28 febrero 2005

Digan whisky

Cuento

[Ciberayllu]

Ernesto Escobar Ulloa

 

Nos agarraron en la puerta, justo cuando estábamos a punto de largarnos. Y yo debí darme cuenta. Fue mi culpa. De pronto el tipo que caminaba detrás de nosotros le pasó la voz al guachimán, y el guachimán no hizo más que detenernos: «Alto, que llevan ahí». Qué idiota fui. No sé por qué no se me ocurrió que ese chico de unos veintitantos años era el vigilante incógnito encargado de tirarle dedo a todos los chorizos que entraban al supermercado. Apenas llegamos se puso a nuestro lado mientras chequeábamos la comida para gatos que no íbamos a comprar. No creo que haya sospechado de nosotros así tan de repente. Fue casualidad. Lo que más me jode es que ese tiradedo maricón debió de alucinarse el muy perspicaz, orgulloso de su trabajo de mierda. Y si me llamó la atención en ese momento fue por su cara de imbécil, por su guayabera del año de la pera y sus sandalias playeras que parecían venir de regalo con uno periódico chicha. Ni siquiera le pasé la voz a mi enamorada para reírnos de él. Anastasia siempre me está molestando con lo de que yo soy un burlón. «¿Acaso tú no tienes defectos…?» me dice. Luego lo volvimos a cruzar en la sección de carnicería. Pero esta vez iba de paso. Ahí ni siquiera me fijé en él, porque nos cruzamos con una chica joven que llevaba a su niño en un cochecito. Primero me fije en el niño, porque a mí me vacilan los niños más que a Anastasia. Y después me fijé en la mamá. Y me la imaginé pariendo. Y luego me la imaginé cachando con su marido, un gordo fofo y con plata que la esperaba afuera en un BMW. A lo mejor a ellos también se les rompió el condón.

Y después de eso no lo volví a ver y estoy seguro de que hasta ese momento el vigilante incógnito no sospechó de nosotros. ¿En qué momento lo hizo? Quizá cuando desistimos de comprar carne con la plata que no teníamos y nos dirigimos a la sección de regalos. Ahora los supermercados tienen sección de regalos. Así era antes en los barrios de los ricos pero ahora es así acá también, en el cono norte. Acá también venden DVDs y cámaras digitales y play stations y celulares y computadoras portátiles. No recuerdo haber vuelto a pensar en aquel cretino hasta que nos agarraron con las manos en la masa. Sólo recuerdo que lo teníamos difícil para elegir. ¿Qué se le compra a una mujer de unos cincuenta y tantos años? Me parecía increíble que Anastasia no supiera la edad de su mamá. Yo no la conocía bien a la señora porque a mí nunca me ha gustado conocer a las mamás de mis enamoradas. Apenas la vi una vez, un día que nos la encontramos en el paradero de la 56. Anastasia me la presentó y yo como un huevón le di la mano. Según Anastasia le caí bien. Pero poco después nos enteramos de que podía caerle mal, horrible. ¿Por qué? Porque Anastasia se quedó embarazada. ¿Cómo? No sabemos. Mira que de todos mis patas, yo he sido uno de los pocos que compraba condones. A pesar de que siempre en mi casa mis papás han jurado contra  los condones y los anticonceptivos por culpa de Juan Pablo Segundo, a quien mi mamá fue a ver una vez en el hipódromo de Monterrico, hace un chupo de años. Según ella yo me persigné y recé como un beato, pero yo sólo me acuerdo de ver a un viejo más blanco que culo de monja, montado en un triciclo blindado haciendo hola a la gente. Pues, se debió romper el condón, porque sino no entiendo. Anastasia dice que fue mi culpa, porque yo lo hago muy fuerte. Que en una de esas embestidas se debió de romper. Qué tal concha. La que es una bestia es ella, que cuando se me sienta encima rezo para que no me la parta en dos.

Cuando Anastasia se enteró me dijo que ella estaba totalmente en contra del aborto, así que pensaba tenerlo. Yo le dije que entonces nos casábamos. ¿Además con qué plata íbamos a pagar un aborto? Anastasia me preguntó entonces que con qué plata nos íbamos a casar. Jodida la flaca. Así son las mujeres pues. Jodidas. A ella le daba un poco igual casarnos o no, y la verdad, a mí también, pero temía que yo la abandonara, como abandonaron a su hermana Nancy, a su prima Gabriela y a su propia vieja. Anastasia acababa de nacer cuando las abandonó su viejo. Fue así, de repente. Un día dijo que se iba a trabajar y ni más volvió. La vieja lo buscó hasta en la morgue. Quince años después se presentó ante un familiar y pidió ver a sus hijas. Pero lo mandaron a la conchasumadre. Una vez, hace como tres años, Anastasia salió de la pollería donde trabajaba y la siguió un tipo como diez cuadras. Se asustó horrible. Por la descripción que dio de él, su vieja pensó que era su padre. Esa fue la última vez que se le mencionó en su casa.

Se nos venía el huayco. Yo estaba seguro de que un día se iba a aparecer la vieja a romperme la cabeza con el taco de su zapato. Muchachito desgraciado, como me entere de que te has escapado te voy a buscar hasta el fin del mundo. Eso fue exactamente lo que le dijo al rosquete que dejó preñada a la Nancy, su hija mayor. Y con todas esas el puta se escapó. Ni más lo volvimos a ver. Mis vecinos al toque corrieron bolas. Ese huevón se fue a la selva, se alistó al ejército y peleó en la guerra contra Ecuador y lo mataron, yo vi su foto en el periódico. Otros dijeron que se había fugado al pueblecito de su familia, en Cajamarca, y que ahí se quedó a pastear llamas, vicuñas y esos bichos que te escupen en la cara. La gente bien mentirosa. Acá en el barrio Bolognesi no le creas a nadie.

El hijo de la Nancy ya está grande, tiene diez años pero me llega al hombro, se llama Roberto, y dice que quiere trabajar conmigo en la combi. Yo soy cobrador de combi, recorro todo Javier Prado. Es una chamba jodida porque acabas afónico de tanto gritar: «¡Todo Javier Prado, Universidad, Recoleta, Molicentro, Musa». Ya me llegó al pincho esa chamba. Siempre hay problemas. El jefe es el único que hace plata ahí, a nosotros nos pagan una miseria. Pero así es pues. La situación dicen que está mala. Bueno, también depende de a quién le preguntes. En la televisión dicen que la economía va bien. Pero en la calle la gente dice que está hasta las huevas. Y yo no sé qué chucha voy a hacer cuando nazca mi chibolo para ganar más billete. Tengo un pata, el Jabón, dice que el negocio está en poner un negocio, mandar a los jefes al diablo, empezar con poco y amasar un capital y poner otro negocio más grande, y así sucesivamente hasta que te llenas de plata. Y yo le digo de qué huevón, y me dice que eso es lo de menos, que la cuestión es empezar ya. Yo le digo que ponga su negocio de jabones y que no joda. Al Jabón le jode bastante que le llamemos Jabón. Lo que pasa es que tiene una mancha blanquecina en el pelo, parece que le han pasado un jabón por la cabeza. 

Encima a Nancy la han botado de la chamba y tampoco tiene plata. Y con lo que yo gano vamos a tener que meternos los tres en su casa. Porque yo sé que apenas les diga a mis viejos que la dejé en Bolivia a la Anasatasia me botan de mi casa,  a patadas, y mi vieja me bota rezando su rosario, es capaz. ¿Adónde vamos a ir? Ya después ocuparemos un terrenito. Un amigo de la chamba, César, chofer, me ha pasado la voz de unos terrenos que están por ocupar ahí por Ancón. Está lejos pero qué importa. ¿De dónde voy a sacar yo para pagar un cuarto?

Por eso desde que sé que Anastasia está embarazada me he dedicado a chorear, pero cosas chicas nomás, para que no me metan en la cana. Y paro choreando para que cuando mi suegra me vea cayendo en su casa, me reciba con los brazos abiertos. Le voy a chorear cosas para la casa. Ya me he choreado algunas cosas para mí. Es fácil chorear, ahora que si te agarran te sacan la entreputa. Ése es el problema. No es que le tenga miedo a los tombos. Prefiero mil veces que me agarre un tombo a que me agarre el dueño del negocio, o alguno de esos matoncitos que tienen esos chuchasumadres vigilándoles la mercadería. También he choreado en la combi. Pero en la combi está fácil pues. De vez en cuando suben pituquitos, que van a San Borja, a Monterrico, a La Molina, con su discman, todo bacán, y sus politos bacanes, fichones, de marca, Quicksilver, ese tipo de rosquetadas. Es fácil a veces porque ellos mismos se olvidan. O se les cae la billetera. Si mi jefe no se da cuenta agarro nomás toda la plata y la billetera la tiro vacía a la Javier Prado, a que la chanquen los carros con los documentos de ese anormal. Lo jodido es cuando te quedas con tarjetas de crédito y te la pasas horas en los cajeros a ver si averiguas la clave. Una vez me harté y le pasé la voz a un cambista, ahí en el centro de Lima, en plena Plaza San Martín. Le dije, manya, te vendo esta tarjeta Visa. El huevón se cagó de risa. Me dijo que era un huevón, que el dueño seguro que la había anulado. ¿Desde cuándo la tienes? me  preguntó y yo le dije «desde ayer». Y el huevón me dijo «Puta, que eres huevón, chiquillo, esas cosas se hacen rápido. La próxima vez que te chorees una vente corriendo, acá hay gente que sabe de eso». Ni cagando iría. Esos cambistas son unos pendejos. Seguro que hasta me tiran dedo, como ese conchasumadre que me tiró dedo en el Santa Isabel.

Decidimos que robaríamos una cartera para la vieja. Yo le dije a Anastasia que era bien fácil. Una cartera chiquita era. No era una cartera grande. Anastasia la escogió rapidito. No dudó. Yo hubiera dudado harto. Nunca he comprado regalos para mujeres pero me imagino que debe ser difícil. Una vez le quise comprar un calzón a Anastasia, esos calzoncitos que se les meten por el culo. Pero después pensé que seguramente le iba a quedar chiquito. No es por nada pero la Anastasia tiene un culazo. Un buen culo pero un culazo. Yo sé que mis patas se morbosean con el culo de mi hembra, pero yo también me morboseo con los culos de las suyas. Acá en el barrio hay hembras que tienen buenos culos. Será porque se la pasan bailando salsa, me imagino.

Cogí la cartera y me la metí en el bolsillo. Así, rápido nomás. Y Anastasia se puso a joder al toque. Devuélvela que nos van  a coger, me decía, devuélvela que me cago de miedo. Y yo ya cállate oye, no jodas. A las mujeres hay que tratarlas así para que se callen porque son bien maricas. De todo se cagan de miedo. Si no las carajeas, no paran. Y así seguimos caminando por el Santa Isabel hasta que llegamos a donde venden gaseosas y cogimos una Inca Kola de dos litros. Ése era el barajo. Total que pasamos por la caja, pagamos la Inca Kola y cuando vamos a salir vuelvo a ver al chiquillo de la guayabera. Puta madre, cómo no me di cuenta en ese momento. Qué huevón fui. Estaba detrás de nosotros. Justo cuando ya íbamos a atravesar la puerta se nos puso detrás y yo me di la vuelta y entonces lo vi haciéndole gestos al guachimán para que nos agarrara. Ni siquiera podíamos correr. Y el guachimán «Alto, que llevan ahí», nos dijo. El chiquillo de la guayabera se acercó y le señaló mi bolsillo del pantalón. Putamadre. En ese momento miré a Anastasia y Anastasia me miró como diciendo «Ya ves, te dije que nos iban a coger».  Pero no dijo nada. Se quedó calladita. Mejor para ella. Sabía que si me decía esa cojudez entonces me iba a molestar. Y ya sabe ella como me pongo cuando me molesto.

Me sacaron la cartera y nos llevaron a una oficina. Tuvimos que cruzar todo el supermercado que es grandazo para llegar hasta ahí. Y la gente nos miraba y Anastasia repetía qué vergüenza, qué vergüenza y yo le decía qué vergüenza qué, si todos esos son unos choros también, suerte para ellos que nos han cogido a nosotros porque ahorita se largan con todo lo que se están choreando. Nos metieron en un cuarto y ahí nos dijeron que teníamos que comprar la carterita o llamaban a la policía. Yo les dije que llamaran a la policía nomás porque yo no tenía plata. Eso lo decían para asustar a la gente pero la gente ya sabe. Además ahí adentro había tantos choros que si hubieran llamado a la policía para cada caso, Lima se habría quedado sin tombos. Luego nos metieron en otro cuartito y ahí nos hicieron la foto. Al día siguiente publicaron nuestras caras en la puerta del supermercado como personas indeseables. Yo no le dije nada a Anastasia sobre el vigilante incógnito de la guayabera. Tengo mi orgullo y no me gusta que me digan que soy un huevón, mucho menos mi enamorada, o mi novia. Hoy es el cumpleaños de mi suegra y en vez de cartera le vamos a regalar un estéreo con lector de MP3, la marca no es muy conocida pero qué importa, en el centro venden discos piratas baratos y ya le iremos haciendo su colección. Se va a quedar tan encantada con su regalo que cuando le digamos que va a ser abuela y que nos vamos a casar le va a dar igual. Lo único, que cruzamos los dedos para que no vaya a Santa Isabel y vea nuestras fotos. A lo mejor se piensa que es por el estéreo.

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© 2005, Ernesto Escobar Ulloa
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Para citar este documento:
Escobar Ulloa, Ernesto: «Digan whisky. Cuento», en Ciberayllu [en línea]


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