía embrionaria y larvadamente cuando yo tenía veinte años», tiempo en el cual «escribía disparates de los cuales no sé por qué la gente se acuerda todavía». Frente a eso, a lo inarticulado, lo de Europa era un nuevo comienzo, un evento de connotación religiosa: «En mi camino he encontrado una fe. He ahí todo. Pero la he encontrado porque mi alma había partido desde temprano en busca de Dios».179 En enero de 1927, por el contrario, en una carta personal, se sintió compelido a establecer una nítida distinción entre su etapa anterior a 1919 y la iniciada en 1923.180 Los años de «Voces», Nuestra Época y La Razón quedaban así refundidos en una larga «adolescencia literaria». A inicios de 1929, no obstante, en un documento presentado al Congreso Constituyente de la Confederación Sindical Latino Americana de Montevideo, dicha etapa recobraba perfil propio, como una de «orientamiento hacia el socialismo» como parte de los «antecedentes» de la «acción clasista» en el Perú.181 Era 1929. El líder del socialismo peruano se encontraba enfrascado en arduo debate con Haya de la Torre. No era momento para ventilar las «vacilaciones» de juventud. La vida de Mariátegui terminaba, comenzaba el «mariateguismo».� A partir de las indicaciones de su propio protagonista aquella trayectoria vital se supeditaba a los requerimientos de la lucha ideológica y política. Recién en 1960 esta suerte de versión se pondría en debate: ¿Por qué el olvido de la juventud de Mariátegui? ¿Significaba acaso que al irse a Europa y aprender el marxismo, «el don de lenguas y de la sabiduría» habrían, de improviso, descendido sobre él? ¿Que frente a lo aprendido en la «Europa adelantada y marxista» nada podía significar la labor acumulada en el Perú «retrasado y civilista»?182� Preguntas todas ellas que, cuarenta años después —colapsado el socialismo y con un Perú tan injusto e indignante como aquel de 1919—, mantendrían toda su relevancia.

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Referencias y notas

Escríbale al autor: © 2001, José Luis Rénique, JRenique@aol.com
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