30 noviembre 2004

La esfera del amor tiene cuatro esquinas

[Ciberayllu]

Walter Lingán

Para Sayri Amaru, mi hijo

Cuatro y treinta de la mañana. Por una silenciosa calle, la Zülpicher-Straße de la ciudad de Colonia, un impermeable azul marino Eddie Bauer de Gore-Tex-Light-Microfaser arrastraba unos zapatos negros hechos a mano tipo Oxford mojados por una lluvia suave pero persistente. Sobre ellos, sostenido por una mano invisible, se bamboleaba un paraguas negro Pierre Cardin. Avanzaban casi al trote. Sin detenerse ante el semáforo en rojo cruzaron la calle Weyertal. El viento frío jugaba con la lluvia. Los zapatos negros hechos a mano tipo Oxford toparon con un bote vacío de Coca-Cola. El impermeable azul marino Eddie Bauer estuvo a punto de detenerse y levantar el bote vacío de la chispa de la vida, pero el paraguas negro Pierre Cardin, empujado por el viento, tiró de él, invitándolo a seguir de largo. Minutos después llegaron a la esquina de la Joseph-Stelzman-Straße y doblaron en dirección a la Kerpener-Straße. Las luces de los faroles eran débiles, parecían fantasmas escurriéndose entre la lluvia. El paraguas negro, el impermeable azul marino y los zapatos negros caminaban impetuosos, no les importaba la lluvia ni el viento. Los semáforos movían sus ojos verdes, elektron y rojos, y muchos autos dormían tranquilamente estacionados en las aceras. A esa hora en la Kerpener-Straße no había transeúntes, sólo un taxi sin conductor pasó veloz haciendo salpicar un pozuelo de lluvia y mojó al impermeable azul marino Eddie Bauer y a los zapatos negros hechos a mano tipo Oxford. El paraguas negro Pierre Cardin se inclinó y luego, sin perturbarse, se enderezó sobre la mano invisible. Cruzaron la calle. La Clínica Materno-infantil de la Universidad de Colonia los esperaba con algunas ventanas tenuemente iluminadas. El paraguas negro Pierre Cardin se sacudió, se dobló alrededor de su sostén de acero y se balanceó como un bastón en la mano invisible. El impermeable azul marino Eddie Bauer empujó la puerta de vidrio de la entrada principal de la Clínica Materno-infantil de la Universidad de Colonia. Detrás de un mostrador dormitaban unos ojos acompañados de unos bigotes a lo Günter Grass. Los zapatos negros hechos a mano tipo Oxford entraron sin hacer ruido y se encaminaron a lo largo de un pasillo blanco, limpio, estéril. Los bigotes temblaron y es que la nariz había percibido el Herrenduft Ungaro del impermeable azul marino Eddie Bauer, pero los ojos, cansados, siguieron durmiendo.

Un mandil blanco se cruzó en el camino del impermeable azul marino Eddie Bauer. No se miraron ni se saludaron. Detrás aparecieron otros dos mandiles blancos y pasaron a su lado sin prestarle atención. Una casaca negra C&A y unas zapatillas Adidas aparecieron a sus espaldas, corrían deportivamente, les adelantaron, estuvieron a punto de pisar a uno de los zapatos negros hechos a mano tipo Oxford. Al final del pasillo el impermeable azul marino Eddie Bauer de Gore-Tex-Light-Microfaser, meciendo el paraguas negro Pierre Cardin en una de sus manos invisibles, y los zapatos negros Oxford doblaron a la derecha; luego de unos ocho o diez metros voltearon a la izquierda. Otro mandil blanco los saludó con gesto amable, después de un breve intercambio de sonidos y mímicas, la manga del mandil blanco se elevó hasta la altura del hombro, y les indicó el camino a seguir. Un teléfono sonó, sonaba, siguió sonando, pero nadie contestó. Las luces eran suaves, el piso brillaba de pura limpieza y las paredes blancas despedían efluvios de desinfectante. El impermeable azul marino Eddie Bauer de Gore-Tex-Light-Microfaser colocó el paraguas negro Pierre Cardin en un cubo de metal, las manos invisibles desabotonaron al impermeable azul y lo colgaron en la estaquilla del pequeño guardarropa. Luego los zapatos negros hechos a mano tipo Oxford ingresaron a una sala blanca y estéril. Las manos invisibles tomaron un mandil blanco con la abertura en la espalda, lo anudaron a la altura del cuello, y a los zapatos negros tipo Oxford los revistieron con un protector de plástico verde. El mandil blanco y los zapatos negros hechos a mano tipo Oxford protegidos por el plástico verde entraron a otra sala de luces mortecinas. Un mandil blanco con sandalias blancas Birkenstock hablaba muy quedito a la sábana blanca con las piernas de medias Hudson.

La sábana blanca con las piernas de medias Hudson se contorneaba y emitía sonidos, parecían cantos gregorianos. Entre las piernas de medias Hudson había una ventana con los cristales rotos. Las piernas eran largas y tenían los pies griegos, eran dos enormes y firmes alisos plantados a las orillas de un río bullicioso. Hasta la ventana con los cristales rotos se asomaron un par de ojos chispeando un café negro. Su mirada cubrió los fantasmagóricos mandiles blancos que agonizaban en medio de las sombras. El mandil blanco con las sandalias blancas Birkenstock, ligeramente nervioso, daba órdenes a la sábana blanca con piernas de medias Hudson que transpiraba copiosamente sobre una parihuela cubierta de impecables sábanas verdes y asépticas. Luego los ojos negros decidieron saltar entre los cristales rotos de la ventana. Un cordón sanguinolento los sujetaba evitando que caigan al vacío. Debajo de los ojos negros se abría una pequeña boca desdentada. El mandil blanco con sandalias blancas Birkenstock sostuvo brevemente a los ojos negros y a la boca pequeña que hacía muecas extrañas. Los ojos negros parpadearon ante la luz moribunda, la boca pequeña desdentada masticaba el aire y, cuando los colocaron sobre la sábana blanca con las piernas de medias Hudson, se arrullaron gimiendo, churi-churi cantando al amanecer.

El mandil blanco con los zapatos negros hechos a mano tipo Oxford cubiertos por un protector de plástico verde miraba disimuladamente a esos ojos negros. Observó con curiosidad las largas y negras pestañas. Puso una de sus manos invisibles sobre los tenues labios azulinos. Después cogió las tijeras y cortó el cordón sanguinolento. Los ojos negros se abrieron con sorpresa y desde la boca desdentada volaron cuervos graznando a duelo. Entonces la sábana blanca con las piernas de medias Hudson pidió ver a sus ojos negros. El mandil blanco con los zapatos negros hechos a mano tipo Oxford cubiertos por un protector de plástico verde con sus manos invisibles tomó a los ojos negros y a la boca desdentada y los entregó a la sábana blanca con las piernas de medias Hudson. De pronto los ojos negros y la boca desdentada se convirtieron, primero en una masa informe, luego la masa fue creciendo hasta adquirir forma humana. Y así, hecho hombre, lloró. Gimió. Se quedó tranquilo, tranquilo, muy tranquilo, y en silencio.

La sábana blanca con las piernas de medias Hudson acariciaba con una de sus puntas la delicada espalda de lo que hasta hace unos instantes eran sólo dos ojos negros y una boca desdentada. Contó sus dedos. Observó si sus pies eran iguales. No había salido un Llulla-chaqui. Las alas de su nariz se agitaban en un vaivén acompasado, sereno. De pronto un arco iris saltó haciendo cabriolas y mojó las sábanas verdes y un flanco de la sábana blanca con las piernas de medias Hudson. Fueron los primeros orines de esa forma humana regando este mundo. El mandil blanco con los zapatos negros hechos a mano tipo Oxford protegidos por un plástico verde se acercó al oído de ese pedacito de masa floreciente y en susurros cómplices le dijo: «Cuando vayamos a la ópera no hagas eso por favor; ahí no se habla, no se llora, no se tose ni se mea.» Mirando tiernamente a esos dos pequeños ojos negros clavados en esa nueva masa humana el mandil blanco con las sandalias blancas Birkenstock sonreía emocionado.

La sábana blanca con las piernas de medias Hudson arrullaba en silencio y con orgullo a ese pedacito de masa humana con ojos negros y pestañas largas. El mandil blanco con los zapatos negros hechos a mano tipo Oxford protegidos por un plástico verde se movía nervioso desde una hasta la otra esquina de la habitación, con las manos invisibles a la espalda, estaba nervioso y no sabía qué hacer. De pronto la sábana blanca con las piernas de medias Hudson levantó su rostro hermoso, perfecto, puso un seno en la boca desdentada del pequeño con los ojos negros, y dirigiéndose al mandil blanco con los zapatos negros hechos a mano tipo Oxford le dijo tranquila, como jugando: «Es tu hijo... Dein Sohn!» Hizo una pausa y remarcó: «Unser Sohn!… Nuestro hijo.» Sus palabras cayeron como un porrazo sobre los hombros del mandil blanco con los zapatos negros hechos a mano tipo Oxford y, abriendo cielo y tierra, dejó pasar un mar de estrellas. Entonces descubrió que sus manos habían perdido su invisibilidad. Sus dedos eran largos y su piel bronceada. Es tu hijo. En su memoria fue repitiendo silencioso: «Es tu hijo, tu hijo, nuestro hijo, unser Sohn, unser Sooohn, Soooohnnnn.» Aumentó su nerviosismo al ver al pequeño desnudo durmiendo sobre ese cuerpo que tantas veces floreció manzanos en su pecho. Su lengua atrapó una mezcla rara de azúcar-sal-ácido. Se fijó en las redondas piernas de Allpacamasca, sus manos eran lirios... Lo cierto, y eso era lo más jodido, tenía unos tremendos deseos de salir corriendo de ese recinto semioscuro y ponerse a llorar donde nadie lo viera. Allpacamasca respiraba tranquila, feliz... Sobre una mesa calientita Paullu Huáscar fue medido, pesado y vacunado. Una enfermera vestida de celeste lo envolvió en un pañal blanco Ultra Pampers Boy. Luego terminó de vestirlo con una camisita y pantaloncito blancos Pre-Natal. Le colocó en la muñeca derecha una argolla de plástico sin PVC con su nombre y la fecha de nacimiento. Desde la otra habitación, donde estaba ubicado Martín vestido aún con el mandil blanco y con los zapatos negros hechos a mano tipo Oxford protegidos por un plástico verde, Paullu Huáscar parecía un conejo pequeño prendido a la teta pluscuamperfecta y cimbreante de Allpacamasca. El nerviosismo de Martín fue desapareciendo y su boca se llenó de un agradable dulzor. Su mujer, recostada ahora sobre una cama blanca, era mucho más hermosa. Tuvo deseos de cantar: Tiene la piel morena/ Sonrisa clara color de luna/ Tiene cosas de blanca/ Tiene cosas de negra/ Tiene cosas de india/ Bonita mezcla que da esta tierra....

*

Martín era feliz. En las mañanas iba a la redacción del periódico donde laboraba como jefe del suplemento cultural que aparecía los días viernes. Por las tardes se encerraba en su pequeña habitación a escribir la novela que había titulado El largo sueño del arco iris. Allpacamasca era joven, inteligente, deportista, culta, casera y sabía hacerlo feliz, al mismo tiempo que se dedicaba al cuidado de Paullu Huáscar, es decir, era la mujer ideal, de sus sueños, o como se dice: había elegido no la mujer que quería sino la que le convenía. Y Paullu Huáscar crecía dando muestras de una vivacidad precoz: a sus seis años manejaba con facilidad un ordenador personal, el programa Windows 95, Nintendo 64, había escrito una pequeña historia con seis palabras y hablaba como un viejo consumado. Martín, Allpacamasca y Paullu Huáscar conformaban una familia feliz como muchas otras. Martín cumplía con sus deberes de marido responsable y mientras se dedicaba a escribir, Allpacamasca se encargaba de las obligaciones de la casa. Lavaba vajillas, limpiaba su dulce hogar de rincón a rincón, ponía a lavar y secar la ropa; sacaba de la ducha los cabellos que Martín iba perdiendo cada mañana, ponía la mesa, servía puntual los alimentos y satisfacía con gusto los requerimientos amorosos del jefe de la familia, del patrón, aunque no se lo decía, en el ambiente flotaba esa sensación de orden y obediencia jerárquica, es decir, de arriba hacia abajo, diferenciando los colores y las pertenencias al Primer o Tercer Mundo. Acompañaba puntualmente a Paullu Huáscar cuando empezó a ir a la escuela. Se reunía con otras madres para discutir sobre la educación de los niños y la falta de maestros competentes en las escuelas. Naturalmente, así parecía por lo menos, todo lo hacía en silencio y con gusto: amaba a su esposo y quería verlo realizado, triunfador, sería eso también el triunfo de los dos, de los tres. Pero después de más o menos siete años de trabajo diario El largo sueño del arco iris no llenaba ni siquiera cuatro cuartillas y mientras tanto Martín empezaba a marchitarse, Allpacamasca florecía como una Simone de Beauvoir, se agrandaba con la visión de una Nadezhda Krupskaia, con la pasión de una Frida Kahlo, con la fuerza de una mujer que había entendido su rol en esta sociedad tan democrática y multicultural. En cambio la frustración y la desesperación apagaban a Martín, de hombre tranquilo y condescendiente, que sabía dar órdenes como si estuviera pidiendo favores, se transformó en un monstruo insatisfecho, imposible de tratar, perdió el trabajo como periodista y entonces sintió que todo su mundo se venía abajo, crecieron sus miedos, sus debilidades, y se refugió en el alcohol y la droga. Allpacamasca siguió su ascendencia luminosa y buscó afanosa la manera de devolver a Martín la fuerza y la confianza, pero la seguridad y ese aire de independencia que mostraba ella, derrumbaban los castillos del orgulloso Martín. De aquel Martín que como un australiano no se molestaba con que sus cigarrillos sean más fuertes que él, no quedaba nada. Y como dicen: no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista, los grandes monumentos también caen y un día Allpacamasca amaneció con poca luz, la enfermedad socavaba su fortaleza. Los médicos, después de múltiples análisis y chequeos, no encontraron nada orgánico y diagnosticaron streßige Hausarbeit. El médico ordenó descanso: «Descanso absoluto.» Después de muchos intentos de llevar una vida tranquila en su propia casa, decidió su internamiento en una clínica siquiátrica. En una de las tantas visitas, Paullu Huáscar, abrazando a su madre le dijo que tenía el pelo negro como la noche. «Hablas como un poeta», comentó ella riendo. «No, yo no soy poeta, me llamo Pa-u-llu Huás-car», le contestó deletreando su nombre. En tanto Martín seguía, sin remedio, cuesta abajo...

*

Allpacamasca regresó a casa después de algunas semanas de hospitalización. La casa era un pandemónium, el caos ocupaba su lugar. Platos, tazas, vasos sucios en la cocina, en la sala y en el dormitorio. Ropa sucia en el baño, sobre la cama y sobre todos los muebles. La refrigeradora a punto de estallar por el crecimiento desmesurado de hongos. Botellas vacías y basura acumulada, rebalsando bolsas y recipientes, contribuyendo con su cuota de mal olor. Floreros atascados de flores sedientas, ramas gimiendo en el desierto. Maceteros asolados por la sequía. Paullu Huáscar se paseaba y jugaba en medio del trastornado paisaje. Martín aparentaba mucha tranquilidad, pero seguía bebiendo, y aunque lo negaba, no había dejado sus dosis diarias de cocaína. Allpacamasca habló una y mil veces con Martín, solicitó y brindó apoyo, solidaridad para reconstruir su nido de amor, ella iría a trabajar para que él pueda terminar la novela que escribía, que no te preocupes, amor. Allpacamasca quería poner orden. Luz. Quería un acuerdo de emergencia y que los dos deberían poner manos a la obra. Pero Martín salía en busca de trabajo y llegaba cansado, borracho; se llenaba de pánico al ver que su mujer volvía otra vez a florecer con la fuerza de la nueva mujer del próximo milenio: liberal, consciente, luchadora y, sobre todo, independiente. Allpacamasca se levantaba ahora dueña de sí misma y eso asustaba a Martín, el miedo a esa mujer lo volvía indefenso, era un sentimiento humillante y se dispuso a castigarla, es decir, a quererla menos, y es que el miedo transforma la realidad, había escrito Shakespeare. Allpacamasca desilusionada de su Martín empezó a perderle cariño, a seguir creciendo hacia el futuro. El desamor asomó a la ventana, tendió sus tentáculos, y Martín, quien aún recibía una pensión de desocupados nada despreciable, exigía amor a una Allpacamasca cada vez más grande, más clara en su alma, pero también cansada, adolorida, desilusionada. Entonces la vida en conjunto empezó a deteriorarse, se agigantaban las diferencias: ella más Naomi Campbell, él más en el infierno; ella más Clara Schumann, él cada vez más encebollado, incapaz de escribir una frase; ella más Virginia Woolf, él cada vez más bajo el volcán. Paullu Huáscar buscaba al padre cada vez más ausente y en un arranque de ternura le había prometido ayudarle a terminar de escribir El largo sueño del arco iris, «Wenn du nicht kannst…, si es que tú no puedes.» Martín llegaba a casa más borracho, más hombre, pateaba las cosas, gritaba, insultaba. «Martin ist ganz cool, Superman», decía Paullu Huáscar alborozado.

Algunos meses después, durante una tarde lluviosa y mientras Martín llenaba su vaso de alcohol por cuarta o quinta vez, Allpacamasca se le acercó silenciosa, como siempre, con voz suave, pero segura, y le dijo:

—Martín... no podemos seguir viviendo así, estoy harta de ti, de nosotros. Me educaron para esclava, pero no tengo alma de esclava.

Martín la escuchó sin mirarla, con la suficiencia de un patrón blanco, primermundista. Bebió su vaso de un solo trago. Llenó nuevamente el vaso, bebió un sorbo. Empujó suavemente a Paullu Huáscar quien le mostraba un papel con trazos surrealistas. La pantalla de la computadora estaba cruzada por frases incoherentes. La pequeña habitación olía fuertemente a licor y a humo de cigarrillo.

—Bueno, ¿y...? ¿Qué?.. ¿Eso es lo que quiere decirme la mujer educada para esclava sin alma de esclava?

—No hay ninguna esperanza de que las cosas entre nosotros cambien y por eso la mujer educada para esclava sin alma de esclava se ve obligada a liberarse, a romper con las normas establecidas.

—¿Liberarse? ¿Romper las normas establecidas? Ja ja ja ja. No me hagas reír por favor que me duelen las encías. ¿Y a dónde irá la mujer educada para esclava sin alma de esclava? ¿Tiene acaso un amante, otro hombre que la puede mantener mejor que yo?

—¿Y qué importa a dónde me voy o con quién me voy? He dado todo de mí para salvar ese poco de amor que aún te tenía y...

—¡Déjame en paz! ¿Entiendes? ¡Déjame en paz! ¡En paz...!

Allpacamasca abandonó la pequeña habitación en silencio, por fin, después de tantos dolores y titubeos lograba instalarse en su propio destino. Fue una sensación de alivio, como si su pecho tragara aire puro por primera vez.

—¡Uuuf! —suspiró profundamente y sintió como si se liberara de una camisa de fuerza. Ahora el futuro estaba traspasando la puerta, esa puerta que muchas veces se cerró para mantenerla en el apostolado de madre y esposa responsable.

Frente al ropero, mientras pensaba en esa nueva fase de su vida, sus ojos se nublaron recordando las horas felices y los días negros vividos junto a Martín, ese alemán tan tierno, tan solidario, hoy convertido en una piltrafa humana, agonizando en su propia baba. Luego de breves reflexiones, dispuso algo de ropa en una maleta, lo más necesario. Entonces llamó a Paullu Huáscar y salieron. Cerró la puerta sin hacer casi ruido, muy despacio, para no perturbar la paz que a gritos le había pedido Martín.

* * *


© 2004, Walter Lingán
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Para citar este documento:
Lingán, Walter: «La esfera del amor tiene cuatro esquinas», en Ciberayllu [en línea]


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