14 setiembre 2006

Un d�a domingo

Cuento

[Ciberayllu]

Antonio Bou

 

Fui a Chile, ¡cáspitas!… por exactitud, a Santiago… tuve que ir, no hubo remedio. No pensaba quedarme una semana… ¡toda una semana!... Primero, la nieve… cerraron el paso a Mendoza. Luego, ineptitudes del departamento de Estado de Puerto Rico… mandaron los documentos ¡que no eran!, con los sellos ¡que no eran! y ¡sin las apostillas necesarias!... Dios bendiga al amigo Rafa y a Federal Express, quienes salvaron la situación en tiempo récord… porque pasar más de una semana en Santiago… como alegan las cajas de cigarrillos, hubiera sido pernicioso para mi salud… mi salud física… mi salud mental… ¡Hágase cargo!

Después de seis días de inhumano cautiverio… no le doy más detalles para no ofender… llegó el domingo… y ya sabe usted que el domingo es para descansar… los que puedan… y este servidor podía… y se merecía… ¡puta madre del tonsurado!, después de seis infortunados días, lo que los gringos llaman el break… el rompimiento… la pausa… el respiro… ¡lo que fuera!... Bajé a la recepción del calamitoso hotelito… no me entienda mal, que no era extremadamente calamitoso ni extremadamente no calamitoso, sino modesto en apariencia aunque inmodesto en precio si juzgamos por las que tienen fama de engañosas…

Bajé ilusionado… ¡algo habrá divertido que hacer aquí un domingo!... Me dirigí a la señora que receptaba a la entrada y le fui llano y preciso con mi pregunta. ¡Ah!, contesta, ¡vaya a pasar la tarde al hipódromo! ¿Se puede apostar?, pregunto. Sí, responde, y es precioso, hay bares, cafés y hasta un casino… ¿quiere que le pida un taxi que lo portee? Pues por qué no, dije, a pesar del verbo… y me crecían quimeras y espejismos en la cabeza… esperanzas de una tarde agradable gozándome el deporte de reyes sorbiendo pisco sours en los brazos de la imponente diosa del va y viene.

Me monté en el remís que me portearía, según la recepcionista… Era remís, no taxi… y va a ver usted por qué comencé a sospechar del significado santiaguero de todos los términos: el sustantivo hipódromo será algo así como el infierno, va usted a ver… y el verbo portear se usará para convidar a alguien a pasarse allí su rato. Le dije al chofer que iba al hipódromo y dieron la salida de la única carrera que vería esa tarde. Después de infinitos virajes, semáforos en rojo, peligrosos adelantamientos y onerosos embotellamientos, vi algo de luz al final del túnel.

No había tal hipódromo, o sí había… mas no operaba desde tiempos de Pinochet, según el taxista. ¡Pero le dije que venía al hipódromo, señor!, ¿por qué no me dijo que estaba clausurado?... Creí que lo que usted quería era verlo, replica… Vine a Chile, ¡cáspitas!… me susurré a mi mismo por diluirme la bronca… por exactitud, a Santiago… tuve que venir, no había remedio… Me apeó cinco mil pesos el cabrón por la porteada, le pagué y me apeé desubicado en la fría deshabitada esquina del infierno. Seguí andando una cuadra… me comenzó a picar el hambre… ¡grave asunto!… créaselo.

Nada más cruzar veo un tipo algo raro que con liberales criterios clasifiqué estudiante, porque le vi carpeta bajo el brazo, compréndame… aunque podía ser otra cosa con jeans desmoronándosele y jipiosas zapatillas de segundo pie. Miedo no tuve, aunque andara con plata en el bolsillo y el Longines en la muñeca… en lo que llevo en el mundo, ¡afortunado!, nadie nunca me robó nada… Como iba yo necesitando desahogo, le conté lo que acabo de contarle… Se bajó un poco la bufanda que le tapaba cuello y barbilla y me dejó ver su mapuche dentadura en franca sonrisa comprensiva…

¡Muy señor mío!, articuló educado, me convidó a escucharle sus teorías al respecto: En esta ciudad los medios de locomoción son altamente complicados. Nuestra sociedad se divide según el tipo de transporte público que utiliza. Pudientes y furcias montan en taxis, estudiantes, profesionales anodinos y señores más o menos bien, montan en metro, para los humildes están los buses, y para los que estamos en el fondo del hoyanco socioeconómico quedan las patas. Y usted estará de acuerdo conmigo, siendo caballero e inteligente, en que estas patas nos las puso Dios no para sino ¡ponernos de pie y andar el mundo!

Sí, asentí, sin atreverme a hacer diagnósticos por no ser médico y aún menos siquiatra. Pagué al quijótico con borinqueña sonrisa y salté pudiente en taxi que pasaba. ¡Hacía un frío de pinga colorada de Bolívar!… Gargantúa y Pantagruel me excitaban la tripa… ¿Dónde comer?, decíame. ¿Dónde comer que luego no me cueste el doble en sal de uvas?... que eso me pasa siempre que como en estos pagos. Recordé un restaurante donde comí hacía unos años la más inofensiva colación sin sacarla… espaguetis de lo más discretos y frugales, parca y moderada pasta con sólo mesurada y sobria manteca…

¿Taxi, pa'qué te quiero? L´Austeritá, se llamaba… ¡Oh, sí!, dijo el taxista, buen lugar, en Providencia, ¿lo llevo? Lléveme, para luego es tarde… Después de infinitos virajes, semáforos en rojo, peligrosos adelantamientos y onerosos embotellamientos, hallamos, debajo de un rótulo casi totalmente despintado donde con dificultad podía leerse L´Austeritá, un local tapiado con planchas de cinc. ¡No existe!, se lamentó el chofer. Se recrece mi bronca contra todo el hermano pueblo… Doble usted en la próxima a la izquierda, le digo, déjeme en Bellavista, que yo me las arreglo… ¡Para algo nos dio Dios las patas! me iba diciendo.

La semigótica Bellavista está minada de restaurancitos… Penseme: bueno o malo hallaré donde matar la matadora. Intenté llegar a uno que conocía, pero la calle tenía olor a resecas ratas muertas… ¡Ahí te matan!, me gritó el instinto. Le hice caso. En otra calle, por más apetitosos que pareciesen los menús, las cloacas lanzaban hondo aroma a cerveza en todos sus estados hasta hacerse orina. Todos allí bebían cerveza… tanto los residuos que quedaban en las botellas, como los que se eliminaban en los mingitorios, iban a parar al mismo sitio… la fétida fragancia resultante trascendía a la vereda…

Recordé al jipi y confié en las patas… hui hasta doblar por una callecita aromatizada por una vieja acacia. Había allí un restorán muy llamativo con fachada de pino, bronce y cristal… ¡estaba ya cerrado! Entristecido me detuve a la puerta del San Gennaro, que así se llamaba, a leer el menú que se exhibía en una vidrierita. ¡Se enumeraban mil napolitanas exquisiteces! Pensé volver al hotel, ¡la boca agua!, a esperar a que abrieran… faltaba una hora, según decía un cartel… ¡tortura amarga!... Resignado iba a marcharme… cuando se abre la puerta y oigo una voz decirme: ¡Pase, pase!

¡Era la casa de los duques! Comensales y bebensales abarrotaban las mesas. El buen hombre que me dio entrada pidió permiso a una familia para acomodarme en su mesa. Ya sentado, la señora me acercó una bandeja repleta de deliciosos frutos del mar… mientras un mozo me llenaba de vino la copa… ¡Era una fiesta a la que no había sido convidado! ¿Qué quería usted que hiciera?... Me sentía vulgar impostor… ¡ah, pero los camarones sabían a gloria!... y los calamares fritos… y el pulpo al óleo… La familia me trataba como a otro miembro… reían despreocupados, chocábamos las copas…

No me juzgue mal, que a pesar del ágape me sentía incómodo… quería explicar mi presencia allí pero se me hacía difícil… la copa la llenaban constantemente… y me servían los más deliciosos platos. A medida que se extendía la opípara, iba yo perdiendo la vergüenza… Llegó el momento en que los invitados se levantaban para llevarle regalos al homenajeado, un tal Onofre que cumplía dieciocho años. Cuando mi novel familia se levantó a entregarle a Onofrito su regalo, una placa con un retrato de Gabriela Mistral, me sentí obligado a acompañarlos y dar yo también mis parabienes al muchacho…

Feliz cumpleaños, musité… intenté explicarle que estaba yo frente a la puerta cerrada… especialmente triste y apesadumbrado… leyendo el menú… ¡Oh!, interrumpe y comienza a dictar como filósofo, doctoral y asertórico, sobre el esplín y el enuí y de cómo no podemos dejar que tristeza y pesadumbre se posesionen de nuestros espíritus… mientras me daba palmaditas en el hombro y el pianista comenzaba a tocarle Las Mañanitas… ¿Qué podía hacer en tan trascendental momento sino tomar la copa de extra brut que me ofrecían y brindar por la felicidad eterna del buen Onofrito quien con amable retórica me había tranquilizado?

Probé la rica torta… ¡manjar me pareció digno de dioses!… bendije al repostero… la bajé con par de copas del espumante Dom Perignon que allí corría… Atento y disimulado me fui acercando a la puerta no fuera a ser que hubiera que salir de allí corriendo… Intercambié tarjetas y cordialidades con los Mackenna, que así se llamaban mis flamantes parientes… repartí besos y abrazos… Aprovechando que todos conversaban distraídos, de un salto llegué a la calle… Con barriga llena, pero terrible carga de conciencia, no miré atrás sino que aligeré el paso… no fuera a ser que me vinieran siguiendo...

Recorrida media cuadra, sentí pasos tras mí… ¡Horror, me siguen!... Con el rabo del ojo logré ver una figura que pensé que me rastreaba… un señor corpulento que se me pareció a míster Kirchner… cubierto por un gran poncho… los ojos como las gallinas, más que hacia el frente miraban a los lados… ¡Debe ser policía!… va a apresarme por haberme colado en esa fiesta… ¡falsa representación!... Sentía gotitas frías de sudor esquiándome en la espalda… A llegar a la esquina de Dardignac, vi luz en El Galindo, el boliche de mi amigo Emilio Fiammano… ¡Entré como entraría un fugitivo!

Había una sola mesita oscura desocupada… Kirchner me pidió permiso para sentarse conmigo… me convidó a un café… Trajo el mozo una taza de agua, un sobrecito de café instantáneo y dos de azúcar. ¡No, por favor! protesté, traiga un expreso… Kirchner trató lo mejor que pudo de concentrar los ojos directamente sobre los míos, antes de enunciar rotundo: ¡Yo soy el presidente de Chile!... Tras un minuto de silencio, me atreví a aclararle que, según yo tenía entendido, Chile tenía presidenta… No, no, me apuntala, a esa señora yo la he ayudado mucho. Ya veo, sólo pude decirle…

Traen el expreso… Kirchner no había pedido nada. Me mira de lado e inquiere: ¿usted a qué se dedica?... Soy periodista… ¡Ah, lo que necesito!, exclama… ¿Podrá redactarme un artículo para La Tercera de La Hora de mañana?... No creo que pueda, me voy mañana temprano… ¡Es importante!, insistió, ¡de vida o muerte!… se trata de evitar la guerra con Argentina. Me pasé el café de un trago antes de asegurarle que no había amenaza alguna de guerra entre Chile y Argentina… ¡Sí que la hay!, declaró excitado, ¡por el gas! Tenemos que hacer algo por evitar esa peligrosa contienda.

Le indiqué que había leído que el conflicto del gas estaba resuelto, que habían aprobado la tubería desde Bolivia a Chile cruzando por Argentina para distribuir el gas. Quedó ensimismado y meditabundo, los ojos, como podía, entornados. Aproveché para despedirme. Aguarde, demandó… sacó una hoja del maletín y me la dio. Es de mi pasada campaña, de cuando gané las elecciones. Me quedé estupefacto, ¡aquella hoja era de tiempos de Allende! No me dejó pagar el café, me abrazó, me dio su tarjeta y dijo: ¡La próxima vez que venga a Chile recuerde que tiene su casa en Cerro Castillo!

Como alma que lleva el diablo, tomé las de Villadiego… no iba a permitirle a la tristeza posesionarse de mi espíritu, como me aconsejara Onofrito… Llegué al hotel, subí a mi habitación, llamé a recepción a pedir que me despertaran a las siete… Me di una ducha… metí el asno desnudo bajo las blancas y acogedoras… me tapé hasta los ojos… Estaba en Chile, ¡cáspitas!… por exactitud, en Santiago… tuve que venir, no hubo remedio. No pensaba quedarme tanto… ¡toda una semana!... Mañana a las ocho estaré saliendo… ¡de vuelta a casa!... Me quedé profundamente dormido… como un angelito.

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© 2006, Antonio Bou
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Para citar este documento:
Bou, Antonio: «Un d�a domingo. Cuento», en Ciberayllu [en línea]


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