[Ciberayllu]

¡MANOS TAN BELLAS!

Víctor Hurtado Oviedo

Desde la temprana muerte de Abraham Valdelomar, nuestra literatura está incompleta. Tal fue su genio, que logró hacer arte de nuestros políticos
 
 

EN RECUERDO DE WILLY PINTO,
DESINTERESADO SÚBDITO DEL CONDE

El tiempo ha maltratado a Abraham Valdelomar. ÉI, que fue un autor magnifico, ha terminado siendo sólo un personaje. Es nuestro Oscar Wilde de entrecasa; un dispensador de frases célebres que odia a «los hombres gordos que manchan el paisaje», y un exquisito salmón que aún nada contra la corriente y lo corriente. Es el dandi amulatado que, en las lentas tardes del Palais Concert, públicamente dice: «Beso estas manos, que han escrito cosas tan bellas». Sólo dios, que es grande —aunque es peruano—, ha podido impedir que alguien lo hunda en la letra de un vals criollo.

Sin embargo, Valdelomar es el culpable de nuestra mala memoria. Ganó la apuesta que pactó para ser recordado como el «Conde de Lemos». Únicamente hoy, cuando todos los suyos han muerto; cuando los salones del Palais Concert son los altos de una lánguida camisería, ahora, el dandi es inútil porque su obra no necesita de desplantes para ser una de las cumbres de nuestra literatura.

Casi setenta años después de la temprana muerte de Valdelomar, a cien años de su nacimiento, sus escritos dispersos volvieron a encontrarse. Debemos a la lealtad de Luis Alberto Sánchez para con Valdelomar, la edición de las Obras (casi completas) del «Conde de Lemos» (1), que siempre se leerá con gratitud. La primera recopilación fue intentada por José Carlos Mariátegui para su Editorial Minerva a fines de 1925. Otras tareas, más urgentes, frustraron el propósito. Dicha edición se basa en la de 1979 (agotada), surgida del admirable trabajo de obrero de Willy Pinto Gamboa, también bajo inspiración de Sánchez. Los textos, reordenados por Ismael Pinto, abarcan narrativa, poesía, teatro, ensayo, periodismo, cartas y dibujos.

Pocos autores peruanos aprobarían el examen de las «obras completas», pero Valdelomar es uno de ellos. Es cierto que no todo merece la memoria definitiva. En la mayor parte de su poesía aún puede leerse la cartilla elemental del modernismo, y sus primeros cuentos procuran importar la pereza displicente del fin de siglo europeo, con sus dosis de cansancio dannunziano.

Al Valdelomar eterno hay que buscarlo en otras partes: no en su teatro decoroso, sino en su prosa narrativa y en sus admirables escritos para diarios y revistas. Curiosamente, aquí, entre los apurones del día, Valdelomar tensa su talento, usa sus armas y vence.

Se ha hablado mucho de la narrativa propiamente «literaria» del Conde de Lemos. Empero, casi nada se ha dicho de ese falso «arte menor» que es la crónica periodística trabajada por las manos de un maestro. Lo suyo fueron la entrevista chispeante, la crónica personal, donde el autor importa tanto como el tema. Cuando Valdelomar entrevista al filósofo José Ingenieros, anota: «Se desvive por hacernos “pose”, ignorando que yo puedo darle lecciones maestras de este mi difícil arte predilecto».

El comentario político ofreció a Valdelomar todas las libertades del ingenio. Fue cronista en el Parlamento, edificio que la democracia ha levantado para evitar las corrientes de aire en la plaza Bolívar. Escribe desde el Congreso: «Habló, defendiendo el militarismo, con un gesto de Kaiser chinchano, el señor Moreno, que tuvo la elocuencia de teniente coronel».

La obra periodística de Valdelomar es una risueña demolición de los héroes de la oligarquía y del militarismo. El «Conde» nunca habitó en una torre de marfil: pobló las calles. Fue agitador universitario, militante billinghurstista, adversario de José Pardo y seguidor de Leguía, cuando este, en 1919, atrajo a muchos discípulos del anarquista Manuel González-Prada. Sin embargo, en los escritos de Valdelomar no hay orientación ni programa. Quizá no tuvo tiempo para más. Mariátegui escribe: «Recuerdo que, en nuestros últimos coloquios, escuchaba, con interés y con respeto, mis primeras divagaciones socialistas. En ese instante de maduración [...] lo abatió la muerte».
 

El estilo es el Conde

Valdelomar enriquece la estirpe insólita de quienes firman con el estilo. Ni el más distraído de los críticos podría confundirlo. Él, y sólo él, pudo escribir de tal manera. Esta es su denigración del canguro: «El canguro es feo, necio, torpe, descarado, glotón, hipócrita, cobarde, presumido, avieso, desleal, interesado, mal amigo, y más ruin que escupitajo de soldado borracho cacerista. [...] Acorralado por su adversario, se defiende con malas artes. Da patadas como cualquier zambo malambino. Por el desarrollo de sus pies, bien podría este bellaco ser literato [...]. Además, es ventral y mercenario, cotizable y solapado, moralmente bajo y físicamente grotesco; es desaseado, huele mal y es analfabeto»

He aquí su meditación afrentosa sobre el chaleco «El chaleco, esta prenda superflua, anodina y sin carácter, es el espíritu de los simuladores y mediocres. Así como un calzoncillo con tiritas es la encarnación biológica del coronel del 95 [alude a los militares que combatieron, en 1895, por Cáceres y contra Piérola. V. H.], así también, el chaleco es el símbolo del falso merecimiento, del arribismo sin derecho, de la presunción infundada. El chaleco quiere tener las mismas prerrogativas que el saco, pero carece de mangas».

Una reflexión metafísica: «Alguno de nuestros coroneles, por medio de la transmigración, llegará en otra vida a ser favorito del público. Alcanzará, como caballo, triunfos que nunca alcanzará en su papel de hombre. Es la ley de las compensaciones. ¿Te imaginas, Mercadante, a nuestro coronel, corriendo el Derby en Londres por causa de la transformación metafísica de la sustancia?».

Son memorables sus fogonazos contra los políticos de conducta reptilínea: «[el diputado Alberto Salomón] es más indispensable en Palacio que la silla de Pizarro», «Hasta hace poco, el señor Changanaquí era el curaca de Huacho. Su tipo era precolonial. Con su color de olla nueva, parecía una cerámica del museo. Solo le faltaba su tarjetita con la fecha del hallazgo para pasar por una autoridad del inca»; «[el diputado Jorge Corbacho] siempre estuvo con el gobernante, sea quien fuere. Siempre por las inmediaciones de la casa de Pizarro y la cercanía de las Cámaras. Si fuera tranvía, su letrero se presume: Palacio-lnquisición»; «[el diputado Secada es] mezcla de jacobino, de girondino y de gramófono sin regulador»; «Con su aspecto de ratón intranquilo, el señor Garrido Lecca, que parece un comprimido de longevidad, era todo oídos»; «El señor Eléspuru parece una virgen prerrafaelista después del parto y en éxtasis»; «Con su cara tiahuanaca, el señor González se pasa las horas viendo las molduras del techo».

Las palabras se confiesan con Valdelomar, y él las pone en estado de gracia.

En el Perú, en los comienzos del siglo, cuando escribir casi siempre era una equivocación transitoria, Valdelomar se atrevió a ser un escritor profesional. Fue zaherido por el concierto destemplado de los mediocres porque —como en los teatros— en la vida se paga por la diferencia. No le importó. En una carta, anunció a un amigo: «Mis sucesores de mañana no acabarán nunca de agradecerme el servicio que les he prestado. Antes de mí, jamás se ocupó el público con mayor vehemencia, ni se discutió tanto, ni se atacó y defendió a escritor alguno». Por su terquedad valerosa, a él podría aplicarse el juicio de Jorge Luis Borges sobre Gustave Flaubert: «Fue el primer Adán de una especie nueva: la del hombre de letras como sacerdote, como asceta y casi como mártir».

Valdelomar fue un genio zambo y democrático, y el mejor escritor peruano que no llegó a serlo: murió a los 31 años, con toda su obra esperándolo. Habría terminado siendo la suma de Oscar Wilde y Abraham Valdelomar. Al morir dejó muy sola a la literatura; sin embargo, la vida, que es tan sabia, nos dio después a José María Arguedas y se llevó a Mario Vargas Llosa. Leamos a Valdelomar: bebamos en sus páginas de eterna juventud.

    (1) Abraham Valdelomar: Obras. Edubanco (Banco Continental del Perú), Lima, 1988. Dos volúmenes.
© Víctor Hurtado Oviedo, 1997
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