Palma:
el Perú figurado

(Continuación)

[Ciberayllu] Jorge Frisancho


 

Palma y Túpac Amaru: Los márgenes de la tradición

“Los Malditos” es la más elaborada referencia en las Tradiciones a Túpac Amaru, oblicua, compleja y múltiple en su significación. No habrá muchas más; sólo una tradición dedicará Palma a este actor fundamental en la historia de la colonia, además de algunas referencias eventuales en contextos similares al descrito líneas arriba. En cierta medida, la insurrección tupamarista, y el silencio apenas roto sobre ella, es el punto más crítico de la operación simbólica criolla desarrollada por Palma, el que con mayor intensidad corroe sus límites y cuestiona sus definiciones. Si el pasado pre-hispánico puede ser neutralizado por la conciencia liberal con un golpe de pluma, el levantamiento de Túpac Amaru, más cercano en el tiempo, no es fácil de incorporar al discurso nacional a pesar de hallarse aún muy presente en la memoria criolla —o precisamente por ello. Túpac Amaru juega en las Tradiciones el mismo papel que jugó en el orden colonial que este texto asume, reconfigura y rescata: el de un impensable, el de una subversión radical de los códigos cuya mera idea altera definitivamente las coordenadas organizativas del espacio social.

Más contemporáneo a la conciencia liberal criolla que Atahualpa y su asesinato —la escena ausente de “Los Incas Ajedrecistas”—, Túpac Amaru tiene sin duda mucho que decir sobre el orden social republicano que Palma ancla simbólicamente en la colonia, y mucho todavía sobre la posibilidad de una agencia histórica alernativa a la del sujeto del texto nacional levantado en la serie de tradiciones. No había pasado un siglo de la gran rebelión tupamarista cuando las tradiciones comenzaron a serializarse en 1872, y sin duda la infancia y la juventud de Palma participaron de la ansiedad criolla sobre el levantamieto de las masas indígenas —levantamiento que en efecto se produjo, en forma localizada, en numerosas ocasiones—; la conciencia liberal está obligada a figurar esa subjetividad, aunque sólo sea marginalmente, como parte de su proyecto de nación. El silencio no puede ser absoluto, aunque sí tensa y reprime sensiblemente el espacio de la representación.

La segunda serie de las Tradiciones contiene el núcleo de esta representación, específicamente en dos textos contiguos apretados entre cuentos de carácter picaresco. Ya hemos visto como el espacio cultural andino es textualizado a través de una imaginación mediatizada de las jerarquías sociales implícitas en el encuentro de oralidades y en la dupla oralidad/escritura. Hemos visto también cómo la figura de Túpac Amaru entra en el texto nacional bajo el control de una narrativa histórica lineal, centrada en la autoridad delegada del virrey, e insertándose en una isotopía religiosa (los idólatras de San Pedro y Sisicaya) que si bien desnuda de densidad histórica la resistencia indígena, revela los síntomas de su propia indefinición y su propia ansiedad, sus propias incapacidades discursivas. Todos estos procedimientos y esta sintomatología textual están gobernados por un principio de ambigüedad, el mismo que en otros contextos permite a Palma apropiarse sin conflictos de la historia colonial pero que aquí hace crisis y amenaza con ser desbordado. Las dos tradiciones de la segunda serie que analizamos a continuación se escriben en la misma clave y complementan este proyecto, trabajando más directamente sobre la figura histórica de Túpac Amaru.

La primera tradición es “El Resucitado”, fechada en 1776 y presentada como una crónica del trigésimo segundo virrey del Perú, Guirior. El texto está dividido en tres partes y una pequeña introducción, en la que se presenta el tema. La primera y la tercera partes narran la historia de un español que muere y resucita posteriormente para repartir limosnas y afiliarse a la orden de los descalzos, en la que morirá como santo en 1812; para efectos de este análisis, no tiene real relevancia. Es la segunda parte, un excurso autorial muy en la manera palmista, diseñado para presentar a Guirior, la que nos ocupa.

El virrey es caracterizado, igual Velazco en “Los Malditos”, en términos elogiosos; es un gobernante benévolo que se ocupa de mejorar la vida en la ciudad y se gana el aprecio general con su carácter sagaz y sus buenas dotes administrativas. Su breve gobierno, sin embargo, no estuvo exento de problemas. Palma ofrece someramente algunos de ellos, y arriba luego a la llegada, en el “año aciago” de 1777, del visitador Areche a la corte de Lima. La figura de Areche es colocada de inmediato en oposición al buen virrey: ha sido enviado por la metrópolis para “exprimir la naranja hasta dejarla sin jugo” y está investido de poderes tan amplios que hacen “irrisoria” la autoridad de Guirior. Areche inmediatamente eleva la contribución indígena y establece toda una serie de impuestos cuya consecuencia inmediata son alzamientos populares en Huaraz, Lambayeque, Moquegua, Pasco y otros lugares, donde corregidores y otros funcionarios son ajusticiados. En el Cuzco, dice Palma, “se descubrió oportunamente una conspiración encabezada por don Lorenzo Farfán y un indio cacique” cuyo nombre no se consigna. Ambos conspiradores son eviados al cadalso.

El Virrey no aprueba las medidas de Areche. En el relato de Palma, Guirior “se esforzó en convencer al superintendente de que iba por mal camino”, pues el rigor de su actuación iba a resultar contraproducente; en efecto, la previsión del Guirior “dos años más tarde, y bajo otro virrey (Jáuregui), vino a justificar la sangrienta rebelión de Túpac-Amaru” (enfasis añadido). Producto de este desencuentro con el visitador, Guirior es llamado de regreso a España “sin la más leve fórmula de cortesía”, y muere poco después. Su juicio de residencia, sin embargo, deshace el entuerto, pues “salió victorioso el virrey y fue castigado Areche severamente”.

El primer desplazamiento es obvio: Palma se apropia de la autoridad virreynal oponiéndola a los emisarios de la corona; Guirior es ‘Americano’ en el texto, pues viene de Nueva Granada y está casado con una bogotana, y su enfrentamiento con Areche es sintomático de las diferencias políticas entre la elite local y la autoridad de la metrópolis. Sin embargo, es esta autoridad la que finalmente legitima al independiente virrey, castigando al malhechor. Si originalmente Areche tenía la “verdadera misión” de exprimir la colonia hasta el hartazgo, ante las objeciones de Guirior el visitador solo “pensaba que el Rey lo había enviado al Perú para enriquecer la corona” sin detenerse en consideraciones. Las relaciones entre el gobierno local, que funciona aquí como un sucedáneo del poder criollo, y la autoridad metropolitana que en un párrafo es representada por Areche y en el siguiente lo castiga, es profunda y definitivamente ambigua.

Túpac-Amaru sólo juega un rol menor en este drama; su alzamiento, lejos de constituir un proyecto de largo alcance sostenido en una red cultural andina (como se sugiere en “los Malditos”), es una respuesta inmediata al rigor de la visita real, emparentada con otros alzamientos cuyos protagonistas son criollos y mestizos (Farfán, el “pueblo” de Lambayeque, Moquegua, Huaraz y Pasco) tanto como los anónimos indios. El regimen textual bajo el que la rebelión, “justificada” por los equívocos de Areche, se inscribe, es doblemente sintomático: Túpac-Amaru no sólo es un contenido complementario al enfrentamiento de las élites locales con el visitador, sino que está formalmente sujeto al control de esas élites. Palma no ejerce su comentario autorial sobre la rebelión en sí, sino sobre las opiniones, históricamente ‘acertadas’, de Guirior, quien prevee el resultado sangriento de los nuevos impuestos. La enunciación de este discurso es doble, y doblemente represiva; la estructura narrativa del breve pasaje borra con cuidada intensidad cualquier posible autonomía en la figuración de Túpac-Amaru.

De este modo, Túpac-Amaru es textualizado como un evento no en la realidad o en la historia sino en el lenguaje: es “previsto” y enunciado por el benévolo poder virreynal, y sólo así es escrito por Palma. El conflicto se da entre Guirior y Areche a un nivel casi oral, como en una conversación o un debate, y es resuelto por un poder flotante y sin compromisos, que bien puede estar aliado con el visitador como castigarlo. El castigo de Areche, finalmente, resuelve narrativamente el problema de Túpac Amaru, corona la “justificación” de la revuelta y permite a Palma pasar enseguida a la segunda parte de su cuento fantástico.

Las mismas clausuras se ejercen en la siguiente tradición, “El Corregidor de Tinta”, datada en 1780 y propuesta como “crónica del vigésimo tercero virrey del Perú”. Este relato está también dividido en tres partes, pero aquí el excurso está en la tercera y las dos primeras son narrativas. Sin embargo, como si no le fuera posible contener en una sola fijeza estructural las figuraciones de su relato, el propio Palma subvierte este esquema insertando piezas de la narración en lo que sus hábitos estilísticos requieren solamente un comentario, punto sobre el que volveremos más adelante.

La tradición se inicia con una fecha: “Era el 4 de noviembre de 1780...” A cualquier lector de la época, como a muchos el día de hoy, esa fecha debía significarle una serie de contenidos inmediatos, históricamente inapelables: es, precisamente, el día del alzamiento tupamarista. Sin embargo, el personaje que esta fecha define no es el cacique de Tungasuca, sino el párroco del pueblo, don carlos Rodríguez, quien se haya ese día celebrando su santo patrón (que es también, nos informa Palma, el de su majestad Carlos III). La referencia a Túpac Amaru es sólo oblicua, por lo menos en la obertura de esta tradición, un desplazamiento que refuerza el realizado por el título mismo (el relato versa, ostensiblemente, sobre el Corregidor, no sobre el cacique que lo ajustició).

Las celebraciones onomásticas del cura son festivas. Notables y amigos venidos de otras localidades lo acompañan en un opíparo almuerzo. Como Velazco y como Guirior, el cura es una autoridad benevolente, “campechano, caritativo y poco exigente en el cobro de los diezmos”, cualidades que lo convierten en “ídolo de sus feligreses”. Sólo entonces puede figurar en el texto Túpac Amaru: el cura está sentado a la cabecera de la mesa, escribe Palma, “teniendo a su izquierda a un descendiente de los Incas, llamado don José Gabriel Túpac-Amaru, y a su derecha a doña Micaela Bastidas, esposa del Cacique”. Esta distribución espacial no es arbitraria: si en “Los Malditos” la figura de Velazco mediaba el espacio textual entre los rebeldes de San Pedro y Sisicaya, aquí la autoridad parroquial funciona igualmente como un punto de equilibrio en torno al cual se narrativiza a los otros dos personajes.

El convite es generoso y las libaciones abundantes. Gracias a ellas, en el lugar “reinaba las más expansiva alegría”. La escena, empero, es violentamente interrumpida por un español que arriba a caballo e irrumpe en la fiesta “sin descalzarse las espuelas”. El sintomático verbo escogido por Palma para describir esta acción es penetrar en la sala del festín. El personaje es Antonio de Arriaga, Corregidor de la Provincia de Tinta y tema propuesto de la tradición. Arriaga es descrito en oposición al cura párroco, siguiendo la misma estrategia empleada en “El Resucitado” para presentar a Guirior y Areche. Donde el cura es templado y generoso, Arriaga es engreído y déspota, avaro, grosero y brusco. Arriaga, orgulloso de su abolengo, “despotizaba, por plebeyos, a españoles y criollos”; era además “cruel para con los indios de la Mita” y, “para colmo de desprestigio”, había sido recientemente excomulgado por el Provisor de Cuzco.

Es precisamente la excomunión la que lo trae a Tungasuca. Al parecer —Palma no lo explicita— el cura Rodríguez se había hecho eco de ella, y Arriaga viene a increparle su conducta y a amenazarlo si continúa atentando contra su buen nombre. Para hacerlo, se sienta en la silla que ocupaba Túpac Amaru, desplazando a éste sin reparar en el insulto. El corregidor, enfrascado en sus “groseras balandronadas”, no advierte que el cacique y los suyos “iban desapareciendo de la sala”.

A dónde fueron, no lo sabemos. Palma hace una elipsis hasta “las seis de la tarde”, cuando el hidalgo Arriaga viaja a galope de regreso a su casa. Su caballo es enlazado y lo apresan cinco hombres armados. Lo llevan a Tungasuca, de donde salen los indios con “pliegos para el Alto Perú” y se incia la rebelión. Arriaga es ajusticiado, como dice el bando del Inca, “por tirano, enemigo de Dios y sus ministros, corruptor y falsario”; ni siquiera su intento de buscar refugio en la iglesia le sirve para hallar salvación. Es detenido nuevamente, y el verdugo da “remate a su sangrienta misión”. El verdugo, por lo demás, es un esclavo africano del propio Arriaga, cuya imagen hace eco y revierte aquí la del sacristán de San pedro en “los Malditos”.

Hasta aquí el primer y segundo episodio de esta tradición. El desplazamiento de Túpac Amaru en el título y la obertura funcionan como marcadores de ambigüedad estratégicamente ubicados para contrarrestar el efecto de la fecha (doblemente inscrita, bajo el título y en las primeras palabras del relato); el excurso en la segunda parte los ratifica y los procesa como señales de la ficcionalidad, de la literatura: “Aquí deberíamos dar por terminada nuestra tradición; pero el plan de nuestra obra exige que consagremos algunas líneas por vía del epílogo al virrey en cuya época de mando aconteció este suceso” (énfasis añadido). Palma echa mano a uno de sus rasgos de estilo más característicos, el comentario autorial sobre el proceso de la escritura, para generar un efecto doble: por un lado, desnuda el carácter artificial de su pequeño cuento, parte de una obra sometida a las exigencias formales de un plan, controlado éste a su vez por una conciencia autorial explícita; por el otro, abre un espacio marginal al texto mismo, un “epílogo” forzado por esas exigencias contra el verdadero deber-ser de la tradición, que en esencia ya ha concluído. Y si el “tema” de la tradición es Arriaga y no Túpac Amaru, el del epílogo es el Virrey Jáuregui y no la isurrección.

Túpac Amaru es así doblemente procesado como parte de la escritura, no de la historia (que es la historia de los virreyes bajo los cuales ocurren los eventos), y como habitante de sus márgenes, nunca de sus centros. Es en los márgenes de la escritura que la rebelión indígena, condicionada ya a ser una respuesta contra los excesos administrativos de Areche y los insultos de Arriaga, ocurre, se desarrolla y culmina, un motivo explícitamente figurativizado por el mutis que Túpac Amaru y los suyos hacen de la fiesta para colocarse fuera de la mirada del poder. Por lo demás, Palma se siente obligado a justificar su silencio sobre la insurrección. Tras narrar algunos hechos salientes del gobierno de Jáuregui, retorna al tema de la revuelta tupamarista y dedica un párrafo a sopesarla históricamente: “No es del caso historiar aquí esta tremenda revolución que, como es sabido, puso en grave peligro al gobierno colonial. Poquísimo faltó para que entonces hubiese quedado realizada la obra de la independencia”.

Esta declinación debe ser leída en el espacio intertextual abierto por las otras tradiciones. Palma se abstiene de valorar aquí los contenidos de la hipotética independencia que “casi” sucede en 1780, pero “Los Malditos”, desde su revelador título, dotaba de una axiología eminentemente negativa a “los mejores y más feroces” ejércitos de Túpac Amaru, compuestos por indios idólatras y asesinos que, como los jíbaros y araucanos, han renunciado a la civilización. Y el gobierno colonial puesto en “grave peligro” ha sido apropiado por Palma, a lo largo de todo el proyecto, como emblema benévolo del propio poder criollo, sostén desde el poder de la continuidad nacional. La posibilidad de un proyecto independentista controlado por Túpac Amaru se expresa, con rigidez gramatical impropia de Palma, en una voz pasiva que a la vez la inserta en esa continuidad criolla y la desnuda de agencia y de subjetividad.

Incluso dentro de este grupo de tradiciones, el poder colonial es como hemos visto representado ambigüamente, a la vez opresor y corrector de opresiones. De hecho, Palma se encarga de hacer el salto intertextual para delimitar este espacio simbólico como marco del relato de la insurrección. En los márgenes abiertos por el epílogo, Túpac Amaru es apresado y descuartizado, pero el agente aquí no es Jáuregui sino Areche. Areche no ha figurado en esta tradición hasta este punto ni volverá a figurar, pero su actuación en la inmediatamente anterior, “El Resucitado”, garantiza que los contenidos de su personaje sean perfectamente inteligiles. Areche, dice Palma abruptamente, “cometió barbaridad y media”.

La reaparición inesperada y sin anuncios del visitador en este contexto es un síntoma de la ansiedad que gobierna el texto, sumergida en una masa de estrategias narrativas y estilísticas diseñada para controlar, contener y de-centrar la figuración de la revuelta indígena. El espacio de ambigüedad que Areche importa desde “El Resucitado” permite a Palma explayarse en la descricpión del suplicio sufrido por el Inca y sus familiares sin sugerir una crítica del poder que desencadena la represión. En el campo semántico movilizado por la serie de oposiciones Areche/Velazco, Rodríguez/Arriaga y otras similares, el conflicto central de esta narrativa se desarticula y se envuelve en un profundo silencio.

Por supuesto, un sólo movimiento no hubiera sido suficiente; Palma requiere de toda una artillería para garantizar la permanencia de lo ambiguo: fractura el relato en dos tradiciones, desplaza su tema para reinscribirlo en su propia imaginación histórica, somete las actuaciones de Túpac Amaru a riguroso control lingüístico-literario, ficcionaliza explícitamente el relato refiriéndose al “plan” de la obra e insertando al cacique en sus márgenes, y quiebra la secuencialidad del evento relatando el inicio de la insurrección como la historia de la muerte de Arriaga, y su final como un excurso sobre el virrey Jáuregui. Sólo entonces está en condiciones de ofrecer una evaluación histórica, pero lo hace, de nuevo, oblicuamente. Palma reproduce, absteniendo de expresar su voz autorial, una cita de Funes, quien dice que “así terminó esta revolución, y difícilmente presentará la historia otra ni más justificada ni menos feliz”.

Pero aún esta resonancia intertextual es peligrosa. Palma está obligado a reinscribirla en el texto de la historia reconstuyendo sus bordes, específicamente los mecanismos de control discursivo que sujetan toda la narrativa histórica a la secuencia de gobernantes. Inmediatamente despues de la cita de Funes, sin tránsito ni aviso, la tradición dedica un breve párrafo a describir nada menos que el escudo de armas de la casa Jáuregui, emblema de la autoridad del virrey e ícono de su inserción nobiliara en la estructura social.

El epílogo termina con la muerte de Jáuregui, quien —sin haber participado en la debelación de la revuelta tupamarista tal como la reconstruye este relato— es envenenado en venganza por los indios que le envían una canastilla de frutas. Una ansiedad ya presente en “Los Malditos” se revela aquí, asordinada por el complejo tramado del texto: la de una conspiración indígena oculta a la mirada del poder, libre para movilizarse en el espacio y adquirir continuidad temporal, y capaz de llegar hasta el centro mismo del gobierno, el propio palacio, y en medio de una función de gala. Las superpuestas represiones ejercidas por el texto palmista no pueden, finalmente, silenciar por completo el pánico criollo del que son al mismo tiempo estrategia constitutiva y síntoma profundo.

Todos estos mecanismos de control y de acallamiento sirven a Palma para incorporar la representación de su Otro básico y perenne al discurso de la conciencia criolla que está levantando como nacional. La escena primaria del párroco Rodríguez y Túpac Amaru, cuidadosamente dispuesta como una geometría del poder, permite que el cacique de Tungasuca sea resemantizado como parte del locus amenus de la picaresca colonial, y la irrupción de Arriaga en esta escena, que la clausura momentáneamente, es tematizada no como una intervención del poder mismo sino como una desorganización de los usos sociales consagrados. Arriaga, por más ufano de su hidalguía, es un bruto, un palurdo; son sus insultos al cura párroco lo que dispara la insurrección del leal Túpac Amaru. Otra vez, el juego de simbolizaciones es doble y ambiguo. Las pretensiones aristocráticas del corregidor son ironizadas calculadamente por Palma, pero sólo en la medida en que su figuración ha sido hecha como opuesta al poder establecido localmente (cura, virrey), y censurada por la fluctuante, supra-social autoridad de la corona (el castigo de Areche). Palma, de este modo, “democratiza” los símbolos del espacio textual en que se narra la dominación, al mismo tiempo que reinscribe las relaciones sociales y las jerarquías que la marcan y la significan. Esta operación será uno de los centros gravitacionales del discurso criollo liberal, y también uno de sus dilemas irresueltos.

La escritura como mediación

Palma atisba las huellas de una narrativa económica, tanto en “Los Malditos” (con su múltiple juego de metales preciosos, obsequios, y apropiaciones) como en las dos tradiciones “tupamaristas” exploradas líneas arriba, donde la exacción de impuestos, aunque juega un papel secundario en la lógica de causalidades históricas, reaparece con insistencia como una marca semántica de necesidad, como otro síntoma criollo. Las relaciones de producción implícitas en este esquema no son tematizadas por Palma, pero tampoco calladas; permean el conjunto como un fantasma ubicuo aunque impronunciable, y tensan el discurso como tensan lo social, apareciendo veladas por la ideología en los momentos de crisis.

Por supuesto, no es esta narativa económica la que mueve a Palma y a sus Tradiciones, ni ocupa ella un lugar preeminente en el texto criollo liberal. La elaborada dinámica de las Tradiciones Peruanas, repetida en cada serie y en cada texto, gira en torno a una imagen de lo social y de lo histórico como espacio de homogeneización bajo control criollo; lo hegemónico aquí no es tanto la práctica misma del discurso sino su deseo, la energía simbólica que lo anima y define sus estrategias. Desde el pretexto linguístico-filológico de énfasis nacionalista hasta la figuración jerarquizada del espacio de la cultura (la serie oralidad/ escritura, quechua/español tematizada en “Carta Canta”), la marca mayor de este discurso es la recuperación y el acatamiento minucioso del orden social fundado con la conquista y la ficcionalización de sus desencuentros —los desencuentros de la dominación— como motivo inscrito en un espacio fundamentalmente ambiguo.

Ambiguo pero, como hemos dicho, jamás arbitrario: lo que Palma narra, finalmente, es la resolución de los conflictos implícitos en la vida social (colonial y republicana, imaginadas como una sola en la matriz del proyecto) por la vuelta recurrente del principio de orden. Este principio es figurado narrativamente por los avatares del poder, curas, reyes y virreyes, y textualizado a través de un riguroso control estructural (el “plan” de la obra) y de marcadores de estilo que ponen a la escritura misma, la propia escritura de Palma —con sus excursos, comentarios, intertextualidades y variaciones gramaticales—, en el centro del espacio simbólico. Es, en efecto, la escritura la que normaliza lo social y lo histórico, la que hace posible desde el estilo la imaginación del espacio nacional homogéneo, la que finalmente regula el orden impuesto desde el discurso. Como hemos visto, esta escritura tiene momentos de crisis, en algunos de los cuales parece estar a punto de perder el control; el recurso de la ambigüedad en el que Palma insiste sin cansancio garantiza, sin embargo, su supervivencia, reafirma sus fronteras y sus ordenamientos, y cimenta sus aspiraciones hegemónicas como discurso nacional.

El espacio de ambigüedad a través del cual Palma recupera la historia colonial como historia ‘peruana’ es abierto, pues, sólo por el espacio de la escritura: la sobreabundancia estilística de las Tradiciones, la insistencia de Palma en mostrar lo artificial —escritural— de su proyecto, debe ser leída en esta clave. Palma no nubla las evidencias de lo literario, no ejerce sobre ellas las veladuras que otros géneros narrativos (como la novela realista) fuerzan al pretender lo real como su objeto. Es en la constancia del estilo, en sus inscripciones y en sus borraduras donde la continuidad temporal de la nación es textualizada; es allí donde se hace posible. De esta manera, la escritura, y su productor tan conspicuamente presente en el texto palmista, es la mediación básica en el espacio nacional: de ella penden, en torno a ella giran explícitamente todas las operaciones del discurso, y sólo a través de ella se puede figurar lo histórico.

Este territorio textual/nacional es controlado, como hemos visto, por una semiótica de planos superpuestos, donde todo movimiento implica su contrario y donde toda conflictividad es diluida en un complejo sistema de autoridades y autorizaciones. Los significados en Palma, si genéricos y ambivalentes, están siempre anclados con firmeza en este campo. La autoridad local es narrativizada con valores positivos (Jáuregui, Velazco, Rodríguez); los emisarios de la corona son su opuesto definitivo (Areche, Arriaga); la autoridad metropolitana es fluctuante y múltiple, sin alianzas estables, justiciera cuando es necesario (Carlos III, el juicio de residencia). Todo evento sucedido en este campo de significaciones refiere a uno de estos tres anclajes dialécticos, y carece por completo de autonomía significativa (las idolatrías de San Pedro y Sisicaya, la rebelión de Túpac Amaru). Lo que se textualiza con esta topografía, es claramente, una historia del poder.

El borde más externo de tal semiótica, la condición de todo el proyecto palmista, es la relación indefinida, ambivalente, entre ‘historia’ y ‘ficción’ textualizada por la “Cháchara” y sostenida por todos los textos. Es aquí donde la ambigüedad del proyecto liberal adquiere su significación última: la principal necesidad ideológica a la que este proyecto responde es la de hacer convivir en un espacio unificado la ‘verdad’ de los eventos históricos con la ‘fantasía’ de las figuraciones hechas sobre él. Esta es la naturaleza de la escritura liberal criolla, ése el desencuentro que la motiva y la obliga a trabajar. El tejido de las Tradiciones no se cansa jamás de reproducir esta ambigüedad, historiando la ficción y ficcionalizando la historia, dotando de fechas en una secuencia de gobernantes y de orígenes documentales a leyendas, historias y consejas de explícito carácter ficcional.

En este orden de cosas, la recuperación de Túpac Amaru como actor en la escritura y no en la historia revela la dirección mayor de este proyecto de mediaciones. Al textualizar el poder en una historia ‘nacional’ figurada por la colonia, Palma intenta controlar y contener las subjetividades alternativas a la conciencia criolla que organiza el discurso, incorporarlas en un espacio donde su condición de subjetividad dominada no tiene ninguna materialidad, no es historiable, no es textual. Túpac Amaru, situado en el margen de la escritura y sometido por ella a rigurosas represiones estructurales y estilísticas, es aquí un ícono y un emblema: el de la otra nacionalidad cuya existencia subvierte el orden del discurso, el orden de lo social, el orden de lo ‘peruano’.

Esta mediación es definitivamente política. Si la dominación como fundamento y origen de lo social es el tema profundo —y reprimido— de la política republicana, y el contenido central de las mediaciones liberales como este análisis en última instancia propone, la secuencia de figuraciones históricas realizada por Palma sólo puede ser finalmente entendida en el contexto de ese reclamo, que es un reclamo de lo real sobre la ideología y sobre la literatura. Palma casi nunca hace explícita esta orientación de su escritura, pero sí, como en muchos otros niveles, se le presenta en momentos sintomáticos. Un ejemplo, con el que debemos concluir, es la tradición “Las Brujas de Salcaguanga”, de la octava serie. Aquí Palma relata la historia de unos sueltos satíricos aparecidos en varios pueblos de la sierra norte en 1818, en los cuales se ridiculiza a la autoridad real. Casi como al pasar, Palma comenta que una caricatura en estos sueltos presenta al monarca Fernando VII “de hinojos ante Túpac Amaru” y enseguida resume el texto de la sátira, que diserta “largo y menudo” sobre la opresión de los indios “y demás temas obligados” del debate independentista. Como casi todas las referencias al cacique de Tungasuca a través de las Tradiciones, esta es menor y de poca relevancia para el cuento que la ocasiona; sin embargo, la sola presencia del nombre Túpac Amaru moviliza el intertexto y el campo semiótico palmista, poniéndolo ahora contra el mosaico histórico del independentismo republicano. Túpac Amaru representa aquí una voluntad de independencia política que no tiene lineamientos étnicos definidos, genérica y ambigua, india y criolla a la vez. Sin embargo, el comentario autorial insertado inmediatamente reconvierte la figura: la opresión de los indios que Túpac Amaru emblematiza, la dominación misma, es uno de los “temas obligados” del lenguaje político, no un evento de la historia o de la realidad, tan sólo un hecho de la retórica. La voz “obligada” a tratar este tema es, sin duda, la voz criolla que monopoliza el discurso republicano, y lo hace utilizándolo como un arma en su lucha por representar —literalmente, en un panfleto gráfico— su ascenso a la hegemonía contra el poder colonial.

Así, Túpac Amaru y su significado se reinsertan en la lógica de la historia nacional como un momento de la escritura. “Las brujas...” sólo es posible luego de la secuencia de operaciones discursivas detalladas previamente; sólo puede suceder una vez que el campo intertextual de las Tradiciones ha sido asentado con firmeza y su proyecto está en marcha.

La escritura palmista es el prerequisito obligado de esta aparición de la política; la escritura misma, con la figuración autorial ubicada en su centro de control como emblema, es el soporte y el medio de la política en el contexto de la dominación criolla.

Diciembre 1996

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