Mensaje del kuraka

Primero de marzo del 2002
[Ciberayllu]
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Le pido al lector un minuto de silencio, o una hora de reflexión, en memoria de quienes tuvieron que morir lejos de su tierra después de haberse exiliado. Vivir lejos —el día a día— es más fácil, y puede ser hasta cómodo, especialmente en estos tiempos de la información instantánea y los viajes relativamente breves, que permiten que uno regrese con frecuencia a llenarse de patria para recargar las baterías de nacionalidad. Pero es muy distinto cuando uno no puede regresar por más que lo desee, y peor aún cuando uno, pudiendo, ya no quiere más regresar al lugar que ama, donde siempre hay adioses que decir.

Las múltiples guerras sucias que hemos tenido y seguimos teniendo en América Latina han empujado a muchos a salir. Los del lado derrotado, corriendo por sus vidas hasta llegar a algún lugar extraño que quisiera recibirlos. Y los del lado vencedor, curiosamente, también salen, pese a todo, para proteger afuera los (muchas veces malhabidos) privilegios, o por si acaso, que uno nunca sabe... ¿Seremos los latinoamericanos capaces de guerras limpias?: la frase suena como un oxímoron perfecto, pues cuando guerreamos entre nosotros, especialmente en nuestras rebeliones y nuestras represiones al interior de cada país, parece que lo hiciéramos con una brutalidad y saña especiales. No hay que ir ni a los Balcanes ni a la India ni a otros lugares donde la violencia entre vecinos suele «explicarse» por diferencias étnicas o religiosas. En América Latina nos sacamos la madre por el poder, el dinero y el amor y punto.

Sigue existiendo el exilio político. Hoy Colombia, una vez más, se desangra. Como en el Perú de hace unos años, los que más sufren no son los que hemos logrado salir cuando quisimos o porque pudimos: son los que se quedan atrapados entre dos fuegos, y los que salen en contra de su voluntad porque sino los matan. (Hay, por supuesto, mil otras razones distintas y valederas para emigrar, y no se trata aquí de hacer una taxonomía precisa de ellas: tenemos, por ejemplo, los 60,000 argentinos que, dicen, han llegado a los Estados Unidos en las últimas semanas.)

Me imagino a un dirigente gremial saliendo de Argentina, en los 70, sin más que unas cuantas cosas, a salto de mata, abandonando una vida profesional relativamente cómoda y un prestigio familiar provincial muy asentado; pero, como dirigente sindical médico, es un hombre marcado por los artífices de la guerra sucia. Ya supo de amigos y colegas desaparecidos, de asesinados a sangre fría, y tiene que salir, a donde sea, a donde le dejen estar. De acuerdo con la mujer, cargando a la familia, a los recuerdos y nada más, cruzan varios países hasta terminar en tierras calientes colombianas, donde empiezan, desde cero, una nueva vida, la definitiva. Como él hay otros, lo sé, con historias más y menos duras. Pero, hace una semana, este exiliado con rostro —que imagino acá en el acto del exilio, amigo mío de pocos pero entrañables encuentros—, murió en esa tierra caliente, aún escuchando tangos, zambas y chamamés, más de 20 años después de haberse alejado para siempre de su siempre querido país, hombre de América Latina, Eduardo Gudiño, médico santafesino, cordobés y, al fin, de Girardot en Cundinamarca y América toda.

(¿Qué nos toca hacer por él y los otros miles de exiliados, América Latina, que en vez de la amargura justificable escogen el camino de la integración sin dejar de lado la añoranza? Creo que nos toca vivir con la cabeza levantada, pero sin rencor; con un verso de amor y otro de historia, con una sonrisa y una lágrima y otra sonrisa más y el vuelo de pañuelos de la cueca y el tondero,� y un abrazo incluyente, de danzón y de bolero.

No hay cosas frescas que decir. Busco entre mis papeles viejos, y encuentro unos versos que malescribí en África, el ocho de marzo de 1993:

Luna de Mombasa (ex-ante)

Hoy la luna está cerca,
más cerca que nunca. Nunca
estará más cerca la luna
en los setenta, ochenta o menos años
que me toca vivir. Nunca.

Como éste, veinte, treinta mil otros días únicos
serán parte de mi vida,
pero no cien millones de años
también únicos, inigualables.

Y, si yo quiero, ese tiempo es ajeno
y no existe ni palpita y ni siquiera es historia.
Y puedo negar más números, como
50 millones de muertes
hace 500 años,
o, más modestamente, treinta mil
en doce de los únicos,
incomparables
años que me toca vivir.
Pero no niego la muerte de mi padre
—o de mi amigo o del vecino que conozco
o la de una niña estrangulada
o la de cierta gente que yo escojo—
porque me pone triste, decaído,
desesperanzado.

No sabemos los nombres
ni dibujamos los rostros
ni hablamos el idioma
de los muertos inexistentes.
Y decimos «se fueron»
pero no «se acabaron».

Y te pido, América Latina, que aceptes que no pueda yo decir más y mejor.)


Antes de presentar las novedades de febrero, un breve comentario respecto a la simetría que encontramos en un reciente y popular premio de narración que organiza el semanario peruano Caretas. Walter Lingán, cholo germanizado que colabora regularmente con Ciberayllu, recibió el tercer premio de «El cuento de las dos mil palabras» (antes eran sólo mil), lo que nos alegra mucho, sobre todo teniendo en cuenta que José B. Adolph, teutón peruanizado cuya prosa aparece con feliz frecuencia en nuestras páginas, era uno de los miembros del jurado. ¿Argolleros, nos? No, señor: meritocracia pura. (Y, bueno, a los otros miembros del jurado no los pudimos «captar» a tiempo.)

La coincidencia sigue, pues Ciberayllu arrancó febrero con sendos escritos de Lingán y Adolph, precisamente. Veamos.

Desde su adoptada Colonia, Walter Lingán, «indio auténtico», colono cajamarquino y, como tal, carnavalero, nos cuenta sus aventuras y las cosas que ve y sospecha en los días de carnestolendas, cuando los estrictos teutones pierden la cabeza y la vergüenza, y pecan de mundo y carne.

José B. Adolph vuelve a sus exploraciones de literatura fantástica, casi tierna esta vez, con cuento en el que se describe y elucubra lo que podría pasar cuando se implanta un cerebro electrónico en el otro cerebro de Margarita (no, no es nuestra Margarita Saona quien, dicho sea de paso, también obtuvo una honrosísima mención en el concurso de marras el año pasado).

Siguiendo con la narración,un trabajo conjunto de la escritora boliviana Giovanna Rivero (bienvenida) y la (ahora) fotógrafa estadounidense Kathy Leonard, en el que aquélla ha compuesto una historia a partir de y hacia la imagen de una cruz, obtenida por Kathy en una iglesia rural de Hawaii.

Y vuelve el escritor boricua Antonio Bou—en estos días uno de los candidatos a rector de la Universidad de Puerto Rico, recinto de Río Piedras (San Juan)— con una apropiadamente edificante historia de un estudiante puertorriqueño suelto en plaza, o en rambla, en la Cataluña de hace treinta años: ¡las cosas que aprendió ese muchacho!

Otra crónica, muy diferente, es la que escribió Ricardo Vírhuez, sobre un viaje a lugares remotos y cercanos y rectos y espirales con la ayuda de la liana mágica del ayahuasca y un chamán de Iquitos, en la selva del Perú.

Dos recensiones completan el material de febrero. La primera, en portugués, se refiere a la aparición del libro O começo da busca, del poeta y crítico Floriano Martins sobre la poesía surrealista latinoamericana. Y la segunda es un comentario-saludo a la disponibilidad en la Internet del íntegro de La Nueva Coronica y Buen Gobierno, de Guaman Poma de Ayala, sin duda uno de los documentos más importantes de la historia de lo que hoy es el Perú, ahora universalmente accesible gracias a la tecnología.

Marzo pinta con los mismos abundantes colores, así que mantengan la sintonía, queridos lectores.

Domingo Martínez Castilla, Kuraka editor de Ciberayllu
Escriba al editor: DMartinez@Missouri.edu
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