31 mayo 2002

Equilibrio

Cuento

[Ciberayllu]

Óscar Sipán Sanz

 

Inalterable: ni el viento racheado, ni las cámaras de televisión, ni la silenciosa multitud que, asombrada, contiene la respiración, ni la rítmica vibración del alambre de cuatro centímetros consiguen alterar los pasos firmes y seguros de Roberto Morales, el mejor funambulista de todos los tiempos. Camina sin pértiga y sin red, mostrando oficio y maestría, los ojos ocultos tras un pañuelo azul océano, facciones relajadas de patricio romano, el cuerpo erguido y una copa de champán sobre la cabeza rapada. Ignora el significado de la palabra vértigo. Desde su oscuridad interior, en mitad de una escarpada grieta de cientos de metros de profundidad, florece una calma sólida y cercana. Un solo fallo y su cuerpo se quebrará en mil pedazos. La posibilidad real de una caída es lo que estimula al espectador que, alimentando su morbosidad, sufre y disfruta al mismo tiempo. Los sentimientos agoreros que rodean la figura del funambulista permiten que su leyenda aumente hasta superarle, obligándole a realizar retos cada vez más disparatados. Retos que han llevado a Roberto Morales a emular al funambulista Philippe Petit, que en agosto de 1974 atravesó el espacio que separaba el World Trade Center, las extintas Torres Gemelas, portando una réplica de Marilyn Monroe a tamaño natural y besándola apasionadamente en mitad del trayecto, ante la explosión de júbilo de millones de televidentes. O a cruzar las Cataratas del Niágara uniformado de Policía Montada del Canadá. Retos que a algunos maravillan y a otros repelen, pero que a nadie dejan indiferente. Hay una seguridad casi insultante en sus movimientos, una sencillez «contra natura»: la seguridad del títere que ha vencido al marionetista y a sus propias limitaciones y cortando las cuerdas se aleja con decisión hacia un futuro mejor.

Llega al otro lado —siempre hay otro lado—, toma la copa de su cabeza, mostrando su lado más fotogénico, la levanta hacia el público (está rodando un spot publicitario para una importante bodega) y, brindando ante las cámaras se la bebe de un solo sorbo, arrojándola hacia detrás entre sonoros aplausos. Luego, consagrando su cuerpo al vacío, todavía con los pies sobre el alambre, da un paso al frente —donde supuestamente debería estar el suelo firme— y pisa un gran excremento de vaca.

Matrimonio de funambulistas, La Rochelle, 1959AL DESPERTARSE, la jaqueca se presenta como una mancha oscura en el cerebro. Una vaharada de ginebra seca le recuerda el transcurrir de la noche pasada. Se lleva la mano al estómago. Mira el reloj y siente una oleada de angustia. Ésta es la radiografía del desastre: es jueves, ayer volvió a beber tras siete meses en el dique seco y llega dos horas y media tarde a recoger a su hijo (su ex mujer volverá a amenazar con retirarle su derecho a las visitas). Desnudo, camina por las frías baldosas, sorteando ropa sucia, facturas impagadas y muebles caídos. El desorden de su apartamento es una metáfora de su vida. Llega al baño y orina con fervor. Enciende el agua caliente. El espejo le devuelve la imagen de un treintañero atractivo, ojos nebulosos, hundidos de sueño, cabeza rapada al uno, torso cultivado en gimnasio, bronceado todo el año por sesiones de rayos uva, ególatra y seguro de sí mismo, acostumbrado a llegar hasta el final en la primera cita. Pero hay algo más. Mirarse en el espejo es un acto de puro canibalismo: en el espejo ves también reflejados tus miedos, lo que no te gusta y vive dentro de ti, la parte que odias y desearías comerte y defecar. En la caja negra del matrimonio y de múltiples relaciones tempestuosas que terminaron estrellándose, un mismo culpable. Por mucho que se lo proponga, no lo puede evitar: se siente incapaz de condensar sentimientos en una sola mujer. Y asume su culpabilidad con una vida desordenada llena de altibajos emocionales; es el arancel que debe pagar. Se afeita cuidadosamente, se ducha y se pone un traje de sport, llama a un taxi y sale del apartamento.

El taxi, conducido por un iraní de poblado bigote y nariz aguileña, circula entre rotondas de tráfico intenso y semáforos eternos donde falsos tullidos con aspecto de asesino o de santo mendigan aproximándose al cristal de su ventanilla, quejumbrosos, mostrándole fotografías de mujeres tristes y niños ojerosos en viviendas desahuciadas, esperando que la semilla de la lástima germine en su interior. Les ignora, como ignora la llamada de su manager al móvil antes de desconectarlo, y se apea del taxi caminando hacia el bloque de apartamentos de su ex mujer. Un anciano desnudo pronuncia un discurso subido a un banco de cemento. Sus ojos ausentes y su rostro febril, carcomido por el alcohol y la soledad, despiertan la burla o el desinterés de la gente, trabajadores con aspecto cansado que regresan de las fábricas con un periódico bajo el brazo y nada en la cabeza. Decididamente, el trabajo no dignifica al hombre: lo envilece, lo deprime, lo aniquila. Habla en un tono monótono, sin acento que delimite su procedencia, como un ventrílocuo, apenas sin despegar los labios, a mil años luz de la realidad. La cordura es el último animal en extinción; un animal que no se dejará clonar. Atraviesa el jardín con columpios, un jardín donde inmigrantes sin papeles pierden la juventud cuidando de despóticas ancianas mientras sueñan atardeceres en el malecón, cuerpos fibrosos de sonrisa perpetua y música lejana, y sube en el ascensor. Llama al timbre y da un paso hacia atrás, anticipándose a la catástrofe, en una maniobra de protección que no le sirve de gran cosa, ya que, su ex mujer abre la puerta como una exhalación y, con el rostro enfurecido y las mandíbulas apretadas, los ojos inyectados en sangre, odiándole desde el alma, deja escapar un surtido completo de insultos. «Siempre igual, hijo de puta, no respetas ni a tu descendencia, una sola vez a la semana, una sola preocupación, y llegas tres horas tarde apestando a alcohol, recibirás noticias de mi abogado, esto no va a quedar así, tres horas tarde el día que tengo que presentar al nuevo candidato a la alcaldía, malnacido, no se puede confiar en ti». Las heridas ya no volverán a cerrarse. Un hombre resacoso, una mujer desbordada por el odio y un niño cabizbajo: jirones de lo que fue un proyecto de familia. Le entrega al niño y cierra la puerta.

Inmersos en una marea humana —una marea cambiante, como las rachas de suerte o de viento--, se adentran en el centro comercial. Su hijo es un niño callado y tímido que camina cogido de su mano por la fuerza de la costumbre, dejándose arrastrar, ausente y dócil, sin oponer resistencia, con una gorra roja calada hasta las orejas y dos muñecos de goma. Una gitana de piel cuarteada, embutida en múltiples capas de ropa negra, intenta leerle la buena ventura tomándole de la mano y obsequiando al pequeño con un caramelo. Roberto Morales arroja el caramelo al suelo y, retándola, busca con la mirada al guardia de seguridad. Ni siquiera se digna escuchar el chorro de maldiciones que brotan de su boca en un dialecto que se le antoja ancestral e incomprensible. El centro comercial es una verbena abierta todo el año, una ilusión alejada de los problemas, un mundo ideal poblado de anuncios llamativos y mensajes alienantes. Somos hijos de la publicidad, la única religión, la auténtica, el verdadero Dios que no exige nada a cambio.

Como cada jueves, piden hamburguesas, patatas fritas y coca-cola —una comida de sabor extraño y digestión complicada, tan sana como la hierba de una central nuclear-- en un establecimiento americano de comida rápida, donde trabajadores explotados por un salario de miseria le atienden con falso ánimo festivo. Comen en silencio, centrándose en engullir el alimento, sin despegar los ojos de la mesa, dibujando grecas de ángulos imposibles con el kepchup y la mayonesa, y luego se levantan y dan una vuelta por el centro comercial.

Las escaleras mecánicas les dejan en la sección de Perfumería y Cosmética. Nada más verla —pelo negro ensortijado, nalgas duras, pechos menudos y grandes ojos verde esmeralda, joven, guapa y desorientada por el mundo -empieza a codiciarla. No puede evitarlo: una pieza magnífica para su catálogo de conquistas, orfebrería fina, un trofeo más para justificar sus credenciales de seductor. De un vistazo calibra sus anhelos ocultos, sus insatisfacciones, el primer desencanto entre lo que la vida promete y luego nos niega; el primer eslabón de una larga cadena de desencantos. Su apetito lubrifica su imaginación e, instintivamente, traza un plan de ataque, minuciosamente, como una araña tejiendo una red en la oscuridad. Camufla su petulancia tras una máscara de hombre-bueno-con-niño-necesita-urgentemente-ayuda y, tensando los músculos de falso estibador, se acerca a la dependienta tomando a su hijo de la mano. Tiene las uñas pintadas de negro y no lleva anillo de casada. La saluda con un sencillo: «Hola, ¿cuánta gente hoy, no?» «No soporto las aglomeraciones, es algo que me supera» «Sí, busco un perfume fresco, no muy intenso, para mi» «Este es mi hijo, saluda a...¿cómo te llamas?» «Mira, me llamo Mira», dice con aliento de cloro y almendras. «Pues saluda a Mira, es un poco tímido, pero se porta muy bien» «Aunque mi ex mujer lo mima demasiado, ya sabes a que me refiero» «¿Llevas mucho tiempo trabajando aquí, Mira?» «Un mes y dos días» «Parece que estés presa: me faltan ciento dos días para la libertad condicional». La risa de Mira —efervescente, fresca, sincera— convierte el deseo en una necesidad acuciante. «Tú sales en un anuncio de champán, ¿no? Eres el equilibrista». Mira embala sus prejuicios iniciales y comienza un firme proceso de rendición, a bajar las empalizadas y el puente levadizo de su castillo, relajándose, dejándose arrastrar por la riada de palabras dulces, calculadas y embriagadoras de Roberto Morales que, con su instinto de cazador funcionando a pleno rendimiento, intuye el momento álgido de un cuerpo inocente, la frescura, la plenitud, la chispa de vida que perdemos en el camino, el brillo de sus ojos felinos en el momento del orgasmo. El sexo mueve el mundo. Y nada como un treintañero separado con niño, famoso (la fama te convierte en embajador de ninguna parte) y bien parecido, la madurez y el equilibrio que una mujer joven no encuentra entre los especímenes masculinos de su misma generación, para encandilar a una monada de veinte años que comienza a vislumbrar las mentiras de la vida prometida en los medios de comunicación. El flirteo —que dura varios minutos y termina con la compra de un perfume francés, un beso en la mejilla y un intercambio de teléfonos que presumiblemente se convertirá en intercambio de fluidos o se cristalizará en una nueva relación—dura lo suficiente para que el niño se extravíe en el centro comercial. Y la euforia de la conquista da paso al pánico —un pánico poliédrico, creciente, explosivo, como el llanto de una viuda--, en el momento que se percata de la ausencia de su hijo. Se siente como el centinela que despierta cuando el cuartel ya ha saltado por los aires. Ha perdido a su retoño, a la sangre de su sangre, y su ex mujer lo va crucificar. Cubierto por un sudor frío que le atenaza, recorre hasta el último rincón de la planta y moviliza a todo el personal, pero no obtiene ningún resultado. «¿Ha visto a un niño de cinco años con una gorra roja?», increpa a los posibles compradores. «Tiene que estar aquí, nadie se lo ha podido llevar», repite como un mantra en su cabeza, estremeciéndose ante la posibilidad de no volver a verlo. Tiene tantas cosas que decirle... pero de alguna forma se siente incapacitado para demostrar cariño. Ha llegado a la conclusión de que su corazón es un órgano atrofiado; cada vez que intenta acercarse a su hijo es como si un cristal blindado les separase. Cuando lo encuentra�� —oculto tras una columna de abrigos de piel, en su mundo, ajeno al despliegue de su búsqueda, de las preocupaciones y del malestar generado, jugando con los muñecos de goma—, sus emociones se desvanecen. Le abofetea dos veces, ante los guardias de seguridad que le piden calma a la vez que comunican la noticia por los walkies al resto de compañeros, sin prestar atención a sus lágrimas, a su desdicha y al «no te quiero, papá» expresado con una rotunda y dolorosa sinceridad de niño. «Hoy no habrá ni cine ni helado, así aprenderás» y, arrastrándole bruscamente, lo lleva junto a su madre.

Aunque prometió sobre la tumba de su abuelo no volver a verlo, Celine le deja pasar. Su imagen le provoca un dolor vigente, la ruptura está muy cercana en el tiempo. La boca de Roberto Morales es un manantial de promesas vacías y explicaciones sin sentido; un caballo de Troya donde ocultar las verdaderas intenciones. Promesas que ella en realidad no cree (se le agotó la ingenuidad), pero que comete el error de escuchar. Es humano profanar los recuerdos, bloquearlos, camuflarlos, tergiversarlos; dejar una puerta abierta a la esperanza. Se equivoca: una vez más no habrá metamorfosis, la crisálida no se convertirá en mariposa, el lobo seguirá matando corderos. La esperanza de un cambio es una de las artimañas utilizadas por ese gran traidor que es el corazón humano. Absurdos e intrincados los caminos del corazón. Amamos a monstruos y no somos capaces de reconocerlo hasta que el tiempo transcurre. El tiempo nos da una perspectiva y cicatriza las heridas. El funambulista pasa de las palabras dulces («Mi pequeña suiza», la llama) a la acción sin un rescoldo de tibieza, sin mediar un abrazo. La desnuda en el sillón (los preliminares brillan por su ausencia), quitándole por la cabeza el vestido ajustado y arrancándole las bragas. Se coloca un preservativo ultrasensible y se mueve cadenciosamente, sin mirarla a los ojos, concentrado en sus fantasías —imagina un encuentro salvaje sobre el alambre con la joven dependienta vestida de novia--, hasta que la vista se le nubla y las estrellas dan paso al esperma. Eyacula entre grandes espasmos llamándola Mira. Actúa con alevosía, conocedor del alcance de su traición y de la ruptura definitiva, leal a su falta de principios. No le importa demasiado: el reflujo de la marea se llevará los restos del naufragio. Aparecerán nuevas mujeres —el encantamiento, la magia de la novedad-- y el ciclo del amor volverá a repetirse. «No quiero verte más», dice Celine en el vano de la puerta. Pero Roberto Morales ya no está allí.

En el contestador automático encuentra dos mensajes de su manager. «Roberto, he intentado hablar contigo todo el día y no me coges el móvil o lo tienes apagado (Silencio) Te recuerdo que mañana tienes la sesión para Vogue y me tienes preocupado. Por favor, llámame y no lo olvides, es importante». «Roberto, soy yo otra vez. ¿Por qué no quieres llamarme? Te he dejado varios mensajes en el buzón de voz. Joder, es importante. Ayer te vieron por los bares de la zona vieja. Roberto, no me hagas esto... no puedes haber recaído... la cura de desintoxicación... piensa todo lo que nos costó salir del pozo... lo prometiste, Roberto (silencio)... (un suspiro prolongado)... Roberto... llámame, ¿vale?». Los borra sin contemplaciones y se sirve un trago de la botella recién comprada. Lo necesita. Vuelve a sentir esa indefensión que aparece en cuanto se queda solo. El silencio que invade la casa —un silencio de iglesia repudiada por Dios— desata� en él una desazón incontrolable: el desasosiego del animal fuera de su entorno. No puede enfrentarse a los momentos de lucidez. Porque a veces intuye que el hombre que pisa el suelo, que inevitablemente sufre y genera sufrimiento, no tiene nada que ver con el que camina por esa soledad sin estructuras que es el alambre; es un extraño que lo ensucia todo, un hermano gemelo maligno que odia al mundo y se odia a sí mismo. El whisky le ayuda a disipar el hastío interior y le sube la moral de inmediato, como una bandera izada por unos brazos fuertes. Se cambia de ropa y baja a la calle.

Un buen jugador de billar americano hubiera reconocido a un profesional de inmediato, tan sólo con verle afinar el taco. Lo que había surgido como una forma de matar el tiempo centraba ahora toda la atención del club: una larga barra en forma de ele, desierta, humo de cigarrillos, ausencia de música y una lámpara encendida sobre una impoluta mesa de billar. El jugador --un tipo bajo y fibroso, pelo entrecano y ojos pequeños, ligeramente achinados, elegante en sus movimientos y regio en el vestir-- no alardeaba de su superioridad: se limitaba a introducir las bolas en los agujeros, serio, frío y seguro, y recogía el dinero preguntando en un tono neutro, uniforme, «¿otra partida?». No era el Gordo de Minnesota (inolvidable personaje de El Buscavidas de Robert Rossen), pero su nivel se encontraba a mil años luz del de un aficionado. A su alrededor, una multitud expectante observaba la escena desde hacía horas, sentados a horcajadas sobre las sillas vueltas, entretenidos por la arrogancia inocente —que rayaba con la estupidez—- de Roberto Morales que, tras ganar cuatro partidas con una facilidad sospechosa, había encadenado cincuenta y siete derrotas consecutivas. La trampa era tan vieja como las pirámides de Egipto. Pero aún cree en la remontada y así lo comunica a los cuatro vientos, obstinándose en seguir jugando, como si la suerte fuera una cuestión de tiempo. Ha perdido todo su dinero, pero no se resigna a la derrota, no quiere dejarlo. Se le ocurre una idea. El notario da fe por escrito del acuerdo y el equilibrista vuelve a tener crédito: ha entregado a cuenta el contrato firmado con Vogue, el profesional vuelve a afinar el taco. Se abre una puerta y entra un hombre rehecho, maduro, que roza la obesidad, facciones caídas, patillas canosas, entornando los ojos ante la luz enrarecida y la atmósfera cargada de humo. Todas las miradas se posan en él. Roberto Morales apura el trago y, visiblemente borracho, dice, «Aquí llega el traficante de mi equilibrio, el que se llena los bolsillos a mi costa mientras yo arriesgo la vida: señoras y señores, un aplauso para mi manager». Toda la manada de noctámbulos ríe la broma. Todos menos el manager, que se acerca a su posición. «Roberto: son las seis de la mañana. Dentro de dos horas tienes la sesión para Vogue. Vámonos, por favor. Llevo toda la noche buscándote».»Mira, sanguijuela, me marcharé cuando me venga en gana. Ahora que las cosas se están poniendo bien, no voy a largarme; estoy a punto de ganar una fortuna, ¿comprendes?» El manager cierra los ojos tres segundos y con una voz serena, inflexible, dice, «Has vuelto a beber. ¿Ya no recuerdas tu antiguo problema con el alcohol? ¿Y cuánto has perdido hoy, Roberto? ¿Todo? ¿El adelanto de Vogue?». El funambulista intuye algo más que un simple esfuerzo comercial, pero lo desecha inmediatamente. No tiene amigos, tan sólo conocidos; para Roberto Morales la amistad es un valor a la baja. «Eso no es cosa tuya, yo soy el que se expone en el alambre —le contesta— Lárgate a contar todos los billetes que me robas». Sus palabras ofensivas provocan una reacción en cadena en el cerebro del manager que, cegado por el odio —un odio elíptico que le asfixia—, se aproxima como una máquina de vapor y le golpea en el rostro con todas sus fuerzas, arrojándolo con virulencia sobre la mesa de billar. «Me das lástima», sentencia caminando hacia la salida. «Estás despedido, cabrón», le responde Roberto Morales, levantándose torpemente de la mesa, con la lámpara moviéndose en grandes círculos y un incipiente ojo morado.

EL RAYO QUE PRECEDE al trueno hace palidecer a todo el mundo menos a Roberto Morales que, caracterizado de Jesucristo —corona ensangrentada de espinas, taparrabos y una cruz de madera— camina sobre el alambre con movimientos sincronizados. La mañana, gótica desde el alba, luz entrevelada y jirones de primavera, le da una nueva dimensión al reportaje fotográfico de Vogue. La falsa crucifixión y el ojo morado —las maquilladoras han decidido dejarlo al descubierto, en aras del realismo— se conjuran con la tormenta eléctrica creando una sensación angustiosa de peligro. Un peligro de sabor acre y ancestral sin el que Roberto Morales, el mejor funambulista de todos los tiempos, no concibe la vida. Desde las alturas, nada ni nadie puede profanar su jardín interior. Es un adicto al precipicio que disfruta meciéndose con el influjo del vacío, aspirando el perfume de la tierra mojada, estremeciéndose con el vaivén de las olas del cielo fluctuando con la muerte. El mensaje es claro y conciso: su firmeza se torna en inseguridad en el momento en que sus pies se posan en el suelo. El suelo es un medio hostil, una maldición sin posibilidad de retorno; allí su vida es una mala obra de teatro con un elenco de actores espantosos. De alguna forma, lejos del alambre hay un Dios —el Dios émbolo, un Dios que nos aplasta para que reconozcamos su poder, para que no cuestionemos su autoridad-- que se ensaña con él. «¿Por qué te ensañas con tu hijo?», le grita al cielo turbio, desde las tripas, desorientado por la falta de misericordia, sabedor de que su único equilibrio en la vida se encuentra sobre el alambre, el cordón umbilical que le une al abismo, ese largo pasillo alfombrado hacia un lugar mejor, el bálsamo que calma sus angustias, que difumina sus defectos, el refugio al que no pueden acceder sus miedos.

* * *



© 2002, Óscar Sipán Sanz
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