[Ciberayllu]
31 diciembre 2003

Prosa de Nueva York

Santiago Risso

 

La aurora de Nueva York gime...
nardos de angustia dibujada.

Federico García Lorca

Hay ciudades que de pronto,
de noche a mañana, sobre la bulla,
suelen cantar. Otras callan de golpe,
porque no las volveré a escuchar
o quizás, porque nunca,
en ningún recoveco de mi memoria,
supe de ellas.
Aquietadas en el olvido
siempre estuvieron tapiadas
a mi oído.

Mejor hablar de urbes que martillan
mi memoria, Buenos Aires ayer,
en el hemisferio sur, bandoneón, tango
y cumparsita que no complacía a Borges
y ahora Nueva York, con blues, jazz,
con Charlie Parker, pájaro entonado
por Cortázar en El perseguidor,
calles diminutas con talento
de hormigueantes hombres
y rascacielos opresoramente paradisíacos.�

Nueva York como símbolo de fracción
en cada letra y ritmo de este poema.
Nueva York, vista a través de un televisor a color,
y un filme de viejo que manifiesta
la pequeñez de los individuos
en la gran metrópoli «de la libertad».

Acabo de revisar un e mail,
que rápido como el corazón acelerado
de una paloma cruza el océano.
Palpitó hasta mis anteojos:
se trata de Dora, una fotógrafa
compatriota del bajo Manhattan.
Ella estuvo pisando, bandeando
con ternura el 11 de setiembre
el hundimiento de las Torres Gemelas,
aquel día en que aviones de línea
impactaron el orgullo de los diminutos hombres.�
Una maravilla moderna, de un plumazo de avión,
se convirtió en pretérito bizantino.
Dora pretende dar una exposición fotográfica
en la Católica, de nuestra Lima, la horrible.
Y en su cartapacio trae historias de hombres,
hombres que hablan y opinan sobre mujeres.
Nos dice en su veloz correo electrónico
que Abraham Goldstein tiene 104 años,
profesor de Leyes, nacido en el estado
de Connecticut, donde vive
retiradamente mi tío Arturo,
¿Acaso no estarás buscando marido?, le preguntó.

Luego de un largo viaje por Europa, Dora empezó
a trabajar en una imprenta del Flatiron Building.
Ed Clark, vecino del lugar
y amante de mujeres orientales
pintaba, muy viejo verde, su sensualidad
manifiesta a través de grandes lienzos
esbozados con fálicos escobillones
(los mismos que servían para asear ventanas
por sudacas en una Torre Gemela).
Ciego, y rodeado de un centenar de ardillas
domésticas, que preguntaban
al unísono qué veía más allá, Steve Cannon
daba clases de literatura
y a Dora le enseñó un Inglés utilitario
—como diría mi samak Mbare Ngom,
PhD and teacher of foreign languages
in Morgan State University of Baltimore
Cannon regentaba la organización
«A Gathering of the Tribes», una casa de locos
en el bajo Manhattan,
donde alquilaba una pieza
a un poeta californiano y una hermosa
muchacha, delgada, rubia espiga,
de enormes y tristes ojos azules,
dedicada a la prostitución.
Hogar con rincones, postales, periódicos,
álbumes, discos, libros... y un piano
que nunca compartía sus acordes.
A Steve Cannon convenció Dora en abrir
una galería de arte en su mansión de piano.
Meses después, piano a un lado,
comenzó la renovación
y otro ambiente invadió la ex casa
del poeta y su puta:
de todas partes del mundo aterrizaban
artistas: escritores, pintores, poetas, escultores,
fotógrafos, actores, músicos, bailarines,
filántropos que pagaban bien, very well,
a una negra, pechos agitados, striptisera
de pezones acorazonados.
Steve no puede ser mejor feliz:
la de pezones acorazonados, todas
las mañanas le lee el New York Times,
y le sirve un café caliente
y su pieza favorita de jazz.

El proyecto de Dora avanzó
y atrapó con su cámara
y almacenó en su portafolio
a hombres interesantes
como el italiano Edzio Walter,
el mejor restaurador de arte en Europa.
Él se mudó al departamento de Dora
y a la dueña no le gustó.
Dora, en invierno, se mudó a Harlem,
donde Lars Westvind le rentó un closet.
Lars y su familia, los únicos
blancos del vecindario,
Lars era un artista
con edificios también blancos,
renovados, limpios.

Leo, ahora, El Comercio
y la poeta Carmen Ollé escribe una reseña
sobre la novela Blues de los sueños rotos,
de Walter Mosley, hijo de padre negro y
madre judía. Un personaje, Atwater Wise,
viejo cantante de blues, incesta con Chevette,
joven alcohólica que por su experiencia incestuosa
llora todas las noches.
El incesto se repite en ella como pan de cada día.
Ella quiere empezar a vivir. Sola en Nueva York.
Y pasa la noche con Wise, que por negro
no pudo ser nada. Y ahora, lo es.���

Dora va a una fiesta en Tribeca,
un joven le ofrece un trago. Y lo
conoce:
«Christofer Bell, tablista, vida loca, drogas
y siquiatra de fin de semana. Chris volvió
a su California, y me dejó su departamento.
Salí del closet y pude estirar mis pies».
Glenn Fouch, viejo amigo, muy querido de Dora,
se compró una casa móvil y la llevó
al Sur de los Estados Unidos,
pasando México, Glenn, luego de girar
por el mundo, de amar la aventura,
los animales y mitos salvajes, el aire puro, amó
locamente a Dora, y ambos se llevaron
a Machu Picchu. Después Dora
regresó a Nueva York y disparó fotos
por diestra, siniestra y revés:
foto a James Corcoran, coleccionista de arte,
en su lugar favorito La aguja de Cleopatra,
donde su pasión de años es apilar cajas.
Luego Gary Stevens, crítico de teatro, Broadway,
leyenda, monólogos, y alguna celebridad.
Lee Klein es poeta, grande, alto, habla gritando,
le pregunta, le grita a Dora:
«¿Cuándo me tomarás las fotos?,
Yo soy el más grande poeta de Nueva York».

De 17 a 104 años, uno por cada año de edad, Dora tomó fotos.
Viajando por España conoció
a Dietrich Loezer, le disparó en un café
de Cancurreo, Ibiza, fue la entrevista más larga.
En los años de la Segunda Guerra Mundial
Dietrich, soldado alemán, joven, tímido, volvió
a su villa para realizar el sueño de encontrar
a una muchacha linda y casarse. Encontró
a muchas, todas las del pueblo: viudas, solteras,
viudas, casadas, viudas, divorciadas, viudas,
jóvenes, viudas, viejas, viudas.
Todos los hombres del pueblo habían muerto.

De regreso a Nueva York fotografió a Anthony Barton,
muchacho despierto aunque soñador, ojos brillantes:
«Me siento en la cima del mundo
y me gustaría que me tomes la foto cerca de algo
que represente la cima del mundo hoy
en día... La Estatua de la Libertad».
La isla de Elis aún no sufría la maretada de las torres naipes.

Dora viene al Perú a exponer fotografías de hombres.
Yo acabo de ver una foto del viejo Harold Bloom,
Él atribuye a Shakespeare la invención de lo humano,
la vida humana como reflejo de un producto artístico.
Ya no está Cortázar ni Parker ni jazz.
Veremos las fotos de Dora,
un poeta y su puta buscan pensión
en la sonrisa de un viejo maldito
llamado Harold Bloom,
judío y profesor en Yale,
de Nueva York.
Un poeta en Nueva York.

* * *


© 2003, Santiago Risso
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Para citar este documento:
Risso, Santiago: «Prosa de Nueva York. Poema», en Ciberayllu [en línea]

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