Impunidad

Cuento

[Ciberayllu]

José B. Adolph

 

Cuando Werner Schnabel volvió de la selva, había cambiado: el extrovertido, hablador, cínico periodista y cazador de nazis no solamente había adquirido una rojiza quemazón y rotundos picotazos de los zancudos sino una melancolía que nos sorprendió.

«Was ist los?», le pregunté desde mi escritorio vecino a su oficina en el diario. Sonrió ligeramente, reconociendo mi intento de alegrarle en alemán.

«Nada, Bernd», me respondió en castellano. Frases como esa, simples, le salían correctas.

Se dirigía a desempeñar sus poco claras tareas como asesor de la dirección. Nunca supimos sobre qué podía asesorar a un diario peruano un periodista nacido en Munich, que no dominaba el idioma local y que me dictaba una ocasional columna de ácido humor sobre la condición humana que yo obedientemente traducía. El resto del tiempo desaparecía del diario (ahora sé que investigaba, entrevistaba y preparaba su expedición) o se encerraba largas horas con el director. Cuando llegó, unos seis meses antes de partir hacia Pucallpa y de allí al interior en busca, decía, del famoso Dr. Mengele, le conocí en una recepción por el décimo aniversario del periódico, propiedad de un magnate minero. El director, un periodista y político conservador, me presentó a Werner Schnabel. Le aseguró que yo era un casi compatriota, descendiente de judíos alemanes emigrados en 1935. Pareció divertirle que mis familiares hubieran venido de Stuttgart.

«Ah», dijo Werner. «Casi compatriotas. Los Schwaben como ustedes son vecinos de los bávaros.»

Desde el comienzo nos hicimos si no amigos —Werner exhibía bajo su cortesía y su humor una permanente frialdad, como si se resistiese a provocar demasiados afectos— buenos colegas e intercambiadores de bromas, generalmente de humor negro. Otros, y otras, me confirmaron esa impresión de distanciamiento que dificultaba o hacía imposible una amistad más íntima. Werner Schnabel, como supe después, había vestido sus desilusiones con el ropaje de la reserva o el del cinismo.

Era alto, pero ligeramente encorvado. Físicamente parecía por ello tenso y tímido, como quien ha sido agredido temprano con consecuencias permanentes. Eso no le facilitó las cosas durante su extraño encuentro en la selva. Quijotescamente delgado, rubio casi albino, con ojos de azul brillante, hubiera hecho las delicias del Institut für Erbbiologie und Rassenhygiene, el Instituto de Biología Hereditaria e Higiene Racial, del que el Dr. Dr. Josef Mengele, doble título de filósofo y médico, había sido destacado miembro desde los años treinta. Werner Schnabel era, sin duda, un ario nórdico más perfecto no sólo que Mengele sino que la mayoría de dirigentes nazis incluyendo al propio Adolf Hitler. Alguna vez, en la cafetería del diario, me confió —seguramente estimulado por mi ascendencia hebrea y mi vaga simpatía por las izquierdas— que uno de los motivos de su presencia en Lima (el verdadero motivo, comencé a intuir) era el de contribuir a que viejos nazis fugados de la justicia fueran hallados. Le pregunté si él había intervenido en la espectacular captura de Adolf Eichmann en la Argentina. Secuestro, lo llamaron muchos; violación de la soberanía argentina, dijeron otros. Eichmann fue juzgado en un pequeño Nuremberg israelí, condenado a muerte, ejecutado, cremado, y sus cenizas dispersadas. Pero prácticamente todo el mundo estuvo, tenía que estar de acuerdo: Eichmann había sido el gran organizador burocrático de la matanza.

«¿Tú participaste en esa acción, Werner?», le pregunté.

«Yo trabaja solo», respondió.

Mi siguiente pregunta era inevitable, aunque sabía perfectamente que era absurdo formularla.

«Perseguir nazis es una aventura costosa. Wiesenthal desde Viena y desde los Estados Unidos, con su Centro de Documentación del Holocausto, nunca tuvo suficiente dinero pese a los millones que, dicen, fluyeron. El grupo Eichmann entiendo que fue financiado por el Mossad. ¿Y tú, Werner? ¿Eres también Mossad, o CIA, o BND, o KGB o la Stasi de la RDA. Estábamos en 1971 y Alemania, por supuesto, estaba dividida. Uno de los más persistentes rumores lo vinculaba justamente con la República Democrática Alemana, de la cual se afirmaba haber sido más consecuente que la Alemania Federal en la purga de nacionalsocialistas después de la guerra. Por lo menos no se conocían casos como, precisamente, el de Josef Mengele, a quien nadie impidió volver a Günzburg en Baviera, su pueblo natal, en 1945 y reabrir la empresa de su padre —Carl Mengele e Hijos— y hasta viajar varias veces a Sudamérica. Pero por otra parte, la RDA era una sociedad cerrada: ¿cuántos pasaron de la Gestapo al Stasi y cambiaron la svástika por el martillo y el compás?

«Ach, Bernd», respondió a mi pregunta sobre su afiliación a algún servicio secreto, sonriente y con ese chispear de sus ojos azules que denotaba una gran diversión interior, «das kannst du mich doch nicht fragen».

«Touché», respondí cosmopolitamente. Era evidente que no podía preguntarle eso.

«Yo conoce tu próximo pregunta,» añadió. «No hacer.»

«¿Y cuál es?», pregunté, sonriendo a mi vez.

«Próximo pregunta: die Rolle des Zeitungsinhabers und des Direktors.»

Claro: el papel del dueño y del director del periódico.

Brevemente me dijo solamente que había algunos intereses comunes. Un exnazi, minero y exportador en el Perú actual, vinculado en los años 40 a una operación de falsificación de libras esterlinas y luego fugado, se había convertido en incómoda competencia para el propietario de nuestro periódico.

«Eine Hand wäscht die andere», rió Werner. Una mano lava a la otra. Tú me ayudas a eliminar a mi competencia, y yo te ayudo a buscar a tu pediatra. Porque los mortíferos experimentos que el Dr. Mengele realizara en Oswiecim, Polonia, que la historia prefiere registrar como Auschwitz, se centraron sobre todo en niños.

Todos creen que Mengele está en Paraguay o Brasil, me contó Werner. Todavía no se había escrito «Los Niños del Brasil», de Ira Levin, ni mucho menos rodado la película, en las que Mengele les crearía ojos azules a los niños nativos de la Amazonía, una invención que siempre me pareció, pese al talento de Levin, un poco too much, como dicen los norteamericanos. «Aber ich glaube, er ist hier in Peru.» Sí, aquí en el Perú, y golpeó levemente la mesa con la mano abierta, ratificando su convencimiento. No quiso decirme, periodista al fin, cuál era su fuente. Personalmente, y no creo cometer una infidencia, sospecho de algún miembro, alfabetizador y misionero, del Instituto Lingüístico de Verano de Yarinacocha, a 8 km de Pucallpa. Ellos tienen el conocimiento y los contactos necesarios. Nadie, ni las autoridades peruanas, sabe más sobre ese inmenso territorio verde y quiénes lo habitan. Recordé la historia de Werner Schnabel y su certeza cuando, en 1979, se reportó la muerte de un anciano que podría tener los entonces 68 años de Mengele en una prosaica muerte accidental por ahogamiento en una playa brasileña. Si he de creer en Werner Schnabel, y lo hago, ese hombre no era Mengele. Si la supuesta muerte en 1979 hubiese sido un prosaico y frustrante anticlímax, ¿cómo calificar lo que a su retorno de la selva me contó Werner? El Dr. Dr. Josef Mengele, el ángel de la muerte, como se le llamó en otra película hoy difícil de hallar, debe haber muerto ya si los chamanes o la automedicación no le han conservado en vida y salud hasta los casi noventa años en un insalubre y recóndito agujero a unas seis horas en peque-peque —como llaman allá a las lanchas a motor— del puerto de Pucallpa.

El fugitivo suele ser más interesante que el perseguidor, en la televisión y en el mundo real. Pero en cierta forma a mí me fascina Werner Schnabel más que Mengele: que un criminal se esconda es razonable, y recitar el catálogo de sus acciones me parece morboso fuera de un tribunal de justicia. Quizás esté equivocado y la humanidad necesite tal recitado en la esperanza de eliminar futuros crímenes similares. No comparto esa esperanza, y la historia universal después de 1945 me da la razón: castigo, sí. Ejemplo negativo, definitivamente no. El conflicto a que se enfrentó Werner en el departamento de Ucayali se expresa exactamente en esos términos: perdón, olvido, impunidad, justicia, cobardía, venganza.

Durante varias semanas después de su retorno, enterado ya del motivo del desgarramiento interno de Werner, escuché su fragmentado relato autobiográfico. Infancia en la Alemania nacionalsocialista (Hitlerjunge); adolescencia en Baviera, tierra rojinegra de católicos y comunistas que en 1919 había sido, por varias semanas, escenario del único territorio comunista en Alemania hasta 1945; en el colegio le habían mostrado los crímenes del Tercer Reich, pero la praxis de la República Federal le pareció insuficiente; por otro lado, la rígida dictadura de Walter Ulbricht en el trozo comunista de Alemania le resultó inaceptable. Más bien le fascinó el sionismo, siendo cristiano, porque le pareció la única respuesta concreta al holocausto. Los sentimientos de culpa alemanes, tan parecidos a los judíos, impulsaron a Werner Schnabel a contactar, desde 1949, a cuanto israelí pudo acceder en Alemania. Alguien, en alguna parte, tomó nota. Su aspecto extremadamente ario sin duda le fue de gran ayuda para los trabajos que se le encomendaron. Hasta allí el relato de Werner en muchas sesiones en la cafetería y en otros lugares de Lima. No quiso contar ni identificar nada más.

Entiendo, además, que ni siquiera la pareja peruana que adquirió, una hermosa e inteligente criolla, pudo saber más detalles. Ahora que ella ha muerto de una enfermedad incurable, nadie podrá insistir en arrancarle información. En realidad, tampoco creo que alguien hubiese querido hacerlo, tal como terminaron las cosas. Las frustraciones —fracaso no es la palabra precisa— no hacen noticia, ni para los periodistas ni para los historiadores.

Sobre la expedición y su resultado, Werner me contó lo siguiente, en un amasijo de oraciones alemanas salpicadas de palabras, sobre todo interjecciones, en castellano:

Había seguido la ruta que alguien le sugirió, partiendo de Pucallpa, Ucayali abajo, hacia la confluencia de este río con el Marañón. Tras seis horas y media arribaron a un pequeño, no muy visible, embarcadero. Desde allí, Werner y su pequeño grupo de tres conocedores del lugar emprendieron la marcha a la vera de un río afluente del Ucayali, marcha que duró unas ocho horas. Werner iba armado con una imponente Luger, dos cámaras fotográficas, una Leica y una Hasselblad, y una grabadora portátil; hoy llevaría una videocámara. Los otros no portaban más armas que sus machetes. La información recibida por Werner afirmaba que el Dr. Dr. Josef Mengele, experto apoyado en su momento por la Deutsche Forschungsgemeinschaft, institución científica del más alto nivel en el Reich de los Mil Años, experimentador especializado en niños gemelos y liliputienses que, sin embargo, no se ocupaba de la eliminación posterior de los mutilados cadáveres de aquellos contribuyentes involuntarios al progreso de la ciencia, vivía con una comunidad de nativos de la etnia shipiba. No se decía en la información si los shipibos conocían la biografía del Dr. Mengele.

Ahora bien: los shipibos no son, desde ningún punto de vista, gente alejada de la civilización. Menos aún se les puede calificar de «salvajes», si es que ese término es válido para grupo alguno. Los shipibos muchas veces visten ropa «occidental», a menudo visitan o aún residen en ciudades como Pucallpa y, en todo caso, suelen comerciar activamente con sus productos, incluyendo una hermosa artesanía. Muchos leen y escriben no sólo en su lengua sino también en castellano. Quiero aclarar esto, porque el Dr. Mengele no se había ocultado en algún lugar inaccesible, solo o rodeado de personas aisladas y por lo tanto incapaces de divulgar la existencia entre ellos de un más o menos misterioso extranjero. Por lo demás, en esta zona y en otras mucho menos accesibles, es frecuente la aparición y aún la permanencia de misioneros de diversas religiones y de otros foráneos.

«¿No es este un caso inexplicable de jutzpe más bien judía?», recuerdo haberle preguntado a Werner.

Lo recuerdo porque la pregunta le provocó una de sus célebres sonrisas, en un tiempo en que éstas prácticamente habían desaparecido de su rostro.

«Sí y no», respondió. Añadió que era una suerte de jutzpe, de insolencia, de «concha», para usar un peruanismo más parecido al jutzpe judío. Pero que también era una forma quizás más efectiva de mimetizarse con el medio, como el perseguido que se esconde en una casa colindante con una estación policial.

Conforme se acercaban al lugar donde supuestamente se encontraba el supuesto Mengele, una extraña calma iba reemplazando la nerviosidad, la ansiedad de Werner. Una sangre fría aprendida sin duda en «trabajos» previos y en entrenamientos varios (son deducciones mías que él no desmintió) comenzaba a dar frutos. La pasión es enemiga de este tipo de misiones: el espionaje y sus derivados son tareas despersonalizadas que, como se dice del plato llamado venganza, se comen frías.

Llegaron al atardecer a la aldea, que ostentaba el cristiano nombre de San Hilarión. Fueron recibidos con la habitual, sonriente cortesía de los shipibos, quienes probablemente creyeron en un principio que se trataba, si no de algún misionero, de un turista particularmente esforzado al que se le podría vender algo. La primera, prosaica impresión de Werner en San Hilarión fue la especial ferocidad de los zancudos. El repelente que liberalmente se había aplicado resultó ineficaz.

Preguntó por el alcalde de la comunidad. Se entendieron pese a las dificultades lingüísticas debidas al poco castellano de Werner más que al del joven shipibo a quien se dirigió, acostumbrado a entender gringos de variados orígenes. El shipibo llamó a gritos a un tal Pablo. Desde diversas chozas, niños y mujeres, nada tímidos, se acercaron y rodearon a Werner. En sonriente silencio, esperaron. Posiblemente la conversación iba a ser tan interesante como la televisión en blanco y negro que ocasionalmente lograban captar entre la nevada electrónica en la choza del jefe, quien dijo llamarse Pablo Amasifuén.

«Señor Amasifuén», comenzó Werner, extendiendo la diestra que don Pablo cogió con entusiasmo, «mi nombre estar Werner Schnabel, de Alemania.» «En Europa», añadió innecesariamente, como demostró rápidamente el jefe que lo interrumpió sin mala voluntad para revelar que conocía muy bien la existencia de Alemania.

«Natürlich», dijo Werner, «perdóname usted».

«Muchos creen», dijo don Pablo, «que somos como en las películas de los gringos».

Ambos rieron cordialmente, y el corro de mujeres y chiquillos rió igualmente. Quizás por contagio, razonó Werner, que no creía que todos hubiesen comprendido el intercambio.

Werner explicó, no sin problemas, que era periodista y que estaba interesado en la vida y problemas de los shipibos y de otros habitantes de esa región, tan bella exteriormente y tan pobre y difícil en la realidad. Don Pablo asintió gravemente.

«Eso es verdad», dijo. «Muchos sólo ven que todo es verde. Pero tienen que venir aquí para darse cuenta que la vida es muy dura en la selva. Estamos a sus órdenes, señor Echnabel.»

«Muchas gracias», respondió Werner. «Y hay uno otro asunto también importante por mis jefes. Dicen mí que uno otro alemán ser aquí. Uno señor alemán muy, muy viejo. ¿Ustedes conoce el señor alemán?»

Para sorpresa de Werner, que no creía que las cosas funcionarían con tanta facilidad y rapidez, don Pablo respondió sin vacilar que sí, efectivamente, había tal alemán, que era bastantito viejo, que vivía en una choza al final del pueblo y que era médico.

«¿Cómo ser nombre?», preguntó Werner, mientras una de las señoras se adelantaba para ofrecer una bebida a Werner y a sus acompañantes. Su pregunta era un riesgo y Werner lo sabía.

«Nosotros le hemos bautizado doctor Fritz», respondió el jefe. «Como en los chistes de Otto y Fritz que me contaron una vez en Pucallpa.» Ahora las risas de todos fueron mayores.

Yo, en Lima, sentí un escalofrío interno: el monstruo transformado en personaje de chiste étnico. Werner, en San Hilarión semanas antes, mantuvo la misma expresión de sonriente aplomo, de inderrotable serenidad. Todo dependía de los próximos minutos.

«¿Cómo ser nombre de Fritz antes?», preguntó, siempre sonriente.

«¿Por qué no se lo pregunta a él?», le invitó don Pablo, y a continuación, con un gesto de sígame se dio vuelta y comenzó a caminar en dirección contraria al río.

«Alles klar», murmuró Werner y comenzó a caminar detrás de don Pablo seguido por toda la población, ahora también la masculina, de San Hilarión. Sentía en su cintura el peso de la Luger oculta bajo su camisa tipo guayabera y pensó que esperaba no tener que usarla. Los pobladores seguían mostrándose amables y un hombre de 60 años no era rival físico para Werner y sus acompañantes. Fue durante esa caminata que Werner comenzó a comprender que un elemento inesperado iba a complicar las cosas.

«El doctor Fritz», iba diciendo el jefe mientras avanzaban sobre la tierra, fangosa tras la más reciente lluvia, «es un hombre muy bueno. Nos cura, nos cuida, sobre todo a los niños de la comunidad. Es un verdadero ángel.»

Ángel, pensó Werner en San Hilarión y pensé yo en Lima. No era la primera vez que a Mengele se le llamaba «Ángel».

Werner gruñó una respuesta. Don Pablo continuó caminando y elogiando al angélico doctor Fritz. Dijo que en los años que había pasado en San Hilarión la comunidad había aprendido a quererlo y a admirarlo. «Pocos gringos se han portado tan bien y sin ningún interés. No nos explota, no nos roba, no nos hace trabajar, no nos quiere convertir a ninguna religión. Nunca hemos conocido a un hombre tan caballero.» Si Werner detectó una actitud sutilmente defensiva en estas declaraciones, no lo dejó entrever.

«Usted conocen qué hace doctor Fritz antes, en Alemania?», preguntó.

«Era médico de niños», respondió don Pablo, inconciente de su ironía.

O sea pediatra, como en ese arranque de humor negro del director de nuestro diario. Claro, tuvo que pensar Werner, las piezas iban encajando, con o sin humor. Pero, ¿encajaban realmente, o se estaba abriendo una puerta en dirección inesperada? Claro que sí.

La comitiva llegó a una choza, igual a las demás por fuera.

«¡Doctor Fritz!», llamó Pablo.

Se abrió la maltrecha puerta y allí estaba. Werner no dudó un solo segundo: supo que se enfrentaba al Dr.Dr. Josef Mengele, médico de las SS, torturador de Auschwitz, ex miembro del Stahlhelm, los paramilitares ultraderechistas en la república prenazi de Weimar.

«¿Sí?», preguntó Mengele, parpadeando en la luz. El interior de su choza estaba oscuro. Dormiría.

«Guten Tag, Dr. Mengele», saludó suavemente Werner.

El silencio, el famoso, ocasional obsesivo silencio de la selva, comenzó a durar. Y duró, aparentemente, los veintiséis años transcurridos desde 1945. Debieron ser los segundos más largos en la vida de Werner y, quizás, de Mengele.

«Wer sind Sie?», preguntó secamente el Ángel de la Muerte. Quién es usted.

«Mein Name ist Werner Schnabel. Ich verhafte Sie im Namen der Menschenrechte.» ¿Podía hacer eso Werner Schnabel? ¿Arrestarlo en nombre de los derechos humanos? Supongo que no. Pero opino que sí.

Sea como fuere, la reacción de Mengele fue una sonrisa. Dejó de mirar con sus ojos acuosos, pero también fríos, a Werner y los fijó en los de don Pablo. A él le dijo:

«Este caballero ha venido a arrestarme.»

«¿Cómo?», preguntó el jefe.

«Sí, a ponerme en la cárcel.»

La actitud de don Pablo y, segundos después, de los demás pobladores cambió inmediatamente. En tono frío y amenazante se dirigió a Werner.

«¿Usted es policía?», preguntó.

«No», respondió Werner. «Pero este hombre estar uno criminal. Mata mil niños, torturas, homicidios. Años. ¿Comprende? Tiene pruebas.»

«Usted está loco», dijo don Pablo. Volviéndose hacia Mengele, Fritz para él, le dijo:

«No le haga caso. Y usted», dirigiéndose nuevamente a Werner, «se estará yendo de nuestra comunidad.»

«¿Ustedes sabe nombre verdad de esto hombre?», preguntó Werner.

«Eso a usted no le interesa», respondió Pablo. «Y a nosotros tampoco. Si quiere, que se llame Satanás. Para nosotros es un hombre de bien, un hombre que ha venido a este culo del mundo a ayudarnos y a morir entre nosotros. Váyase, mister.»

Aquí Werner interrumpió su relato, quizás por piedad hacia sí mismo. En :Lima hubo otro silencio, de otro signo pero de similar peso. Werner debe haber intentado seguir explicando, en su fallido castellano, la verdad histórica, la necesidad de castigar crímenes horrendos, la injusticia de la impunidad, el llanto de millones de sobrevivientes y la incapacidad de llorar de millones de muertos, la miseria del olvido. Don Pablo y sus paisanos, a su vez, deben haberse encerrado en un mutismo cada vez más agresivo y reiterado con creciente fuerza su exigencia de que Werner se fuera por donde había venido. Como intento final, Werner debe haber preguntado con desesperación e incapaz de claridad en la expresión si nunca en todos estos años alguien había buscado y quizás encontrado a este miserable asesino, a este pobre y angelical Dr. Fritz, pediatra de San Hilarión y comunidades cercanas. El rostro gris, los ojos apagados, Werner Schnabel, en Lima, revivía esos momentos que habían trastocado, posiblemente destruido, su vida. Sentí su cansancio, su ¿para qué seguir?. Ese para qué seguir no sólo se refería a la continuación de su relato. Claro que hubiese podido, apenas llegado a Lima, iniciar un escándalo internacional, denunciar a Mengele a todas las policías del mundo, notificar a diversos gobiernos, movilizar a la prensa. Pero, y a partir de aquí dejo fluir a mi imaginación porque Werner me obligó a respetar su extraño, siniestro silencio, las carcajadas de Mengele y la hostilidad de los beneficiarios de su filantropía mataron algo en Werner y lo reemplazaron por otra cosa.

Ahora bien, ¿qué reemplaza a la sed de justicia? ¿Qué reemplaza a la verdad?

Más de un cuarto de siglo he convivido con estas y otras preguntas. He debido enfrentarlas solo, porque días después de nuestra última, incompleta conversación, Werner Schnabel desapareció. El director del diario, que se había hecho muy amigo de Werner, hizo algunas averiguaciones y me contó que Werner aparecía cada cierto tiempo en diversas partes del mundo combinando extraños aunque legales negocios (como, por ejemplo, la venta de piezas y accesorios usados de avión) con aisladas campañas periodísticas en defensa de gentes injustamente detenidas o de denuncia de crímenes impunes. Pero, me pregunto, entonces ¿qué vio en el rostro maldito de Josef Mengele, en el de Pablo Amasifuén, en el reflejo de su propia alma, qué escuchó o supo que lo paralizó y devoró por dentro hasta hacerlo huir de San Hilarión, de Lima, y de su vida anterior? ¿Algo le dijo Mengele que Werner no pudo digerir? Mis propias, obsesivas investigaciones del pasado de Mengele y, aún con más ahínco, del de Werner Schnabel sólo me condujeron a un nombre, a un cargo y a una fecha:

El nombre, Karl Schnabel, nacido en Baviera en 1912, casado con Erna Schnabel, de soltera Hubermann, un hijo, Werner; el cargo de papá Karl, Obersturmbannführer de la Waffen-SS destacado en Auschwitz como asistente médico; la fecha, marzo a diciembre de 1944. Desaparecido desde 1945. Detuve mi investigación en ese punto. Simplemente no quise proseguirla.

© José B. Adolph, 1999, jbadolph@terra.com.pe
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