Palma:
el Perú figurado

[Ciberayllu] Jorge Frisancho


 
    Admirable y deseablemente peruana, en literatura alguna escrita en el Perú, se nos da como en la de Palma la figura tendenciosa y futura con tal poder de actualidad, sin que pierda su incentivo de boceto por su destino de retrato. Pues hay que componer en ella. Los elementos y las partes se nos ofrecen en el medio orden de la curiosidad diligente apresurada. La alegoría es más mediata que inmediata; pero es inmediato su efecto propio, sublime y sensible. (...) En acabando de leer, uno justifica, explicándose por necesarios todos los contrastes, peripecias e incongruencias del Perú figurado.

    Martín Adán, De lo barroco en el Perú.


Sesenta años atrás, Adán intuyó en la obra de Palma un proyecto inconcluso, cuyo texto no sería completo o final mientras no se hubiera construido en la lectura; quizás esa lectura no haya perdido aún toda su legitimidad. Adán entendió en Palma un ánimo alegórico, y supo que la representación de la historia ofrecida por el discurso de las Tradiciones Peruanas, además de ser parcial (y parcializada), sólo pudo emerger del medio orden de la nación. Supo, asimismo, que esa representación desea explicar y justificar, por la alegoría, los contrastes e incongruencias de lo real; que lo ‘peruano’ de la tradición no es lo que se representa sino el proyecto de su imaginación.

Quiero proponer aquí que ese proyecto de construcción imaginaria —que incorpora necesariamente al lector, y se constituye por tanto de manera pública— sea entendido como la materia básica de las Tradiciones Peruanas. Más que identificar en la escritura de Palma un marcador específico, una serie de contenidos o una versión de la historia vinculada orgánicamente a tal o cual grupo, me interesa poner en primer plano el proceso de construcción del discurso, la serie de mecanismos a través de los cuales aquella versión de la historia nacional es puesta en movimiento y convertida en comunicación eficiente. Es en estos mecanismos, en el acto y la práctica de la escritura, donde residen los significados más profundos de las Tradiciones, pues sólo ellos pueden resolver el conflicto implícito y necesario en cualquier figuración de lo nacional. El Perú sólo puede ser figurado en el momento mismo de la escritura; para ser escrito, su figuración debe ser reiterada en cada momento de la práctica, interminablemente. Tanto como dar una versión particular de la historia, el texto de Palma busca establecer los parámetros en los que cualquier versión propuesta pueda alcanzar un carácter nacional. En otras palabras, es el problema de lo nacional, más que el de los contenidos de la historia, el que el texto explora sostenida, rigurosamente; es el conflicto de una nacionalidad radicalmente insostenible el que Palma pretende resolver por la figuración.

El espacio de la ambigüedad

El dilema enfrentado por Palma es el de elaborar una imagen de la cultura nacional con efectiva densidad histórica, en contraposición clara a sus antecedentes inmediatos y a la literatura que le fue contemporánea, que en términos generales tendió a circundar, sin tocarla, esa problemática. Para su resolución, Palma está obligado a extender su mirada hacia el pasado colonial e imaginar una versión particular de él acorde con las necesidades ideológicas del presente republicano.

El proyecto palmista es, por una parte, una forma de trabajo historiográfico inédita en el contexto peruano, dedicada al rescate de documentos coloniales y a la reevaluación de la literatura del período. Al mismo tiempo, es la —exitosa— delimitación de una genealogía literaria para el propio autor y para su obra, en especial por el vínculo con Caviedes y otros satiristas del virreinato en los que el autor centró su empresa filológica y crítica. Al relanzar no sólo la historia colonial sino ciertas prácticas literarias de la época, específicamente la poesía de Caviedes, Palma reconstruyó una imagen posible de la nación peruana al mismo tiempo que proponía un espacio para el autor en ella, como archivista del patrimonio cultural y como comentarista irónico y socarrón sobre la historia. En otras palabras, el proyecto de las Tradiciones tiene el doble carácter de afirmación sobre la historia nacional y sobre el funcionamiento de la producción simbólica en ella; es, como literatura, el ejercicio de una tradición.

Calificar de historiográfico el trabajo de Palma en las Tradiciones puede parecer excesivo. En el origen del proyecto está el deseo explícito de vivir con “las fantásticas o reales memorias de otra edad”, y de “mezclar la ficción con la verdad”, conforme se expresa en la “Cháchara” que Palma incluyó en la tercera serie de las Tradiciones. La estrategia textual opera en este terreno de profunda ambigüedad, donde la anécdota es idependiente de su valor de verdad histórica y se ficcionaliza como un emblema del pasado en su conjunto, no como un ‘hecho’ de relevancia puntual. Lo que interesa, sin embargo, es hacer explícito el énfasis puesto por Palma en el origen documental de sus anécdotas, ciertas o no, su exploración de fuentes múltiples e ignoradas, su apropiación de un vasto archivo colonial que excede largamente las fronteras de lo literario. Este archivo refiere al pasado que los textos palmistas incoporan tanto como al propio presente en el que son producidos, pues la ilusión central del proyecto, implícita desde su título, es la de una continuidad temporal que vincula un texto con otro. O, más expecíficamente, las Tradiciones con el gran espacio intertextual de la colonia que funciona como generosa metáfora de la historia misma.

Así, es legítimo leer este libro como un trabajo sobre la historia documental, preocupado no tanto por determinar la veracidad de eventos específicos sino por construir el territorio en el que cualquier intento de verosimilitud ha de cobrar sentido; el insistente, explícito y complejo intento de tramar las viscisitudes de la historia con una imaginación nacional sustancialmente desprovista de crisis y fisuras, una en el tiempo y en el espacio.

El gesto formal de las Tradiciones, en este contexto, es impecable. Si en ese momento de la historia republicana es virtualmente imposible la construcción de una Historia del Perú orgánica y articulada, no lo es el producir una secuencia al parecer inagotable de micro-relatos de superficie costumbrista, extraordinariamente libres en su manejo de la verdad histórica y a la vez gobernados por una estructura narrativa simple pero estricta. Cada Tradición, pequeñas excepciones aparte, reproduce el orden textual del conjunto, con la fecha bajo el título, las referencias al virrey que en la época gobernaba en su lugar, los comentarios autoriales salpicando el relato, etc. Incansablemente, las once series publicadas entre 1872 y 1918 vuelven a presentar una y otra vez el esquema, en un movimiento que desnuda su origen periodístico pero no se agota en él.

En efecto, la constancia de la estructura es parte fundamental del sentido de las Tradiciones, el momento de la dinámica textual que establece la forma de la historia peruana leída e interpretada por la conciencia liberal criolla. Palma no requiere de una escritura que satisfaga los requisitos de la historiografía romántica; le bastan las operaciones de una literatura menor, rigurosamente controladas y rigurosamente repetidas, para producir un relato estable y duradero de lo nacional como totalidad unitaria en el tiempo.

La representación del pasado colonial, interpretado como parte integradora —e incluso fundante— de la continuidad histórica peruana tiene la peculiaridad de haberse desvestido de todos los específicos sociales. El de las Tradiciones es un mundo en el que, como ha escrito Antonio Cornejo Polar, “nada es demasiado importante o trascendente” (Cornejo, La formación de la tradición literaria en el Perú, p.59), un espacio sin conflictos agudos y sin grandes tragedias. El énfasis de Palma es en el estilo personal, en los pequeños dramas éticos de individuos inscritos en un ordenamiento social estático y estable, de jerarquías reconocibles y de incuestionada legitimidad. Así, la apropiación palmista de la historia colonial se da en términos extra-históricos, sin reconocimiento alguno de irregularidades y quiebres. Es en este espacio confortable donde tiene lugar el ejercicio de la ironía, la sutil crítica de costumbres —desprovista por cierto, tras décadas de costumbrismo literario, de intenciones pedagógicas o moralizantes—, la sonriente nivelación de desiguales. Estos elementos, los mismos que sin duda Mariátegui tenía en mente cuando vió la posibilidad de leer a Palma en un registro democrático, más “medio-pelo” que aristocratizante, le confieren al texto de las Tradiciones una ambigüedad decisiva y, al mismo tiempo, limitan enormemente su alcance.

Esta ambigüedad irriga todo el discurso palmista, y es especialmente notoria en el tratamiento de las heterogeneidades presentes en el espacio cultural. Parte prioritaria de la ideología que anima a las Tradiciones y al trabajo de Palma sobre la historia es la reafirmación de la oralidad criolla, sus modismos y sus consejas, en polémica con la Academia y con los hispanistas locales. En materia de lenguaje, Palma no es un hispanista, o por lo menos no uno de la modalidad “pura”. Su literatura es en parte una larga celebración del genio verbal criollo y una exploración filológico-histórica de sus orígenes en el mundo colonial.

Sin embargo, lo que esta celebración esconde es un juego de jerarquías culturales cuyos contenidos son parte ineludible en la historia de la dominación colonial y criolla. La oralidad asumida por Palma sólo entra al espacio textual mediatizada por la escritura, y ésta a su vez, polémicas aparte, existe en un territorio regimentado por la autoridad casi imperial de la Academia. Lo que se borra, o se distiende prácticamente hasta la extinción, es la otra oralidad activa en el espacio andino, la oralidad quechua de los dominados. Cornejo (Escribir en el Aire) ha notado la forma en que la oralidad quechua se disuelve en la trama textual, utilizando una Tradición ciertamente emblemática, la de “Carta Canta”. En este relato se tematizan las relaciones de poder implícitas en el binomio oralidad-escritura bajo el pretexto de explorar el origen del dicho; como anota Cornejo, el que la frase nazca del discurso indígena, ascienda luego al español y se consagre posteriormente en el uso, no perturba a Palma ni le revela la posibilidad de una crisis, sino que reconstituye el orden jerárquico de la cultura “peruana”. La presencia de los dos indios está, además, marcada por la ambivalencia cultural, pues si bien empiezan hablando en quechua, cierran el episodio haciéndolo (entre sí) en español para dar origen al refrán, sin que la radical inversosimilitud de esta secuencia de eventos altere para nada el plan del texto.

Esa ambivalencia, ese espacio de ambigüedad, es la marca más profunda de las relaciones del texto palmista con la cultura y la historia de los dominados, el gesto primario de sus aspiraciones homogeneizadoras y nacionales.Si los conflictos de la historia colonial, como la rebelión de los encomenderos, son sometidos a enjundiosa nivelación en el texto de las Tradiciones, la contradicción central de la conciencia criolla que anima a este discurso es resuelta en una forma del silencio, la del no-reconocimiento.

El discurso palmista no niega ni afirma la contradicción del dominio, no la discute, no la califica, no la representa: la disuelve en ese espacio de ambigüedad para hacer posible el velamiento de lo que, en cualquier otro contexto —por ejemlo, en un discurso conservador acérrimo que pretendiera historiar la justificación del dominio español— sería una crisis. De esta manera, el gesto formal de las Tradiciones hace posible una imaginación nacional criolla en el mismo momento en que los propios contenidos de la historia hubieran reclamado su desarticulación.

Idolatría, rebelión, silencio: La crisis del discurso criollo

En la clave de esta ambigüedad implícita es que propongo ahora leer en las Tradiciones una figuración —o más exactamente, las figuraciones de una ausencia— del universo cultural andino, definido no ya en la perspectiva de dominación cultural simbolizadas por, por ejemplo, “Carta Canta”, si no en tanto que parte fundamental del proyecto de tematizar la historia colonial y formular una historia peruana.

Es notorio para cualquiera que revise las Tradiciones que Palma no estaba interesado en el pasado pre-hispánico como fuente del discurso nacional. Lo prehispánico es asimilado, fuera del cuerpo central de las Tradiciones, a un genérico “nosotros” peruano que a duras penas puede generar disquisiciones sueltas, no narrativas, sobre una generalidad cultural ni siquiera coherentemente organizada. Así, por ejemplo, el texto “Sistema Decimal entre los Antiguos Peruanos” opera ya desde el título esa incorporación, e incluso elabora, incluyendo una discusión sobre la hipotética dramaturgia quechua, el valor que lo prehispánico puede tener para la conciencia nacional: “Por más que halagara nuestro nacionalismo la especie de que tuvimos poesía dramática, el buen juicio nos aconseja renunciar a esa gloria”, escribe Palma (p. 1180, énfasis añadidos), en polémica con Garcilaso y con Markham y basándose en la investigación de Mitre sobre el Ollantay.

A nivel de representación, como hemos visto, Palma sólo puede incorporar lo heterogéneo desarticulando su especificidad, y lo hace reconstruyendo figurativamente el orden lingüístico y borrando la mutua ininteligibilidad del español y el quechua a la vez que re-escribe la jerarquía y el poder. Este esquema está también presente, por ejemplo, en la trajinada tradición de “Los Incas Ajedrecistas”, donde el rehén Atahualpa se comunica con Hernando de Soto directamente, en español, pero requiere del intérprete Felipillo para hablar con los demás conquistadores. Como en “Carta Canta” lo que está aquí en juego es un espacio gobernado por la ambigüedad, pero no por la arbitrariedad, pues los desplazamientos de la oralidad inscriben en el texto los órdenes implícitos de la dominación en su mismo punto de origen (la captura y muerte del inca).

En este contexto, el evento fundador del orden social de la colonia, Cajamarca, es incorporado al discurso en base a una estrategia de silenciamiento. Aunque en esta tradición, como en otras, el asesinato del Inca es reprobado como “injustificable”, el relato de la muerte de Atahualpa nunca se produce; el Inca no muere en la escena del gran teatro nacional levantado por Palma, y su desaparición es sobreentendida como se sobreentienden los accidentes y las necesidades de la historia. Lo que recibimos de Atahualpa es su vínculo, a través del ajedrez, con sus captores, y el mismo proceso conducente a su ejecución acaba siendo causado por el juego: el consejo que Atahualpa da a de Soto permite a éste la victoria y le gana al cautivo la enemistad del oponente, Riquelme, quien se venga del monarca quechua a la hora de decidir su destino en asamblea de conquistadores. Esta versión de los hechos, además, aparece en el texto como una conseja popular ( “Dice el pueblo...”), en un mecanismo que, repetido a lo largo del conjunto de las Tradiciones, permite al escritor diluir la especificidad histórica del evento imaginario, y lo libra de responsabilidades. El apacible y multilingüe encierro de Atahualpa imaginado por Palma no culmina, pues, en la tragedia, sino en el particular drama individualizado que las Tradiciones, en adelante, insistirán en relatar con diferentes personajes y circunstancias.

Este procedimiento, el de separar del texto segmentos claves de la historia a los que sin embargo otras tradiciones refieren, será repetido por Palma a lo largo de las once series, con especial intensidad cuando los episodios hubieran puesto en crisis la figuración criolla; en especial, es decir, cuando se refieren a un sujeto explícitamente alternativo al que tan cerradamente controla el discurso.

Un ejemplo notable de este proceso se da en “Los Malditos”, ambientada en 1601. Aquí Palma se toma el trabajo de alterar la estructura de sus pequeños episodios como en pocas otras ocasiones, para poner en el texto tres historias relacionadas entre sí y una coda en lugar de una sola narración con excursos e intervenciones autoriales. La coda hace explícita la intención del relato, iluminar la referencia a “los malditos” que el lenguaje criollo hace cuando se enfrenta a un indígena rebelde: “ese cholo debe ser uno de los malditos” (itálicas de Palma). Situado al final de la tradición, este pequeño párrafo explicativo parece querer despejar las múltiples sugerencias de interpretación histórica que emergen de las tres narraciones.

La secuencia de estos tres relatos también es interesante. El primero y el tercero, titulados respectivamente “San Pedro-Mama” y “Sisicaya”, cuentan la historia de los dos pueblos así llamados en una clave sobrenatural y de idolatría, casi como dos pequeños cuentos de aparecidos; entre ambas, “El Virrey Marqués de Salinas” hace una pequeña nota sobre el gobierno de Luis de Velazco en el virreinato peruano, bajo el cual las dos anécdotas supuestamente tuvieron lugar. Como veremos, esta distribución no es arbitraria; en su lugar central la figura del virrey regimenta el espacio de significación abierto por las dos tradiciones de tema indígena, les confiere orden y las articula en una secuencialidad histórica de otro modo ininteligible en los parámetros palmistas.

San Pedro, situado al norte de Lima, era un villorrio indio de cierta prominencia cuando sucedieron los acontecimientos relatados. El párroco de la villa, tras haber celebrado misa, se halla regresando a Lima cuando a medio camino descubre que ha olvidado su libro de rezos y envía al sacristán, “un negro esclavo suyo”, a recogerlo. Llega el esclavo a San Pedro y se encuentra con un pueblo desolado, una “villa encantada”. A poco, el sacristán descubre a los habitantes celebrando un rito pagano, la adoración de un ídolo que semeja una cabra hecha de oro y plata. El oficiante pronuncia la palabra quechua “mama”, y los pobladores, uno a uno, se acercan al ídolo y beben de sus pezones. El esclavo, aterrorizado ante el “extravagante culto” de los indios, huye apresuradamente revelando a éstos su presencia.

Ya en Lima, el esclavo y el párroco comunican al virrey lo sucedido y este los envía de regreso para oficiar la excomunión general de los sampedrinos. Los idólatras, sn embargo, han huido ya hacia Chanchamayo, llevándose las joyas de la iglesia, que se convertirá en un entierro famoso.

Los indios de Sisicaya profesaban, escribe Palma, la “misma idolatría” que los habitantes de San Pedro. Esta práctica es narrada no ya como un episodio, sino como una noticia que llega a oídos del virrey Velazco y del arzobispo Mogrovejo. Como en la ocasión anterior, el cura párroco es enviado a excomulgar, con la asistencia de cinco misioneros que lo apoyen en “la conquista de almas”. Llegan los emisarios al pueblo, y son inmediatamente ajusticiados por los indios, el cura a azotes y los misioneros por decapitación. Acto seguido, los indios huyen del lugar llevándose los tesoros de la iglesia, entre ellos una campanilla de oro que había sido obsequio de Gonzalo Pizarro. También los tesoros de Sisicaya se convertirán en un entierro legendario. Un siglo más tarde, un indio viejo y ciego bajará a Sisicaya para buscar ese tesoro de acuerdo con las indicaciones dadas por su abuelo, participante en los hechos originales, sin éxito.

Entre estos dos relatos, el Marqués de Salinas aparece en el centro literal de la tradición como la figura encargada de imponer orden y concierto en un espacio amenazado por la idolatría; es él la autoridad encargada de la “conquista de almas” que refiere Palma. De hecho, la referencia a la rebeldía indígena es explícita en el fragmento referido al virrey. Al llegar al Perú, Velazco se encuentra con una población indígena poco dispuesta a someterse al poder central, con, en palabras de Palma, jíbaros y araucanos empeñados en “llevar vidas ajenas a la civilización”, en un “supremo esfuerzo por romper el yugo español”. Palma no hace explícito el papel jugado por este virrey en el debelamiento de insurrecciones andinas, pero sí marca como uno de sus logros, además de la defensa del Callao contra piratas holandeses, la creación de un “fiscal protector de indios” y la promulgación de “juiciosos” reglamentos sobre el trabajo negro e indígena.

Aquí el desplazamiento es doble; por un lado, la autoridad virreinal es figurada en términos benevolentes y generosos, mientras la rebeldía india es pintada, casi al pasar, en términos muy similares a los de la retórica independentista ( “romper el yugo...”, etc.). La síntesis de este procedimiento es, sin embargo, una sola, repetida luego a lo largo de todo el texto de las Tradiciones: la resistencia india sólo accede a una dimensión discursiva en tanto que sucede bajo la mirada y bajo la autoridad españolas; sólo es historiable, sólo ingresa a la narrativa en tanto que sucede durante el gobierno de un virrey, es una anécdota propia de él. La figura del gobernante es la que articula la historia desde su propio centro, la que le otorga secuencialidad, y la que la comunica, directamente, con el escritor y su propia conciencia.

Este gobernante es, como hemos dicho, eminentemente benévolo. La respuesta del poder a la insubordinación indígena es en el texto de Palma la excomunión, no la represión militar; la violencia de los indios de Sisicaya es inmotivada, irracional, salvaje —como lo es la rebelión misma.

Hay, sin embargo, algunas fisuras en el discurso, momentos de tensión que revelan la angustia cultural latente bajo su superficie de condescendencia y ligereza. La “idolatría” de San Pedro es masiva, todos los habitantes participan en ella, y tiene lugar inmediatamente después del rito católico. Más aún, sucede cuando la mirada de la autoridad, el cura párroco, está desviada, desatenta: sucede a espaldas del poder. Curiosamente, Palma hace figurar a un esclavo como intermediario entre indios y españoles, y hace a éste caer, casi cómicamente, presa del pánico ante la certidumbre de la idolatría indígena. Palma narrativiza así las funcionalidades corporativas del orden social colonial, y salvaguarda una posición ciertamente más digna para la autoridad.

Por lo demás, la continuidad entre las idolatrías de San Pedro y Sisicaya sugiere la existencia de una red de comunicación entre las comunidades indígenas, les otorga una identidad positiva y la capacidad de actuar en concierto; el aura sobrenatural, de magia negra presente en el texto —los indios adoran, por ejemplo, una cabra— contribuye a hacer de esta posibilidad un elemento terrorífico. Y más aún, la presencia del indio ciego cien años después, llegado a Sisicaya obedeciendo un imperativo genealógico, sugiere la naturaleza histórica de esa continuidad espacial, la posibilidad de una subjetividad indígena trasmitida a través de generaciones —posibilidad que el propio Palma, en esta tradición, intenta de-historiar asimilando el rito indio a una idolatría no especificada.

Finalmente, hay que considerar el plano económico de este relato, explicitado por las joyas de la iglesia convertidas en célebres entierros. La cabra de San Pedro, hecha de oro y plata, permite a Palma observar que “sabido es que los conquistadores tuvieron a gala emplear sus riquezas en los candelabros, píxides y ornamentos de las iglesias” (énfasis añadido); del mismo modo, la campanilla de Sisicaya, obsequio de Gonzalo Pizarro, refiere tales riquezas nuevamente al origen de la dominación española en el área andina, al momento inicial de la conquista. La gramática hace posible para Palma establecer un regimen de propiedad sobre los metales preciosos de los que las alhajas están hechas: pertenecen a los conquistadores, quienes pueden obsequiarlas. La captura de ellas por los indios idólatras subvierte sin embargo este regimen y, a contramano del propio tradicionista, parece sugerir que se trata de una reposesión de los frutos del pillaje originario.

Estas observaciones nos permiten arribar a lo que late en el corazón de este texto, como en quizá ningún otro de las Tradiciones de Palma. Los indios, lejos de someterse al poder español “huyen” de él hacia otros territorios, inaugurando de ese modo un espacio de descontrol en el centro de la trama social, la posibilidad de una independencia (en este caso, libertad de movimiento) no criolla, y reterritorializando el orden colonial-nacional. Ambos pueblos regresarán a la historia: Palma concluye los dos relatos, el de Sisicaya y el de San Pedro, afirmando que los huidos formarían con el tiempo “uno de los mejores y más feroces cuerpos del ejército indígena de Túpac Amaru”, con lo que las tensiones y las ansiedades que dominan esta tradición se sintetizan en la gran rebelión indígena de 1780. Túpac Amaru es la gran ausencia en este relato, pero es al mismo tiempo un signo imposible de silenciar. Su aparición en “Los Malditos” es la que otorga, a pesar de Palma, contenidos históricos a la narrativa de San Pedro y Sisicaya, y la que da estabilidad las figuraciones de la resistencia indígena. Incluso, Túpac Amaru tematiza la asordinada narrativa de recuperación que las alhajas y los entierros han sugerido: a los huidos de San Pedro-Mama, el cacique cuzqueño les prometió la vuelta a sus tierra originarias, que eran para ellos como una “nueva Jerusalén” de evidentes, si reprimidas, resonancias utópicas y milenaristas.

De esta manera, las continuidades que fallidamente Palma silencia, la historia de los dominados, hallan su sentido en un movimiento que subvierte el régimen textual, y el espacio de ambigüedad creado por la conciencia criolla para definir la nación revela sus latencias en una narrativa que le es a la vez e imposible y obligatorio controlar.

CONTINÚA

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