SOBRE HACIENDAS, SERVIDUMBRE Y OTRAS VERGÜENZAS*

Maruja Martínez

[Ciberayllu] Primer capítulo del libro Entre el amor y la furia. Crónicas y testimonio, Sur, Lima, junio 1997.


  1917. Señor Juez de Primera Instancia: ... ante Usted parezco y digo: Que soy dueña y poseedora desde el año de mil ochocientos noventa, en que la adquirí, de la estancia de Ichaguanca compuesta de terrenos de sembrío y pastos, situada en la jurisdicción del distrito de Comas... Gerónimo Montero y su familia... ocupan como operarios una casa y terreno de sembrío y pastos extensos del valor de más de doscientos soles, teniendo a su cargo el ganado vacuno y lanar de mi propiedad para cuidarlo y pastarlo, y prestando además otros servicios en el laboreo, siembra y cosecha de terrenos destinados para provecho del dueño. Más, hace un año que Montero y su familia no cumplen bien sus obligaciones, y lejos de esto, pretenden apropiarse de la casa y terrenos que les entregara..., disponiendo como cosa propia del ganado que corre a su cargo... siendo de advertir que ha resultado deverme la considerable suma de seiscientos soles como importe del ganado que ha dispuesto abusando de la confianza depositada en él. En tal situación y no pudiendo consentir que Montero y su familia sigan ocupando por más tiempo mis propiedades, por ser una amenaza constante para mi persona e intereses... porque acrecentará más su deuda sin esperanza de ser pagada; usando de la facultad que me acuerda el artículo novecientos setenta del Código de Procedimientos Civiles... entablo demanda de desahucio contra él y sus hijos que son mayores a fin de que desocupen en el término legal las propiedades indicadas... Jauja, Octubre ocho de mil novecientos diecisiete.

... Ante este Juzgado de Paz y testigos de actuación con el oficio de fecha 30 pasado por el Señor Subprefecto de la Provincia, que pone a disposición de este Juzgado a don Gerónimo y Francisco Montero, acusados de subversivos y otras más faltas cometidas en la Hacienda «Ichaguanca», propiedad de la señora..., presentes estos y don Andrés Castro G. personero legal... el Juzgado en cumplimiento de su deber oídas las exposiciones de la parte actora, y los acusados Montero, acordaron por las reflexiones que a éstos se les hizo, en arreglar el asunto que ha originado la acusación en la forma siguiente: Primero, que la señora... suspende la acusación formulada... á condición precisa de que continúen los mencionados... conjuntamente con la esposa del primero el servicio de pastores y operarios...; cumpliendo todas las obligaciones que corresponden al desempeño de sus cargos... Segundo; que es condición obligatoria para los Montero y esposa su completa abstención de reunirse particularmente ni en ninguna otra forma con los vecinos del fundo, especialmente con los pobladores de Parco..., que han pretendido y pretenden alterar la tranquilidad en esa región hostilizando los derechos en los fundos propios de la señora... Tercero: asimismo quedan obligados a desocupar la casa que actualmente ocupan... y constituir igual en el sitio que la propietaria les designe...; reconociendo a su vez... la propiedad y dominio absoluto en el fundo referido. Cuarta: en compensación por los servicios prestados por los Montero y esposa, la propietaria les concede la facultad de sembrar en los terrenos que crea conveniente para sí propio, durante la permanencia en el fundo y que cumplan con prestar sus servicios, de acuerdo con las órdenes impartidas...; quedando sin efecto estas convenciones en el caso de incurrir en falta alguna. Quinto: quedan obligados y a estricta responsabilidad con sus personas y bienes habidos y por haber para el cumplimiento exacto de la presente transacción: y como medida previsora para el incumplimiento de la cláusula que antecede se impone una multa de diez libras oro que serán abonadas antes de ocurrir a los Tribunales de Justicia sin perjuicio de la responsabilidad criminal y civil á que pudiera dar lugar...

1993. Nací en Ichahuanca, en la hacienda. Vivíamos muy aparte de la casa hacienda. Éramos cinco hermanos —Julia, Honorata, Valentina...— y yo la última.

Me trajeron a Ocopa a la edad de diez años. La Mamita le había dicho a mi mamá para venirme. Yo ya vivía en la casa hacienda, y no iba a la casa donde estaban ellos. . Y yo quería venirme de Ichahuanca.

Juanita ha estado siempre en Ocopa, encargada de la antigua cocina de la casa de mi bisabuela materna, donde han transcurrido centenares de momentos felices de mi infancia: allí pasábamos semanas enteras de vacaciones, visitando a nuestra tía abuela, que vivió allí casi toda su vida.

A casi setenta años de la llegada de Juanita, hablo con ella en esa misma casa. He tomado sus manos entre las mías para que me cuente cómo es que llegó hasta aquí. Me ha mirado con sus ojos ancianos. Algunos de sus hijos y nietos nos acompañan. Todos tienen la piel blanca y el pelo claro de los comuneros de Ichahuanca y Challhua, dos ex-fundos —hoy comunidades campesinas, felizmente— situados cerca a Andamarca, en la parte alta de la provincia de Concepción, departamento de Junín.

He venido con mi mamá. Eusebia Rodríguez se llamaba. Tenía diez años. Me vine a pie con mi mamá. En llamas no, porque las llamas son sólo para la carga. Llegamos en un día aquí a Santa Rosa de Ocopa. Salimos a las 5 de la mañana, y acá llegamos a las 7 de la noche. Estaba asustada porque no conocía a nadie acá cuando llegué. Mi mamá sólo se quedó un día y de ahí se volvió porque las llamas no tenían qué comer acá.

Y aquí estaba tu abuelita, y también su hermana, tu tía abuelita. Había varias muchachas: Segundina, Catalina, María.

Mi abuelo jaujino era pierolista y, como tal, estuvo involucrado en un atentado para eliminar a Cáceres, fracasando en el intento. Huyó hacia las alturas y llegó a Andamarca, donde compraba víveres una elegante señora rubia y de ojos celestes, mi bisabuela, quien poseía dos fundos en esa zona y residía en Santa Rosa de Ocopa. Uno en la puna y otro en la ceja de selva, los había adquirido a fines del siglo pasado, con su difunto esposo. Tenía dos hijas. Mi abuelo, que era viudo, encontró en Ichahuanca un lugar de refugio... y tomó como esposa a una de las hijas de mi bisabuela. La llevó a Jauja a vivir a una hermosa casona en el jirón Bolívar. El matrimonio fue breve, pues él murió cuando la menor de las dos hijas del matrimonio —mi madre— tenía apenas seis meses. Repitiendo el destino de su madre, mi abuela se hizo cargo de los bienes del esposo, del manejo de la casa y de su propia heredad.

Y me quedé... hasta ahora. Mamita me dijo: «Vas a estar aquí, y no vas a regresar a Ichahuanca donde tu mamá». Mi mamá no vino, ni yo tampoco fui. Cuando fui a Ichahuanca iba a la casa hacienda pero no a mi casa. Ya nunca más fui a mi casa.

Juanita dormía al pie de la cama, sobre algunas pieles de carnero que separaban su cuerpo del suelo helado de la casa hacienda. Siempre acompañando a una de las «mamitas» —mi abuela y mi tía abuela— o a las «niñas» —mi madre y mi tía—, para cocinar en las épocas de siembra y de cosecha. De pronto ya no se sentía parte de los yanaconas. Los amaba, pero ella era «de la casa».

También estaban las niñas. Y me acostumbré aquí. Yo era un poco más chica que ellas. De vez en cuando iba a Jauja, con tu tía abuelita.

Cuando llegué acá jugaba nomás. Estaba detrás de las niñas para poder jugar. Cuando hacíamos travesura las tres, me caía sólo a mí.

En la casa de mi abuela en Jauja, donde vivimos, mi hermana Betty y yo estamos jugando sobre los costales de papas que han traído de Ichahuanca y que el miércoles se venderá a los mayoristas. Uno sobre otro en el patio interior de la casa, conforman escondites y recovecos donde retozamos. Aunque soy un poco crecida para mis siete años, logro esconderme en un huequito formado entre un costal y una ventana que da a la cocina. Agazapada, me prendo fuertemente del marco para no moverme. Al interior de la cocina, a Maqui le ordenan que cierre la ventana, pues el frío comienza a arreciar. El muchachón de quince años se levanta y como siempre obedece con decisión. La punta de mi dedo quedó aprisionada y aplastada. A través de mis lágrimas veo a mi abuelita dando golpes en la cabeza a Maqui con la mano cerrada. Y a Maqui sentado en un tronco —donde ellos comían— agachado, con los dientes apretados y sollozando.

Me quisieron poner en el colegio. Pero yo no quería. El sueño me vencía para leer. «Te voy a enviar al colegio —me dijo Mamita— para que aprendas a ser gente». «Yo soy gente, entonces qué cosa soy». Cuando ella me quería enseñar me quedaba dormida. Había una señorita wazzu Rosaura, vivía en la plaza, como enfermera. «Yo no quiero leer y ellos me quieren llevar a la fuerza al colegio». «Debes aprender para vivir bien», me aconsejaba para ir al colegio, pero no he querido.

Mi madre y mi tía comenzaron su educación en el colegio de las monjas franciscanas en Jauja. Luego las enviaron internas al Liceo Grau en Lima. Mi madre quiso ir a la Universidad, pero mi abuela no se lo permitió por el ambiente agitado y varonil de San Marcos. Se tuvo que contentar con la lectura voraz de literatura e historia. El piano alemán que mi bisabuela comprara a las monjas del antiguo colegio de Ocopa fue trasladado a Jauja y con él mi madre llenó algunas de sus horas vacías.

Juanita no sabe leer. Sus hijos varones sí van al colegio. Su única hija lee pero no sabe escribir. Al parecer, a las mujeres del servicio no se les obliga a estudiar, como sí se hace con ellos. Sin embargo, entre las viejas fotografías que permanecen en la casa de Ocopa encuentro recordatorios de la Primera Comunión de todos, hombres y mujeres.

Una semana iría a la escuela. Me jalaban el pelo, me jalaban la oreja. «Tú no eres mi madre, para que me pegues». De ahí ya no quise volver. Seguro que eso me hacían porque no haría mis tareas.

    Cuando la luz de la luna/ refleja en el agua dos sombras cual una/ la culpa del beso que necesitamos/ para poder contentos remar

Hemos puesto a funcionar la vitrola y a reirnos con la voz grave y la letra de esa antiquísima canción. No sabemos si quedarnos escuchando o irnos al río a pescar bagres, con Néstor y Alejo, que tienen casi nuestra edad.

Cuando era grande un día me creció la barriga. Ahora ya eres madre de familia, decía Mamita. Cuando eso pasó pensé seguir acá. Me gustaba estar acá, no pensé nunca volver a Ichahuanca. Entonces nació Maqui. Tendría tres años o algo así cuando lo llevaron a Jauja.

Maqui vive con nosotros en Jauja. Dibuja bonito. Y nos arma unas casas lindas para jugar a las muñecas, con los toldos de los camiones y la infinidad de objetos que hay en los depósitos de la casa. Cada una de nosotras tiene su casa y nos visitamos. A veces él y Julio vienen a jugar con nosotros, porque —después de todo— hay catorce personas de servicio. Maqui consigue de todo. Él siempre nos protege. Todos lo conocen en Jauja porque es quien abre la puerta de la casa de «la matrona» y hace todos los mandados, incluso los del banco. Ya quiero ser grande para pedirle que me haga los dibujos en el colegio.

Yo he ido a Jauja y estaba enferma. Me llevaron al hospital. Lloré que no, que no, que me voy a Ocopa. «Que le quite el pecho a ese niño». Y Segundina le dio leche de vaca a Maqui. Lloraba, pónganme al tren. Y me vine sola. Llegué con un poquito de mi ropa. Y Mamita: «A la cama». Segundina me dijo «Anda vete tranquila, yo veré al muchachito». Y yo pensaba, lloraba por mi hijo. Decía si Segundina se levantará a hacer calentar la leche, el agua, todos los días.

He regresado a Ocopa después de muchos años, tal vez unos quince. Entro por la antigua puerta falsa, que hoy es la entrada de la casa de Juanita, pues mi tía abuela les dejó en herencia toda la parte de servicio de la vieja casa. Reconozco a los mayores y me presentan a los niños. Miro a todos con vergüenza, pero sólo recibo abrazos de los grandes, besos de los niños y muchas preguntas sobre la familia. Me invitan a almorzar, y de pronto estoy yo sola en la mesa, delante de un plato servido sólo para mí. A mi insistencia todos se sientan. Menos Juanita. Dice que no es correcto, que la disculpe. He tenido que disimular mis lágrimas. Pero logré que ella compartiera conmigo, mientras trato de convencerla de que todo ha cambiado.

Y así me curé. Maqui ya estaba correteando. Yo dije «Me voy a llevar a mi hijo». Y Mamita: «Ya se ha acostumbrado aquí, para qué lo vas a llevar».

No me casé porque Mamita me dijo «Tú no te vas a casar, aquí nomás vas a estar».

He observado las fotos del matrimonio de mis padres. La Iglesia Matriz de Jauja está tan repleta que en una de ellas se ve claramente a algunos invitados en los peldaños del púlpito. Mi madre muy bella, con su vestido de un raso que termina en una enorme y amplia cola. Mi padre guapísimo en su uniforme de gala, ambos escoltados por cuatro damas también vestidas de raso y cuatro oficiales. Algunos tíos me han contado que ese día mucha gente no fue a trabajar para ver el matrimonio de una de las señoritas más bellas, inteligentes y codiciadas de la región, a la que las malas lenguas jaujinas habían puesto el apelativo de «llamita de plata».

Una vez me fui de la casa, me fui con Maqui. Pero al día siguiente he vuelto. Mamita Dilfe me hizo regresar, con don Juan. «Qué te falta acá para que te vayas». Porque de verdad, nada me faltaba.

Quisiera ir al baño que queda en el fondo del jardín. Me dirijo al cuarto de Ana, la hija de Juanita, para que me acompañe en la oscuridad, pues aquí no hay luz eléctrica como en Jauja. Al acercarme me choca un fuerte olor a pañales. Toqué la puerta, y cuando me abrieron, sentí sobre mi rostro un vaho de calor y humedad que salía de la pequeña habitación donde dormían unas seis personas —varios de ellos niños—, algunas sobre el piso, otras sobre tarimas de madera, todos en colchones de paja. Nunca llegué a entrar a este ni al otro cuarto que estaba destinado al servicio.

Nosotros no tomábamos leche, sólo café, desde chiquitos. Porque la leche la vendían. Pero como el domingo no vendían, ese día tomábamos leche.

La olla de manjarblanco es enorme. Debe alcanzar para las humitas de dulce y para los alfajores. También para llevar a Jauja. Pregunté a mi tía abuelita por qué no daban leche a los chicos de Juanita, y a sus nietos. «Se pueden acostumbrar» me dijo y, ante mi insistencia: «No seas tonta, niñita».

Teníamos una burra chistosa, con cría. Cuando Jerucho y Rufina traían los animales de pastar, la burra se adelantaba y se entraba por el zaguán hasta el cuarto de Mamita. Ahí le gustaba mirarse al espejo. Después se entraba al comedor y se tomaba la leche. También se robaba fruta de las tiendas. Bien chistosa era.

    Este era un rey que tenía/ un palacio de diamantes/ una tienda hecha del día/ y un rebaño de elefantes/ un kiosko de malaquita/ y una tienda de tisú/ y una gentil princesita/ tan bonita Marujita/ tan bonita como tú

Estamos sentadas en la salita de Ocopa. Con esa ternura que siempre la desborda, mi madre nos lee el poema creo que de Rubén Darío —poniendo mi nombre en lugar de Margarita—, en la noche oscurísima, donde los lamparines apenas permiten leer. Ese día estuve mirando a Jerucho y Rufina. Él, pequeño, marcado por la viruela, verdaderamente feo. Ella con un enorme bocio que le deforma el semblante. Ambos harapientos, con una pobreza que no se conoce en Jauja y que me hace pensar que son mendigos. Algunos años más tarde me enteré de que eran «nuestros» pastores en Ocopa.

Cuando venía gente a la casa, de la puerta se tenía que volver, porque nadie entraba. Una vez vinieron unos diciendo que les mandaba Mamita. Llovía mucho. Para qué va a abrir la puerta, el cerrojo lo sacó. «He perdido un burro. Hazme alojar». Tu tía abuelita llamó a don Juan: «Juan, saca tu revólver». El hombre se fue. Eran muchos. Una vez nomás ví.

He llegado a Ocopa a recoger las cosas de una prima de mi abuela, recién fallecida, de su antigua casa, y llevarlas a la nuestra, como había sido su voluntad. Pido la ayuda de una de las personas pudientes de Santa Rosa, que posee un camión. Cuando llegamos a la casa, antes de entrar miró el zaguán y me dijo, con inocultable orgullo: «Una vez entré en esta casa. Me invitaron a almorzxar. Almorcé con la señorita Ernestina, su tía abuela, y con el Padre Guardián del convento».

Siempre venía gente de Ichahuanca. Traían caballos y llamas. También traían al Niño una vez al año para hacer bendecir en el Convento. Venían por ocho días, y se regresaban.

Nos llamaron a todos. Yo tendría seis o siete años. Nos dijeron que la gente de la hacienda quería saludarnos. Recuerdo estar en una fila con toda la familia. Al frente Rosendo, Julián, otros yanaconas de Ichahuanca. Se acercaron y comenzaron a besar la mano a cada una. Yo huí. Fue la única vez que ví una cosa semejante.

Final

Mi abuela murió cuando yo tenía ocho años. No hubo quién se ocupe de hacer producir los fundos que no llegué a conocer. Cuando yo tenía trece años mi madre se convirtió en maestra de escuela, y ya hacía dos que vivíamos independientemente en una casa alquilada. A los pocos años mi padre también comenzó a enseñar en el colegio secundario de Jauja. En ese entonces, los yanaconas de Ichahuanca y Challhua habían iniciado el proceso que los transformaría en comunidades campesinas, varios años antes de que la Reforma Agraria de 1969 los formalizara. Apenas saliendo de mi infancia, estos hechos ya constituían parte de mis recuerdos. Mi adolescencia transcurrió con las alegrías y las carencias de cualquier muchacha provinciana hija de maestros.

Si ahora puedo escribir estos recuerdos es gracias a mi madre quien, desde que tengo memoria, nos enseñó que la vida sólo tiene sentido si es guiada por el amor y por la propia conciencia.

Juanita vive entre La Oroya y Santa Rosa de Ocopa. Yo ya no vivo en Jauja, pero cada vez que puedo salgo hacia allá en busca de la luz y de la lluvia. Hace algunas semanas ambas nos hemos reencontrado en Ocopa pues uno de los nietos de Juanita bautiza a sus animales y hay una fiesta de Santiago. Maqui era el padrino. Fuimos a misa de siete y comimos patasca. Saqué dos mesas y las juntamos con la de ellos para que quepan los invitados. Hemos escogido el «quinto» de la coca y brindado para que los animales se multipliquen. En el patio empedrado de la casa común, hemos bailado al son del violín, la tinya y la corneta.

* Una primera versión de este relato apareció en Márgenes Nº 10/11, SUR Casa de Estudios del Socialismo, Lima, 1993. Ahora es parte de un libro a aparecer en junio de 1997.

© Maruja Martínez, 1997

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