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Comehoras

Margarita Saona

Cuento

 
Para Jorge

Lucía comía relojes. Los venía mirando con avidez desde que asomó la cabeza al mundo con sus ojos color del tiempo enormemente abiertos. Y cuando cumplió seis meses y se pudo sentar en su sillita y empezaron a intentar darle papillitas de arroz y de avena, ella se abalanzaba con la boca abierta sobre la esfera del reloj pulsera de su mamá y no sobre la linda cucharita amarilla que su papá le había conseguido. Pegotes de avena por todas partes.

Sus padres creían que la brillante esfera de cristal ofrecía una superficie irresistible para frotar esas encías sin dientes que tanto le molestaban, pero su afición por los relojes se acrecentó cuando aparecieron sus dos diminutos y afilados incisivos. Lucía intentaba roer todos los relojes que se le ponían al alcance, analógicos y digitales, de pulsera, de pared, despertadores y cucús. Con las visitas solía guardar cierto pudor, pero apenas entraba en confianza se lanzaba a morder el reloj de los brazos que pretendían cargarla.

Empezaron a encontrar huellas de sus pequeños dientecitos en el despertador, en el reloj de la cocina, en el de su cuarto; el reloj de la sala lo sacudió tanto, en su intento de comerse el tiempo, que todos los números se cayeron, haciendo difícil la labor de ver la hora para quienes no tuvieran un buen sentido espacial. Sus padres se preguntaban por qué se les iba tan rápidamente el tiempo de las manos y pronto notaron que faltaban esos relojes que, porque atrasan o adelantan o se quedan inmóviles, hace tiempo andan siempre abandonados en los cajones. Observaban a Lucía con cuidado, pero ella no parecía mostrar ningún síntoma de enfermedad: por el contrario, crecía fuerte y alerta y parecía una niña bastante contenta. Pero cuando desapareció el enorme reloj de pared que el tío Jorge les había regalado el día de su boda —«deseando que le depare largas horas de felicidad»—, y de pronto Lucía quería tirar un besito y decía tic, o practicaba su tatata y le salía un tac, decidieron llevarla a la doctora.

No le dijeron nada de los relojes, pensando que los acusaría de irresponsables por dejar todo ese tiempo al alcance de la niña, y porque supusieron que la doctora notaría cualquier anomalía. La doctora examinó a la pequeña Lucía y le pareció una niña saludable y con un desarrollo adecuado para su edad. No le pareció necesario mencionar que al auscultarle el pecho escuchó el tic-tac de una multitud de corazones sonando al unísono. Pensó que le hacía falta un estetoscopio nuevo.

Lucía se sabe todas las horas. Sabe cuando es hora de dormir y cuando hora de levantarse, sabe cuando es hora de jugar y cuando es hora de ir al parque, y sobre todo sabe que el tiempo no es una cuestión que tenga que ver con los relojes, con la luz del sol, ni con las buenas intenciones de sus padres.

© Margarita Saona, 1998, saona@uic.edu
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