¿Héroes o delincuentes?
Discurso disciplinario, juventud popular y leva militar en el conflicto entre Perú y Ecuador

Barras bravas, héroes involuntarios, y racismo institucional

[Ciberayllu]

Eduardo González Cueva

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Este trabajo está dedicado
a Ernesto Castillo Páez y a Daniel Serván,
amigos con quienes debí conversar más.

¿Niño héroe o niño víctima? Una introducción

El 28 de febrero de 1995, una multitud de cientos de personas recorrió las calles de Comas —un distrito popular al norte de Lima— acompañando el ataúd de un soldado muerto días antes en la frontera con el Ecuador. A la cabeza de la multitud, una bandera peruana era sostenida por las principales autoridades del distrito. Durante las cinco horas que duró la marcha, los restos de Yenuri Chihuala recibieron homenajes en el municipio, en el colegio en que estudió, y —finalmente— en el cementerio local, en las faldas del cerro «El Carmen».

La escena no era, sin embargo, silenciosa y triste, como pudiera esperarse de un entierro; ni tampoco eufórica, como una manifestación patriótica. Junto con los vivas al Perú, la multitud coreaba la consigna «¡sanción a los responsables!» (diario La República —LR), y una banderola proclamaba: «Chihuala: el pueblo llora tu muerte.» y agregaba, en el lenguaje izquierdista de las protestas populares: «¡Con tu ejemplo, venceremos!» (diario El Mundo —EM).

Yenuri Chihuala, en el momento de su muerte tenía apenas catorce años. Había desaparecido de su casa el día 7 de febrero y —por casi dos semanas— su familia no pudo obtener noticias sobre su paradero en ninguna comisaría, cuartel u hospital. El 19 de febrero, Calixto, el padre del niño, recibió una llamada desde Bagua, cerca a la frontera, donde una familiar que trabajaba como enfermera había reconocido por casualidad a Yenuri. Calixto viajó al norte solamente para ver morir a su hijo el día 25, luego de una larga agonía.

Aunque las primeras informaciones periodísticas quisieron retratar a Chihuala como un joven entusiasta que se había enrolado voluntariamente y que había fallecido en combate, por las esquirlas de una granada, la verdad era mucho más oscura. El niño había sido «levado», esto es, violentamente secuestrado por una patrulla militar junto con otros jóvenes de su distrito que no pudieron presentar documentos de identidad. Una vez en la frontera, sin llegar a combatir, la ausencia de calzado adecuado[1] le provocó una fuerte infección de tétanos que —al generalizarse— lo mató.

Aunque la verdad era sólo parcialmente conocida en el momento del entierro, para los manifestantes era claro que Yenuri había sido víctima de un acto de violencia selectiva ejercida por el Estado contra los jóvenes de barrios populares. Tal vez por ello, las banderas que rodearon el ataúd al llegar al colegio en que estudiaba no eran solamente las banderas peruanas, sino también las banderas blancas de la paz. También tal vez por ello, los seis oficiales que apuradamente se hicieron presentes aquella tarde en el cementerio, fueron abucheados por la multitud, ante la cual no atinaron a decir palabra.

El discurso de protesta que la multitud de Comas articuló momentáneamente el 28 de febrero, no podía competir sin embargo con el masivo discurso de los medios de comunicación. Yenuri Chihuala fue proclamado espontáneamente «el niño héroe» del conflicto. Su muerte fue equiparada a la de tantos otros jóvenes que a los diecisiete o dieciocho años «ascendieron a la heroicidad», al morir en combate y —aunque algunos sectores de la élite política protestaron[2] — su caso pasaría al olvido un tiempo después.

En este ensayo sugiero que la trágica suerte de Yenuri Chihuala y de otros jóvenes como él, víctimas de la violencia organizada del Estado, está íntimamente ligada a la existencia de un discurso social que construye imágenes de la juventud funcionales a proyectos autoritarios de control, represión y manipulación. La imagen de «niño héroe» fue producida por los mismos mecanismos discursivos que —en otro contexto— hubieran producido la imagen de «vándalo juvenil» para describir al mismo sujeto. El discurso patriótico de 1995 en los medios de comunicación peruanos —pese a resaltar en la juventud virtudes como el coraje y la abnegación— formaba un continuum orgánico con un repertorio discursivo aparentemente distinto, el que retrataba a los jóvenes peruanos como anímicamente violentos y propensos a actividades delincuenciales. La construcción de marcas simbólicas sobre el sujeto joven y la consecuente legitimación de una violencia supuestamente civilizadora dirigida contra él son indesligables de ambos repertorios.

En la base de las imágenes de juventud heroica o de juventud delincuencial subyace una misma organización de la deliberación pública, que problematiza diversas formas de jerarquización social, pero acepta aquélla basada en la edad, y permea sus argumentos justificatorios con elementos provenientes de discursos clasistas, racistas y sexistas.

En el caso del discurso que circula en la esfera pública para definir a la juventud, existen al menos dos nociones centrales: la primera es el establecimiento de una relación «natural» entre violencia y juventud que hace imposible entender a la juventud como racional y que —consecuentemente— justifica enfoques centrados en el control disciplinario de este actor. La segunda noción es la problematización discursiva de jóvenes claramente etiquetados con marcas de clase, raciales y de género: cuando los medios se refieren a los jóvenes peruanos como problema, proyectan generalmente una imagen de hombres jóvenes, de ascendencia andina y procedentes de los sectores populares.

Este discurso y una de sus consecuencias institucionales, la aplicación discriminatoria del servicio militar, constituyen un punto de observación estratégico para el estudio de los mecanismos de jerarquización social en el Perú contemporáneo. Deconstruirlo con objetivos críticos supone invertir el orden de prioridades normativas que ha creado: supone poner por delante a los individuos concretos, y luego al orden; la democracia primero, luego «el monopolio legal sobre el uso de la violencia». Pero supone también ejercer una permanente crítica sobre nuestro propio discurso —el que se articula en el campo académico— evitando su utilización interesada al interior de mecanismos de control social: el discurso disciplinario se legitima por la participación interesada o inatenta de una legión de «especialistas» siempre dispuestos a darle un brillo de legitimidad científica a la voluntad política represiva. El discurso sobre la juventud en el Perú actual es un extraordinario ejemplo de las articulaciones entre poder y conocimiento que Foucault ha descrito: el poder represivo inmoviliza y controla a un objeto humano que es, en su momento, observado, interrogado, diseccionado, construido como un objeto de conocimiento. El corpus científico así producido, es instrumentalizado a su vez por el poder para ampliar su alcance disciplinario.

En las primeras dos secciones de este trabajo, analizaré los repertorios que presentan a la juventud como vandálica o heroica. Utilizaré como ejemplo ilustrativo del primero la reconstrucción periodística de un episodio de violencia protagonizada por «barras bravas» durante la misma época en que en la frontera se libraba el conflicto con Ecuador. La cobertura periodística del conflicto —reportajes del frente, de la situación en los cuarteles y en los hospitales— se utilizará para entender la estructura de la segunda imagen. la última sección se centra en la justificación de la leva militar y, dando un giro prescriptivo, comenta algunas de las actuales iniciativas organizadas desde la sociedad civil para cuestionar esta institución[3]. Las fuentes primarias de las que me he servido son básicamente reportajes producidos durante los meses de febrero y marzo de 1995 en diversos periódicos de Lima.

 
Notas
[1] El comunicado oficial del ejército con el que se respondió a las críticas sobre el caso Chihuala describió los sucesos que llevaron a su muerte de la siguiente manera: Yenuri "...se enroló voluntariamente en la guarnición de "Mesones Muro" (provincia de Jaén, departamento de Cajamarca)...". Debido a la falta de documentos que permitiesen conocer su edad "...fue asignado a tareas administrativas remuneradas" y embarcado al frente. "En el desempeño de esta labor, accidentalmente sufrió cortaduras en los pies, desarrollando un cuadro infeccioso de tétanos, que motivó su evacuación el 18 de Febrero del 95". (Comunicado Oficial 001/OIE/95 Oficina de Información del Ejército). El comunicado no explica cómo el joven residente de Comas llegó a enrolarse a Cajamarca, a casi 1000 kilómetros al norte de la capital, donde vivía. Tampoco explica qué clase de tareas administrativas pueden provocar cortaduras infectadas en los pies, y menos explica qué clase de servicio de abastecimientos permite que se produzcan bajas por la ausencia de calzado adecuado.
[2] El Colegio de Abogados de Lima, a través de su decano, Felipe Osterling y el parlamentario de centro-izquierda Henry Pease exigieron explicaciones sobre el hecho al Ministerio de Defensa. Distintas organizaciones de la sociedad civil solicitaron a la Presidencia de la República una investigación. Ninguna de estas demandas fue atendida.
[3] Es de por sí sintomático que —pese a la abierta existencia de la leva y de sus consecuencias, no existan investigaciones académicas relevantes sobre el tema. Trabajos periodísticos y de denuncia son los relacionados con la campaña de las ONGs contra la leva. Ver Coordinadora Nacional de Derechos Humanos "¿Deber Cívico o Licencia para el abuso?" Flecha en el Azul, no. 4-5 (1997): 17-20. González, Eduardo "Tarea urgente: reformar el SMO, acabar con la leva" Flecha en el Azul, no. 4-5 (1997). Villarán, Susana. "La Leva y el Servicio Militar Obligatorio. Viejos e Irresueltos Problemas." Ideele, no. 101 (October 1997): 22-32).

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© Eduardo González Cueva, 1998
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