Cuadros para una novela improbable

Narración a presión y por entregas

 
Ciberayllu

Domingo Martínez Castilla

 

 

 

8. Desde otra mesa

 
  Seis hombres, jóvenes, silenciosos sólo de la boca para afuera, habitan casi permanentemente la única mesa de la mezzanine que permite un panorama casi total del restaurante, gracias al enorme espejo que, opacado por mil suciedades minúsculas, preside el espacio que hay detrás del mostrador. La gente del chifa sabe el nombre de sólo tres de ellos, gracias a la casona que comparten a sólo cuatro cuadras y en la que no es raro terminar los viernes cuando ya son sábados. Ellos miran al espejo, pero muchas veces se descubren examinando anodinamente las botellas de vino, licor de guinda, ron, champán. Cuando la cosa se pone algo sosa en los bajos, juegan a adivinar la edad de las botellas, o si realmente contienen lo que las etiquetas anuncian.

Pero ahora hay acción. Los seis pares de ojos no pueden resistir la presencia de la rubia nueva, sucia, bonita, desgarbada, a la que Blas pareciera querer acorralar, encerrar en su atención. Después de mirar por algunos minutos, la urgencia de decir algo hace que varios de ellos empiecen a hablar al mismo tiempo, con los cuerpos inclinados, a veces hacia adelante, a veces hacia atrás, balanceando las sillas metálicas y, a veces, sacándoles chirridos quejumbrosos. Los gestos persuasivos, a veces intransigentes; los dedos índices elevándose para subrayar una opinión, y cayendo luego hacia la mesa marcando rítmicamente un argumento. Serán poetas, o políticos, o periodistas, o músicos, o artistas. Y hablan.

—Mira a Blas, el buscador de miraflorinas y pituquitas intelectualoides. Buen pedazo de hembra se acaba de encontrar.
—Miro a Blas, el buscador de miraflorinas y pituquitas intelectualoides. Buen pedazo de gringa que se acaba de encontrar.
—Mira bien y deja de joder: eso no es una gringa, sino una miraflorina o una pituquita intelectualoide.
—Miro bien: sigo jodiendo: eso es una gringa, no una miraflorina ni una pituca intelectual.
—¡Pero mira!: está leyendo el poemario de Blas; ergo es una miraflorina o una pituquita intelectualoide.
—¡Joder! Mi pellejo; mi hueso y mi pellejo si no es francesa, o belga por lo menos. Pura curiosidad.
—Sueños de opio, Manuelito. Blas no es capaz de comunicarse más allá de hembras domésticas y, por lo tanto, domesticadas a sus costumbres egóticas
—¿Egóticas?
—Si quieres. También se acepta ergóticas. O cambios o añadidos, nunca permanencias. Ergóticas está tan bien como egóticas

Pausa. Los ojos siguen mirando atentos hacia la mesa de Blas.

—Blas ha logrado arrastrar de la mano a esa extranjera curiosa, en el buen sentido, no xenófobo, de la palabra “extranjera”.
—No, Manuelito: Blas ha logrado arrastrar de la mano a una miraflorina o a una pituquita excéntrica.
—Intelectualoide.
—Ergo excéntrica.
—Francesa o belga. Quizá alemana.
—Dejémoslo en norteamericana.
—¡Ni hablar! Antes ismaelita o kirguís.
—¿Inglesa?
—¡Te has rendido! Irlandesa o nada.

Interrupción.

—¿Qué tánto discuten, par de estacionados reunidos?
—Tu madre.
—Nada especial. Manuelito ilustrándonos sobre la vigencia de ciertas raíces europeas, el muy filólogo. Por ejemplo née. Beckett la usa.
—Mentiras, puras mentiras. La única europea está en la mesa que ustedes están mirando. Celositos de los avances de Blas, ¿ah?, que afila sus eróticas armas. Es muy seria, y no sé qué hace en el Perú. Y ya estoy harto de Beckett. Nadie hablaba de él antes de que sacara el premio Nóbel.
—Manuelito: dile a Blas que sólo soportamos egóticas almas. ¿Y Esperando a Godot?
—Blas, te digo que sólo soportan egóticas almas.
—Bueno, basta. ¿Boumedienne bebe bien Baudelaire?
—Boumedienne basta berlo bara ber bien Baudelaire. Afrancesado de mierda.
—¿Manuel ama a su mamá?

Risas en la otra margen. Blas barbado poeta se va a dirigir al baño, no sin antes beber bastante de la cerveza de Manuel y otro poco de la de Masakatsu, el porfiado, quien siempre pide una cerveza chica, sin terminarla, nunca.

Vase el poeta, definitivamente hundido en divagaciones sobre la manera correcta en que habría orinado Rimbaud la noche del 23 de febrero de 1844, ante la mirada traviesa de una joven cortesana que, siendo más joven, se había presentado una vez, atrevida, en la Corte del último emperador de Francia, disfrazada de gran señora. Masakatsu sonríe, oriental, con esa expresión que siempre saca de las casillas a quienes no lo conocen bien, es decir todos.

Al regresar, Blas Barbado encuentra a Seraphine con todos los collares de huayruros del mundo enredados en sus cabellos rojizos, y dos mujeres la decoran con pañuelos transparentes, y las mujeres sonríen y se entretienen, como escolares, mientras los varones, apenas al otro lado de la mesa, hablan de cosas importantes y profundas sin prestar mayor atención a las niñas que juegan a ser grandes. Incongruente en las poéticas manos, cae un libro al suelo, Blas suelta un carajo notable al tomarlo y ensuciarse las manos con cuatro tallarines que, esperando en el suelo la llegada de un poema apropiado, se le han adherido. Es la señal. Los juegos se acaban, y unas cuatro carcajadas, dos de varón y dos de hembra, le caen al poeta en plena cara, mientras Masakatsu se acerca, obsequioso, con el sucio trapo que ha arrebatado a uno de los mozos. Seraphine, graciosísima con sus pañuelos y sus huayruros, mira al poeta casi con ternura, mientras acaricia, inconciente, a la erótica bola rosa, sin quitar los ojos sonrientes, pícaros, de Blas, que encuentra al fin cierta paz.

—¿Qué hacen más tarde? —pregunta Blas un poco al aire. —Yo ya voy a tener que irme.
—No sé. Ya el Chino va a cerrar. ¿Palermo? —dice alguien a dos mesas de distancia.
—¿Hay algún Moreira por aquí? —pregunta Masakatsu. Y al ubicar en la mezzanine al escultor número tres de la dinastía, lo mira interrogante.
—Voy para allá entonces, pero más tarde —dice Blas, mientras recupera la mirada amorosa de Seraphine.

Es suficiente un brevísimo gesto escondido de Blas para que Seraphine empiece a liberarse de collares y pañuelos.

 

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