[Ciberayllu]

Los suntuosos

Víctor Hurtado Oviedo

Signo de los tiempos: hay más estilistas en las peluquerías que en la literatura
 
  Cuando algunos escritores mueren, sus almas suben al cielo de Lima: frío, borroso y gris, y sus cuerpos son enterrados en un lugar común. Aburren. Sus libros son un sueño; los más logrados —redondos de bostezos— despiertan las ganas de dormir. Cartujos de la literatura, los aburridos demacran su estilo con un régimen de pan y agua, se atan cilicios sin agudezas y someten al verbo, al sustantivo, a un voto de silencio de metáforas, de sinécdoques, de antífrasis y de todo el rebaño griego y esdrújulo de las gloriosas figuras de la retórica.

Los aburridos ignoran también que hay música en las palabras y que un párrafo de novela debe sonar como un canto porque la gran literatura se lee con el oído, no con la vista; pero los aburridos balancean los acentos y los tonos de su prosa con el encanto sabrosón de un mambo suizo.

Felizmente están los otros, los suntuosos: los que nos escriben fiestas de música y palabras y firman con el estilo. «Los álamos son lanzas verdeplata que crecen hasta las nubes para ver las torres de París», dice el español Álvaro Cunqueiro; y uno, que nunca ha visto álamos (ni París), los ve crecer igual, como un bosque de lanzas de un color imposible.

Los estilistas lucen una sensible vocación de suicidio pues morirían antes de hacer una frase hecha (los aburridos trabajan en la construcción civil de frases). Los suntuosos del lenguaje prueban que la originalidad siempre es posible, y que ni siquiera hacen falta palabras raras para convocar a la sorpresa. Con términos sin pedigrí ('patio', ‘sombra‘ y ‘luz’), Francisco Umbral cruza las sensaciones de la vista y del oído y crea esta sinestesia: «A cada música que cesaba, el patio quedaba más en sombra, como si se hubiese apagado una luz».

Los suntuosos visten de elegancia las ideas y convierten un diccionario en un poema o en un cuento. La verdad, son un banquete. La prosa de los estilistas regala el sabor jugoso del jamón serrano servido sobre el plato redondo de una frase. En Historias de Tata Mundo, el costarricense Fabián Dobles escribió así para el asombro: «Abrió la bolsa del otro lado y, como quien de allí coge un rico lechón cocido, sacó tamaño cuento, lo extendió ante nosotros y empezó a narrarlo». Uno lee e imagina que entiende, pero el sentido huye y ríe: Tata Mundo saca un cuento oral de donde no puede salir: de una bolsa; el cuento es sabroso como un lechón, pero ni un cuento ni un lechón pueden extenderse como un mantel, y los manteles no se narran. No importa cuánto lo persigamos: el sentido salta entre metáforas y juega con nosotros para que juguemos con él. Esto es la gran literatura.

Así, los suntuosos nos enseñan a leer otra vez y otra vez. La buena literatura es un kinder perpetuo. De José Martí —uno de los mayores genios de la lengua española—, los versos bajan como ríos de vino ondulante entre las orillas de la idea y el verbo. No solo suenan bien: también dicen algo. En el poema Hierro aparece este pasaje bellísimo: 

    «[...] Y las obscuras 
    tardes me atraen cual si mi patria fuera 
    la dilatada sombra»[...].
La primera lectura no basta. Lo «lógico» se escapa otra vez. Lo «normal» es que la dilatada sombra me atraiga como si fuera mi patria; pero la lectura inversa también es posible y, además, incluye a la «normal».

La suntuosidad de la literatura en español oscila como un péndulo entre dos imanes: el conceptismo y el modernismo; o sea, Francisco de Quevedo y Rubén Darío; es decir, el sentido y la música. Quevedo es la densidad, la pasión y la sentencia. Íntegro, el conceptismo barroco se concentra en estas líneas suyas y ejemplares: «En todo tiempo ha habido hombres infames que han tenido en más precio infamar a los famosos que ser famosos siendo infames». En cambio, Rubén es el placer sinfónico, el gozo danzante de leer. Su celebérrimo verso siguiente fue escrito en ritmo de vals (con pies dactílicos: óoo): 

    «Ínclitas razas urrimas, sangre de Hispania fecunda».
Algunos son suntuosos con frecuencia; otros, todo el tiempo: son las fiestas mayores del santoral de la literatura. A veces se cruzan ambos torrentes (Quevedo y Rubén) en genios-síntesis, como Ramón del Valle-Inclán. Él es capaz de la lámina radiante («[...] la manigua, donde el crepúsculo enciende, con las estrellas, los ojos de los jaguares») y del esperpento, caricatura del propio estilismo («En la turquesa del día orfeonaban su gruñido los marranos»).

Ojalá se diga que el estilismo es artificial. Bien por el estilismo, entonces, porque nada hay más artificial que el arte. La Naturaleza es otra cosa. Si la Naturaleza hubiese querido ser surrealista, hubiera pintado los cuadros de Magritte en vez de practicar con el ornitorrinco.

No hay escala que nos encumbre desde la prosa sencilla hasta el estilismo. No se aprende gran literatura leyendo a cualquiera, como tampoco se sabrá qué es el bolero escuchando las aproximaciones regresivas del intransitable «Luis Miguel» (la ignorancia no se cura con la mala información). A la selva de los libros suntuosos hay que entrar ya, con un lápiz lector como si fuera un machete: subrayar, anotar, celebrar. La gran literatura se conquista sólo para rendirse ante ella.

Jamón serrano y vino tinto, festín de palabras y sentidos, manirroto lujo del verbo, el estilo de los suntuosos es uno de los grandes placeres del mundo. Sobre todo ahora, cuando hay más estilistas en las peluquerías que en la literatura, debemos exigir lo imposible a los libros. El lector complaciente es el asesino de la literatura.

Hay que conocer Florencia: Mayami puede esperar.

© Víctor Hurtado Oviedo, 1997
970926