6 agosto 2004

Una historia de miércoles

Cuento

[Ciberayllu]

Antonio Bou

 

Se pone frío, se pone frío que te jodes... y sigue siendo la misma ciudad lejana y sola, con su aura rosada y sus atardeceres de bandera nacional... Te acostumbras a las dulzuras del voseo y a desnaturalizar los esdrújulos del imperativo... a suavizarlos... pura delicadeza argentina, ¡y no me vengan con que es por el italiano!... del mismo modo como te amañas con los bifes y las papas a la grasa que sea, y te caen bien, y les tomas el gusto porque descubres los secretos de la nueva cocina.

Déjame que te cuente, Gastón... déjame que te cuente el cuento de los suizos... o dejame, dirás vos...

Si ya lo hablamos la mujer de Martín y yo. Si ya llegamos a razonadas conclusiones... ayer mismito... cuando los muchachos en el Zürich comentaban el arresto del general. Un gran mundo sobre un mundo inmenso sobre otro mundo aún más grande... ¡Una tesis para toda América!... más importante que el descubrimiento de un� brillante sistema de escritura inca... para sacar de carrera a todos esos intelectuales de pacotilla aferrados a las cátedras, que comen y guisan recontando estupideces... y para rejoder a los políticos y sobre todo a esas izquierdas trepadoras que agitan a los indios sin ser capaces de demostrarles lo que valen... que no es lo que les dicen que valen... porque no lo saben... y si lo supieran ¡qué iban a decírselo!... se les caía el quiosco...

A la verdad que quizás no debería contarte... así públicamente... porque es un cuento no muy limpio... aunque con sus limitaciones a la sordidez dado el distanciamiento. (Piénsate que ya hablar de miércoles por estos medios no suena tan feo, recuerda aquel cuento del buen caballero enamorado al que le urgía de mala manera visitar el excusado... ¡ningún problema!... nadie se quejó, con lo que se sienta el precedente narrativo.)

Lo que quiero contarte, Gastón, tiene que ver un poco con los bifes de lomo, y aún más con las papas a la desgracia, pero quede claro lo que dije antes, que ya me las como por relajar y que en estos meses en Mendoza desarrollé un recubrimiento de puro ladrillo para el sistema digestivo. Y no sólo eso, no sólo eso... que me convertí en el principal admirador de esta cocina regional tan sencilla y adecuada a la buena salud de tanta buena gente... ¡que me parta un rayo antes de ofender a un cocinero mendocino! tras lo que me han tolerado sus coprovincianos en las buenas y en las malas durante estos largos siete en que he tenido la dicha.

Vaya el cuento de los suizos... sin más preámbulos ni prolegómenos, Gastón, no te me duermas... que será remontarnos a tantos tantos años, a tantas millas allá en la vieja Europa, en la España del Generalísimo, por prurito de exactitud... Pues no llegar sino hacer amistad con una alemana de lo más elegante y sofisticada, guapisísima, una Claudia Schiffer de aquellos tiempos... y de la amistad pasar a otros más complejos corralillos. Por los Madriles andaba el Tito, portorro recién casado con la Chucky, (recién obligado a casarse, por ser precisos)... El Tito, siempre con el caimán en el bolsillo, como resultó que la Chucky tenía que ir a Valladolid, pues me invitó a acompañarlos por la simple de compartir los gastos de gasolina. Le pregunté si podía llevar una amiga. Contestó que sí, si aporta lo suyo... ¡Más que bien!, me dije, que se presentaba la oportunidad de llevarme de pasadía, y si el tiempo cooperaba, de pasanoche, a la alemana de mis ayes y suspiros. Mañana a las seis paso a buscarte, dijo Tito, que hay que salir temprano.

Allí estaba puntual, hay que reconocérselo, y salimos hacia la plaza de Santa Ana a buscar a la Karen, que así era la gracia de la alemana y allí vivía en pensión completa. Para mí que aún dormía cuando llegamos... tuvimos que esperarla, lo que no era problema porque el Tito y la Chucky dormían a sus veces al frente cual lirones... pero a mí, allí en aquella plaza fría, me torturaban las tripas... no me había dado tiempo ni a tomar café... ¡el hambre me aguijoneaba con inquina!...

Vi calle abajo una lucecita, bajo la lucecita un cartel despintado que decía: Beber es preciso. Agua de San Narciso... Algo más que agua venderán, me dije, y como la Karen no bajaba y los otros dormían, me decidí encaminarme hacia aquella luz, a ver si había café, que de seguro de haber café habría pan... No, no hay café, dijo soplándose el sacacorchos la vieja que guardaba el mostrador... ¿Nada de comer?... Nada, a no ser esos suizos... ¿Son frescos?... Acabados de hacer... Hice mis cálculos, que el hambre mía era fuerte, y compré seis suizos, no fuera a ser que a alguien le diera por repetir, con lo que me aseguraba por lo menos un par para mí.

Llegué de vuelta al carro o al coche o al auto (¿complacidos todos?) justo cuando la Karen salía del portal, y abordamos. Despierto el conductor, zarpamos. Dejada la ciudad, no más pasamos la primera curva, ya dormían las mujeres y yo engullía mis suizos, los seis, para mi gloria momentánea, porque nadie quiso probar ni un pedacito, lo que me pareció una bendición... Me los bajaba con una botella de la de San Narciso que me aseguré también al aprovisionarme. ¡Hombre feliz!... barriga llena y aquella bella durmiente tan cerquita... mmm... pero poco me duró la suerte... digamos a lo más quince minutos de epicúreos placeres hedonistas... y comenzó a sonarme la barriga. ¡Qué horrible, qué vergüenza! Se me apretaba la panza y de pronto involuntariamente se distendía... y volvía a contraerse. ¡Yo abro la puerta, yo me tiro, yo me lanzo al vacío!, mejor morir que permitir que la Schiffer se entere... ¡Retortijones! ¡Por los santos pezones de la difunta Correa! Sentí que explotaría, que no podía aguantarme... Hice oraciones... malabares... yoga... juegos de concentración... la presión se acumulaba peligrosamente. Reviento, me decía... ¡no, no, no puede ser, hay que ser fuerte, no hay mal que cien años dure!... ya pasará, ya pasará... mas no pasaba... ¡Hay que parar!, le susurré al Tito... ¿Parar? ¿Ahora?... No jodas...

No insistí... aguanté unos cuantos kilómetros... hacía la estatua... si me muevo, se sale... si se sale, ¡no, que no se sale, coño, que no!... y miraba a la bella Karen durmiente allí al lado mío, más sana que un yogur, ignorando mis torturas intestinales... ¡No puede ser! ¡No me merezco esto!, me decía a mí mismo... sin pensar mucho, no fuera a verme obligado a hacer el menor movimiento...� lo que sería el desastre... Miraba el camino a ver si pasábamos un bar o un café... Vi un letrero, una flecha señalando a la derecha, decía: Olmedo. ¡Dobla, dobla hacia Olmedo, Tito!, dije bajito pero con lo que me parecía mucha autoridad... tengo que ir al baño... no me atrevía decirle que iba a reventar si no avanzaba a llevarme a un baño... Pareció comprender... ¡más nos valió!... dobló hacia Olmedo.

Camino a Olmedo no había nada, ni un alma ni un local... sólo vimos un letrero que citaba a Lope de Vega: De noche lo mataron al caballero, la gala de Medina, la flor de Olmedo... Pasaron otros tres o cuatro kilómetros de infinitas torturas... al fin vemos algo parecido a un almacén... una casa a medio hacer... con tres viejos al frente, sentados a una mesa jugando a la brisca... ¡Para, Tito! ¡Ahora o nunca! Paró Tito y para bajarme del carro debí hacer los más cautelosos movimientos... me acerqué a los viejos y les pregunté si había baño... Me miraron rarito... ¡Baño, excusado, inodoro, water, lo que sea!� ¡Ah, entendieron!, uno de ellos se levantó y me llevó adentro.

Conviene describir el lugar... quedé solo en aquellos amplios espacios llenos de cajas y cajones... seis metros de luz al menos, grandes cristaleras... no mucho más... ¿y el baño?, me preguntaba... cuando divisé en un rincón un aparato raro y plano, parecía dos pies de ésos que tienen uno sobre el cajón los limpiabotas, y en el medio, un oscuro boquete... ¡Amparame, gauchito Gil!, exclamé, ¡ahí lo hacen!... La presión era insoportable... no obstante, tomé mis precauciones. Me quité los zapatos y las medias, no fueran a ensuciarse en el proceso, luego decidí quitarme pantalón y calzoncillos, por la misma razón... Así, medio desnudo, sintiéndome un don Quijote en Sierra Morena, decidí montar en el extraño artefacto y que fuera lo que Dios quisiera.

No sé cómo llamarle al proceso que se inició una vez que decidí cabalgar en semejante Clavileño... Me sentí proyectarme transformado en aparato de propulsión... no puede decirse que cagaba, no se le puede llamar cagar a aquel proceso... olía metálico lo que salía y parecía aceitoso como la orilla de los muelles contaminados ... Como lanzada� por ráfagas de huracán, se regaba la viscosa sustancia verde alcanzando todos los rincones del almacén vacío... ¡manchados los cristales a seis metros de alto!, manchado el plafón, las puertas, las ventanas... Duró un rato prudente el cagatorio, hasta que quedé allí en medio de aquel pozo muro... agarrándome las faldetas en alto por ampararlas.

¡No hay papel!, me decía... ¿cómo limpiar todo esto?... cuando entraban los tres viejos. Uno de ellos me dio un ABC ya amarillo... con el que emprendí la difícil tarea de limpiarme desde el tobillo a las nalgas... Terminado el largo proceso, me vestí, (¡milagrosamente las ráfagas terribles no habían alcanzado mis ropas!) Luego comencé a limpiar las paredes con papel y agua, pero los viejos me dijeron que lo dejara, que mejor me fuera... que ellos lo limpiarían con la manguera... Sin atreverme a mirarlos a los ojos, les di las gracias y me volví al carro donde todos dormían. ¿Ya measte? me preguntó Tito... Sí, ajá...

Luego todo fue bien... no tienes una idea, Gastón, lo bien que lo pasamos en Valladolid Karen y yo. Pero aquí no acaba la historia... ¿No? Andá, contanos el final, me dice Gastón. No, si lo que sigue no es gran cosa, le digo... Andá, no te hagas de rogar... Es que hay una explicación científica para lo sucedido... Al otro día informaban los periódicos de un arresto a unos malvivientes que les habían vendido a ciertos panaderos aceite de motor por aceite de maíz, y los panaderos lo habían usado para hacer panes suizos... por el particular color amarillito que le impartía a la masa. Al cierre de la edición, había habido ya reportados cuatro muertos.

Apretaba el frío... Hicimos un alto para ponernos de pie porque pasaba el entierro de la mujer del general... La pobre había muerto de dolor en el corazón una hora después de que lo sacaron de la casa anoche, arrestado... Esta mañana en el periódico salió la foto de la señora llorando en la puerta de su casa mientras los guardias se llevaban al marido. ¡Qué acto de verdadero amor!, ¡qué corazón! comentaban los muchachos del Zürich... algo así no puede ocurrir más que en Argentina... ¡el corazón de esta América la nuestra!... lo que queda de corazón en el planeta... en la galaxia...

Se pone frío, un frío que te cagas... pero sigue siendo la misma Mendoza lejana y sola, con su aura rosada y sus atardeceres de bandera nacional... lo único, que ahora, gracias al gobernador, oscurece más temprano.

* * *


© 2004, Antonio Bou
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Para citar este documento:
Bou, Antonio: «Una historia de miércoles. Cuento», en Ciberayllu [en línea]


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