6 marzo 2003

Excerpta de las crónicas del cuernoempanza: subtítulos a discreción

[Ciberayllu]

Mónica Belevan

Dedicado a iosifbadolph
con afectadísimo afecto

En el vigésimo cuarto volumen de la Encyclopédicure du lettre dé et autres sucursales dadá (Zurich, 1915, con un prólogo —apócrifo, por cierto— a cargo de Hugo Ball), se extravía, en la página 153, con gran modestia, el nombre de Jeanne D'ärk, a quien se hace referencia en los siguientes términos (con todos los sic que vengan, o que no vengan, al caso):

D'ärk, Jeanne, (Phonetika, 1848 - Desconocida, 1885). Ser sustantivo de irreparable encanto, presunta antecesora de Emy Hennings; (quím.) elemento alquímico de cualidades piromagnéticas; (col.) mujerzuela nórdica con incuartaciones en caucho y de� pírrica belleza. ~ismo. Abreviación referencial correspondiente, en este caso, al d'ärkismo. ~ista, dícese de quien presume practicarlo, y miente.

La Encyclopédicure, en su máxima expresión (y encontrándose, además, distribuida hoy, como la sífilis prerrafaelita, entre escasos coleccionistas asociados de impensabulae), cuenta de inasegurables noventa y tres volúmenes, entre los cuales, como atestará cualquier iniciado, se agolpan como guiños las menciones tanto a Madame D'ärk como a varias otras cosas: bragas, astrofísica, finanzas, deutschmasonería, rifles, fluctuaciones del cercado, estadísticas sin actualizar, la cotidaneidad de los irredentistas italianos exiliados en Macao y en las islas indonesias, bicicletas, cartografía Dieppe, sífilis, más sífilis, bragas, rifles, bicicletas, anatomía heterodoxa (orto dixit de un asesinato), guías ilustradas a la madre que te parió, et al.

Documento tan venéreo en su esparcimiento, tan voluminoso, tan materfamilias de infinito, resulta inabordable en su integridad para el investigador particular. Resulta más inabordable aún para un plantel de investigadores organizados, ya que desemboca en una empresa de visos esquizoides que contribuye (en la encarnación última y excelsa del lector) a la desintegración total del texto: «Dadá existe y nosotros somos sus profetas», grito de guerra con el que despunta el «XXVI Manifiesto de Investigadores Coludidos de la Encyclopédicure», peca de charlatanería, sea porque sus referentes son apabullantemente obvios (opera citat sempiterna), o porque el mero hecho de su colusión, de su formato organizado y su superestructuralidad, semántica para académicos y necios, lo deslegitimiza como manifiesto digno de cualquier respeto.

Es cierto entonces que la Encyclopédicure es un libro que se consuma como tal sólo en ausencia del lector: este libro pedro, libro ígneo, libro iglesia, excede —moral, imperativamente— incluso en su brutalidad, en su malicia, en su impotencia, a sus autores y lectores; algo impermisible, sin futuro, sin siquiera otro precedente, en los confines bien semantizados de les belleslettres, que siempre se adjudican cómplices, alianzas, muertes, colusiones de algún tipo.

El siguiente estudio cobra relevancia al adjudicar la inspiración de la Encyclopédicure a Jeanne D'ärk, partenogenetista, falsa hermafrodita, ciencia oculta de improperios, resquebrajamientos y extensiones.

Nacida en Cristiana, proto-Oslo, en 1848, Madame D'ärk (cuyo verdadero nombre no importa, en cuanto no existe) fue la única hija sobreviviente del matrimonio compuesto por Arno-Beowulf y Grendel D'ärk, catadores de alcoholes noruego-daneses que transmitieron a Jeanne, en sus múltiples decantamientos, un excesivo celo profesional.

Los primeros años de la vida de Jeanne, ensamblados por los funerales de una sucesión ininterminable de hermanos y hermanas, muertos todos de embotellamiento a temprana edad (Grendel solía preparar sus mamaderas con cognac, cinco generaciones de D'ärk's no consumaron su destete), fueron de una monotonía maniquea (1) , lo cual tuvo un impacto significativo tanto en la composición como en la eventual descomposición de la obra y persona de Jeanne D'ärk.

Fue Jeanne, en su adolescencia, muy unida a uno de sus tantos primos, el historiador aficionado Bruno Jiordan, sacrificado al cumplir la minoría de edad prescindible a la manutención de la empresa maderera de sus padres.

Tratándose de una naturaleza más instructiva que propiamente constructiva, el joven Bruno, secretamente abocado al tallado de maderas (afición que condujo al sabotaje «accidental» de la empresa familiar, y que se reparó con la quema de Bruno en la hoguera, como primer mártir muestrario para inversionistas petroleros en Escandinavia), no se distanció de Jeanne sin haberle antes tallado en la piel las primeras incisiones de la historia (período sumerio, cuneiforme, hierático); inspirándose en litografías del laberinto cretense, el cuerpo de Jeanne quedó criptografiado desde lo alto del muslo (Baja Edad Media, argótico) hasta la boca del útero (Renacimiento, erótico); piernas e interiores labrados preciosamente en rúnicas, en irreparabilidad.

Los inicios de Jeanne como escritora datan aproximadamente de esta época: su muerte precoz a los treinta y siete años, en 1885, apenas le permitió tiempo suficiente al desarrollo de la fotografía para documentar los palimpsestos de su� cuerpo, that canvas of infinite fancy, como canturreó, en cotilleo shakespeareano, Hugo Ball (el apócrifo, no el original; ya querría Mr. Hennings haberse atribuido tan feliz paráfrasis).

Dicha documentación fotográfica, que se descubrió entre el material anexo a un estudio criminológico francés en 1888, expuso la carcasa, relevante, irrelevante por momentos (no hay altos relieves sin sus bajos inversos) de Jeanne D'ärk; fue mayor, sin embargo, la sorpresa que se develó con la autopsia de Madame D'ärk, en relación a la cual sólo nos queda el documento forense anexo al caso, un estudio con poco manejo de la criminología y menos del francés (Madame D'ärk falleció en Zurich, con cierta concertada seriedad), que reza:

NOMBRE Y APELLIDO: Jeanne D'ärk de Pyromagne
SEXO: Indefinido
PROFESIÓN: Su cuerpo
ALLEGADOS: Marc Pyromagne, cónyuge
CAUSA DE MUERTE: Relevante por momentos.
OBSERVACIONES: Ausencia de casi todos los órganos, a excepción de lo que parecería ser un corazón humano (pero podría ser un corazón de cerdo), medio riñon, ambos intestinos y 189 de los 206 huesos originales. Parte de un (1) fémur, un (1) húmero serían de procedencia animal. El tabique de la nariz y ambas rótulas han sido reemplazadas con prótesis de caucho, a los cuales el cuerpo no parecería haber desarrollado rechazo alguno. No hay rastros de masa cerebral, a excepción de unas pocas dendritas sueltas. La médula cervical evidencia signos de violencia.

Lo cual no aporta información alguna sobre Jeanne D'ärk como ser sustantivo, como mujerzuela nórdica, como belleza pírrica, bizarra, fenecida de equilibrios y de referencias, de haber agotado todas las posibilidades de cardinalidad y laberinto.���������

Tras haberse iniciado a manos de Bruno, el hereje maderero, un prodigio de minucias y navajas, tras haberse quedado con algo de Bruno a boca de útero y sin confesar, tras haber heredado, a falta de herederos, su arsenal punzocortante de importancia; Jeanne dedicose, hacendosa, invisible incluso a los descuidos de Arno-Beowulf y Grendel (vitivinícolas y parturientos, infanticidas seriales difusos de ley o responsabilidad entre trago y trago y trago, tomamos para olvidar los quince partos múltiples, los costos fúnebres de quince ensembles de trillizos, de algunos hijos sueltos, accesorios, pequeñitos, preservados, si muy niños, como barcazas farmacéuticas, barquitos de botella, en la cava de papá, preservados, si crecidos, como Jeanne, en la nieve, en el olvido, en el cosquilleo umbilical y la certeza casi hiriente de Grendel de sentirse nuevamente embarazada, altivamente etílica, desde hace días), a completar la obra de Bruno.

Labrar el útero entero con laberintos góticos —los propios al anonimato, a la imprenta vernácula, a la antropofagia de las catedrales— exigió tempranas pruebas de histerectomía, colaboraciones, la forja hoy irrescatable de una logia de anestesiólogos y cirujanos para abrir a Jeanne, asépticos, de par en par, suturarla desde adentro, difuminar las líneas residuales de costura en las mucosas, con alambre, contra el espinazo y con fuerza, para postergar el desarme inevitable que se le halaba a Jeanne en forma de hilo quirúrgico por todo orificio imaginable: la nariz, el recto, la tráquea y la uretra acabaron por volverse depósitos de información mediante los cuales un cirujano en Estocolmo podía comunicar ciertas precisiones clínicas, soberbias perversiones, las escalantes insuficiencias físicas de la paciente, a un colega en Londres.

Era lugar común, entre Jeanne y sus inquisidores, incluso remitir alguna señal de cortesía (un cheque, una tarjeta de visitas, quizás un cigarrillo) entretejida a la laringe, a las amígdalas, o escondida, en una caparazón de galápago, en el tercio inferior de la vagina.

El proceso de oxidación propio al cuerpo humano —que conlleva, como es bien sabido, al envejecimiento natural de los tejidos— no se exteriorizó en Jeanne hasta que sus entrañas (ya en su declive, meros vacíos prehistóricos, productos de un prosteticismo puro) se hicieron óxido, alambre de cobre picado, patentes plenas de una mineralidad sin parangón.

Al alcanzar los treinta y cuatro años, Jeanne fue desahuciada por sus médicos, carroñeros casi todos reducidos a la cóncava familiaridad de sus contornos, hastiados ya de las continuas solidificaciones y recableados de la Grande Dame Agartha y su infinito universo interior.

El abandono de sus médicos —los mismos que durante tantos años se habían dedicado a tallar iniciales, caligramas, información secreta (intercambios turbios e intestinos durante la Guerra Franco-Prusiana de 1870), pornografías, palíndromes, diarios íntimos, pasquines políticos, novelas seriales y mentiras en sus espacios interiores— le permitió a Jeanne, ya en muy última instancia, no conocer a Marc Pyromagne, posiblemente el único hombre que al no guardar intereses ocultos en su cuerpo, retuvo hasta el final una pasión casta e insensata, no por su mente —hace ya tiempo que Jeanne no respondía a estímulo alguno salvo a una leve excitación del pulso en el quirófano— sino por su cerebro.

Pyromagne, francocondado como un tal Sorel, jamás había tenido fe en las facultades de la mente humana, pero era un raro apasionado de las formas encefálicas, lo cual le permitió hacia 1870 una carrera brillante como frenólogo, la cual, sin embargo, recaló trágicamente en casas de empeño y un puesto como limpiador nocturno de un concurrido hospital de Zurich.

Cuál habrá sido la sorpresa de Pyromagne al descubrir, en el hálito humano que le remitieron como despojo clínico —perdida en un balde repleto de placentas, miembros amputados, restos de tricotomías, abortos, teratocarcinomas— a la cabeza mejor formada (y menos desgastada) que jamás hubiese visto en vida. Pues a través de los años, lo único que ninguno de los interventores previos de Jeanne contempló fue la posibilidad —necrótica, póstuma siquiera— de tallarle el cerebro.

Y era cierto también, que los cerebros de por sí ya dejaban poco espacio a la imaginación. Nadie en sus cabales podría haber siquiera esbozado una lista de compras sobre un cerebro humano, por más húmedo e incitante que este fuese: antes de despojar a Jeanne de su vejiga, uno de los interventores había logrado transcribir el Génesis entero en ella (2), un cerebro no ofrecía, por su propia arquitectura, oportunidades de ese porte.

Salvo, claro, que el interventor fuese un hombre de enorme, o nula, inventiva.

Pyromagne contrajo matrimonio con Jeanne D'ärk sólo tras haberse puesto al tanto con sus obras completas: la famosa vejiga; siete metros de piel, que en su momento acogieron unos coquetísimos bocetos puntillistas, pero que luego se perdieron, al resecarse por completo la piel muerta; una tráquea tallada a la manera de la columna de Trajano (3); medio estómago, bordado deliciosamente con hilos de seda, relleno con plumas de ganso, hecho para usarse como una almohada, o quizás como cojín.

El útero hace mucho que se había perdido, cortado, sin ninguna gracia, en tres pedazos; depositado, como cualquier divertimento clínico, en frascos de formol. Del remanente del sistema reproductivo de Jeanne ya se habían deshecho los interventores con premura, en los comienzos mismos de la relación, considerándolos poco útiles, a excepción de los ovarios, que alguien se ocupó de disecar, pintar con esmaltes, y revender como canicas.

Jeanne D'ärk y Marc Pyremagne mantuvieron por casi diez años una relación simbiótica: ella, reducida a la más amable mineralidad , jamás pitó una queja por las horas estrafalarias a las que su marido la levantaba para la próxima trepanación; él, fiel a su intimidad, ocultó —mediante la extracción y robo del cerebro de la muerta, minutos antes de la autopsia— el secreto sustantivo del encanto irrepetible de Jeanne D'ärk: un cerebro perfectamente terso, sin registro de arruga o sensibilidad alguna desde los quince años , con un ligero olor a vino, a nieve, a hueco.

El único reducto vivo del cerebro radicaba en un voluptuoso lóbulo frontal, en el cual habían quedado archivadas, en cinco idiomas, cada una de las operaciones y los pensamientos a los que se había sometido Jeanne D'ärk.

Pyremagne, habiendo enterrado la carcasa de su mujer, permaneció en custodia del egregio cerebro hasta él mismo abrirse en canal, y guardárselo, muy cuerno, en panza, suturándolo a las paredes del estómago, para así morir de agotamiento, septicemia y apócrifa preñez..

Los últimos años de su vida los invirtió en transcribir el contenido del cerebro de Jeanne en lo que hoy se conoce como la Encyclopédicure, obra que a su vez se completó con una tardía intervención dadaísta: apenas tres cajas de diccionarios, recortes de periódicos, recortes de grabados de Aubrey Beardsley, recortes de Kurt Schwitters, resquicios de literatura del período de la ilustración, amotinamientos modernos y varios cargamentos de tijeras, contribuyeron a lo que podría quizás llamarse el embellecimiento de exteriores de la Encyclopédicure, algo que seguramente a Jeanne D'ärk, introspectiva a ultranza, le hubiese resultado plenamente ajeno.

Parecería, sin embargo, que las refacciones hechas a la Encyclopédicure entre trago y trago en el Café Voltaire acabaron por redimirla; el contenido neto del libro, a manos de Marc Pyremagne, ser breve y adjetivo —un sentimental, a fin de cuentas— sería, mayormente, incorrecto.

 

(1) Recientes investigaciones psicológicas apuntan a la posibilidad de que los niños que no crecen más que entre tundra y muertos recaban en ser ellos mismos tundra y muertos. Lo cual exige una verificación científica, pues es justo presumir que hay� niños que sin jamás haber� tenido contacto con un muerto, acaban muertos.

(2) La vejiga se conservó hasta 1938 en los depósitos del British Museum, año en que fue robada. Jamás se localizó ni a la vejiga, ni al ladrón.

(3) Emplazada en la Place Vendôme, Paris, desde hace ya suficiente tiempo como para suponerla difícil de robar.

 

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© 2003, Mónica Belevan
Escriba a la autora: bloomswake@hotmail.com
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