¿Héroes o delincuentes?
Discurso disciplinario, juventud popular y leva militar en el conflicto entre Perú y Ecuador

[Ciberayllu]

Eduardo González Cueva

 
 

3. Conclusiones y alternativas de política

«El Servicio Militar Obligatorio es una suerte de retribución al Estado por la condición de ciudadano que nos otorga. Y es también la oportunidad para demostrar que la noción de patria anida en muchos jóvenes, a pesar del volátil (sic) concepto que cargan sobre ellos: drogas, diversión, vagancia, apatía» (EM). Con estas palabras, una periodista limeña resumía su idea de la institución de la conscripción: un intercambio horizontal entre un Estado que garantiza derechos y ciudadanos que prestan sus servicios a ese Estado: el ejercicio de un deber que permite el disfrute de los derechos. La conscripción, en este modelo de intercambio resulta similar —en el plano de la violencia legal— a la tributación en el plano económico: el Estado y los ciudadanos se constituyen mutuamente a través de un intercambio legítimamente instituido.

Ciertamente, el modelo imaginado por la periodista dista mucho de la realidad peruana: como lo ilustra el caso de Yenuri Chihuala, con el que abrimos estas páginas, el reclutamiento no es universal, sino clasista y racista; tampoco es un proceso pacífico, sino brutal. No existe la posibilidad de una concordancia entre el deber cívico y la voluntad individual, sino entre una obligación impuesta violentamente y la ascripción a características sociales desfavorables: es irrelevante si un joven popular quiere o no hacer el servicio militar, pues puede ser levado en cualquier momento y de todos modos tendrá que hacerlo. Por el contrario, que un joven de clase alta, socialmente blanco, quiera «renunciar al verano» para enrolarse en el ejército, se hace imposible por la institución de la conscripción como un acto socialmente selectivo. El «Servicio Militar Obligatorio» es más obligatorio para unos que para otros. La claridad con la que las etiquetas de clase, raza y género son utilizadas debería mostrarnos que —con toda su violencia— la conscripción forzosa a través de la leva es cualquier cosa menos «arbitraria». Es un caso de violencia selectiva legitimada por un discurso disciplinario. Hasta que no reconozcamos su selectividad, las alternativas de política que organicemos serán ineficientes.

La manera en que la juventud es imaginada en la sociedad peruana y los discursos que se producen a su alrededor —incluso en el caso de discursos que predican al sujeto joven con características polarmente opuestas como delincuencia y heroísmo— es funcional a un ejercicio discriminador del poder que victimiza a los jóvenes de los sectores populares, haciéndolos blanco justificado de la violencia represiva o recurso humano dispensable en la estrategia militar. La victimización de los jóvenes populares, en turno, no es sino el mecanismo disciplinario por el que se ejemplifica el control de los sectores populares como tales: la fragilidad de la vida y la libertad de los jóvenes frente a las agencias de poder es el paradigma de la privación de derechos para la mayoría de la población del Perú.

Esto debería hacernos pensar en dos temas de inmensa relevancia para el reto normativo de democratizar al país: por un lado, la legitimación de la violencia represiva selectiva por parte del Estado cuestiona los presupuestos normativos de la noción de Estado moderno como organización que ejerce el monopolio de la violencia legítima. ¿Qué tan útil es esa noción de modernidad institucional para el compromiso normativo con un orden social incluyente?

Por otro lado, la brutalidad de este mecanismo cotidiano de violencia estatal demuestra que la vida institucional no es tan refinada o moderna como a veces quisiéramos imaginar. El poder en el Perú se ejerce en instancias tan oficiales como el Ejército de manera jerarquizada y brutal: como el derecho de golpear y herir. Y lo más problemático es que es un privilegio que en determninadas circunstancias se entiende como un derecho de los agentes del poder. El ejercicio de la violencia discriminatoria y reafirmadora de las barreras sociales es internalizado y reproducido por las mismas víctimas en sus vidas cotidianas: como la violencia sexual contra mujeres entendida como derecho de los ciudadanos-soldados, la violencia racista y clasista contra los nuevos levados, o la ejercida por los mismos soldados y suboficiales que ejecutan la leva.

 

Alternativas de política

Cualquier alternativa de política que busque enfrentar la leva estará incompleta si no reconoce la escalofriante precisión del discurso disciplinario y de las etiquetas jerarquizadoras de clase, raza y género sobre las que se articula. La sociedad civil peruana ha empezado un proceso de reflexión sobre este tema a raíz de una serie de escandalosos casos de violencia asociada al servicio militar, sin embargo, las nociones que impulsan estas iniciativas pueden terminar minando la eficiencia de las alternativas legales que se impulsen.

La Coordinadora Nacional de Derechos Humanos, por ejemplo, ha publicado un informe sobre los abusos involucrados en la conscripción y la leva. Denuncia las prácticas discriminatorias asociadas a los procedimientos de selección militar, pero no identifica con claridad la naturaleza de dichas prácticas discriminatorias. «Los levados son, básicamente, jóvenes estudiantes o trabajadores de extracción popular o rural. En los estratos medios y altos, esta práctica es inexistente y el servicio militar no es obligatorio». La discriminación se presenta como un problema de clase, la dimensión racista del problema se sugiere sólo por proximidad a la noción de «lo rural».

Más aún, la leva es descrita como una práctica «arbitraria», lo que podría entenderse como un ejercicio inexplicable de violencia por parte del Estado, que afecta a individuos de manera azarosa. Pero esto es cierto sólo superficialmente, en la especificidad de la experiencia individual. De hecho este es un mecanismo disciplinario dirigido contra un sector victimizado de la población. El comunicado analiza casos individuales escandalosos, donde los levados han sido asesinados, torturados o extorsionados, pero la dimensión social en la que la conscripción se legitima está ausente del análisis.

En términos similares, el Defensor del Pueblo presenta la leva como un crimen contra la libertad individual y una violación del principio de igualdad ante la ley. Esto es, ciertos individuos son discriminados porque se les fuerza a cumplir con un servicio que otros no cumplen. La razón es ambigua o imaginada en términos de clase: «...una mayoría desproporcionada de los jóvenes que cumplen en servicio militar viene de estratos socio-económicos bajos» (Defensoría del Pueblo, 1997).

El congresista Ernesto Gamarra Olivares, pese a un saludable esfuerzo de llevar el tema al debate parlamentario, sobre la base de tal diagnóstico, sólo puede producir una propuesta incompleta y ciertamente conservadora[7]. Su propuesta plantea la legalización de la leva sólo en casos de individuos omisos y con un mandato judicial explícito y la posibilidad de solicitar el canje del SMO por un servicio civil cuando los individuos presenten «razones de conciencia» que serán evaluadas por las autoridades militares. Estas propuestas, aunque enfrentan el problema, transigen con el poder de facto del ejército y no contemplan aún mecanismos de compensación a quienes resulten víctimas de la leva y de castigo a los responsables de ejecutarlas. El defensor del pueblo también presenta algunas propuestas, notablemente la de reformar el SMO para hacerlo atractivo como espacio de entrenamiento profesional, así como ligarlo a las necesidades de desarrollo de la región en la que se cumpla.

Estas propuestas son útiles y necesarias, pero sólo serán efectivas como ley cuando apunten a desmontar los mecanismos discursivos que legitiman la leva y la violencia involucrada en el SMO. El problema implica ir más allá del escenario liberal ideal de ciudadanos individuales que reivindican el derecho de libre circulación: implica la introducción de nociones de ciudadanía social: el diseño de políticas sociales para crear empleo, educación y ejercicio de poder ciudadano entre los jóvenes de ambos sexos. Sólo si las condiciones reales de elegir están dadas, será posible que la «objeción de conciencia» tenga un sentido sustantivo para todos: en condiciones de racismo, sexismo y clasismo persistentes, se convertirtía solamente en un procedimiento para que los sectores medios y altos, socialmente blancos, legalicen el privilegio informal de no cumplir con el SMO.

Por último, el enfrentar el problema de la leva es una manera de enfrentar desde la base el tema de las relaciones entre las fuerzas armadas y la sociedad civil: más allá de las relaciones entre la institución militar y las élites civiles. El interés democrático de limitar el poder fáctico de los militares sobre la vida política del país encontrará estrategias más efectivas si incluye a aquéllos sectores victimizados o victimizables por la violencia disciplinaria.


Notas
[7] Entrevistado en Abril de 1998, el congresista Gamarra reconoció el carácter aún incompleto de sus propuestas legales, pero las atribuye muy razonablemente al clima de extraordinario poder de facto ejercido por los militares y la incapacidad de la mayoría parlamentaria para negociar propuestas más avanzadas.

Agradecimientos

A inicios de 1995 tuve la oportunidad de escuchar a Gustavo Gutiérrez en el congreso inaugural de la red nacional de Acción Ciudadana. Debo a aquel discurso la idea de reivindicar el caso de Yenuri Chihuala, oportunidad que se me presentó cuando, en 1996, Xavier Andrade, estudiante ecuatoriano de Sociología en la New School for Social Research, me propuso organizar un panel para el Congreso de la Asociación de Estudios Latinoamericanos (LASA) que se realizaría en Guadalajara, en abril de 1997. En el panel se sugerirían lecturas críticas sobre el conflicto y nos aproximaríamos al punto de vista de los actores olvidados en el conflicto entre Perú y Ecuador: jóvenes conscriptos y comunidades indígenas. Este artículo es una versión revisada y ampliada de la ponencia que presenté en el Congreso de LASA.

En los inicios de esta investigación, he contado con las valiosas observaciones de Deborah Poole, en la New School. De hecho, la estructura comparativa del argumento está directamente inspirada en su libro Unruly Order, donde discute las formas de violencia cotidiana en las provincias altas del Cusco. Gonzalo Portocarrero hizo generosos comentarios durante el desarrollo del taller organizado por la Red para el desarrollo de las ciencias sociales en el Perú. He discutido el correlato político de este argumento teórico con Carlos Landeo, en el Centro de Estudios y Acción para la paz, Eduardo Cáceres en la Asociación pro Derechos Humanos, el General (r) Jaime Salinas Sedó en el Instituto latinoamericano de Estudios Civiles-Militares, Susana Villarán, en el Instituto de Defensa Legal y el congresista Ernesto Gamarra. Agradezco también a Eric Hershberg, del Social Science Research Council, por sus útiles comentarios a una versión más reciente.

© Eduardo González Cueva, 1998
Ciberayllu
980504