12 mayo 2003

La soledad y nosotros

Cuento

[Ciberayllu]

Domingo López

A Rafael Alberti

Lo primordial del plan consistía en hacerlo rápido y antes, contenerse como fuera las ganas de tirarle piedras. Detrás de las dunas, aguardábamos el momento del asalto, del ataque, la señal del Keko que ahora se pintaba la cara, muy serio, con cisco, arañándosela y todo, loco por parecerse a un indio o por alcanzar un aspecto similar. Estábamos todos, hasta la perra Babilonia, que se dejaba manotear de cualquier manera la cabeza, sumisa, y sólo ladraba cuando no podía aguantar más el hambre y ahora se dedicaba por completo a marear el rabo de un lado a otro, nerviosa también de pura expectación. Entre el barrón que coronaba con languidez las, para nosotros, montañas de arena, yo vigilaba los movimientos del enemigo y de vez en cuando dejaba de mirar por el canuto de caña que utilizaba a modo de catalejo y me volvía hacia el Keko con expresión grave.

—Se va a ir, ya verás —dijo el Curita, bostezando y gordo, cansado de alisar el trapo sucio que alguno inventó e impuso como bandera.

Como si despertara de su arrobamiento, el Keko se levantó con parsimonia y lo miró con fastidio. Me dieron ganas de decirle que su camuflaje o su pintura guerrera o lo que fuera lo que llevaba en la cara estaba de puta madre, pero el Curita era un cochino y se chivaba siempre cuando Don Gregorio le sonsacaba para que le dijese qué escupían nuestras lenguas, aparte de los pretenciosos lapos. Al fin, sonriendo, el Keko guardó con cuidado el trocito de espejo y dijo, con voz baja, vamos, hoy no podemos fallar y entonces fue cuando empezó a gritar como un guerrero, amenazando con la espada de palo al cielo gris de Marzo, a las gaviotas que graznaban tierra adentro y todos salimos en estampida, corriendo tras él,� hacia la zona de los corrales donde el payaso con zancos se movía con dificultad entre las algas y las piedras descubiertas en la bajamar, donde parecía bailar con lentitud o esmero o hacía tonterías como si quisiera provocarnos.

El payaso con zancos. Me pregunto dónde andará en este momento, en qué pueblo de mala muerte estará sonriendo, encima de sus palos, mientras reparte con el ademán teatral de su magnánima aparición unos caramelos muy dulces y marrones y vigila a la vez, con el rabillo del único ojo que le queda, a los niños con churretes, sus expresiones, sus movimientos aún pausados como de animales que deducen. La experiencia le dice que no tardarán en agarrar confianza, en patearle los zancos o empujarlo con sus escuálidas fuerzas, por gusto, para ver qué pasa, para que por fin se vaya volando o se caiga y se haga moco de una vez contra el suelo. Y así, con el tiempo, siempre termina igual, huyendo feliz con sus grandes zancadas, sin caramelos, con los trucos gastados, delante de los rapaces que lo persiguen, vociferando, creyendo tan sólo que hay que hacerlo bajar y hacerle chiflas y patearlo.

Cuando alguien, Tomás creo, propuso enterrarlo allí mismo, bajo la arena fina de la playa, todos nos miramos asombrados, iluminados por el propósito. Utilizando tablas de viejas barcas a modo de palas o escarbando la tierra con las manos, se comenzó en silencio el agujero. Pero de pronto la campana cascada de la escuela empezó a sonar, como loca, llamando a formar en el patio. Keko profirió una maldición terrible y dejamos la faena, desorientados, corriendo hacia el pueblo porque al Hermano Fermín se le debía estar ya «poniendo nerviosa», como decía,� su terrible vara de olivo. Al llegar a las dunas, nuestro territorio, nos detuvimos a esconder deprisa la bandera y a mirar otra vez hacia la orilla, hacia el cuerpo tendido que parecía lamentarse o dolerse. Entonces nos fuimos, no sin antes jurar volver más tarde y terminar la fosa en un momento y darle cristiana sepultura, como apuntó pavoneándose el Curita, y hacer una cruz con los zancos.

Nadie lo vio llegar. Sólo se sabía que una mañana se plantó muy temprano, en plena noche, en la plaza del pueblo, justo en la entrada al mercado de abastos, antes incluso que llegaran las viejas de siempre, tan enlutadas y encogidas,� para vender sobre un cajón coquinas o caracoles. Quieto, como si quisiera simular la estatua que no había, esperó un par de horas para que alguien lo descubriera y despertara la voz de alarma o la buena nueva. Le tocó hacerlo a un viejo sillero que en su estupor dejó incluso el burro y corrió como pudo a la cantina del Pancho, recién abierta, a contar y a jurar por sus enterrados muertos lo que acababa de ver. Al poco rato, casi todo el pueblo estaba al tanto de que había llegado un espectáculo con un hombre como un gigante.� Me hubiera gustado verlo en aquel momento, solo, acompañado por el pollino que, ignorándolo, mordisqueaba la hierba rala entre las losetas mojadas por la rociada, esperando con dignidad la aparición de la consabida pareja de Civiles y de los primeros y fascinados vecinos y él adoptando su más imponente pose, su sonrisa radiante y coloreada para tales fines. Y poco a poco fueron, fuimos llegando. A mí me pareció que aquello no podía ser verdad. Tenía unos pantalones muy largos, amarillos, con remiendos de colores y una chaqueta marrón y giraba sobre sí mismo, como con mucho cuidado, para que así, supongo, todo el mundo lo viera por todos lados. Como pies tenía dos palos y lo miraba y no entendía porqué no se caía de una vez o porqué no explicaba algo. Pero no hizo nada, sólo tiró unos caramelos, como si los tirara a las palomas que nunca hubo y luego avanzó increíblemente ante el asombro general, abriéndose paso o mejor dicho, pasando por el pasillo que le abrió la gente al apartarse, temerosa o embelesada. No sé por qué me fastidió tanto que no hubiera pasado ante mí y casi rabioso por el acontecimiento o porque se alejaba y no entendía, corrí hacia el lugar donde había estado, a ver, nervioso, por qué� la� gente� se� arremolinaba� ahora� allí.� Me� enteré entonces con asombro� que� el sábado por la tarde iba a� dar en aquel mismo� lugar,� si� el tiempo lo permitía, una «Gran Función� para niños y mayores». Lo ponía en un papel escrito con lápiz rojo, con estrellitas dibujadas, en el cual también pedía que lo perdonaran por ausentarse pero que debía cumplir con el honor y el deber de saludar reverencialmente a las autoridades locales.

Yo, en realidad, corría para nada, para acompañarlos hasta la escuela en todo caso y apartarme así de la playa, donde seguro que iba a tener miedo de ver aquel fulano extraño morirse o levantarse. Yo nunca iba al colegio. Mi padre no quería saber nada de curas y como estaba medio loco no reparaba casi nunca en mí y casi nadie lo hizo desde la muerte de mi madre. Así que era libre de hacer y deshacer «fechorías» y estaba hecho un farfolla y un gitano, como cacareaban las vecinas o sentenciaban algunos conocidos de mi madre, que en paz descanse. Tenía por aquel entonces doce años y, como decía el viejo Varo, algunos pelos. Este hombre era el único amigo de mi padre hasta que riñó con él, no sé muy bien por qué motivo, una noche de Julio que se bebieron entre los dos el vino de media taberna y terminaron en el cuartelillo donde a mi padre le dieron, otra vez, una buena tunda de palos hasta casi el amanecer. Al viejo Varo lo recuerdo siempre borracho y siempre atento conmigo. Él me enseñó a hacer cedazos para los cangrejos, a cazar gaviotas y prepararlas, a insultar en italiano con un desdén infinito. Pero lo que más me gustaba era acompañarlo a pescar pulpos en su ruinosa barca. Salíamos al alba, bien provistos de vino y de mojamas para ir engañando al hambre. Soltábamos los cántaros� bien atados a trozo de corcho o a la botella de plástico que hacía de boya y al rato volvíamos a por ellos, volvíamos para «requerir», para subir los pesados cántaros y asombrarme con los tentáculos de los cefalópodos que asomaban nerviosamente por la boca de las� vasijas camperas. Así, un día, no sé cuando, supongo que antes de la pelea referida, le dijo con ridícula solemnidad a mi padre que se encargaría personalmente de mi educación y desde entonces andaba mucho con él, al principio casi por no defraudarlo en su vago empeño docente. Me agradaba de él su buen humor, la sabiduría que desplegaba sobre cualquier cosa e incluso que se dejara robar sus revistas de gachís y también su tristeza cuando hablaba, muy serio, de una guerra cruenta que perdieron no hacía mucho, él, mi padre, miles de hombres y mujeres más. Tenía libros viejos y escondidos que adoraba y, según me dijo, un corazón maltrecho que consiguió matarlo una mañana mientras, esperando que cayera en las costillas algún pájaro, recogía palmitos para hacer las escobas y esteras que a veces vendía.

De color ocre, diría que cuando alguien cantaba aparecía de improviso, andando con esa solemnidad como turbada o pudorosa, casi a cámara lenta, pegado entonces a las paredes como si quisiera observar los nidos de golondrinas o los hierbajos y flores diminutas que colgaban de los aleros de tejas. O también podía entrar por la plaza decidida, majestuosamente, con uno o dos o más niños detrás imitando con rechifla sus pasos y el balanceo de sus brazos. Daba varias vueltas entre los curiosos o reunidos y, sin mediar palabra, se iba virtuosamente y por unos días desaparecía. Decían las malas lenguas, o las lenguas a secas, que no era un payaso normal, que debía de haberse escapado de algún circo itinerante y de pobres y ahora, libre, vivía su vida y sobre todo, recalcaban, podía incluso resultar nocivo, no se sabía todavía en qué sentido, para las criaturas inocentes de los pueblos. Tenía que ser joven, a juzgar por su pasmosa agilidad y por la frescura insólita de las risotadas que dejaba escapar a veces, casi siempre cuando se largaba o huía, seguro de sí mismo, orgulloso de la magia y la fascinación que había creado durante unos minutos.

Llevaba la cara pintada de blanco y rojo y una nariz pomposa, redonda y oscura que se ataba con una cuerda fina y deshilachada. Me acuerdo muy bien que, mirándolo hacer el tonto, yo siempre esperaba que la maldita nariz se le cayera al suelo porque calculaba con desazón que él tardaría más en recogerla que cualquiera de nosotros. Pero de su cara lo que más me impresionaba era el parche negro que le tapaba un ojo, el mismo que, según supe más adelante, utilizaban los piratas de aquellos primeros tebeos descoloridos que embelesado leí. No sé por qué pero estoy seguro de que aquel ojo se lo vaciaron de una traicionera pedrada. Con el otro miraba con reticencia, como si quisiera que las cosas, las personas, todo, se movieran con más lentitud, tal vez para poder reaccionar a tiempo ante cualquier imprevisto, proyectil o adversidad y además no costaba nada darse cuenta de que cuando repartía caramelos nunca los tiraba con violencia, abría simplemente la mano y estos bajaban por su peso, casi como plumas sabrosas. Dice Tano, el hijo de la dueña de la pensión y nuestro principal espía, que lo de los caramelos es algo grande. Según cuenta, adornándose de importancia, el payaso apenas duerme pues se lleva casi toda la noche tostando azúcar en un cacharro y llega un momento en que el dulce olor invade toda la casa y hasta lo despierta y todo. Dice que luego los lía en papelitos y termina acostándose muerto de cansancio, pero tampoco duerme sino que comienza a ronronear como un gato. A lo mejor es verdad pero lo mismo es que ronca así, siendo tan raro, y ya lleva un rato soñando quién sabe ahora con qué.

Pero volví, casi empujado por la perra quejumbrosa que me seguía sin mucha convicción, aburrida o abstraída, vieja, con las tetillas flácidas y� colgantes� en� la� barriga vacía. Trepé las dunas a cuatro patas, sin estilo de combate, evitando asomarme por la parte de la «colina alta», donde reposaba oculto el estandarte de nuestras guerras. Y entonces le vi, lo vimos. Allí, en la orilla lamida por olas mansas, por primera vez sin los zancos que aguardaban junto a sus pies, en la arena, como dóciles. Estaba quieto, erguido, maltrecho, tal vez temblando, como si hubiera sido desvalijado por la marea que se iba, ensimismado, mirando el mar, como si deshojara recuerdos o deseos. Y en esta ocasión la perra ladró, extraña, casi sin ganas, casi por compasión o compromiso, lo suficiente para que él la oyera y volviera la cabeza: un can y un niño, sus cabezas moteando. Y fue también entonces cuando me miró y ya no parecía un mamarracho. Tenía como piedrecitas brillantes incrustadas en su ojo y parecía triste de ser dueño absoluto de sus puñados de caramelos, de su fea nariz de goma, del patrimonio de sus sueños o su sombra.

Y nunca hubo de verdad una función. Al poco tiempo llegaron para venderse como chucherías, no sé de dónde, aquellos caramelos sin sabor y aplastados, ridículos, que tenían como único mérito el teñir la lengua de su color. El payaso, por su parte, se construyó en las afueras, por la zona de las salinas, a base de maderas y latones, un chozo con veleta y a veces algunos íbamos y lo vigilábamos, casi por aburrimiento o inercia, ya sin bandera. Y a veces, también, aparecía por el pueblo, aún sobre sus zancos, como una peonza ebria, fulminante como quien da una patada o un golpe que rompe una cerca, un muro que nos abre o descubre una zona verde y salvaje, para regalarnos con ademán teatral un abanico singular de aromas y tonalidades. Y luego desaparecía, se iba, cubriendo su retirada con la indiferencia paulatina de las gentes, con su ropa ya casi andrajosa, como guirnaldas despintadas y trozos de su propia fiesta, con pedazos testimoniales de lo que la vida, las cosas o la felicidad misma hubieran sido.

Nadie tampoco lo vio, esta vez, irse. Se llevó los zancos, los buscamos por todas partes, y aquella sonrisa como prendida en la boca. Y se fue sin desmantelar la carpa que desde el primer día instaló su silencio, su vaga manera de aguardar. Nos dejó asimismo el chozo, «El circo» le llamábamos, y una mañana lo garabateamos con tizas de muchos colores y hasta la perra Babilonia lo utilizó como refugio, amplia perrera libre donde parió una tarde mientras le hacíamos arrumacos y nos lamía las manos sucias, las ropas sin gusto. Mientras, también, uno de nosotros iba contando, señalando con el dedo frío los perros que salían, los que irían a estrellarse como siempre contra una pared o una roca, impulsados por una mano pequeña, por un endeble brazo. Y había días que nos sentábamos� junto a� aquel� cubil,� a�� descubrirle� la� forma� a las nubes, a mirar el mar o la partida de los flamencos, a contemplar el esfuerzo de la veleta para vencer la herrumbre que tenía y girar lo que necesitaba o a observar la nariz oscura que allí arriba ondeaba, colgaba, temblando o haciendo vaivenes, como jugando con el viento.

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© 2003, Domingo López
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Para citar este documento:
López, Domingo: «La soledad y nosotros. Cuento», en Ciberayllu [en línea]


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