¿Héroes o delincuentes?
Discurso disciplinario, juventud popular y leva militar en el conflicto entre Perú y Ecuador

[Ciberayllu]

Eduardo González Cueva

Sección siguiente
 
 

2. Abnegación y predestinación:
Los héroes de la patria y el buen salvaje

Cuando el pequeño William Guzmán cumplió tres años de edad, sus padres le celebraron una fiesta, a la que asistió toda la familia. Al hacer la repartición de la torta de cumpleaños, William tomó la porción más pequeña, dejando el resto para sus siete hermanos mayores. Extrañados por el precoz sentido de justicia del niño, todos exclamaron al unísono: «¡William va a ser abogado!». El pequeño, sin embargo, en tono firme replicó: «¡No! ¡Yo quielo sei militai!».

No fue aquella la única ocasión en la que William Guzmán mostró su temprana vocación por la carrera de las armas: en el jardín de infantes, al cantar el himno patrio se cuadraba «con la rigidez y gallardía de un auténtico militar» y al jugar a la guerra con sus amiguitos rodaba por el suelo fingiéndose muerto, para luego levantarse riendo y comentando: «Lo importante es que les ganamos la guerra, ¿di?» Al menos, esto es lo que relata la biografía en historieta que el Jardín de Infantes «Primavera», de la ciudad de Trujillo, publicó veinticinco años después, en 1996, para conmemorar a su ex-alumno, caído en combate a la cabeza de su patrulla en el primer día del conflicto con el Ecuador.

Por cierto, en la formación del futuro héroe, fue decisivo su paso por el Jardín de Infantes «Primavera», cuya dirección, nombre de la directora y otras virtudes se mencionan explícitamente en la historieta. Los lectores de la obra —que fue repartida casa por casa en la urbanización en la que se encuentra el jardín— eran invitados por un volante adjunto al panfleto a matricular a sus hijos en el semillero de héroes. Pero el afán conmemorativo del jardín de infantes no se limitó a la publicación de esta biografía. Con permiso del municipio, el jardín erigió, en la avenida frente a su local, un monumento en homenaje a su ex-alumno, el capitán William Guzmán Espinoza, héroe del Alto Cenepa. El monumento, un obelisco de cemento de tres metros de alto con la efigie severa del capitán Guzmán Espinoza fue inaugurado con la presencia del alcalde de la ciudad, las máximas autoridades militares y los padres del héroe.

El interés de los propietarios del jardín de infantes en promocionarse, utilizando la figura del niño que un cuarto de siglo después sería la primera baja peruana de la guerra, no puede ser más claro. La utilización mercantil del discurso patriótico nos brinda un ejemplo paradigmático de la funcionalidad que ese discurso tiene para estrategias particulares, y nos presenta varias de sus nociones fundamentales. A pequeña escala, el caso del teniente trujillano y el jardín de infantes en el que estudió veinticinco años antes de su muerte en combate, es el caso de todos los jóvenes enviados al frente y las agencias de poder centralizadas en el Estado. Lo fundamental es que la relación es constituida y está mediada por un discurso específico, el discurso patriótico, que es a su vez una derivación de la misma matriz simbólica que originó el discurso delincuentizador de la juventud.

Como lo muestra el caso de Yenuri Chihuala, los mismos sujetos sociales han sido constituidos por el discurso en función de su manipulación y control: como objeto de la represión de la policía o como instrumento de la estrategia militar. Sin discurso que informe la relación entre los jóvenes y el poder, ni la represión policial ni la estrategia militar serían legítimas: es el discurso el que hace que —en un caso— la acción policial sea la defensa del orden y que —en el otro caso— la acción militar sea la defensa de la soberanía de la nación.

En esta sección, intentaré aislar los elementos más importantes del discurso patriótico sobre los jóvenes: primero, la idea de la abnegación, es decir, la renunciación que los jóvenes deben hacer para transitar de su naturaleza irracional y desordenada a la civilización. Segundo, la noción de predestinación, es decir, la naturalización de la vocación y el sacrificio militar. Por último, la noción masculinizada, y etnicizada del heroísmo, que asocia la participación en el ejército con la hombría, mientras ubica a las mujeres en los roles esencializados de madres y esposas y evoca imágenes exóticas de irracional violencia indígena. Mostraré que las etiquetas de clase, raza y género implícitas en la construcción de la juventud delincuencial, son objeto aquí de un tratamiento que las explicita y asocia a una normatividad atractiva, ocultando los elementos de discriminación y violencia cotidiana que pesan contra esas marcas.

Identidad juvenil y seudónimos de guerra

Durante los años de la guerra contrasubversiva, los oficiales en servicio en zonas de conflicto aprendieron a imitar la costumbre senderista o emerretista de adoptar seudónimos para ocultar sus verdaderas identidades. Este mecanismo con el que ocultaban no sólo sus nombres, sino también sus grados, les permitía protegerse de posibles represalias, además de servir —en otro plano— como símbolo que debía resumir su valentía, su determinación o —no en pocos casos— su brutalidad. Seudónimos como «Rommel», «Teniente Negro», «Rambo», «Tigre» debían inspirar temor o admiración en el enemigo, en la tropa y en la población. Los oficiales peruanos llevaron al Cenepa su experiencia en la guerra antisubversiva y también sus seudónimos; de hecho, el capitán William Espinoza murió en combate bajo el mismo seudónimo con el que se había identificado en la época en la que sirvió en unidades antisubversivas: «Roosevelt».

Los seudónimos son un alter ego construido por quien los adopta para retratarse bajo una nueva luz. En algunos casos, los nombres de guerra adoptados por los soldados del Cenepa dejan entrever una vena humorística, ingenua, adolescente: «MacGiver», «Rockero», «Lucky», «Lince». Los soldados son, a fin de cuentas, jóvenes construyendo la identidad y los proyectos con los que van a dar sentido a sus vidas. Desde el recluta inexperto hasta el oficial fogueado, el soldado y el fanático del futbol: todos utilizan seudónimos, todos expresan de este modo su pertenencia a esa elusiva etapa que es la juventud. Habría que desarrollar la manera en que —paralelamente al discurso que los etiqueta desde las agencias del poder— los mismo sujetos juveniles se autoimaginan y nombran: las identidades y estructuras de patrullas militares y barras bravas presentan paralelismos que debieran ser aceptados como algo que va más allá de la coincidencia.

La sociedad peruana construye a la juventud a través de un discurso, cierto, pero es también importante reconocer que la juventud se construye a sí misma. ¿Cuáles fueron las impresiones que estas identidades provocaron en los periodistas, esos especialistas del sentido común?

 

Los jóvenes: de delincuentes indisciplinados a héroes abnegados

Para comenzar, es necesario poner en claro que el sujeto del discurso de los medios es «la juventud» o «la juventud peruana», un nombre genérico que está esperando ser predicado con adjetivos que —en este caso— serán los de «heroísmo» y «virilidad». Los periodistas que llegaron a la zona del conflicto se manifiestan impresionados por la generosidad de los jóvenes: «La periodista Gladys Bernal no puede más (...) Juanito, un soldado de 16 años que vive en San Juan de Lurigancho y no ve a su familia hace un mes, le entrega su último caramelo de limón» (EC). El entusiasmo patriótico de los jóvenes que posan para la cámara en las puertas de los cuarteles o en las posiciones capturadas al enemigo (es decir, a los jóvenes del otro lado) los impresiona como un ejemplo de renunciación de los intereses egoístas, un ejemplo de gratuidad: «Hubo jóvenes que fueron a tocar la puerta de los cuarteles (...) Jóvenes que renunciaron al verano para enfrentarse a la muerte en la línea de fuego.»(EC)

Pero lo que más impresiona a los reporteros es el hecho mismo de la juventud de los soldados, se muestran incapaces de hablar de un soldado sin mencionar su edad: el subteniente «Lucky» es un soldado de veinte años, el soldado Scripchi, tiene dieciocho. Luego de haber compartido con los soldados el temor provocado por un ataque de morteros y de susperar una crisis de nervios por la tranquilidad de un soldado de diecinueve años, de nombre John Mercado, una reportera gráfica reflexiona:

«...esto que yo he sentido lo sienten todo el día y toda la noche los miles de John Mercado que combaten por nuestra soberanía, peruanos de 16, 18 años que repiten su dosis de miedo a la muerte día y noche, algunos durante más de un mes, sin relevo ni comida. A todos ellos mi admiración y respeto profundo.»(EC)

Pero el trazo de un retrato humano de soldados que tienen miedo de morir es una excepción. Una lectura atenta del testimonio anterior nos permite ver que la reportera no está hablando de «la juventud», sino de personas jóvenes que son asimiladas a lo que ella es y siente. El soldado John Mercado ha sido multiplicado como paradigma del combatiente peruano en tanto joven, pero las características que han sido multiplicadas han sido las de la reportera, que no es «heroica», «valiente» o «abnegada», sino que tiene miedo a morir, que es simplemente humana.

Es por ello que éste es un testimonio de particular valor, contrastable con modelos más acartonados: «jóvenes ofrendan su vida por la Patria»(LR), «...jóvenes héroes perecieron en una emboscada del enemigo», fórmulas que ocultan la tragedia de la guerra para resaltar la asociación de «juventud» con valores asociados al patriotismo, es decir, con todo valor centrado en la auto-negación, en la «abnegación».

El sacrificio de los jóvenes es imaginado como la negación de un amplio rango de placeres u oportunidades. Ahora bien: estos placeres y oportunidades son también socialmente representados como tales; los ejecutores del discurso los imaginan, para lo cual movilizan su propio conocimiento de lo que es placentero o ventajoso. Al hablar de aquello a lo que los «jóvenes héroes» han renunciado, los reporteros hablan de aquello a lo que ellos mismos —o el grupo social al que pertenecen— no han renunciado.

Pero las verdaderas renuncias de los jóvenes no son tan frívolas como la «renuncia al verano» que un periódico mencionaba: «Huaraz, 30 (...) La valentía de la juventud peruana se reflejó en esta ciudad cuando el alumno número uno del colegio secundario «Mariscal Toribio Luzuriaga» se enroló voluntariamente a las filas del Ejército para defender la soberanía del Perú« (LR). Unos renuncian a los estudios, otros a su integridad física, como los soldados a los que se refiere un reporte escrito en un hospital de guerra: «...un grupo de jóvenes soldados heridos (...) sólo alcanzaron a decir: ¡Viva el Perú, carajo!» (EM).

Lo que es central en cualquier caso es la renuncia a ser lo que se es: los jóvenes concretos renuncian a los estudios, a su familia, a su salud; los jóvenes imaginados por el discurso delincuentes-héroes renuncian «al verano», a sus placeres, a sus vicios, a formar parte de «la jauría» de los estadios. En un artículo llamado «La vida del soldado peruano. Rigores, hazañas y satisfacciones de los jóvenes que, al margen de vicios y modas, sí cumplen con el servicio militar obligatorio», la reportera de El Mundo presenta los casos de cuatro reclutas que pasan de ser jóvenes «normales» —esto es, indisciplinados, ignorantes, apáticos— a ser jóvenes a quienes la disciplina del ejército redime.

Gómer cuenta que ingresar al ejército le sirvió para refutar la idea de sus amigos del barrio que «decían que el servicio militar (...) era sólo para los brutos». La experiencia, según él, fue provechosa: «Aprendí a ser responsable y disciplinado». Mario encontró que en su arma, la Marina, «...tienes comida, casa y hasta te dan una propina. Además aprendes muchas cosas aparte de disparar y marchar, te enseñan un poco de mecánica, de radiotécnica...» Walter piensa que antes de la experiencia militar, «en la casa hemos sido unos descuidados de miércoles y así derrepente (sic) tenemos que decir sí señor y acatar la orden», y agrega: «Es otro mundo, es como si te casaras, entras a una fase donde te controlan». Alex, por último, confiesa que antes del ejército «estaba en nada y la vieja se ponía mal por cualquier cosa que hacía», la redención para él fue ser enviado a Ayacucho, es decir, al centro de la lucha contrasubversiva, el corazón de la guerra sucia: «Me dieron un curso antisubversivo y la cosa era fuerte, pero me sentía tan responsable, tan orgulloso de estar sirviendo a mi país, que no me importaba. Estuve 9 meses en zona de emergencia...»

La redención de los jóvenes es la renuncia a la falta de objetivos, la irracionalidad y los vicios que supuestamente los caracteriza para ascender a una etapa superior. La renunciación a los instintos, desde Freud, es considerada la base de la marcha civilizadora de la humanidad, así como la base de la maduración psicológica del individuo. Los cuatro jóvenes de los que habla el artículo pasan de «estar en nada» y ser permanentemente criticado por el mundo de los mayores, a sentirse orgullosos de sí mismos y a encontrar la manera de avanzar dentro de un mundo marcado por el control y la violencia legitimada del Estado.

La ecuación del heroísmo: vocación conocida, destino incierto

«Gómer siempre quiso ser soldado», «Desde chiquito mi Jimmy ha dado muestras de querer servir al Perú», son algunas de las frases producidas a partir del repertorio provisto por el discurso patriótico. La idea de la vocación sentida desde la más temprana infancia es contradictoria con la idea de la experiencia militar como momento de redención en el que se rompe con el vacío de una vida juvenil sin objetivos: o bien se ha querido siempre ser soldado, o bien se ha llegado a serlo rompiendo con un pasado de indisciplina y desorden.

Esta contradicción sin embargo, no afecta al imaginario social sobre la juventud: los discursos que se producen no tienen que ser lógicos: sólo deben ser efectivos. La función de la idea de abnegación —que hemos reseñado— es mostrar el lado constructivo del control ejercido por las agencias de poder: no sólo se reprime y golpea, también se educa. La función de la idea de vocación es la naturalización de un tipo de violencia legítima, la violencia de un Estado que defiende sus intereses afectados por otro Estado. Ser soldado, ir a la guerra, matar o morir en nombre de la patria es normal, se condice con las predisposiciones más íntimas del individuo en cuestión. Es una actividad positivamente sancionada por la sociedad, para la que uno puede sentirse llamado desde niño, como Luis Alberto, que

«tiene 11 años y ya carga un fusil... de juguete. Él y sus amigos viven cerca de la base «El Milagro», de donde salen y entran las tropas peruanas (...) Viendo pasar a los soldados todos los días con sus rifles de verdad, ellos decidieron también que tenían que armarse, y juntaron maderitas y tubos para hacer sus fusiles.» (EM)

 

Como ladrón en la noche

La triste ironía es que se puede conocer la vocación desde siempre, pero no el destino: así, el sargento William Arias, de veintidos años, que «...soñó desde niño que serviría en el Ejército Peruano, sin embargo nunca imaginó que se convertiría en héroe de guerra y ejemplo para muchos jóvenes que, como él, ahora se encuentran muy cerca de la muerte en la zona de frontera» (EM). La redacción de la nota no lo dice, pero William Arias no es un héroe porque haya realizado muchas hazañas militares: «héroe» es utilizado como sinónimo de «muerto en combate». Del mismo modo, es usado el término «héroe» para referirse al mayor Marco Jara, caído junto al sargento Arias en la toma de la Cueva de los Tayos. El padre del mayor Jara, un coronel retirado, recuerda que en una visita al campo de batalla de Arica cuando Marco era un niño, éste «...le dijo: "papá, quiero ser militar, para defender nuestra patria." Ese día Justo Jara, militar curtido y experimentado, no pudo imaginar que Marco se convertiría, años más tarde, en un héroe de guerra...» (EM). La ecuación es la misma: vocación conocida desde la infancia, un sorpresivo destino heroico.

La muerte en combate de un soldado no puede calificarse de «inesperada»: es ciertamente parte de las posibilidades. El mismo padre del mayor Jara señala que «...como militar experimentado, temía por la vida de Marco, por su vehemencia, valentía y amor desmedido al Ejército Peruano». Sin embargo, como recurso discursivo, la «sorpresa» de la muerte, la idea de «destino inescrutable» cumple una función: es la de dramatizar la necesidad de cada familia peruana de mantener una actitud estoica. Doña María, la madre de Willy Arias, es citada por los periodistas dirigiéndose a las madres presentes en el entierro de su hijo: «Tengan fe en Dios, esta guerra es absurda, pero tenemos que ganarla y por eso les pido que sean fuertes»; el coronel Jara pide, frente al ataúd de su hijo, tomar su lugar.

Del mismo modo que la venida del Mesías «como un ladrón en la noche» cumple en la fé cristiana la función de estimular una actitud de alerta, la presencia de la muerte como posibilidad en el horizonte de cualquier peruano dispuesto a cumplir sus deberes, estimula una actitud estoica. No basta con el salto civilizatorio de la indisciplina al orden: la familia del joven peruano debe también cultivar una actitud austera y valiente. La muerte heroica sella la redención del joven, la superación radical de la asociación juventud-delincuencia. Si el destino probable de un joven delincuente es morir en la calle, fuera de la ley, el destino de un joven heroico puede ser morir por una causa noble, como un soldado lo atestigua, al enviar un saludo a su madre: «Si me toca morir que sepa que su hijo no murió ni por delincuente ni por cobarde, sino por defender a la Patria...» (LR).

 

Hombres valientes, mujeres temerosas

La construcción de la imagen del héroe puede estar acompañada por la heroicidad complementaria de sus familiares, que asumen estoicamente la pérdida parcial o permanente del soldado que se dirige al frente. Sin embargo, la plausibilidad de una ideología espartana en la familia del soldado presupondría la comprensión por parte de todos los miembros de esta familia de un proyecto de vida, el proyecto militar y patriótico. ¿Qué resignación heroica, sin embargo, se puede pedir de las familias de jóvenes levados a la fuerza o aislados de toda comunicación durante el tiempo en que se encuentran en el frente? Sin duda, los familaires de los soldados «comprenden» qué es lo que pasa, pero no es la comprensión de la vocación de sus jóvenes: en más de un caso lo que se comprende es que los jóvenes han sido «llevados» a la guerra porque no pudieron evitarlo.

El peso emocional de esta comprensión es cargado por figuras femeninas: madres que se aglomeran en las puertas de los cuarteles para preguntar por sus hijos y que día a día deben volver a casa solas y sin noticias; hermanas, esposas o novias que buscan al soldado desaparecido o que añoran al soldado muerto. Algunas reclaman a sus jóvenes y sólo se preocupan de su seguridad, poniendo en un segundo plano «el interés nacional»; otras aceptan la situación y buscan fortaleza. No todas se apegan al guión de mujeres espartanas, pero todas cumplen otro rol mucho más básico: el de la feminidad que permanece en el frente interno, en el hogar, para ser defendida, para inspirar añoranza en el guerrero, para procrear y criar a los hijos del que cae.

Si bien algunas, como la madre del sargento Arias —un muchacho «de vocación militar»—, piden a otras madres «ser fuertes», otras están solamente interesadas en que su hijo vuelva a como dé lugar; de hecho, durante el conflicto se denunciaron numerosos casos de mujeres estafadas por sujetos inescrupulosos que les pedían dinero, asegurándoles que tenían las conexiones necesarias para lograr que sus hijos fuesen eximidos del servicio militar. Dora Quispe, la madre de un soldado de nombre Hugo, se presenta un día en el fuerte Hoyos Rubio del Rímac: explica que su hijo ha sido levado cerca de una farmacia a la que había ido para comprar medicinas con las que se trata de una tuberculosis. Pese a que muestra los documentos que prueban el estado de su hijo, el oficial de guardia (ella no puede hablar con nadie de mayor jerarquía) descarta su pedido con la frase «mejor para usted, así el Ejército cura a su hijo» (EM). Lo mismo sucede con Elizabeth, la esposa de Johnny Curi, de 20 años, quien se recuperaba de un accidente de trabajo y —sin embargo— fue levado y se encuentra en el cuartel «La Pólvora» recibiendo instrucción acelerada para ser enviado al frente (EM). Hugo, de diecinueve años, sustento de sus cinco hermanos, es también detenido por una patrulla del Ejército y, al no presentar documentos, es enviado directamente a Bagua en la zona de frontera. Su madre, Marina, según el periódico, está «orgullosa de tener un hijo que luchará por la patria», pero por momentos «es dominada por el miedo y rompe a llorar». Una fotografía de Marina muestra a una mujer de rasgos indígenas que viste ropas características de la sierra y se cubre el rostro para llorar. Es difícil imaginar a Elizabeth o Dora en una situación distinta; la idea de la mujer espartana, «orgullosa por el soldado que sirve a la patria», es evidentemente falseada por su situación de víctimas afectadas directamente por la violencia clasista y racista del Estado.

La figura del soldado es construida en oposición y complementariedad a la figura femenina del miedo y el llanto. «Hay quienes dicen que el Cenepa es como el infierno, y que hay que ser bien hombres para internarse, y más hombres para salir vivos...» (LR). La masculinidad se prueba yendo a la guerra, sirviendo en el ejército. Más aún, cumplir con el servicio militar es un peldaño en el camino hacia una ciudadanía asociada a la masculinidad: en un artículo que explica la necesidad de hacer el servicio para ganar la libreta militar, que luego se canjeará por la libreta electoral, una reportera escribe: «Portar una libreta electoral es de mucha utilidad. Para los muchachos es la llave que les permite ingresar a las películas para adultos, alojarse en un hostal con la enamorada y cuántas cosas más» (EM). Se establece una asociación directa entre valentía en la guerra y bien ganado estatus de superioridad masculina en la paz. La guerra, pues, es cosa de hombres, como el fútbol.

La asociación de virtudes guerreras y masculinidad es tan fuerte que, en un curioso artículo, una reportera describe la figura de un capellán del Ejército quien, por estar encargado de una función de cuidado y servicio, podría ser imaginado como una figura «femenina», perdonadora y resignada. Nada más lejos de la realidad:

«Para las cachetadas, el hombre tiene dos mejillas. Ni una más. Por eso el tercer intento, se responde. Esta es una de las primeras lecciones que aprendió Gustavo Medina luego de 20 años como capellán del Ejército (...) Medina no optó por hablar detrás de un púlpito, sino internarse hasta en las comunidades más alejadas (...) Sólo de este modo, Medina podría ver a Cristo no con una aureola, o a través de la imagen algo femenina con la que los artistas lo retratan, sino como un hombre que vivió su realidad.» (LR).

El capellán redime y «desfeminiza» su posición renunciando a la comodidad del frente interno, a la vida normal del púlpito. Al mismo tiempo, su práctica desfeminiza a Cristo y pone entre paréntesis el mandato evangélico de ofrecer la otra mejilla al que nos ofende. Cristo es un hombre que vivó su realidad (de hombre), del mismo modo lo es el capellán del Ejército, del mismo modo los soldados. Su masculinidad ha sido construida especularmente sobre la feminidad de las madres, hermanas, esposas y los mandatos evangélicos. La masculinidad de los jóvenes héroes es complementaria a la feminidad organizada alrededor del cuidado y del miedo, a diferencia de la masculinidad de los jóvenes delincuentes organizada por su desvergüenza, irrespetuosa de la mujer.

Pero la mujer está ahí, y el discurso patriótico no puede ocultarla, no puede hallar mujeres espartanas. Por el contrario, son estas mujeres que con su práctica cuestionan la guerra las que han terminado por apoderarse de los cuarteles con su presencia; al final, hay que describirlas como guerreras a su modo:

«Hay quienes vienen desde Lima, otras viven cerca. Con el paso de los días, han llegado a formar una especie de cofradía donde la pregunta de rigor es sólo una: ¿Alguien sabe de mi hijo? ¿de mi hermano? ¿de mi esposo? Las cabezas de los soldados que vigilan el ingreso al cuartel "El Milagro" se mueven negativamente. Entonces, los familiares se baten en retirada. Retroceden unos diez metros y retoman la posición...» (EC).

 

Cholos valientes, limeños inexpertos

Un conflicto exterior obliga a una reflexión reafirmadora de la unidad interior, esto es, la unidad de la nación; lo que en el caso de un país violentamente desgarrado por la opresión de clase, etnicidad y género implica poner entre paréntesis las diferencias brindando una reivindicación simbólica a aquéllos que sufren usualmente la violencia del poder. Una fotografía de los soldados peruanos posando en la Cueva de los Tayos, posición capturada en combate, lleva la siguiente leyenda:

«¿Huamaní? ¿Yupanqui? ¿Quispe? ¿Tincopa? ¿Choque? Son los apellidos del pueblo, los apellidos de los soldados que estuvieron en el frente, de dieciséis, diecinueve, veinte años, o menos, porque muchos ni siquiera tienen partida de nacimiento. Fueron levados simplemente, entrenados y enviados a pelear. Por el Perú, el suyo, el nuestro.» (LR).

Los «apellidos del pueblo» es una fórmula que fusiona la identidad popular, esto es, una posición de clase subordinada y una consideración étnica: «el pueblo» es equivalente a la ascendencia andina, expresada en apellidos quechuas. La imposibilidad de reconocer la opresión étnica es obvia en un país que pretende construirse sobre la base de un discurso criollo que proclama la democracia racial basada en el mestizaje mientras al mismo tiempo construye una imagen de indígena con la que nadie quiere identificarse. En lugar de reconocer que Huamaní, por ejemplo, es un apellido quechua y que los Huamaní del país tienen más posibilidades de terminar en el frente de batalla que los Pflucker porque unos son reconocidos como sujetos levables y los otros no, es necesario restaurar permanentemente la herida: el país por el que luchan los indios es no sólo nuestro país, es también «el suyo».

Del mismo modo, es necesario reconocer si no una igualdad, al menos un elemento en el que los oprimidos de la comunidad puedan destacar: este elemento es la virtud guerrera. Soldados heridos que el reportero describe como «de apariencia provinciana» —una fórmula eufemística usada frecuentemente en el Perú para evitar la palabra «indígena»— son citados diciendo orgullosamente: «Nosotros somos los que mejor estamos peleando ya que los limeños no tienen experiencia de combate.» Los «provincianos» William y León tienen respectivamente dieciocho y diecisiete años, han servido previamente en un batallón contrasubversivo y están en el hospital porque uno tiene un brazo destrozado y el otro tres balazos en el pecho. Pese a la brutalidad con que la guerra los ha tratado, para el reportero el argumento de la «experiencia de combate» es una razón que se dá «para regresar al campo de batalla» (EM).

El valor vehemente de soldados «de apariencia provinciana» es una forma de irracionalidad que debe despertar asombro y simpatía, del mismo modo que la violencia de los hinchas de fútbol es una irracionalidad que despierta rechazo. Esta pasión por la guerra, que rechaza incluso el bien merecido descanso del convaleciente, es imaginada como inherente a características de «raza». Sentirse poseído por la furia, atreverse a todo sin medir las consecuencias es expresado en el Perú con la frase «se me subió el indio», vale decir, «el indio» que todos los peruanos (es decir, todos nosotros los mestizos) llevamos en la sangre se nos sube a la cabeza y nos habilita para la violencia, haciéndonos olvidar todo cuidado por nosotros mismos:

«En la madrugada escuchamos una señal:"Tres, dos, uno... ¡ataquen!" Ese era el momento de asaltar Tiwinza, yo aproveché el ordenamiento de la tropa para decir unas oraciones y recordé a Renzo, mi hijo que está en Lima. Sentí mucho miedo, luego entonamos canciones de combate y otra vez el temperamento del soldado cholo nos vino al cuerpo» EM).

Antes de sentir en el cuerpo el «temperamento cholo», el soldado encomienda su alma a Dios, piensa en su hijo, en Lima, tiene miedo. Una vez que la racionalidad y la espiritualidad han tenido su momento, vienen las canciones de combate y uno se convierte en un cuerpo, esto es, en fuerza física, en adrenalina, violencia victoriosa.

Pero hay incluso una última forma en la que las presuposiciones étnicas se hacen manifiestas en el discurso patriótico: incluyendo a aquellos que son reconocidos consensualmente como «otros», a los que están tan excluidos que ni siquiera pueden ser imaginados como parte de la comunidad mestiza: los indígenas de las tribus selváticas. Su imagen es exótica, un exotismo «oriental» que se construye como una otredad radical y que permite al constructor del discurso retratar al objeto con pinceladas libres e impresionistas. Los indígenas son «guías nativos» que «prefieren seguir usando su peculiar vestimenta» (EC), ¿quién mejor que estos «otros» para servir de guías en la selva enmarañada? ¿quién mejor que el «indígena» que se funde no con la «civilización», sino con la «naturaleza»? Pero bajo el discurso exoticista se esconde obviamente el reconocimiento de que la comunidad nacional mantiene a los indígenas segregados y en abandono, su lealtad podría ser un problema; por ello, la participación de jóvenes de las comunidades selváticas entre las tropas peruanas es vista con alivio, los titulares proclaman que «Aguarunas y huambizas comprometen apoyo a Fuerzas Armadas» (EC), supuestamente además, este apoyo es una alianza natural, puesto que las etnías del lado peruano serían enemigas ancestrales de las etnías del lado ecuatoriano, como si —providencialmente— las fronteras políticas hubieran coincidido por una vez con las fronteras étnicas: «la mayor parte de los soldados ecuatorianos que combaten en la frontera son antivos Shuar, quienes por tradición son enemigos de los aguarunas y huambizas» (EC).

Lo dicho a lo largo de esta sección, dedicada al discurso patriótico centrado en la figura de la «juventud heroica» puede resumirse en el siguiente esquema:

Identificación de clase Popular: «apellidos del pueblo»
Identificación racial o identidades étnicas Mestizos o indígenas: «soldados cholos», «guías indígenas»
Identidad de género Construcción sexista de la masculinidad, opuesta a nociones de cuidado o perdón
Moralidad Disciplina, valentía, abnegación, vehemencia (irracionalidad positiva).

© Eduardo González Cueva, 1998
Ciberayllu
980504