[Ciberayllu]
6 abril 2003

La noche tiene el olor del cuero negro *

Óscar Málaga Gallegos

 


os murciélagos se cuelgan de mis cabellos.
Las aguas del mar tienen las alas cubiertas de barro.
Bandadas de pájaros sobrevuelan hambrientos.
Sólo distingo burbujas: Reventando.
Brillantes ecos de multitudes de cuerpos hinchados.

Acomodo mis redes. Me ensordecen
los ojos ciegos de los murciélagos. Ni yo mismo sé
lo que escucho. Las echo al mar.
¿De quién la sangre que rueda por mis mejillas?
¿Las sombras que se aprietan contra la noche? El tiempo
está caminando pero no logro alcanzar
la botella de ron con la que me protejo del frío.

 

Ni yo mismo sé que te amo.

Los peces están muertos. Mi red no persigue sus almas.
Protejo mis remos con grasa de animales vivos.
En medio del mar soy todo el horizonte.
¿Qué ordenan los policías metálicos que jubilan en las orillas?
La noche se arrepiente. Escucho
el tiempo que se desenrolla, oxida,
camina, llora, �en� las alas de una gaviota.
He poseído una red, poseo un par de remos
pero el mar ha perdido la vida. No comprendo
cómo puede sobrevivir el color azul, sus lágrimas amargas
sobre las que navego. Si se divisa de lejos todo es más claro:
El paisaje de un estanque desterrado. Sé que no es una cosa triste.
Que multitudes duermen bajo este mar. Otros, descansan
en los templos. Otros, anuncian llamaradas. Mi deseo
es la joya escondida en el fondo de mi bote.
Dicen que las olas son pequeñas.
Escucho que las olas están creciendo.

 

Ni yo mismo sé que te amo.
Ni yo mismo sé� qué escucho.

Empujo mi barca hacia las aguas. Un destino
anudo con el desconcierto de mis brazos. Y tropiezo
con otros pescadores. Iluminan sus remos
para atrapar el ruido de los peces. Y la noche
se desnudaba. Nos hemos deseado suerte. Y se han dispersado.
Por los cielos. Enterrado sus huérfanos
debajo del jarrón de rosas. Por el secreto. Y la noche
se desnudaba. Los peces están muertos, dije
y señalé el valle de ostras rotas que pisábamos.
Anuncié, todos moriremos en una isla;
soñé,� no había regreso. Enamorados
seguimos fugando hacia las aguas. Y la noche
se desnudaba. Con desesperación
engrasamos� nuestras velas. Un jadeo
estruendoso cimbreó el azul del mar. Y la noche
se abría. Por el corazón del miedo.
Y penetramos en su cuerpo sagrado.

 

Ni yo mismo sé que te amo.

No se escuchó ninguna celebración. Desaparecimos
en el mar como una corriente. Sólo el ruido atroz
de los murciélagos, sin tregua, construyendo
su paraíso en la pupila sumisa de mis ojos. El tiempo
se agota.� La vida no tiene descanso. Me persiguen
estatutos de metal; su brillo encarcela las orillas.
Mantenemos las lámparas encendidas. Poco a poco nuestra piel
toca el vigor glacial del norte. Detrás del vidrio de la ventana
una mano se agita. Se detiene una multitud
delante de los semáforos: Flores atrapadas
en el cuello del jarrón. Porque trabajó el destino
en medio del mar. Porque mis remos penetran
Porque he amado. Porque mi corazón es un fugitivo.
Tallo en el árbol del horizonte huellas profundas.
Le entrego el puñal al que desea la muerte. Es latido intenso
el peso de un hombre aun después de que ha perecido.
En su tumba el pescador jugará con sus serpientes.
Y sonará sin vacío la celebración.

 

Ni yo mismo sé que te amo�

Es un siglo de silencio construido con barcas a la deriva,
remos engrasados que descansan en paz. Ni yo mismo sé
cómo echar las redes. La brisa delicada del planeta
llora en voz baja. Un ángel muerto emerge
del silencio del bosque. Echa incienso
sobre sus heridas llenas de pus. Poco a poco
mi corazón se ha ahogado sin pronunciar una queja.
Está lleno de amargura. Que es clara. Y ha desatado
sus primeras burbujas. Mis ojos de pescado
no tienen lágrimas. Y mi corazón se fue haciendo más delgado.
No he escuchado ningún ruido. No he sentido el golpe
de la sangre contra los peñascos.
Todos cantan lejos de mí.
Veo una bandada de aves voraces
dibujando el horizonte. Sólo persigo
el viento que atrapan mis redes.

 

Ni yo mismo lato en mi corazón.

No me canso de remar. He atravesado tantas corrientes
que he descubierto el color del cielo. Con las manos
llenas de grasa diseño un rostro a mi mirada.
En la oscuridad el cielo no tiene color. Me gusta
este olor a pescado muerto. Las gotas de agua
podrida que humedecen la piel de mi barca.
Me mojo los labios con ellas. Y veo las ostras rotas
pisoteadas por botines de metal gemir en la orilla.
Detesto el olor de los gemidos.� Y veo
las fugaces luces de las antorchas
llenas de amargura. La sombra
de los condenados cantando en la orilla.
El corazón fugitivo ha muerto. Va,
a la deriva en una barca vacía.
Otros, fotografían el cielo. En sus pardos resultados
se cobijan. Otros, duermen debajo del mar.
Yo no sé protegerme de la lluvia. Me gusta
exprimir mi camisa sobre esta alfombra
de burbujas malolientes. Remar.

 

Ni yo mismo sé que remo.

La noche santifica el olor del cuero negro; renace
en el esplendor de mi casaca enfrentando la oscuridad.
Oculta las armas que se esconden en la orilla
Veo una luz que el silencio apaga. Un hombre
sin deriva que canta a la luna. Del cielo
se despegan ojos de araña. Cuando sentimos el rodar de las olas
todo paraíso está perdido. No conozco la profundidad del mar
Aspiro a besar la de mi vaso de ron
Sueño que en él se agita todo el azul del universo.
He dormido algunas veces sobre el asfalto ardiente.
Estoy engomado a la baranda de mi bote.
No es la libertad que aspiro pero es toda la que poseo
No he terminado de hablar. En las orillas
las armas que nos apuntan
tienen los ojos de flores aterradas.

 

Ni yo mismo sé que te amo.
Ni yo mismo reconozco lo que siembro.

Convivir con el ruido de los murciélagos no es destino de pescador.
Todo el mundo esta dispersándose. Y el estallido brutal
de mi bote crujiendo es toda mi respiración. Sangre
que riega la terquedad de mi camisa. Hace mucho tiempo
aspiro a vivir la soledad de los peñascos.
Hace mucho tiempo que estoy reuniéndome.
Sólo veo el humo de las antorchas apagadas
cubriendo una ciudad dormida.
Todos los ríos están helados. Otros se petrifican
con el peso de las burbujas que los invaden desde el mar.
Escucho el golpe de las botas pisoteando los puertos
escondidos. La espera cubierta de lentes ahumados
de los que perdieron todos los materiales.
De los que aspiran a escuchar el crujir de mi red,
gota a gota enrollándose. Y que oxidada
alimento sea de peces muertos.

 

Ni yo mismo sé que te amo.
Ni yo mismo sé que me reúno.

Estoy oyendo el tiempo. Tuve algunos poemas.
No tengo justicia, ni fe, ni odio, ni amor.
En los maderos de mi bote se escriben las líneas de mi vida
A veces rujo para asustar mis velas,
aumentar la velocidad. Produzco un eco silencioso,
a veces lo escribo. Copio la música del vuelo de los pájaros,
a veces la siembro. El pescador no tiene padre, ni madre,
ni sombra. El universo es una botella cerrada.
Mi bote, la joya atrapada. Es un siglo de silencio.
Golpeo el vidrio transparente que me rodea.
Sólo desgarro admiración en los que la santifican
entre sus recuerdos de viaje.
Por momentos pienso que todo mi destino
es trepar hasta mis ojos. Extenderme
como las malaguas varadas en la orilla. Compartir
sin deseos el paraíso de los murciélagos.

 

Ni yo mismo sé que te amo.
Ni yo mismo reconozco la joya.

Ningún pez cargará mi cesta al llegar a la orilla
No alcanzo a convertirme en un hombre.
Mis redes persiguen el olor del viento.
De un siglo vacío sólo he robado una botella.
Ni yo mismo sé qué canción canto.
Cual el estruendoso silencio de las sirenas
De adonde vienen los gemidos que escucho. El mar está muerto
Pero aún revientan burbujas. A veces no alcanzo
a ver la quilla de mi bote, el cuerpo del pescador remando,
mi mano frotando con grasa las velas.
No puedo ver el agua. Estoy apoyado a la noche
escuchando el tiempo. He oído. No sé
qué arma jadea apuntada a mi corazón

 

Ni yo mismo sé que te amo.

Todas las mañanas al abrir los ojos me encuentro en un tribunal
Beso mi rostro tatuado para dar gracias por estas velas engrasadas.
Por estas burbujas, que son amargas. Siempre pienso así.
Siempre admiro la fuga de la presa. Me regocija el desaliento
del cazador. Una multitud dobla la esquina.
Todos están durmiendo y yo sigo rugiendo
No tengo soledad , ni desesperación, ni alegría.
El ruido atroz de los murciélagos llena el aire
de voces. Yo he tenido una casa en llamas,
como todo el mundo. Flores decapitadas,
como todo el mundo. Si alcanzo la botella de ron
sin cesar las aguas serán azules. Hace mucho tiempo
estoy dando las gracias. Y estoy oyendo.
Estoy oyendo que la luna es un vaso de plata.

 

Ni yo mismo sé que te amo.
Ni yo mismo sé que me alcanzo.

Las aguas están extendiéndose lentamente.
Escucho el aliento de sus perros de caza. El tiempo
es una pistola que sabe esperar. Me gusta
apagar la lámpara con la que alumbro mi bote
Dejarme guiar por la luz de una estrella fugaz.
Reventar las burbujas que escapan de los peces hinchados.
Escucho el olfateo de sus perros de caza. Cada vez
más lejos. Cada vez más cerca� de los vientres plateados
que flotan sobre la luz negra del mar.
No otro alimento entregarán a sus amos.
Todavía no he terminado de hablar. He oído.
No he tocado la profundidad de mi vaso de ron
Pero todavía quiero hacerlo. No estoy ni muerto ni vivo
Ni loco ni borracho. Estoy humedecido.
No permaneceré con los ojos quietos mirando al sol.

 

Ni yo mismo sé que te amo.
Ni yo mismo sé que sueño.

Cuando llegue la hora de partir retornaré a la orilla.
La puerta es de hierro. Y cada charco
tiene su propia profundidad. Miles de universos
en el mar de una gota de lluvia. Ahogada.
La noche continúa travestida en metal. Un viento
delicado posee y enloquece la tierra. Sus lágrimas
llenan mi cesto de mimbre. Es todo lo que ofrezco.
Dejo que mis remos se enrollan sobre la yerba que crece
���������������������������������������������������������� ( en los bosques.
Apago mi lámpara. Me protejo
con mis velas recién engrasadas. La puerta está oxidada.
Es un siglo de silencio. No comprendo bien lo que escucho.
Todos están durmiendo. Por eso
en el aire hay muchas voces. No quiero
destrozar la botella cerrada. Ha llegado la hora
de ver el paisaje. De pasar la lengua
por la sangre que corre sobre mis mejillas.
De subir al paraíso.

 

Ni yo mismo sé que te amo.
Ni yo mismo tengo mi lengua
.

Las olas del mar son el canto de los fugitivos.
Ellas siempre vuelan. Pero sé que la puerta esta cerrada.
Mis remos, de ron y cristal. El oxido, más poderoso
que el silencio. Me he detenido en muchos templos.
Por eso puedo encender mi pequeña lámpara. Me gusta
escuchar el fragor del mar apoyado contra un árbol.
Rodar mi frazada sobre la hierba. Sentir que el tiempo
es la goma que respira la madera. Y canto
Y abro los ojos. Y cuando sueño prendo la luz.
Y de vez en cuando tropiezo en las pasarelas.
Y veo una manada de héroes rapaces
gozando en las entrañas de los muertos.
Y el tiempo sigue caminando. Está abriéndose la camisa.
Está avanzando hacia las aguas. Las nubes llenas de voces
dejan caer algunas lágrimas amargas. Un olor
sagrado, es un siglo de silencio, emerge del sopor de las burbujas.

 

Ni yo mismo sé cómo te amo.
Ni yo mismo sé cuál es el alimento.

He tenido una llamarada en mis manos.
He poseído un techo. Una mujer que nació tatuada en el aire.
Sin arrepentimiento todo lo he devorado.
Yo sé que el vaso está vacío. La puerta cerrada. Las orillas
encarceladas, los toneles de ron ocultos bajo cubierta. Y agradezco
lo que no alcanzo. Siempre pienso así.
Ha pasado mucho tiempo. He perdido
de vista a los que partieron conmigo. Y en las mañanas
agradezco por lo que he perdido. No hay camino de regreso.
El viaje nunca tiene destino. Mi bote
es el universo. Oír el tiempo
que abandona la lluvia. Estoy escuchando
el latir de una alfombra de burbujas. Agradezco
porque nada sé y poco he comprendido. Porque todo deseo
pero remo tranquilo. Multitudes de fotógrafos
se aferran a los cardinales planos de su obra. Quiero besar
los labios muertos de los peces. Abandonar
este olor a cuero negro. Desnudarme.
Bucear. Respirar. Cantar.
Golpear obstinadamente las voces de mi bote.

 

Ni yo mismo sé cómo te amo.

Los náufragos envejecen
sin abandonar la orilla. Sin fatiga
desciendo en la noche
vestida de amargura.� Avanzo
Sobre las aguas toscas
como los peñascos. Avanzo
Sobre un río helado. Para asustar al mar
Me transformo en un perro. Estoy ladrando.
No permito que nadie se me acerque.
En voz baja los náufragos están murmurando.
Por eso en el aire hay muchas voces. En las orillas
los policías metálicos están desconcertados. Nada esconden
sus lentes ahumados. Todavía tengo un bote.
Un pedazo de hierro latiendo.
Una red persiguiendo el viento.
Los náufragos no conocen el canto del mar.
Como todo el mundo tuvieron una religión. Encendieron
una miserable lámpara. Envolvieron sus lágrimas
como los caracoles. También escucharon el tiempo.
Ahí están muriendo. Sobre mis ojos
están construyendo un ruido atroz
Crece su paraíso ciego. Sigo ladrando
No permito que nadie se me acerca.
Los náufragos tienen alas pardas.
Los náufragos tienen almas pardas
Los náufragos tienen sueños pardos
Se mecen sin destino aferrados a mis cabellos.

 

Ni yo mismo sé que te amo.
Ni yo mismo sé.
Ni yo mismo.
Ni yo
Ni.
N
Te amo.
No permito que nadie se me acerque
.

* * *

* Este poema es de El libro del atolondrado, que le valió al autor el premio de poesía del Instituto Cervantes, como parte de la convocatoria del premio Juan Rulfo, de Radio Francia Internacional, en 2002.


© 2003, Óscar Málaga Gallegos
Escriba al autor: oskarmalaga@yahoo.com
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Para citar este documento:
Málaga Gallegos, Óscar: «La noche tiene el olor del cuero negro», en Ciberayllu [en línea]

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