¡Pacha tikra!
(¡Mundo revuelto!)

Cuento

[Ciberayllu]

Walter Lingán A la segunda parte

 

A Julio Humala Lema.

 

Al desaparecer los últimos soldados en el fondo de la ciudad, los obreros de la fortaleza los vieron, embargados de extraña indiferencia. No sonó un aplauso, ni un grito de entusiasmo... Cuando el ejército cruzó delante del templo de las escogidas, en el Hanan-Cuzco, una anciana se puso a llorar.

César Vallejo.

Ci tayta decía que el Amito Padre San Román tiene apuntado en su libro la fecha del fin del mundo presente; de igual modo, el día en que nos tocará morir a cada uno de nosotros. A la hora del descanso, sentado en la orilla de los barbechos, nos contaba que el Amito Padre San Román va pesando el tiempo, el equilibrio del universo, en una gran balanza. Cuando la balanza se incline a un lado: ¡Pacatán!, el mundo presente se dará vuelta, se irá patas arriba, y el Shapi, el maldito enemigo, se dispondrá a gobernar el universo. Y eso ya está sucediendo. Acomodado junto al Amito Kishuar estoy mirando como el mundo presente se está volteando. Escucho las quejas del Amito Padre San Román, veo la impotencia en las facciones de su cara. La balanza se está inclinando y, pobre, el Amito Padre San Román no puede hacer nada, está lamentándose: «¿Qué podemos hacer?», se pregunta, y, luego, dice: «¡Caracho!... ¡Ya no, caracho!... ¡Ya no podemos hacer nada, no hay cómo, en el libro está escrito... y el mundo presente se está revolviendo!» Desde el Waqaltu cielo veo el miedo y la tristeza de la gente; escucho también sus aflicciones, dicen que el mundo presente está desmoronándose: Seguramente ha entrado a la curva final y por eso está volteándose. El universo patas arriba, tierra revuelta, el día del mundo volteado, Tikra Kashun, está llegando. «El juicio, el fin del mundo está en camino, la balanza se va inclinando porque el Maldito, el Shapi, está entrando en este mundo», así ha dicho el Amito Kishuar. ¡Pacha Tikra! ¡Mundo revuelto!...

En las palabras de mi tayta estaba pensando aquella tarde amarilla, retamita olorosita, que empezaba a enlutarse con la plaga de oscuros rumores. A la entrada de San Miguel un grupo de niños jugaba a la guerra. Los Sinchis patrullaban las calles casi vacías. Decían que la muerte era una sombra. La noche devoraba a la gente. Desaparecidos, sin huellas, como si el Shapi los hubiera llevado al Ukupe tutayane. El miedo creciendo... Por eso aquella tarde amarilla, oscureciendo, para que los militares no me encontraran gafeando, dando vueltas sin ton ni son por el pueblo, salí lo más rápido posible, aventurándome por la ruta que creía más segura. Me encaminé Me encaminé a la salida para Jangalá. Pasé por una calle posterior a la plaza de armas cuando el campanario de la iglesia anunciaba las cinco de la tarde. Luego entré a una calle, silenciosa y bordada de piedras, que desembocaba en un enorme y bullicioso edificio: el Mercado Nuevo. Quería llegar al cementerio evitando la calle principal y el Parque de los Haraganes. Sin detenerme a observar el sosegado jardín que florecía frente al camposanto, doblé por una de las esquinas. Un corredor polvoriento me condujo a un caminillo que descendía caracoleando por la panza de un cerro verdoso hasta encontrar, primero, un corto trecho quebrado y pedregoso y, luego, el río San Miguel atravesado por un puente de barro y piedra de la carretera hacia Cajamarca.

Si alguno de mis conocidos me hubiera visto por este camino, no hubiera creído que estaba yendo a Cruzpampa, la comunidad donde vivía. Mi explicación le habría causado risa, pero el miedo a los militares y... En circunstancias normales no hubiera hecho este rodeo para llegar a la choza donde me esperaban mi María y nuestros dos cholitos: el Elías y el Benjacho. Siempre trataba de llegar a casa temprano, antes que el día empiece a gotear oscuridad sobre la rojez de los barbechos, sobre la temprana verdura de los sembríos. Aunque el cielo estaba ensombrecido por nubes oscuras, no hacía frío. María me advertía: «Vendrás temprano y no a medianoche.» Entonces solía regresar cantando: Cutum cutum cuchumurum / su mujer lo espera ya / moliendo su cebadita / solita en su cocina...

La guerra antes lejana, noticia en boca de los viajeros, en los escasos periódicos que nos llegaban, era ahora, con la presencia de los Sinchis, una sombra cada vez más tenebrosa. Los Sinchis patrullaban la ciudad, las comunidades, los caminos, ingresaban a las casas y llevaban a la gente, a los jóvenes. Cuando gritaba al ser golpeado / su madre clamaba llorando / amarrando férreamente sus manos / lo llevaron / vendando sus ojos / lo llevaron arrastrando... De noche salían sombras, colgaban banderas rojas, escribían en las paredes. Guerra al latifundio. ¿Latifundio? Muerte al imperialismo. ¿Imperialismo? Castigaban sin piedad a sus enemigos. Soplones. Traidores. La muerte anocheciendo... El fantasma de la guerra creciendo. Guerra sucia, rojez del cielo. El miedo, retamita olorosita...

Fue el miedo que aquella tarde convirtió mis piernas en dos rápidas alas, y volando alcancé la orilla del río San Miguel. La hojarasca y las piedras cantaban, enamoradas, al torrentoso flujo. Mi cuerpo, ligero como el viento, se desplazaba sin percibir el peso de la joijona que llevaba sobre uno de mis hombros. Los sanmiguelinos aparentaban proseguir sus vidas con mucha tranquilidad, pero en sus ojos habitaba el miedo. El miedo a la guerra, a la muerte, a los fantasmas, los estremecía como a perro picho. Tenía que pasar por la caída del Condac. «Mal paso es, caracho», contaba mi tayta. Siguiendo el consejo de don Secundino Quispe, el viejo curandero de Cruzpampa, saqué un puñadito de sal que llevaba en la joijona y lo metí en mi bolsillo. Don Secundino nos había enseñado que un poco de sal y una puteada lograban que el Shapidesaparezca maldiciendo, pero sin causarnos ningún daño. Porque la sal, nos decía, entra en el shonqo del Shapi. Así pues, con estas ideas, padeciendo y sufriendo, sufriendo y padeciendo, bajaba y subía, subía y bajaba por entre los montes, sin atreverme a poner un pie por los caminos donde a diario trajinaba la gente tras el trote de acémilas, reses y ovejas. Se escuchaba el lejano y persistente ladrido de uno, de dos y más perros. El viento suave, algodón volátil, soplaba como un rumor. Tiritaba la densa cerrazón que empezaba a desencadenarse sin clemencia. Yo me escabullía, a veces entre las zarzamoras, los montes y los bosques de eucaliptos, y otras veces entre las chacras de maíz, asaltado por el miedo, pensando que si los Sinchis o los militares me encontraban, me llevaban a parar... sabe Dios por dónde. Rogaba para que las sombras no me confundan con uno de sus enemigos.

Aquella tarde había llegado a la bodega de don Moisés, cuando el día, en toda su claridad, como alegre paloma, abría sus alas a lo ancho de la ciudad. En una chichería sonaba un disco de Los Tucos de Cajamarca: Buenos días mi niñita / Buenos tardes papacito / llega medio borrachito / el cholo porconerito. / Llega cargao su alforjita / al pueblo de Cajamarca... Los Sinchis, con sus metralletas al hombro, se desplazaban amenazantes por las calles del pueblo. A terminar con los terrucos habían venido. Así decían. Don Moisés contó que un batallón de soldados estaba también en camino. «A levar vendrán» —comenté—, «será mejor que me vaya pronto..., no quisiera que me agarren.» Don Leopoldo Malca, un anciano radicado en San Miguel desde hacía muchos años y que bebía junto a otros pueblerinos en una esquina de la bodega, al escuchar nuestra conversación, dijo: «No, los milicos vienen buscando terrucos.» En las paredes los terrucos habían escrito: ¡Muerte a los soplones! ¡Viva Marx-Lenin-Mao-el pensamiento Gonzalo! ¡Muerte al imperialismo!

Los cuatro o cinco policías que ocupaban el puesto policial del pueblo, dedicados a dormir y a llenar crucigramas en periódicos viejos, no tenían tiempo para recibir denuncias de abusos y latrocinios. Sus más arriesgadas intervenciones nunca fueron suficientes para doblegar a los borrachos dominicales. Bandas de abigeos compartían sus botines con jueces y policías. Con los Sinchis aumentaron los robos y los abusos en nombre de la patria. «Los terrucos o la patria...» La guerra es ahora algo más que una noticia, algo más que un juego de niños. A la fiesta del Patrón San Miguel Arcángel venían los militares. Traían una banda de músicos que, cuando tocaban, eran rodeados por enamoradas muchachas y celosos muchachos. Después, cuando la fiesta estaba a punto de terminar, los soldados aprovechaban para detener a los jóvenes y llevarlos a los cuarteles del ejército para servir a la patria. «El Perú es primero», decían, y se los llevaban. A muchos los agarraban borrachos en las chinganas o durmiendo por los alrededores de la plaza de armas. Cuando les pasaba la borrachera, ya vestían de soldados y ostentaban indeseadas cabezas rapadas a cero, morocos. De otros caseríos y comunidades llegaban camiones militares repletos con jóvenes tristes y maltrechos. Amarrados, como animales, eran trasladados hasta lejanos cuarteles de la costa y de la selva. Algunos viejos decían orgullosos: «En el ejército les van a enseñar a ser hombres a estos cholos haraganes.» Sin embargo las madres, llorando hipo-hipo por sus hijos, corrían tras el camión con la esperanza de alcanzarles una talega de canchita. Pero el camión con su preciosa carga se perdía en la lejanía, rodando por la carretera, desaparecía para volver la próxima fiesta. Muchas familias no vieron el regreso de sus hijos. Algunas muchachas envejecieron con la esperanza de casarse con un héroe de la patria. Meses y años han pasado / ¿dónde estará? / acaso dentro de los pedregales / volviéndose tierra / o en medio de las espinas / ya brotando como las hierbas... Lo más curioso es que a los muchachos de familias adineradas y que vivían en el pueblo, no los llevaban a cumplir con el Servicio Militar Obligatorio, sólo a los pobres y a nosotros, a los del campo, nos perseguían sin tregua.

En el libro del Amito Padre San Román estaba escrito la hora de nuestra muerte. Lo peor es que él no podía hacer nada para salvarnos, no había remedio; lo que estaba escrito, tenía que suceder. Desde el Waqaltu cielo he bajado a tomar agua en el mundo presente. Las estrellas, los luceros, somos ánimas, las almas de los muertos, y con frecuencia bajamos por la faja palma a bañarnos, a saciar nuestra sed en los puquios de la tierra... La pesadilla de aquella madrugada aparece ante mis ojos. Varias sombras de blancos sombreros asoman y agitan los montes. Hace frío. Bajo los sombreros brillan ojos humedecidos por las lágrimas, abrumados por las penas. Hay rumores, olores reviviendo en las piedras, en los viejos eucaliptos. Sólo ruinas han quedado de Cruzpampa. Desesperado golpeo mi cabeza luminosa contra los troncos de los alisos que le cuentan al viento mi mala suerte. Quisiera desparramar toda mi luz y en cada brizna dejar escapar los gusanos de la memoria. Hasta mis oídos llega una voz, una voz lejana, una queja. Escucho en silencio: Por culpa del chacal estoy en prisión. Antes sólo era una canción, hoy una verdad. Preso estoy en una celda / esperando mi sentencia / salga libre o salga muerto / esperaré con paciencia. / Si morir es mi castigo / habiendo sido inocente / el tiempo será testigo / aunque yo no esté presente... Veo una celda. Cuatro paredes. Una ventana pequeña. Olor a mierda, a orines. Tengo pena, y mi corazón es una piedra rodando sin consuelo por los caminos del Rincón de los Muertos. A veces tengo ganas de arrancarme los ojos y, confundidos entre los vientos, entre los montes, olvidarlos para siempre. Ahogar la memoria en el puquio y olvidar la tragedia de aquella noche. Suena otra vez la voz lejana: Y la cárcel es algo más que cuatro paredes solas. La lluvia mojando mi sombrero, mis manos y mis pies, es tan sólo un recuerdo tristón. El chacal me acusó de asesino. Loco, enfermo, terruco asesino. «Es una pena», dijo, «que no haya podido llegar a tiempo para salvar a la gente de su rabia.» Así habla. Me maldice. Su lengua de mal cristiano es una víbora del infierno. La gente tampoco sabe ya qué creer. «¡Qué cristiano en su sano juicio sería capaz de tanta maldad!», dicen mis paisanos sin saber la verdad. ¿La verdad? Parece que nadie quiere saber la verdad, lo importante es tener un culpable. Mi palabra no tiene valor. Piedra tirada en el camino / ese soy yo / unos se irán y otros vendrán / unos vendrán y otros se irán / pero ninguno me sentirá... Cholo piojoso y sin valor. ¿Será que los jueces y los militares no tienen piojos? «La justicia tarda pero nunca olvida», así dicen. La muerte es irreparable, la vida pasajera, retamita olorosita. El Amito no permitirá perdón ni olvido. Me cuentan que los asesinos ríen, llegará el día en que van a llorar. Dicen que la gallina solita rasca para su mal, así igualito, todo lo que hagan, sólo ha de servir para poner las cosas claritas como el agua... La voz se pierde, se diluye entre los rumores del viento, de las pajas; han desaparecido los fantasmales sombreros blancos, y ha llegado la hora de regresar al Waqaltu cielo, pues quiero seguir leyendo el libro del Amito Padre San Román.

Con el Amito Kishuar vemos la planicie, a media ladera de una montaña, donde se alzaban las chozas de la comunidad de Cruzpampa, pequeña aldea que estaba unida a San Miguel por un camino ancho, amurallado de trecho en trecho por eucaliptos y alisos, andangas y palos de mote-mote, zarzamoras, salvias y toda laya de montes. La carretera Chepén-San Miguel se encuentra con este camino en El Chorro, una pileta de cemento que destila un hilillo de agua como pichi de cholo chico. El Chorro es el preludio de Saña, uno de los barrios más bullangeros del pueblo. Saña tiene sonido y sabor a negro, pero no es un barrio habitado por negros, más bien por algunos blancos adinerados, negociantes y hábiles artesanos. Poco a poco, conforme avanzamos, la calle va levantándose, empieza lentamente a trepar las elevaciones de los cerros que asoman tras los tejados rojizos de las casas. Desde una pequeña colina, a cuyos pies se encuentra la última casa del pueblo, se puede ver el lomo lustroso de San Miguel; las nubes jaloneándose entre la luz y la oscuridad. Hacia el otro lado aparece saltando una quebrada de agua cristalina. Se alborota cuando llueve en las alturas, en la jalca. Los domingos, desde temprano, hombres y animales, de ida y vuelta, pueblan de sudores, olores y colorido el amplio camino. El trote de las acémilas, alineadas en una y otra dirección, abonan con su excremento sunchos y hierbajos, y con sus orines reviven abrojos amarillentos, casi muertos de sed. Siguiendo el paso de las bestias, en cuestión de diez o quince minutos, y a media cuesta del cerro, se divisan los aleros metálicos y las paredes amarillo-ocre de la casa del carpintero don Pedro Quesquén. A los caminantes se les acerca el penetrante olor de la madera. El incesante rum-rum de los serruchos y el toc-toc del martilleo marcan el avance de sus pasos. Sólo queda un pequeño trecho, de unos dos kilómetros, para arribar a una de las lomas más altas del camino. Ahí, justo en el mismo centro, clavada como una estaca grande, está la cruz. Sobre una base de cemento, asciende la cruz con los brazos abiertos, como queriendo envolver a las nubes en un abrazo infinito.

Noticias de lejanos lugares ya nos habían llegado. Se contaban todas las maldades de los terrucos, las diabluras de los Sinchis y de los militares. Para cambiar el mundo llegaban los terrucos y se llevaban a los muchachitos para que aprendan a hacer la guerra, para conocer el pensamiento Gonzalo. Buscando terrucos venían los Sinchis y los milicos, pero primerito agarraban a los inocentes. Los metían en sus cuarteles en calidad de depositados. Ningún depositado volvía abriendo las puertas de los cuarteles. Desaparecían. ¿Dónde será que los refundían? Sin dejar huella extraviaban a la gente. Como tragados por cerro malo, nunca más se los volvía a encontrar. Ni muertos hay para rezar por su almas. ¿Qué será pues de sus almitas? Luceritos tristes en el Waqaltu cielo o sombras en el Ukupe tutayane. Si hay suerte, dicen, así dicen, encuentran sus tripitas venteándose al aire. Otras veces los hallan botaditos por las quebradas, sin brazos o sin piernas. A veces tienen que pelearse con los shingos hambrientos que, al haberles devorado los ojos, se oponen a dejar sus presas. ¿Dónde ya estás mi hijito, dónde ya? / Ya te busqué, inclusive en Moyopampa / también ya llegué a la quebrada de Sunudén. / Te estoy buscando por las quebradas y los cerros / diciendo: ¿acaso te encontraré en el Condac/ o acaso te encontraré en la quebrada de Lipiac?/ ¿Qué madre no lloraría/ cuando le desaparecen a su querido hijo? / a quien crió diciendo mi sol, mi luna / a quien crió en el frío, en el viento... Ahora la guerra, abierta de par en par, estaba ante nuestros ojos. Los Sinchis patrullaban las calles de San Miguel, los caminos, los ríos, todos los rincones. Los defensores de la patria habían llegado, estaban en acción. De noche las sombras mataban. La guerra crecía. Guerra sucia, sombras mortales, retamita olorosita. El miedo amarillando... Días atrás los Sinchis le quitaron a doña Santos Romero sus dos güishas. En el puesto de la Guardia Civil, cuando se fue a presentar la denuncia, los policías le dijeron que eso era un robo de menor cuantía. «No vengas a joder con pequeñeces vieja e' mierda.» A doña Facunda Sánchez, de sus manos le quitaron sus gallinitas que llevaba a vender al pueblo. «¿De dónde traes robando estas gallinas, vieja mañosa?» No respetaban ni las canas de los ancianos. «Peor pues que chileno con peruano son estos jijuna Sinchis», maldecía doña Domitila Barbarán. «Dejuro que los milicos, igualito que los Sinchis, para quitarnos las poquitas cosas que tenemos han de venir», comentaba la gente en el Mercado Nuevo. «¿Qué más pues?, somos gente pobre.» Los terrucos poniendo dinamita en la prefectura, en la escuela, en la iglesia; escribiendo en las paredes, izando banderas rojas en la municipalidad y frente a la comisaría. La guerra había empezado. ¿Guerra? Miedo y sombras matando. Maldito loro que haces llorar sólo a los pobres / loro hocico de cajón, que haces llorar sólo a los pobres / en el mes de agosto sólo darás vueltas en torno al árbol / ya en el mes de agosto sólo agua tomarás...

Llegando a la cruz, la gente apuradita se sacaba el sombrero y la saludaba, «en el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo, amén.» Luego seguía alegre su camino. Cuando el tiempo sobraba, se colocaban de rodillas frente a ella y rogaban que les perdone sus pecados y no permita que el Amito Padre San Román los castigara con la oscuridad del Ukupe tutayane. La bendición del Amito alegra el corazón... El camino continúa a lo largo de un llano verde-azulado. Los muchachos que regresaban de la escuela se entretenían jugando: corrían, giraban alrededor de sus trompos bailarines. También las muchachitas, uniformadas de falda y chompa gris, jugaban a la rayuela en una curva del camino. Levantaban una pierna, saltaban una y dos veces, a la tercera vez caían apoyando las dos piernas. Miraban que la noche empezaban a crecer en la bóveda del cielo, entonces dejaban el juego y apuraban el paso. Había que recoger las güishas y las vacas, llevarlas a sus corrales. La chozas humeaban. Los pájaros cantaban. Terminado el llano, el camino se dividía en dos brazos. Uno de ellos desciende hacia los valles cálidos donde crece la caña de azúcar, los mangos, las papayas y las manzanas. El otro brazo sigue subiendo, subiendo una cuesta cada vez más escarpada, hasta perderse en la jalca, donde el viento habla con las piedras y el frío anida en los pajonales. Momentos felices vengo recordando / en donde he crecido como he crecido / en donde la lluvia con rayos y truenos / sombrerito roto y ponchito mojado... Antes de que el camino siga encabritándose en las laderas de los cerros, estaba el caserío de Cruzpampa. Unas cuantas chocitas desperdigadas alrededor de una plaza que aparentaba ser cuadrada. Ahí las güishas andaban cashcando su yerbita; los chanchos, después que escampaba el aguacero, se revolcaban en los pozuelos que formaba el agua de la lluvia; y los niños, como gotitas de agua, brincaban tras las güishas y los chanchos. No teníamos extraños, todos nos conocíamos. Trabajábamos unidos, ayudándonos unos a otros. Nadie se quedaba solo.

Cuando el maestro llegó a Cruzpampa, la guerra había instalado sus cuarteles, los Sinchis merodeaban por todos los rincones. La noche mataba amparada en sus sombras. Banderas rojas eran arrojadas al fuego y banderas rojiblancas se izaban al viento. El maestro fue de casa en casa invitando a los jefes de familia a una reunión informativa. Hombres, mujeres y niños acudieron al llamado. «He venido —dijo—, porque el gobierno me ha nombrado para enseñar a leer y escribir a sus criaturitas. Yo me haré cargo de la escuela.» Escuela nunca habíamos tenido. Nadie la creía necesaria, pues los muchachos que tenían posibilidades de estudiar, iban a la escuela de San Miguel. Por eso es que todos nos miramos con sorpresa. «Broma nomás pues seguro hayser —dijo mi tayta—, el alcalde del pueblo muy fregao es; vaquita, carnerito estará queriendo que le convidemos.» La palabra del anciano nos hizo reír a todos. «No, no, no me manda el alcalde sino el ministerio de educación», recalcó el maestro. Sacó de su maletín un fajo de papeles y nos hizo ver. Sólo el teniente gobernador, don Serafín Becerra, que había sido soldado y había peleado en la guerra contra Ecuador, pudo entender ese puñado de letras que para mí era como rascao de gallina en el rastrojo. En silencio don Serafín movía y movía los ojos sobre el papel, de un lado a otro, la cabeza levemente de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, y al fin, dijo: «Es verdá, dizque el señor ministerio a dao platita paque el señor alcalde ordene la construcción de una escuela en nuestro caserío. Alcalde ha dicho informe al señor ministerio y dizque a nuestra escuela sólo le faltan las puertas.» Nadie dijo nada, el silencio se extendió como una ola de aire. «Pero señor maestro, con todo respeto» —y don Serafín se sacó el sombrero— «burla nomás le han hecho, porque aquí no hay escuela y si hubiera... ¿dónde pues la vamos a esconder?» Hacía frío. El cielo oscuro aquella mañana. «Ahora, si el señor ministerio quiere escuela y aquí no tenemos, rapidito nomás formamos comisionado y vamos a parlamentar con el señor alcalde.» Discusiones más, discusiones menos, nos pusimos de acuerdo y elegimos una comisión presidida por don Serafín Becerra, lo acompañaban en la directiva mi tayta, Ananías Ventura, y doña Epifania Ramírez.

Mayo, el mes de las cruces, mes de fiesta y alegría, alborozo y color. Desde todas las esquinas y las partes altas de Cruzpampa vamos bajando para rendir homenaje a la cruz, nuestra benefactora. Los graneros están casi vacíos y las nuevas cosechas crecen vigorosas, sólo necesitan que el cielo no deje de llorar hasta que alcancen plena madurez. Entonces hay que pedirle al Amito Padre San Román su bendición. Qué haga llover al cielo. Entonces lo primero que hacemos, es traer al cura para la misa. Estamos ya subiendo la cuesta de marzo, cruces y vía crucis. La guerra sucia rondando. La oscuridad y las sombras dando muerte. La cruz impasible, tranquila, y el miedo de la gente durmiendo en el templo de sus pechos. Pero estamos de fiesta. A la cruz la vestimos de flores, espejos, cintas de colores. Desde lejos parece un arcoiris descolgado de una punta del cielo. Alegría y color. Los mayordomos, después de contratar al cura, se preocupan de organizar o buscar la banda de músicos para bailar nuestros huaynos llenos de contento. Violines y flautas, rondines y tambores tocan para le gente y para la cruz. La fiesta está buena. En la loma de Cruzpampa / he visto al shingo bailar / abrazao con su tocayo / cantándole a la cruz.... ¡Eso le gusta mucho a la bandida! Las mujeres, sudorosas, apuran con sus puteks los fogones donde se fríen los chicharrones y los cuyes. En los huarcos cuelgan los bizcochos, los plátanos y las botellas de aguardiente. Al Amito no le gusta que escasee la comida entre sus hijos, quiere que las cosechas sean suficientes. Le gusta ver que en su fiesta tomamos nuestra chichita llenos de felicidad. Tomando chichita en poto / en la fiesta de la cruz / de borracho he roto un poto / y ahora como arreglaré... Él así se da cuenta que siempre lo recordamos, que lo tenemos presente en nuestras vidas; entonces, agradecido, nos regala soberbias lluvias para remojar el vientre de la tierra donde madurará el grano tierno y lechoso del trigo y la cebada, donde reventarán el rubio maíz y las papas ojudas. El Amito dirá: «La mayoría está conmigo, está de mi lado, el enemigo, ese que quiere voltear al mundo, no me va a ganar todavía.» Pero no siempre es así. Entonces el Amito Padre San Román no toma en cuenta nuestros regalos ni escucha nuestros ruegos. ¿Acaso no se dio cuenta de la fiesta que le hicimos? Secando el agua del cielo nos castiga sin compasión. Los ríos moribundos, casi agonizando, avergonzados, esconden las lágrimas de su raquítico caudal. La quebrada, que nos abastece de agua, viene remolona, sin ganas, pasa sin hacer ruido, calladita. Sólo un hilo a punto de arrancarse, de hacer tris, y quedarse gimiendo sobre los flecos de la tierra seca. «Mal hemos hecho su fiesta al Amito», dicen los viejos mirando un cielo azul claro, inmenso, pozo vacío.

El sol brincaba coloreando el nuevo día, incendiando la copa de los árboles. El rocío madrugador se convertía en burbujas multicolores y rodaba humedeciendo la tierra. Encabezados por el maestro, hicimos nuestro ingreso a las oficinas de la municipalidad de la provincia de San Miguel. El alcalde, don Antonio Hernández, nos hizo esperar un largo y buen rato. Cuando la impaciencia empezaba a crear malestar en la comitiva, la secretaria, vestida de minifalda y zapatos taco aguja, abrió la puerta de la oficina municipal y nos hizo una señal para seguirla. La patria estaba en las paredes: escudos, escarapelas, fotos de héroes y del presidente de turno. La patria a todo color. ¿Y el pueblo? ¿Los cholos? ¿Los indios? No, nosotros no parecemos ser parte de la patria. ¿Dónde se ha visto una patria piojosa, gimiendo a más de tres mil metros sobre el nivel del hambre? Una bandera rojiblanca en una esquina de la habitación. Sobre la mesa, otra bandera pequeña. Buen patriota, el alcalde. El maestro tomó la palabra. Dijo que en Cruzpampa no existía escuela. ¿Dónde se quedó la partida presupuestal para la construcción del centro escolar? ¿Se habrá perdido en el algún cajón burocrático o en los bolsillos de algún padre de la patria? ¿O va usted a decirnos que los terrucos se han robado el dinero? Don Antonio escuchó tranquilo. Sonreía. Nos miraba como si nunca nos hubiera visto. Bueno, tanto indio piojoso manchando el piso de parqué de su oficina, o sea, de la patria, no había visto. Su secretaria hacía notas en un cuaderno grande y gordo. Don Antonio Hernández dijo que iba a ordenar las investigaciones del caso. «Aquí tenemos el oficio del ministerio», explicó don Serafín Becerra. El alcalde habló lentamente, arrastrando las palabras. Después de cada interrupción, el tono de su voz se fue elevando. Mi tayta pidió calma: «Serénese, señor alcalde». Don Antonio Hernández enrojeció como un tomate. Imagínense, un indio indicando el modo de comportarse a una autoridad. ¡Atrevido, el cholito! El fuego cruzado de palabras: Robo, insolentes, denuncia, ignorantes, despilfarro, malas autoridades, empalidecía a la patria colgada en las paredes. El alcalde estaba molesto, impaciente. Buscaba el momento de deshacerse de esa turba de cholos irreverentes. Pero en el caldeado ambiente ya no había espacio para protocolos y buenas maneras, sobre todo con ese maestro que tenía una pericia envidiable para colocar la respuesta o la pregunta adecuada a la borrachosa lisonja del alcalde. Empujándonos, maldiciendo a nuestras próximas generaciones, el alcalde nos sacó hasta la calle. Asustados, sin decir nada, salimos. Don Antonio Hernández, blanquiñoso leído, era pues autoridad elegida por voluntad popular. «¡A todos los voy a denuncia, so carajos! ¡Borrachos mal hablados! ¡Fuera, carajo!» El maestro tuvo aún el coraje de replicarle: «Usted, como autoridad, tiene la obligación de respetar a quienes lo eligieron y escuchar...» Pero el alcalde ya había perdido los papeles. «A mí no me han elegido estos indios ignorantes...» Indio que no sabe leer no vale ni un voto, ni siquiera existe. «¡Fuera, terruco de mierda!», gritó sin contemplaciones. Terruco, esa fue la palabra con que don Antonio Hernández, el alcalde del pueblo, insultó al maestro. «No en vanito pues hablan mal del alcalde —habló mi tayta—, pero nadie le habla en su propia cara. Miedazo le tienen. Ningunito en el pueblo está contento con él y hablan diciendo que es compacto.» El viejo miró al maestro y acercándose, confidencial: «¡Cuídese, señor maestro! ¡Cuídese del alcalde, traidorazo es como cuchillo de dos filos! Ahoritita se ha enrabia'o porque le ha dicho sus verdades..., mañana, mañana vendrá como cordero mansito a quererlo engatuzar, y más mejor, cuidadito, un momento es sol y otro momento es noche.» No pasó ni una semana, cuando Sinchis y militares ocuparon la ciudad. Como pulgas en panza de perro flaco deambulaban por calles y caminos. El miedo crecía a medida que los cuervos de la noche extendían sus sombras. La guerra era sucia. Guerra tramposa, amarillando las noches. Algunos maestros y varios escolares fueron detenidos. Ser joven era uno de los mayores peligros. Los Sinchis llegaron a Cruzpampa en busca de terrucos. Entraron de choza en choza. Tomaron prisionero al maestro y a los dirigentes de las rondas campesinas. Mataron dos vacas y un par de güishas para alimentar a la tropa. Llevaron a dos muchachitos que quisieron liberar a sus padres, armados de hondas; hábiles cazadores de pájaros y venados, aquel día ofrecieron tenaz resistencia a las fuerzas del orden que armaban el desorden y la muerte en las casas y en los pueblos a donde llegaban. Estos niños nunca más volvieron. Hace tiempo que esperamos / la presencia del hermano / que en la esmeralda de los andes / desaparecen pretenden. / Que los responsables respondan / ¿dónde están? ¿dónde están?... Seguimos buscando, esperando... Más tarde llegaron los terrucos en busca de soplones. Diciendo justicia popular castigaron al gobernador y llevaron a tres combatientes para el ejército de la revolución. La guerra sucia amarillando, ya no es un juego, niños.

Cuando trepaba la falda del cerro, en cuya loma estaba la cruz, la oscuridad ya había borrado toda pizca de claridad. Sólo oscuridad. «En la oscurana vive el enemigo malo, el shapi», decía mi tayta. Los indio-pishgos se acurrucaban en sus nidos para dar rienda suelta al sueño. Pugos y palomas ya no brincaban de rama en rama por los saúcos. La noche, envuelta en los montes y en el aire, reinaba con su olor a cementerio. La muerte es negra y da miedo. Las luciérnagas, estrellitas del infierno, se encendían y se apagaban. La quebrada, cayéndose de piedra en piedra, bramaba a lo lejos. De pronto, el desesperado y persistente ladrido de unos perros tras la carrera de un tropel de pasos, que intentaba ser silenciosa, me asustó. Me detuve y paré bien las orejas para escuchar mejor. Los perros retrocedieron aullando de miedo, como si se hubieran topado con el alma. Luego silencio, sólo el rumor del viento, flor de retama. «Perros locos», dije, recordando que las almas salen a recoger sus pasos a la medianoche. Los pasos volvieron a sonar. Atento a todo ruido, me escondí tras un matorral de zarzamoras. Protegidos por la oscuridad, vi como avanzaban unos bultos ágiles y silenciosos. Una voz suave, como si acariciara al viento, ordenaba la marcha del grupo que crecía conforme se acercaba a mi escondite. «Esas no son almas, son cristianos», me dije aliviado. Pero al reconocer las sombras militares, un aire helado, de muerte, invadió mis pulmones, y el miedo se agigantó en mi garganta. La respiración se hizo difícil, mis movimientos se agarrotaron. Después que pasó el último soldado, entré a una chacra sembrada de maíz. Caminaba despacio, con mucho sigilo. Las filosas hojas del maíz cortaban la noche. Llegué hasta una peñita ubicada en los terrenos de don Ismael Caballero. Ahora las voces se hicieron más fuertes y, pude escuchar como se preparaban para el ataque. «En cuanto empieza a rayar el día», le dijo a una de las sombras, «vas tú, por abajo; y tú, Tigre, con tu gente, te vas por el otro lado; yo voy con ustedes... y tú, Loco, por arriba! ¡Ojo, mucho ojo... qué nadie se escape!» Así fue como ordenó el jefe que comandaba al batallón militar. Antes de que las sombras obedientes, una a una, se desperdigaran para tomar sus respectivos emplazamientos, logré, casi a rastras, ingresar a la choza que ocupaba con mi familia. No le dije nada a mi mujer, no quería alarmarla. Además, pensé que los militares, una vez que hubieran revisado sin encontrar nada que nos ligue a los terrucos, iban a irse. No pude dormir, mi corazón estaba alborotado, mis pensamientos agitados. Imaginaba cómo todas las chozas del caserío de Cruzpampa eran rodeadas mientras la gente dormía. Había visto como el jefe militar encendía un cigarrillo y fumaba apoyado en una piedra, tranquilo, acostumbrado a la oscuridad, seguro de cumplir con su deber.

Los perros, atentos siempre al peligro, fueron los primeros en olisquear la presencia de sombras extrañas que se movían aún somnolientas. Ladró uno, luego otro, al fin, era un coro ruidoso y descompasado que corría en todas las direcciones, intentaban prenderse de las corvas de los militares, del enemigo. Las güishas, mirando inocentes, se amontonaban contra las pircas. La gente se despertó asustada. Se escucharon voces, gritos, preguntas. Los primeros disparos, silenciando la agresividad de los perros, fue el aviso de que la muerte había llegado. Las sombras que matan, otra vez, efectuando su trabajo. Meses antes, los Sinchis ya habían cobrado sus primeras víctimas, enseñoriados se llevaron a Juan Romero y a Esteban García, esos muchachitos que jugaban al trompo y eran unos diablos en el manejo de la honda. No había pájaro que escapara a su prodigiosa puntería... «¿Qué pasaaa...?» Chirriando se abrió la puerta y apareció mi tayta, ajustando su sombrero en la cabeza. «¡Quién anda por...?», y se apagó la recia voz del anciano. El sombrero voló blanqueando la madrugada y, como una piedra, con un quejido desquiciado, cayó mi tayta contra la quincha. Abracé a mi María, a mis cholitos, como protegiéndolos. Mi sangre, revelándose, arribó quemando a mi corazón. Dicen que los hombres no deben llorar, pero esa mañana mis lágrimas fueron ríos inundando la tierra...

Continúa...


© Walter Lingán, 2001, carmen.lingan@gecits-eu.com
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