15 octubre 2002

Arícido� y Torcuato

Cuento

[Ciberayllu]

Mariano Gimeno Machetti

 

Arícido� Trujillo y Torcuato Amil nacieron� para ser amigos, como lo habían sido sus� padres, ya que se criaron juntos en dos casas contiguas de la calle� principal del pueblo. Sus madres eran primas hermanas y al mismo tiempo muy� buenas� amigas. Quedaron embarazadas en la misma luna y Arícido padre fue el� comadrón� de� las� dos� parturientas �porque� que era diestro en las artes de alumbrar,� tanto ayudando a parir a las ovejas de su rebaño, como fabricando y encendiendo� enormes� teas� para� la noche de San Juan. Su experiencia con las ovejas� era� la� causa� de que todos los recién nacidos del pueblo viniesen al mundo� ayudados� por� sus� habilidosas manos, ya que él era la partera mayor en aquel� recóndito� pueblo de la sierra extremeña. La noche en que vieron la luz su hijo Arícido y el de Torcuato fue intensa y agotadora porque nacieron en el intervalo de tres horas.

Arícido Trujillo y Torcuato Amil nacieron para disfrutar juntos de su niñez. Eran como hermanos y estaban todo el día juntos. Sus pasatiempos favoritos eran salir a pescar, hacer rabiar a las ovejas, incordiar al perro pastor, un enorme mastín extremeño noble y bobalicón, mearse en todas las esquinas y coger� caracoles que luego� guardaban en cajas de cartón llenas de hierba del prado. No admitían a nadie en sus juegos, aunque hacían una� excepción con la pequeña pelirroja, María, la niña-gata de los hermosos ojos color ceniza. Le ofrecían los dos niños sus rebanadas de pan untadas en aceite y sal para ganarse su afecto y ella siempre las aceptaba. La miraban embelesados cuando ella comía y siempre le preguntaban que cuál de las dos tostadas le gustaba más. Dijese lo que dijese siempre acababan peleándose y María riendo como una loca.

Arícido Trujillo y Torcuato Amil nacieron para enamorarse de la misma mujer. Suspiraban por María a los doce años, a los veinte, suspiraban... hasta que uno de los dos se vio obligado a dejar de hacerlo. Coqueta y presumida, les daba palique a los dos� y siempre tuvo dudas para decidirse por uno de aquellos grandes, morenos, guapos y simpáticos muchachos. Le bailaba un poco más el ojo por Torcuato ya que, a pesar de ser tan parecidos, era mucho más tierno y cariñoso. No le gustaba nada cuando Arícido se ofrecía voluntario para ahogar los gatos recién nacidos, ni cuando destripaba a las ranas en la alberca, ni se sentía cómoda cuando la miraba con ojos brillantes y expectantes.

Cuando acabaron la mili, que naturalmente hicieron juntos, decidieron, bueno, decidió Arícido, la voz cantante del dúo, que montarían un negocio. Durante dos años fueron a la recogida de todas las frutas de temporada y durante el otoño viajaban a Francia a vendimiar con mucha gente de los pueblos de alrededor. Con mucho esfuerzo y sacrificio consiguieron reunir la cantidad necesaria para montar un taller de tractores del que, a pesar de ser socios, Arícido fue el verdadero patrón. Trabajaban de sol a sol y los hombres de Harrelson —así los llamaban en el pueblo por sus flamantes monos y su gorra azul— consiguieron poner en marcha el taller y hacerse con una clientela leal y estable.

Arícido Trujillo y Torcuato Amil nacieron para no pelearse nunca. Pasó mucho tiempo durante el cual no tuvieron ni una sola discusión y, en el único pulso sentimental que mantuvieron durante muchos años, Arícido se llevó el gato al agua. Con el aval del taller y los dos años de relaciones que llevaban se casó con María. Torcuato fue el feliz padrino y la hermana de María la madrina de aquella escandalosa boda en la que tocó la Orquesta Crisantemo, la más famosa de la región. Los primeros tiempos del matrimonio fueron maravillosos y estuvieron buscando un niño casi a diario. Después de cinco años de constantes intentos nació Arícidito y tres más tarde Torcuatito, asistidos esta vez por una comadrona y un ginecólogo del Hospital General, para desgracia de Arícido abuelo.

Arícido Trujillo y Torcuato Amil tenían en común su gran afición por la caza. Se comprometieron a que celebrarían su cuarenta cumpleaños por todo lo alto. Alquilarían un coto de caza en Cáceres, famoso por la abundancia de perdices y conejos y por lo caro que resultaba alquilarlo. Durante dieciocho meses se privaron de muchas copas, cafés, cigarros y unas cuantas noches de putas, pero consiguieron ahorrar, peseta a peseta, las doscientas cincuenta mil que costaba su capricho. Una mañana temprano montaron en el viejo Citroen de Torcuato y, escuchando las canciones de Manolo Escobar y el Fari,� iniciaron el viaje. Arícido apenas habló durante todo el trayecto; estaba serio y ensimismado y Torcuato apenas consiguió arrancarle unas pocas palabras y algunas sonrisas. Arícido pensaba en su pelirroja María, en sus poderosas piernas que sujetaban, como pilares de una obra, su hermoso y respingón culo. Prefirió no pensar en sus tetas porque eran su perdición y provocaría que sus ojos brillasen llenos del más ardiente de los deseos.

Llegaron a la finca y el guarda les explicó las normas del coto. Caminaron durante horas con las escopetas al hombro y al final de la mañana habían conseguido cazar quince perdices, cinco conejos y una liebre. Agotados por la caminata, se sentaron a la sombra de un olivo, donde comieron los filetes empanados y la tortilla que les había preparado María. Después se bebieron, como solían hacer cada vez que iban de caza, dos botellas de coñac y al rato estaban borrachos como cubas, recordando viejos tiempos y las cosas de María. Arícido se levantó y se alejó un poco para echar una larga y cálida meada a la que acompañó de dos estruendosos pedos. Rieron como niños, recordando momentos parecidos y muy felices. Tambaleándose, Arícido se sacó un papel del bolsillo trasero y se lo entregó a Torcuato.

—Lee esto, es muy gracioso lo que pone.

—Trae, seguro que me parto de risa —dijo Torcuato.

—Sí, léelo que te vas a tronchar, seguro.

Torcuato leyó algo de una enfermedad que había provocado esterilidad a Arícido. A causa del alcohol se partió de risa porque no entendió bien lo que ponía y no le dio ninguna importancia.

—¿ Te acuerdas de mis paperas cuando tenía veinte años? —preguntó Arícido.

—Sí, qué risa, parecías una torta de pan. ¡Vaya cara de bollo que tenías! —dijo Torcuato.

—Pues ya ves, las paperas son una enfermedad mortal� —afirmó Arícido.

—¿Y eso? —preguntó perplejo Torcuato.

—Porque por culpa de esa enfermedad va a morir alguien —le dijo a Torcuato, mientras le apuntaba con la escopeta.

—Arícido, ¿qué vas a hacer? Soy tu hermano, hemos estado juntos toda la vida, hemos compartido tantas cosas...

—Si, hasta la María hemos compartido —dijo Arícido.

Dos disparos de postas resonaron en el silencio del monte.

Arícido sacó una soga del morral, la ató a la rama más fuerte del olivo y en la otra punta hizo un nudo corredizo.

Arícido Trujillo y Torcuato Amil nacieron para morir juntos.

* * *



© 2002, Mariano Gimeno Machetti
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