16 setiembre 2002

La elección

Cuento

[Ciberayllu]

Óscar Sipán Sanz

«¿Qué destruye más a un hombre que trabajar,
pensar y sentir sin necesidad interior, sin ningún
�deseo personal profundo, sin placer, como un
mero autómata del deber? Ésa es la receta de la
decadencia, y no menos de la idiotez».
Friedrich Nietzche, El Anticristo.

«Nadie más muerto que el olvidado»
Gregorio Marañón (1887-1960)

El celador lo deposita sobre la mesa de autopsias y el forense queda a solas con el cadáver. En la claridad extraña de la luz artificial, en esa intimidad cercana que otorga la costumbre y el trabajo, lo reconoce de inmediato. No suele compadecerse de los muertos que le entregan, pero no puede evitar sentir lástima por la vida derramada: el cuerpo que yace ante él, en pleno proceso de rigidez, atrapado en su propia inmovilidad, desorientado, como fuera de lugar, es el de un joven vagabundo aparecido recientemente en la prensa local. Todavía conservaba el recorte, a modo de improvisado separapáginas del libro de viajes que estaba leyendo. Le impactó profundamente que un muchacho de apenas veinte años —huérfano de padre y madre, que provenía del norte y vivía en una casa ocupada de la zona vieja— hubiera conseguido un importante galardón literario. La novela premiada versaba sobre un mago atormentado y egocéntrico capaz de hacer desaparecer cualquier cosa menos el recuerdo de una mujer. Definía su estilo como «literatura sin artificios para locos y cuerdos». Ahora, tras su inminente publicación, no habría tiempo para la gloria y el champán: el talento de un hombre brillaría como una constelación de estrellas muertas y luego se apagaría. En la fotografía del periódico parecía íntegro y valiente, frágil y atrevido; una sonrisa espontánea y sempiterna recorría su cara. La entrevista estaba plagada de frases brillantes, sinceras y contundentes. «Enfrentarse a un folio en blanco es ejercer con el despotismo ilustrado de un Dios, desafiar a tu mente, a tus limitaciones, y a esos miedos que nos inculcan desde la cuna: el miedo al fracaso y el miedo a soñar». «Espero escribir miles de historias para cauterizar tristezas o para desatarlas. Porque el que sufre está vivo y sólo los vivos tienen una oportunidad». «He elegido el calvario de la creación, morir una y otra vez por los demás y resucitar en cada historia. Nada importa, cuando la literatura fluye. Los artistas deben ser buscadores de belleza». «Eso de que el hambre incentiva la imaginación son estupideces románticas de crítico sabelotodo. El hambre incentiva el hambre, nada más. Se escribe infinitamente mejor con el estómago saciado y el frigorífico lleno en una mansión ajardinada con mayordomo, piscina climatizada y pista de tenis». «Quiero ser el azote de todos los crápulas literarios que copan las listas de ventas repitiendo fórmulas gastadas y reciben premios oficiales en sus torres de marfil por unos escritos mediocres que rozan el plagio, combatir la mala literatura con la imaginación desaforada, derribar cazas de combate con balas de honda». «La mediocridad es la plaga que azota el siglo en que vivimos. Pero nadie parece darse cuenta». «Somos súbditos del miedo a ser distintos, a desentonar de una sociedad iletrada, cloroformizada y enferma, una sociedad donde se prima más la estética que la valía personal».«Es preferible descarrilar en una de las curvas de la vida que llegar al final del trayecto ignorante, cansado y solo, como un mulo ciego arrastrando un pesado fardo». Una auténtica declaración de principios. Poseía el atractivo de la calle, el descaro de la juventud, la agudeza del que ha pasado hambre. Sin duda, era uno de esos afortunados a los que las hijas de la clase alta entregaban su virginidad en los parques y en los soportales, desde tiempos inmemoriales. Al leer el informe de la policía, se siente invadido por una tristeza desgarradora: había muerto al alba, cuando densas bandadas de pájaros se dirigen a tierras más cálidas formando perfectas figuras geométricas, entre el crepitar del viento en los vagones y los postes de la luz deformados por la velocidad, solo, en los pasillos de un tren imparable, camino de recoger su primer premio literario. Un joven vagabundo, un desheredado del mundo, la esperanza de los sin techo. Desoladoramente triste. Coronación y exilio en un breve periodo de tiempo. Hay algo injusto en esta vida, reflexiona. Se aproxima al cadáver. Debió poseer una mirada luminosa, insostenible, de arribista o de maestro de esgrima. Los ojos de los muertos expelen reflejos metálicos. Pero en éste hay algo más: una expresión en su rostro denota inquietud, desasosiego, sorpresa; indicios incuestionables de resistencia al desastre. Si realmente existe, su alma todavía flamea sobre su persona.� La muerte lo encontró desprevenido. Luchó, se defendió con todas sus fuerzas, en ese segundo final cuando ya sabes que te vas, que te llevan a tu pesar, en ese último paseo en calesa por las calles de tu pasado, la negación de la muerte del que tiene un motivo para quedarse. O mil. Todo eso encontró en sus ojos antes de ponerse a trabajar.

Se coloca unos guantes de goma, enciende la grabadora —que, como muchas otras cosas en la era de la automatización y la economía de mercado, ha sustituido al taquígrafo— y examina con detenimiento las prendas de vestir, a la vez que describe lo que ve. «El joven viste un chaquetón holgado de paño grueso —unas dos tallas más grande, aproximadamente—, jersey oscuro de cuello alto, pantalones gastados de pana marrón y botas negras sin brillo. Tiene el cabello castaño, ligeramente ondulado, y la nariz roma. Ha sufrido un golpe en la barbilla, un simple rasguño con todos los caracteres de haberse producido post-mortem, al derrumbarse contra el suelo del vagón. La coloración de la piel es pálida. Piel del que ha pasado mucho tiempo encerrado entre cuatro paredes. Es un sello de identidad de los presos, las monjas y los escritores.». Detiene la grabadora y toma una cámara digital. Realiza cuatro fotografías de cuerpo entero desde distintos ángulos, alejándose varios metros de la mesa de acero, además de dos del rostro —una por cada perfil— y otra de la barbilla dañada. Luego enciende de nuevo la grabadora. «Procedo a desnudar al difunto». Lo desviste con solemnidad, ordenadamente, comenzando por la parte superior, sin faltarle la respeto, como si no quisiera despertarlo de un sueño profundo y reparador. Registra la temperatura corporal y la anota con su estilográfica en un documento color sepia —un informe para el médico solicitante de la autopsia, esencial para la instrucción del sumario—. Luego, obtiene muestras del cabello y sangre de una vena periférica, en el brazo izquierdo. «No existen punturas de venopunción en antebrazos ni en ningún otro sitio visible. Tampoco en lengua, cuello ni genitales, por lo que se descarta, en principio, la intoxicación por heroína u otra droga intravenosa». Observa sus manos sin anillos, delicadas, impolutas, manos de huesos frágiles acostumbradas a teclear con rapidez sobre una máquina de escribir. «Coloración amarillenta intensa de los dedos pulgar, índice y meñique de la mano derecha; la uña de este último, ligeramente ennegrecida (fumador diestro que tenía la costumbre de desprender la ceniza con la uña meñique)». Registra la raza, la edad aparente, la talla y el peso aproximado.� «No existen cicatrices destacables, heridas quirúrgicas, tumores, livideces, nódulos, equimosis, huellas de venopunción ni malformaciones aparentes. Tampoco percibo nada anormal palpando el cuello, el abdomen, las extremidades, las axilas y las ingles. Visualmente todo parece correcto, por lo que procedo a la apertura de cavidades y a la extracción de órganos». Acerca una mesa con ruedas poblada de material quirúrgico y herramientas pesadas —sierras de diversos tamaños y formas y taladros— y se coloca unas gafas de plástico similares a las de los buzos, ajustándoselas hasta que se siente cómodo. Sitúa el cadáver en decúbito dorsal e inicia el procedimiento, sin persignarse ni atender a ninguna superstición, a la búsqueda de conclusiones que resuelvan el caso, con una profunda incisión en forma de «Y» a partir de las articulaciones acromioclaviculares hasta la línea del esternón y desde allí hasta el comienzo del pubis, respetando el ombligo. Levanta la piel de un tirón seco, el tejido celular subcutáneo y los músculos de la parte alta del tórax y del cuello hasta el borde inferior de la mandíbula y secciona los músculos del piso de la boca, extrayéndolos junto con las glándulas submaxilares. Después, levanta la piel y el tejido celular subcutáneo del tórax, hasta visualizar los músculos intercostales y las costillas; secciona éstas últimas con el bisturí en su unión con el cartílago y alza el esternón para dejar al descubierto los órganos del tórax. Los explora in situ para descartar anomalías congénitas. «Los pulmones están normales (húmedos, de aspecto esponjoso) y sin la menor manifestación de asfixia. El corazón, con sangre abundante de color habitual y ausencia de coágulos. La bolsa del estómago contiene restos de pizza, un líquido oscuro —tomo una muestra para analizarlo más tarde en el laboratorio— que juraría es café y pepitas de sandía». Murió en el pasillo de un tren, probablemente tras ingerir un café azucarado apoyado en la barra; lo imagina mirando con disimulo a las mujeres solas, inventando su pasado y anotando sinopsis de historias sobre la superficie rugosa de� una servilleta de papel. «Encuentro el estómago normal; al igual que los dos intestinos. Se descarta el ataque cardíaco, la insuficiencia respiratoria, renal o hepática, además de la oclusión intestinal. Apostaría a que ha muerto de un tumor o una hemorragia cerebral. Pero eso es sólo una hipótesis y una hipótesis no es más que una verdad inventada».

Nunca termina de sorprenderle el interior de un cuerpo humano. Al principio, cuando comenzó� ejercer su profesión, pensó que con los años uno se acostumbra a todo, al infierno si es necesario, que la rutina es una apisonadora que arrasa todo lo que encuentra a su paso, convirtiendo la emoción de la novedad en pura mecánica. Pero no dejan de fascinarle los mecanismos de perfección complejos, sincronizados, armónicos, de proporciones exactas— que conforman el cuerpo humano. Él lo llama El Evangelio de las maravillas. El corazón es un guardia caprichoso y desdentado que dirige el tráfico sanguíneo y emocional. Los pulmones son las cajas de música del viento. Los riñones dos pretendientes de espléndido traje rojo acompañando al cine a la columna vertebral. Los intestinos son como arbustos trepadores hacia lo desconocido. El cuerpo es un criptograma indescifrable. Tiene algo de místico contemplar nuestro interior: hasta el más acérrimo ateo espera encontrar el sonido de un millón de coros celestiales y legiones de ángeles imberbes tocando el arpa y revoloteando como libélulas de verano. Pero en el santuario de las vísceras sólo habita el silencio. No somos más que carne muerta en proceso de alimentar a otros microorganismos tan extraños como nosotros.

Después, procede al levantamiento de la bóveda craneana. Para ello, coloca la cabeza en un ángulo de noventa grados del cuerpo, poniendo bajo el cuello un soporte de madera de veinte centímetros. Como el que baja por última vez la persiana metálica de un restaurante que pronto será demolido, cierra sus párpados respetuosamente y le atusa el cabello. En virtud de los resultados, su trabajo habrá llegado a su fin. Realiza una incisión de la piel cabelluda de una oreja a otra, el pulso firme y seguro del que lo ha hecho en infinidad de ocasiones, hasta llegar al hueso. Corta la bóveda craneana con una sierra eléctrica circular —el ruido del metal dentado enfrentándose y venciendo sin remisión al hueso se hace insoportable— y la separa en dos, a la búsqueda de un tumor o un derrame cerebral que le dé cierto sentido a la muerte (si puede llegar a tenerlo) y confirme sus teorías.

En el interior, desordenadamente, como si alguien las hubiese abandonado acuciado por las prisas, cientos de historias inacabadas se agolpan inundándolo todo: historias que acarician e historias que golpean, historias que enternecen e historias que horrorizan, que flirtean con la desesperación más absoluta y que generan esperanza, que mitigan el deseo y desatan la pasión. Historias que a nadie dejan indiferente, que rompen la dura capa de la conciencia individual. No puede evitar sentirse como Max Brod, amigo y albacea de Franz Kafka, ante la disyuntiva planteada en el lecho de muerte de quemar su obra inédita o no. Se sienta en una silla, abrumado por la pesada losa de la responsabilidad, con la cabeza entre las manos y el cerebro funcionando a gran velocidad: terminar la autopsia implica enterrar un fabuloso tesoro en una fosa común olvidada, perder los frutos de la imaginación de un escritor que no han visto la luz y que se diluirán como lenguas de tierra fecunda en un océano agitado. «Comprendo tu tristeza, tu frustración —le dice—. Te arrebataron antes de tiempo de tu lugar en el mundo. Historias que estabas incubando, que comenzaste a forjar en tu cabeza y no llegaste a terminar, que cincelaste con la paciencia de un orfebre y la libertad de movimientos de una apátrida, están aquí, ante mí. Se quedaron en la antesala de la gloria, atrapadas en tu cabeza por un capricho divino e inexplicable, muertas en tu cuerpo muerto». Las lágrimas brotaron de sus ojos en cascada, silenciosas y disciplinadas, hasta desahogar la pena y aclarar la mente. Tuvo que rendirse ante un sentimiento nuevo, poderoso, desconocido. Se armó de valor y tomó una decisión: rehusó de su cargo vitalicio de forense y abandonó para siempre el depósito de cadáveres y la ciudad con el firme propósito de dedicar su vida a finalizar, portando con orgullo el pseudónimo de su creador, aquel racimo de joyas inconclusas.

* * *



© 2002, Óscar Sipán Sanz
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