Góngora pa'l campesino

Víctor Hurtado Oviedo

[Ciberayllu] A falta de pan, buena es la métrica.
Expropiemos la gran cultura


  Yo también me he aburguesado, pero, como soy pobre, no se nota. Me siento —según dijo Abraham Valdelomar— igual que el chaleco, que pretende ser saco pero carece de mangas. Soy un pobre de clase media; es decir, de la clase que tiene el dinero suficiente para saber qué le falta, pero que siente una súbita y súbdita indignación cuando les quitan a otros lo que les sobra (ojalá que, cuando yo sea rico, todos los pobres sean como yo). Ya se ve que, en este mundo, el respeto por la propiedad está mejor distribuido que la propiedad. Para no aburrirnos, algún día habría que probar lo contrario.

En realidad, los miembros de la clase media solo somos diletantes de la pobreza. La miseria es una especialización que ejercen otros, las grandes mayorías; y ni siquiera hay que ir a la universidad para adquirirla: se aprende en casa con precocidad admirable. ¿Quién sabe si, a fin de restringir la excesiva oferta de indigentes, habría que castigar el empobrecimiento ilícito? Mientras tanto, para mejorar su suerte, a los pobres solo les queda confiar en la reencarnación; en cambio, los ricos saben que la reencarnación ya ha llegado.

Por suerte, los afiliados a la clase media estamos libres de semejantes avatares, demasiado hindúes. Para nosotros, la pobreza solo es un estado mental, una envidia secreta: un punto de comparación perfectamente lícito, pues, desde Einstein, todo —incluido el universo— es relativo. Así, el paso insolente de un Mercedes-Benz opera en nosotros la aflicción monetaria, tanto como lo hace la irreversible ausencia de los seis caudalosos volúmenes del Diccionario crítico etimológico de Joan Corominas, obra que —como se sabe— abunda en las bibliotecas de nuestras clases pudientes, tan cultas. Todo es relativo.

Así pues, aburguesarse es fácil. El método consiste en creer que los capitalistas tienen virtudes que debemos compartir. La mejor explicación me la dio Bird, película de Clint Eastwood. Se basa en la vida trágica y viciosa de Charlie Parker, genio del yaz. En una escena, Parker, turbio de mala noche, pregunta a Dizzy Gillespie —otro músico negro y asombroso— por qué este es tan cumplido: no se droga y es abstemio y puntual. Gillespie le responde: «Porque todo eso es precisamente lo que no esperan de mí los blancos».

Cortante lección de ética: orgullo de negro, de indígena, de pobre, de nadie, resonante como un látigo en el aire del desprecio. Ser como el señor, no gusta mucho al señor, porque empezaríamos a parecernos a él —o, mucho más peligroso, a parecernos a la imagen de él y que él no encarna—: esta es la única forma digna de aburguesarse.

El problema es que la envidia de los que no tienen se ha fijado en lo esencial (el dinero) en vez de subirse por las ramas (la cultura). Se termina entonces codiciando el lujo, que es una vulgaridad carísima, el matrimonio gordo de la moneda y el ridículo. En cambio, como parece que la eternidad ha dejado la justicia económica para después, habría que trepar ya al opulento enramado de la historia: la música compleja, la poesía clásica, el cine en serio, la gran pintura... —todo eso que no regalan los salxérox ni trae Julio Iglesias, la dispepsia hecha canción—.

Para ascender a la fronda más alta de la cultura hay que reconocer que el arte popular no basta. Este va bien y crea belleza a cada instante, pero nunca llegará a la complejidad que nos legaron los genios. Una taza de barro no es porcelana china, así como la letra de un bolero no es un milagro gongorino. En «Te quiero», dijiste, María Grever resume: «Muñequita linda de cabellos de oro»; por el contrario, en un soneto, Francisco de Quevedo se desborda:

En crespa tempestad del oro undoso
nada golfos de luz ardiente y pura
mi corazón, sediento de hermosura,
si el cabello deslazas generoso.

Los pelos rubios pueden ser también un rizado fulgor de oro ondulante, mas esta fulguración solo se ve desde lo alto. Tal es la lección de los genios.

Quizá sea el lenguaje el campo donde la conquista de la cultura sea más ardua, precisamente porque está tan cerca y se nos escapa. Los lingüistas afirman que todas las hablas son iguales pues nos comunican, pero esto no siempre es cierto. Yo creo más en los poetas. Uno de ellos, el español Pedro Salinas, escribió: «El campesino de cualquier país de vieja civilización habla bien, le gusta hablar bien, admira al que habla bien. Hay en el hombre del pueblo una sensibilidad para la calidad del lenguaje muy superior a la del mesócrata de cultura superficial. El pueblo percibe que el lenguaje del hombre tiene destinos más altos».

¡Y pensar que algunos predican hoy la abolición de la ortografía!: de la ortografía, dignidad que debemos conquistar hasta la perfección más absoluta. A los niños mal hechos con sumas de restas (casa sin padre, mesa sin pan, pies sin zapatos, escuela sin vidrios), falsos amigos quieren darles vocales sin tildes: pobreza sobre pobreza. ¿Y qué les importa, si sus hijos van a escuelas privadas?

Hay, pues, que sentarse a la mesa de la aristocracia y servirse el banquete de la belleza, aunque no nos inviten y aunque no haya aristocracia (lo más probable). Por lo general, a la burguesía, un festín de arte solo le provoca gases, y el eructo es entonces la cabal expresión de un pensamiento.

Expropiemos la gran cultura. («Quiero el latín para las izquierdas», escribió el mejicano Alfonso Reyes.) Sólo se vive una vez, y, curiosamente, es esta. Que los admiradores de «Luis Miguel» sigan pensando que un «clic» ya es música de cámara.

© Víctor Hurtado Oviedo, 1997

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