Mensaje del kuraka

Primero de diciembre del 2004

[Ciberayllu]
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Hoy leí la palabra «Quishuarcancha» y, una vez más, me llené de asombro. La primera vez que escuché esa palabra, adolescente, fue porque era el nombre del lugar donde unos amigos tenían un pequeño fundo, a donde fuimos invitados a pasar una noche.  Recuerdo, sí, el paisaje. Al borde de un riachuelo quedaban dos quishuares —árboles achatados por el frío que, con los escamosos queñuales, también se dan en la puna arriba de los 4,000 metros—, y creo ver la imagen de un sauce cuyas ramas besaban la corriente, moviéndose en un ritmo sin pausa, como hacen esos árboles. Los bancos del riachuelo, poblados de un pasto duro y verde (era febrero, mes del carnaval, y todo es verde), invitaban a sentarse a tomar el vital sol de la sierra de Jauja.

El asombro no viene de esa memoria grata de tiempos juveniles, sino de que hoy, a más de seis mil kilómetros y 300,000 horas de distancia de esos recuerdos, leí la palabra «Quishuarcancha» después de años de haberla olvidado. Estaba dibujada en la pantalla, en la versión electrónica de un diario de provincia, en una nota escrita por un periodista de mi ciudad, también locutor de radio, que escribe sus notas diarias en el zaguán de su casa, como lo vi las últimas veces que estuve por allá. La palabra «Quishuarcancha», traída por la red global, se presentó de manera inopinada ante los ojos del alma, desencadenando en este editor memorias, sonrisas, nostalgias y, sobre todo, asombro. Asombro que no se presenta a menudo pues, en apenas 15 años, el mundo —este editor incluido— se ha habituado tanto al medio de la Internet, que uno ya no para en mientes sobre lo que esto significa. La información nos inunda, nos rodea, nos llueve. El mundo está en nuestras manos. Dizque.

Repito con cierta frecuencia (desde enero del 2000, por lo menos) mi no-descubrimiento de referencias a la tecnología de la información en la literatura de eras anteriores. Lo más connotados literatos de ciencia ficción, desde Verne, fueron capaces de predecir muchas maravillas tecnológicas, desde telecomunicaciones instantáneas hasta viajes a la luna pero, hasta donde mi amplia ignorancia lo sugiere, a nadie se le ocurrió lo de la masiva generación y difusión de información que se ha desarrollado en el mundo en los últimos 15 años.

Salvo una excepción. Bueno, a medias. George Orwell sí imaginó el mundo de 1984 poblado de aparatos-espía, cámaras, micrófonos y, por supuesto, soplones. Y eso, ahora, por fin, parece estar haciéndose realidad. La libérrima Internet (podemos leer lo que queramos, podemos publicar lo que nos venga en gana) es el medio perfecto para desarrollar mecanismos para coartar la libertad: enormes computadoras se dedican a recolectar y almacenar información sobre lo que frente a las pantallas de computadoras hacen Dorkas en Kisumu, Yovanna en Jauja o Evan en Bozeman. Gran parte de la información se usa estadísticamente —sin llegar a los nombres, las horas y las fotos—y se vende procesada a empresas comerciales. Es ése el negocio de los grandes proveedores de cuentas de correo gratuitas, de periódicos en línea, de buscadores. Pero la información se guarda, almacenada en esos servidores, con copias de seguridad que garantizan que no se vaya a perder: esa información es la más valiosa materia prima generada por nuestros paseos por la web. Y en gran parte esa información está en manos de compañías estadounidenses. Y por lo tanto, y para finalizar, está al alcance del gobierno de este país, que puede solicitarla por razones de seguridad del estado. Así que, querida Dorkas de Kisumu, ya sabes: nada de andar visitando sitios web que puedan ser interpretados como enemy combatants, porque te lo podrían echar en cara en tu próxima visita a este hermoso país.

Asombroso, lo que me trajo la palabra «Quishuarcancha».

Cierre: no añadimos mil referencias bibliográficas porque éste es sólo el espacio donde este editor abusa de su condición de autarca de Ciberayllu para mandarse la parte. Pero, créanme, la única discreción que hay en la red global es la que la que se ha otorgado al gobierno del único súper-poder en nombre de su seguridad nacional. No significa que haya que dejar de leer Ciberayllu, por supuesto, que no vende nada y se mantiene por razones inconfesables.

(No significa, tampoco, querida América Latina, que los hilos de esta red no sean buenos para untarnos mutuamente de memorias y cariños, canciones e imágenes con tu rostro brillante, o para inventarnos pequeños futuros a punta de tejidos de palabras. ¿Qué sientes cuando vuelvo a encontrarte después de tus ausencias? Yo a veces escribo un verso que guardo a ver si crece y, si soy atrevido, te lo muestro a escondidas. Oh, América Latina, dragón multicolor, que te sean propicios los viajes y los cambios, como a mí me son tus avatares.)


Una vez más, pido la comprensión de los lectores y de los colaboradores cuyos trabajos quedan a veces en largas e inmerecidas esperas. En noviembre, primer mes del noveno año de Ciberayllu, la realidad se impuso a las buenas intenciones y sólo hubo tiempo para añadir cuatro trabajos, esta vez todos de colaboradores peruanos.

El escritor peruano José Donayre ofrece un avance con poemas de su próximo libro, Belladona, donde el poeta le habla y hace hablar a la planta venenosa y curativa, histórica y nocturna, estirando el lenguaje y las imágenes.

En narración, dos cuentos: El primero, de Gabriel Rimachi Sialer, con el sabor surrealista de un ave que se anida en el pecho del protagonista. Y el segundo, de Walter Lingán, que describe cómo las marcas comerciales trabajan para traer al bien más valioso.

De Adiós Estado, bienvenido mercado, el libro más reciente de Óscar Ugarteche, inagotable amigo en todas las tareas relevantes del espíritu, reproducimos casi todo el primer capítulo, donde hace un recuento histórico de cómo cayó el régimen corrupto de Alberto Fujimori, para de ahí repasar cómo este mismo gobierno transformó el papel del estado en el Perú.

Esperemos que diciembre permita regalar a los lectores con el material escrito que está en la sala de espera.

Que las fiestas nos sean propicias.

Domingo Martínez Castilla, Kuraka editor de Ciberayllu
Escriba al editor: DMartinez@Missouri.edu
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Para citar este documento:
Martínez Castilla, Domingo: «Mensaje del kuraka, diciembre 2004», en Ciberayllu [en línea]

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