Cuadros para una novela improbable

Narración a presión y por entregas

 
Ciberayllu

Domingo Martínez Castilla

 

 

 

7. Viernes

 
  En el chifa que por razones extrañas deviene intelectual en las noches de la capital del Perú, surgen a cada instante voces y silencios —éstos aparentemente malgastados—, diálogos y miradas, a veces furtivas, a veces apuntando insolentemente a pupilas de ojos extraños. Seraphine piensa que así, dejándose tomar la mano por Blas, está bien, porque siente que es una forma de mantenerlo tranquilo y pagado de su suerte. La mente de Seraphine divaga mientras el poeta saluda seria y brevemente a la gente que entra al viejo restaurante. José, que ya hizo el negocio de la semana vendiendo almuerzos y cenas a empleados públicos, políticos, comerciantes y parejas de amantes furtivos que siempre escogen la seguridad del segundo piso, mira y saluda automáticamente, con desgano sonriente, desde detrás del mostrador, parándose ocasionalmente para abrir gaseosas y pasar cigarrillos sueltos al único mozo que trabaja sin cesar repartiendo además cafés, tés y muy de vez en cuando un enorme plato de tallarines saltados, comida colectiva casi obligatoria cuando se da la ocasión en que a un habitúe le han pagado por algún trabajo de corrección de algún libro ajeno, o por un artículo para algún periódico o revista. Seraphine aprende rápidamente el arte de saludar sin hacer contacto, con una media sonrisa, a quienes reconocen a Blas e inmediatamente dirigen la mirada indagadora hacia ella.

Seraphine es ahora The Chifa Mirror. Registra en silencio cada detalle, cada gesto, cada vestido y cada rostro. Poco a poco, la reportera Seraphine se va agitando y, también poco a poco, con los pretextos de un cigarrillo, una mosca inoportuna, una picazón en el hombro, se va liberando de los débiles dedos de Blas barbado. Hasta que, ya en una mesa con siete personas, cuatro cafés y una coca cola sin helar, por favor, extiende los largos dedos irlandeses para tocar el collar de coral de esta mujer que al llegar había sacado una bola rosa, enorme, que todos examinan brevemente sin interrumpir las miradas y las conversaciones telegráficas que a veces acentúan el espectáculo, todos y cada uno actores y audiencia al mismo tiempo. La niña de la bola rosa se quita el largo collar sin mirar a Seraphine y se lo muestra, sin decir palabra: las cuentas son semillas, huayruros, dice la dueña, trocitos de acrílico de todos los colores rodeando y sirviendo de marco a dos trocitos de coral; también hay trozos de una madera durísima y quién sabe qué otras cosas que se repiten, sin mayor orden, a lo largo del largo largo del collar. Es largo, ¿no?, afirma la dueña. Seraphine asiente, y piensa Qué horrible palabra, «largo».

Seraphine prepara ahora una media sonrisa, aprendida de la caseworker que visitaba su casa londinense frecuentemente para confirmar que su padre estaba realmente enfermo y que tenía justificación para faltar al trabajo. El bardo la observa y sonríe breve, dentalmente, y le toca la punta de la nariz con la yema del dedo índice de la mano izquierda, torpemente delicado.

— Inglesita... — dice.

Ah perdida Seraphine, mi estema latutina. Ah Seraphine. A Seraphine lo del dedito le parece la forma más estúpida en que latinoamericano alguno la haya tocado. Recuerda entonces a Carlos, el salteño que sacaba de la guitarra sonidos verdes, azules y del color de la tierra y que, con los mismos dedos musicales, la transportaba —en concierto con los gruesos labios, los muslos lampiños y la esencia de hombre que plantara en esas profundidades sabidas tan sólo por sus amantes— al centro mismo de aquello que antes ella ni imaginar podía.

— Nobody, nobody could... —empezó a musitar Seraphine.

Y Blas, escandaloso:
— ¡Habló! ¡La inglesita habló!
— ¿Qué tiene de raro? — el abogado Pedro Kirchstein, quien con su tamaño parecía siempre hablar desde arriba.
— Y nada, pues, hasta ahora sólo se había... — Blas.
— ¿...sólo se había...? — el interventor inquisitivo P. K.
—... sólo se había quedado callada. —Blas, saliendo del apuro, con la media sonrisa breve y dental, esta vez algo torcida.
— Nadie puede saber todo lo que conozco, todo lo que veo.

Todo el mundo sabía entonces dónde quedaba Belfast, y que católicos y protestantes, irlandeses e ingleses no se pueden ver unos a otros en Irlanda. Y Seraphine creía no saber por qué su padre había preferido dejar la explosiva Belfast, prefiriendo primero Dublín, luego Liverpool, más tarde hasta Edimburgo para terminar en Londres, como muchos, Londres. Soho. Caminar entre la suciedad de las palomas, esa primera vez, mirando a Nelson. Mejor olvidarlo todo y pensar en Salta, Tucumán, y luego el tren y Buenos Aires para el lado de la Boca y de Pocitos en Montevideo, ciudad siempre vieja, en Santiago para los cerros y en La Paz Las Condes y mirando Isla Negra saltando soga en Harlem y San Francisco, claro, y ese primer contacto latinoamericano, ruidoso y feliz del aeropuerto de Miami, y luego luego entrando al ya no tan misterioso Perú, el Morro de Arica donde dos peruanos viejos jóvenes escribían sus nombres y la frase Esto es nuestro desde siempre y alguna vez, leyendo Volkswagen en los miles de carros de Lima había recordado al Auf Wiedersehen de Franz Baumgardner y también su Wiederholen. Wiederholst Ich liebe dich, cuando ella aprendió a decir Ich auch, que siempre le daba risa, sonrisitas sonoras y así se amaban escuchando el Moldau y también Wassermüsik y también Träumerei y toda la cultura alemana, el genio alemán metido en la cama con ella, y era imposible no pasar por An die Freude con música de La naranja mecánica y todo eso pasó por la cabeza de Seraphine cuando dijo esa frase. Todo eso era Seraphine en su cabeza, ese trocito de diario mental en la cabeza de Seraphine que piensa de nuevo, con placer, en Salta Tucumán Buenos Aires para el lado de la Boca y Pocitos en Montevideo en Santiago para los cerros y en La Paz Las Condes mirando Isla Negra saltando soga en Harlem y San Francisco, también de Asís la mierda y luego entrando a la patria del Perú el morro de Arica donde dos peruanos viejos juveniles escribiendo desde siempre y alguna vez leyendo Volkswagen recordaba Baumgardner Wiederholen. Y esta deliciosa ensoñación tenía que terminar en nombre de la vida social, vida de chifa, en nombre de esa curiosidad pasiva que, por alguna razón del siglo veinte, no le había servido mal en la vida, a pesar de las tremendas aprensiones que su vida vagabunda ocasionaba en sus tías irlandesas, que temían y temen por ella, porque la querían y quieren, y que no entendían ni entienden cómo se podía gastar todo el dinero de la herencia de su madrina en marchar sin rumbo por el mundo. Así que a aterrizar nuevamente, como se lo recuerda el fino dedito índice de Blas, el poeta con uñas sucias y chalequito serrano.

Quizás a un par de cuadras de distancia, la realidad trata de nuevo, vanamente, de meterse al chifa, enviando ruidos de sirenas, consignas de obreros en huelga, y uno que otro ruido, seco, de bomba lacrimógena. José se acerca a la entrada para ver si es necesario bajar la pesada puerta metálica, pero regresa pronto al mostrador sin mostrar preocupación.

 

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