12 febrero 2002

El segundo cerebro de Margarita

Cuento

[Ciberayllu]

José B. Adolph

 
Los amores terminan, pues, me comentó Margarita con su «pues» tan limeño.

—La cuestión es cómo.

—Y digerir las ruinas, a ver qué se puede salvar y seguir viviendo. Pero eso ya es asunto tuyo.

¿Hablaba ella o su conjuntito de átomos artificiales?

Esto ocurrió hace un par de semanas y me envió a la angustia y a los recuerdos.

Siguen intentándolo «tradicionalmente» con el sida, el ebola, los cánceres. Lo lograron, un poco, con el Alzheimer, el Parkinson, la esclerosis múltiple y la neuropatía desmielinizante. Good for them, como dice el Dr. Witowski.Y ahora se viene la nanomedicina. Pronto llegaremos al noventa por ciento, ya verán. En gran parte gracias a «nuestra» Margarita. Todavía es más larga la lista de las enfermedades que falta eliminar o reducir al mínimo. Para no hablar de las más novedosas, sobre todo las que brotan de las selvas y/o de los laboratorios «un poco secretos» de guerra bacteriológica.

Siguen hurgando en los genes con y sin la nanomedicina, la novedad del momento.

«Nano», para resumir y vulgarizar, es lo recontrachiquito.

Yo sigo hurgando en mí, tratando de descubrir qué clase de hombre soy realmente. Uno se puede pasar la vida entera sin saberlo. Pronto no podré soslayar el tema.

Y ahora han salido las primeras nanocomputadoras. La que insertaron en el cerebro de Margarita, me dicen, es del tamaño de unas cien neuronas pegaditas.

Dicen también que funciona okey: recibe y da órdenes, guarda programas, es compatible. Supongo que se refieren a compatibilidad con las neuronas originales.

Margarita se sigue muriendo.

Yo diría que ahora hay dos Margaritas muriéndose, pero me aseguran que esa es una tontería.

—Soy un campo de batalla —decía Margarita en sus episodios de lucidez.

—De experimentación.

—Como quieras. No me quejo: lo autoricé. Lo autorizamos. Una esquizofrenia mecánica.

Se ríe. ¡Se ríe!

—Un implante —digo. No sé si sonrío.

—¡Silicona virtual! ¡Lóbulos-tetas! ¡Culo neurológico!

También ese humor morirá. Sus risas y sus acideces psicológicas, su melancolía tan atractiva, su nariz respingada, sus violentos orgasmos, sus opiniones sensatas y sus opiniones descabelladas. Vallejo llamó a todo esto «La Violencia de las Horas», creo: me falta la energía para levantarme, ir hasta la biblioteca y consultar. La deliciosa tentación del «qué importa».

—¿Por qué tanto teatro? —pregunta, me imagino que a mí—. ¿Acaso todos ustedes, el resto, son inmortales?

—La nanocomputadora ya debe estarte reconfigurando.

—Mmmm. O yo a ella, ¿no crees?

Buena pregunta, si lo es. ¿Quién ganará? ¿Quién o qué reconfigura, modifica, cura o enferma a quién? El Dr. Witowski insiste en que las instrucciones ingresadas a la nanocomputadora —él la llama nanoordenador porque aprendió español en Barcelona— son claras e inmodificables. Hoy más que nunca la tecnología revuelve mis torpes, orgánicas neuronas. No necesito implantes para perder el tren del desarrollo.

El Dr. Witowski me palmea el hombro y sonríe a Margarita.

—Tengan confianza.

¿Por qué no tenerla?

�Olvidemos las grandes fallas, los descomunales errores, las insignes metidas de pata en la historia de la medicina —en la historia de todo— y concentrémonos en, por ejemplo, la eliminación de la viruela. O en la ingeniería genética, en los sujetos que desde hace un mes coleccionan rocas en Marte o en la nanocomputación. ¿No es una maravilla? ¡Una computadora más chiquita que una familia de virus si incluimos tíos y primos en tercer grado! ¿Por qué no tener confianza en que esta apoteosis del saber humano, de la técnica humana, sea capaz de ejercer una especie de Kommandantura no sólo sobre el cerebro —eso ya lo hacían las religiones, el fútbol y los rockeros— sino sobre las disfunciones de todo el organismo? No es sino la versión tercer milenio de «mind over matter», mente sobre materia, de los yogas pero ahora con mejores herramientas. Materia electrónica sobre materia orgánica. ¿O estamos ante una larga cadena de locos que culminan en el Dr. Witowski?

—Te cuento —dice Margarita—. Lo que estoy comenzando a sentir no es la remisión de los dolores de nuca, que parecen haberse detenido, ni del desconcierto o de la falla de la visión, ni de la depresión sino... Todo eso está volviendo.

—¿Sino?

—Percibo quejas.

—¿Quejas? ¿De quién?

Margarita no se ríe, pero dibuja una sonrisa débil, incrédula, quizás amarga.

—De mi otro yo. No del que todos llevamos dentro, de fábrica, sino de mi verdadero otro. Mi otro yo Microsoft. Witowski dice que eso es imposible. Una ilusión. Una estructura psicológica. Mía.

—Y tú crees que es la nano.

—Sí. Creo que mis neuronas patológicas están reprogramando a mi nano.

Puede tener razón y puede tenerla Witowski. Margarita sabe que tiene un cerebrito en su cerebro. No hay forma de saber qué reacciones psicológicas puede provocar eso. Resistencia. Rebeldía. Angustia. Si las neurosis se defienden, ¿por qué no podrían defenderse, como siempre se ha sabido o intuido, otras o todas las enfermedades? ¿Adquieren o poseen vida propia? ¿Estamos descubriendo que las enfermedades son seres vivos? ¿Entes satánicos con instinto de conservación y no meras disfunciones o invasiones que quizás sólo sean desencadenantes, quizás sólo parteras de tales monstruos? El Mal como óvulo que bacterias o virus sólo fecundan... Un absurdo atractivo. Una poética paranoia.

—¿Qué más sientes?

—¿Además de lo que llamo quejas? Dolor. Ansiedad. Terror. Pero no los míos. Como si ese otro se estuviera contagiando. Y devolviendo.

Pregunté a Witowski.

Su mirada, tras el escritorio, se fijó en alguna lejanía.

—Trato de ser honesto y sincero —respondió tras una pausa—. No tengo armas suficientes para descartar nada. Sin embargo, nuestros experimentos demostraron que....

Su voz se fue perdiendo no sé por dónde.

—¿Que la electrónica aún ahora no toma iniciativas? En algún momento tenía que ocurrir.

—¿Me está hablando de instinto de conservación?

—Exactamente. ¿Qué hace una computadora tradicional ante un problema que no puede resolver? Se «cuelga», se «congela», pide a chirpidos un técnico. Pero esa computadora no está integrada a un circuito orgánico. No tiene mamá. La nano, en cambio....

Witowski me miró con cara de «hay más cosas entre cielo y tierra...».

—La nano —proseguí— es ahora parte de un organismo vivo, como el cerebro original. Se integra o muere. O es Margarita o se congela. Para vivir, para funcionar tal como fue programada, tiene que asumirse como parte de Margarita. Si no lo hace, enloquece. Para una computadora, no poder ejecutar aquello para lo que fue creada es la locura y la locura para ella es la muerte. Lo peor de todo es que está asumiendo la enfermedad, la fuerza diabólica de las neuronas desquiciadas.

Durante todo este, digamos, especulativo discurso, había otro discurriendo por debajo como una de esas corrientes submarinas que, si nos descuidamos, nos arrastra hacia las profundidades. Llamémoslo miedo. Ella lo había dicho:

—Los amores terminan, pues.

Y yo había respondido:

—La cuestión es cómo.

Había tomado con aparente tranquilidad mi decisión. Naturalmente trato de engañarme.

—El apoyo de los seres queridos es fundamental —había dicho, muy al comienzo e innecesariamente, el Dr. Witowski.

—¿Pero no me dice que no hay curación?

—No hay enfermedad cien por ciento irreversible. Hábleme, si quiere, de un 99.99999999999999 por ciento. Los religiosos manejan el concepto de milagro. El nombre no importa, pero lo acepto. Si revisa la literatura médica.... Además...

—¿Además?

—Hay el concepto de la caridad, de la solidaridad, del amor.

Asentí vigorosamente, con más energía de la necesaria. Ya me había visitado y se había instalado incómodamente en mí el otro concepto, el de años de horror compartido, de silenciosa negrura, de clausura de mi propia vida en aras de una noble e insoportable esclavitud. Hasta que la muerte nos (re)una. Previa muerte encadenado a una muerta. A una inexistencia. A una sucesión de dolores, quejas, gritos, llantos, silencios vacíos. Mi muerte prematura.

—Sería injusto —había dicho la propia Margarita hace unos meses, incitándome a dejarla a tiempo. ¿A tiempo para qué?

Curioso. Injusto. ¿Funciona así? ¿El mismo hecho, justo para uno, injusto para otro? ¿Adónde nos lleva eso? Al cinismo o a la amoralidad de las computadoras. Pero está visto: somos computadoras orgánicas, tan amorales como cualquier IBM, Toshiba o Hewlett Packard.

No, no es verdad. Podemos optar por autoincriminarnos, nos han programado para sacrificarnos, para ser injustos con nosotros mismos en aras de abstracciones como el amor, Dios, la Patria, la fraternidad. ¡Pobre nanocomputadora, pobre Margarita Dos! Ha entrado en pánico y no maneja tales abstracciones. Sólo quiere sobrevivir, sólo quiere funcionar. Prefiere suicidarse, ya que morirá —como un virus cualquiera— con Margarita Uno aunque quizás «piense» que puede ser rescatada en la autopsia y devuelta al mercado para seguir alegremente copiando enérgicas enfermedades. Copiar y pegar.

—Sálvate —me dijo más de una vez Margarita. La generosidad de los moribundos, la más cruel. ¿O era la generosidad de la nano?

Pero, ¿qué saben moribundos o computadoras de lo que es salvarse? ¿Qué saben de terrores, salvo del más pedestre? Dejar de funcionar, el nuevo nombre de la muerte.

¿Y cuál es mi vía para seguir funcionando? ¿Con o sin Margarita y su cerebro doblemente invadido? ¿A qué tengo derecho?, le preguntaría pero no le pregunto al Dr. Witowski. Como cualquier psicoanalista, me repreguntaría ¿Usted qué cree?

¿Yo? Yo no creo nada. El terror ciega. La huída sonríe coqueta desde la puerta y extiende la mano, curvando y descurvando el índice. Ven conmigo, dice, relamiéndose. Me promete un orgasmo mortal.

Voy tras ella, Margarita. Perdóname.

Pronto olvidarás todo. Así que...



© 2002, José B. Adolph
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