Las puertas se cerraron

Cuento

[Ciberayllu]

Jes�s Bottaro Naranjo

 

«¿Escribir significará convertir lo real en palabra
o hacer que la palabra sea real, o las dos a la vez?»
Salvador sobre Roa Bastos

«La ventaja de la libertad era que podía convertir las mentiras
en verdades y contar verdades en las que todo parecía mentiras.»
Eloy Martínez. Santa Evita

Las puertas se cerraron y el mundo sigue andando; mejor dicho, el tren subterráneo continuó su marcha. Me despojé de mi añoso gabán de felpa y Anselmo se quitó su abrigo de zorra inglesa. Y, ya instalados (después del estruendo agonizante de los viejos rieles y el suspiro aliviado del arranque), Anselmo retomó su argumento:

Si no mencionamos los hechos, éstos no suceden, no acontecen. Las cosas sin nombre nunca comienzan a existir, no tienen ser: vivimos en un mundo nominativo en sus esencias. Las sociedades primitivas no sufrían de neurosis perniciosas, fíjate tú, pues no las habían nombrado todavía. Igual sucede en el Amazonas actualmente.

El viaje entre Brooklyn y el sur del Bronx toma unos setenta y cinco minutos aún en los días más difíciles, pero los sábados, a veces, tarda un poco menos. Hoy comenzaba nuevamente el taller de literatura y nos habíamos comprometido en llegar antes de las dos al Hostos Community College. Días antes, la temporada se había precipitado con lluvias intensas y vientos helados más propios de un enero invernal que de los días frescos de otoños anteriores. La mitad de mis amistades, y estudiantes de la universidad, caminaban envueltos en resfríos y abrigos de lana vieja.

En el vagón, a unos cuantos metros de nosotros (junto a los anuncios de la asociación contra la prevención de juanetes y callos ingleses), tres jóvenes, casi adolescentes, degollaban a un jabalí pata negra de tamaño mediano. Por la expresión de frescura (y hasta de cierta inocente ternura) en sus ojos saltones y aguados, era evidente que lo habían cazado hace poco en los bosques cercanos a la ciudad. Quizás intentaron domesticarlo, para olfatear piedras preciosas, en minas de tiempos de la colonia, pero el animal se resistió a la idea y enfrentó su oscuro destino (hacia los túneles de la ciudad).

Uno de los muchachos, el que parecía mayor y líder del grupo, remedaba en burla las palabras del guarro suplicando con chillidos por su vida: «soy un animalito de Dios, decente, madre soltera de doce criaturas, abuela de cientos, tía de docenas y el más pequeño de los míos, un angelito del Señor, sufre de parálisis congénita, yo solita soy el único sostén de mi familia, por favor, tengan piedad, se los suplico, por lo que más quieran».

Los tres se largaron a reír con estruendo gozando la parodia mímica de la guarra. Al giro de una curva acentuada en que los rieles chillaban como perra herida, el más joven giró el rostro hacia la ventanilla y mostró una cicatriz feroz, fresca e inflamada, como de guerrero o bestia salvaje en pelea de barrio. Entonces, me dije: «a lo mejor la cuestión fue un ajuste de cuentas».

Aún cuando le prestaba atención al derriscadero de palabras de Anselmo, en un instante, no pude dejar de escuchar el susurro de un señor de lentes hablándole a su gemelo (eran idénticos) sentados a nuestro lado izquierdo:

¡Despatarrada, con las extremidades de norte a sur, le sujeté el clítoris inflamado, abultado (aboyado como nuez madura cocida en agua) por la excitación! Le tomé su botón durito entre el pulgar y el índice: como en esos cuadros de Cristo en éxtasis que están en las iglesias, ¿te acuerdas? ¡Soltaba sonidos extraños: algunas veces roncos y otras agudos! ¡La humedad era absoluta, total! Tragaba grueso, voleando los ojos con intensidad de loco, húmedos también. ¡El cuerpo le hervía!

Súbitamente, el vagón comenzó a traquetear enfurecido cubriendo la conversación de los gemelos. El escándalo mecánico desvió mi concentración; sin embargo, de repente pensé que el gemelo nunca mencionó, ni se podía desprender de la descripción, si era una mujer o un animal hembra de lo que hablaban. Fue irreconocible la humanidad o bestialidad del clítoris en cuestión. Anselmo me sacó de mi embeleso y prosiguió el juicio:

Tú dirás que el saber es parte indispensable y congénita al ente humano. Pero entonces ahí, precisamente, nos tropezamos con unos de los puntos urticantes del conocimiento y la búsqueda del saber. Pues invariablemente ha sido un arma de doble filo: la posibilidad, confirmada por la historia, de que lo creado por el hombre revierte en contra del hombre.

A unos cuantos asientos de nosotros, cerca de la cabina del conductor, una pareja de viejos se besaban apasionadamente. Se chupaban el cuello y amasaban los pechos flácidos, los hombros y los pellejos de los brazos con desesperado gozo. A veces lograba verse el revolotear de sus lenguas hambrientas y sus encías desdentadas que parecían devorarse con ansias antes de morir o quizás era una forma nueva de eutanasia para ancianos desahuciados.

En otra esquina, una mujer en rojo murmuraba rezos ininteligibles con el Nuevo Testamento desplegado sobre sus piernas entreabiertas, donde al fondo, entre tinieblas, algo se movía rítmicamente por entre una piel depilada, lampiña y sin pantis. Al lado de ella, unos cuantos turistas hablaban en una lengua achiclada y llorona y más allá, un grupo de sordomudos, con la cabeza rapada, conversaba a gritos de retórica latina con un gordo grasiento que parecía ser su maestro.

En el rincón del vagón se distinguía con claridad como lo que ya dividían y adobaban en piezas para el asado era de una puerca joven. De repente, con estrépito danzante, se abrió una de las compuertas comunicantes del vagón para escupir una silla mugrienta cargada de artículos que hacía rodar una vieja enana sin piernas, con greñas rubias despelucadas y gritando con aliento fétido, ofreciendo su mercancía de a dólar con acento franchute en un tono gutural. Los cocineros la detuvieron e inspeccionaron la carga de la enana, que complacida daba rebajas de diez centavos. Al final, la anciana salió loca de contenta con su cargamento después de vender un condón de piel natural, tres licores secos, una caja de perdigones, un frasco de adobo, otro de pimienta y un encendedor de baterías que el más joven de los tres adolescentes utilizó para incendiar la pira de cocimiento del cebón.

Durante un buen rato saborearon y dieron mordiscos sugestivos (torciendo los ojos con sonidos guturales) cuando hincaban los colmillos con fruición en los genitales de la marrana y mencionaban las tetas de actrices de moda. Lo primero que pusieron al fuego fue el rabo, pero antes lo utilizaron como látigo flagelándose las espaldas, y las nalgas pálidas, mientras gemían con violentos resuellos de gladiador cansado luego de un combate a sangre, arena y dentelladas, pero sin auditorio ni aplausos.

Detrás de nosotros viajaban apretadas dos gordas, de uñas sucias y ojos saltones, hablando español a gritos con acento gallego mientras masticaban chicle haciendo globos que explotaban con estruendo de cohetes de año nuevo. La gorda uno le decía a la gorda dos sus impresiones:

Esta gente no sabe preparar nada. Todo les queda insípido, sin sabor. Por eso es que son así, malos y egoístas. Una gente que come sin sabor no puede ser buena, eso está comprobado. No ves que siempre quieren todo para ellos y nada para los demás. Prefieren botar las cosas a la basura, para los buitres. Ni siquiera son buenos hijos, claro, si las madres son iguales: crían cuervos y esos pajarracos malucos se comen toda la cosecha. Bueno, a lo que iba. La mejor receta para el chancho es dejarlo ahogado en sal, con tres cabezas de ajo, doce horas antes de comértelo y ya, no hay nada más rico, fresco y saludable, acompañado de arroz blanco y una ensalada de berro chino.

Después de arrancarse con el meñique derecho unas costras blancas apelmazadas a las orejas, la gorda dos le dijo a la gorda uno:

Y hablando de animales y cosas raras: el otro día en el metro oí cuando un muchacho contaba la historia caribe del porqué el buitre tiene la cabeza pelada y hedionda.

— ¡Ave María Purísima! ¿Y cómo fue?— preguntó la gorda dos a la uno que, ufana de su historia, carraspeó dándose importancia antes de continuar.

Resulta que un día el indiecito Naiguatá estaba admirando el volar del buitre y le entró deseos de saber volar. En seguida le pidió al animal que lo llevará muy alto y éste lo alzó hasta las nubes, pero Naiguatá se asustó cuando el buitre bajaba en picada y empezó a gritar. El ave se burlaba y, soltando la carcajada, le decía que los humanos no están hechos para el vuelo. Finalmente cuando llegó a tierra dejó al pobre indiecito dentro del hueco gigante de un tronco seco de ceiba. Ahí estuvo hasta que unos amigos que andaban jugando oyeron sus gritos y lo sacaron.

—¿Y entonces?— interrumpió ansiosa la dos, pero la uno no le prestó atención y continuó como si hablara sola:

Resulta que Naiguatá prometió vengarse del buitre que en ese tiempo tenía plumas muy bonitas en la cresta. Naiguatá fingió ser un venado muerto con el trasero al aire para atraer a los pajarracos que comen muertos. Primero vinieron los cuervos y otras aves que le picotearon las nalgas, hasta que por último llegó el buitre que era muy malicioso. Pero poco a poco, fue picando un poquito de nalga aquí y otro más allá, cerca de la orilla, hasta que decidió meter la cabeza dentro del fundillo para coger carne más fresca. Entonces, rápidamente Naiguatá apretó el nalgatorio y anduvo varios días con el buitre colgándole del pompis como un rabo con alas. Después de un tiempo Naiguatá se cansó y soltó al buitre, que cuando sacó la cabeza ya la tenía pelona y hedionda a culo.

La gorda dos aulló:

Jesús, María y José. Eso debe ser mentira.

—¡Quién sabe! —exclamó la gorda uno e hizo un breve silencio que la gorda dos aprovechó para hablar:

Ese cuento me hizo acordar de las adivinanzas de mi abuela. Oye ésta para ver si sabes qué cosa es: «Redondo, hondo y hediondo, y con pelos por las orillas, ¿qué será?.»

— Mujer, tu abuelita tenía cada cosa. ¿Qué es?— interrogó la dos.

Pues el cacho de toro.

Mientras las gordas hablaban, un asiático de mirar coqueto sentado al frente, delgado y pálido, sonriendo pícaramente con gestos amanerados, se llevó las manos a la cara ocultando su mirada y súbitamente extrajo del rostro un ojo sintético que ensalivó y frotó contra la seda morada de la corbata a rombos azules que le llegaba a las rodillas. Se notaba que el humo del cocido le afectaba el globito verde con que miraba.

Entre tanto Anselmo varió el tema hacia lo espiritual religioso, pero era un truco suyo para continuar hablando con el tono reiterativo de un rabino en ceremonia de Sabbath:

Tal vez algunos iniciados tengan la razón y lo básico de la vida radique en un centro que es Dios. Al principio fue la palabra («y la mentira»), entonces Dios creó el universo. Pero antes, el Señor debió ficcionarlo: por eso acabo de mencionar la palabra mentira entre paréntesis y comillas. Es decir, aplicó el poder (todopoderoso e inmaculado) de la ficción (el engaño) para crear un universo. Te das cuenta que el mundo es la consecuencia de una fantasía, algo falso, una imaginería.

Desde Brooklyn, el tren se hundió a nado en lo profundo del East River y en dos minutos ya cortábamos de un navajazo a Manhattan. Mientras esperaban el asado de la cerda, los tres muchachos continuaban sus juegos de mofa colocándose en las mejillas las orejas de la lechona. Otro se enrollaba en collar las tripas, grises y hediondas, bailando ula-ula. El tercer joven (después de patear la cabeza y gritar ¡gol! con autenticidad deportiva), esperaba con ansias las paradas del tren para aplastar contra el ventanal del carro la nariz y los ojos saltones, (con los agujeros de los oídos chorreando sangre espesa y negruzca), y así llamar la atención de los pasajeros que esperaran en el andén el tren local. Pero luego, como ni siquiera los niños voltearon, tomó el corazón, le introdujo el puño y lo puso a palpitar imitando, con una voz ronca y acompasada, las contracciones del órgano que de verdad parecía latir con vida propia.

Sobre una hilera de tres asientos dormía una mujer, con rostro reseco y ajado, de aspecto impecable. Parado al frente viajaba un individuo que con la uña del pulgar se molía las otras uñas. La moledura persistente de las uñas producía un polvillo calcáreo, tan blanco como cal cocida, que caía sobre el rostro de la mujer que en segundos eructaba con expresiones de beoda. A veces, el polvillo le caía sobre los párpados, y las fosas nasales, provocando bofetones contra el rostro como quien espanta molestias de mosquitos. Al borde de los labios entreabiertos se acumulaba el talco, asomaba la lengua y relamía el uñerío provocándole una contracción de amargura arrugando la frente pero sin abrir los ojos hinchados de alcohol. El polvillo continuaba cayendo constante y sin fin.

Fijé la atención en Anselmo:

Nos invaden y ahogan de maravillas científicas y florecimientos tecnológicos. Los hechos de la vida, la muerte, el cosmos y sus dimensiones son explicados en minuciosos detalles. No queda nada fuera del estudio más pormenorizado. Sin embargo, si ves de cerca el proceso, te das cuenta en seguida que la tecnología y sus individuos no hacen otra cosa que dar vueltas en espiral: hacia arriba, abajo, de izquierda a derecha, alrededor de un eje donde está el punto que buscan entender, explicar, atrapar. La reproducción humana está en este pico del entendimiento y el avance más sofisticado. Pero aún así, por muchos logros e increíbles adelantos (insospechados pocos años atrás), siempre hay que volver a los filósofos de la antigüedad. En laboratorios impolutos forman seres humanos en probetas pero, en el fondo, el contenido líquido de esos tubos de vidrio no es otra cosa que agua: en sus inicios y en sus resultados. Los socráticos, las escuelas egipcias y las esculturas mayas lo tenían claro: el agua como elemento básico, imprescindible e insustituible, pues en modo alguno es eliminable el concepto y la idea de lo líquido para la creación y mantenimiento del ser humano. Con todo esto te descarto a la tecnología como posible explicación del mundo o búsqueda esencial. Hay que horadar en otras direcciones, quizás en otras dimensiones, de la irrealidad del pensamiento.

En algunas estaciones (atraídos quizás por el olor a chicharrón) a veces se asomó una gorra azul de policía y, advirtiendo la presencia de los jóvenes con trozos de la chancha en su regazo, les señaló con autoridad: «Hey, boys, behave», y continuó su ronda de inspección en otros vagones. Al notar el exceso de humo que los hacía llorar, los adolescentes deslizaron las puertas de emergencias, y las ventanillas laterales, y comenzaron a dar manotazos intentando aventar la humareda fuera de su rincón. En algunos tramos del Alto Manhattan la luz del tren parpadeó haciendo relampaguear en colores vivos el fuego que doraba a la cochinilla.

Con el chisporroteo de la candela en la oscuridad momentánea, la gorda uno le exclamó a la gorda dos:

¡Santa Barbara bendita!

—¡Que el Señor nos ampare! —exclamaron las gordas. Entonces la uno dijo:

Esto me acuerda de esa canción de mi infancia que decía:

«Tenía frente de cochina,
cachetes de cochina,
nariz de cochina,
ojos de cochina,
pestañas de cochina,
labios de cochina,
dientes de cochina
y orejas de cochina,
toda su cara era de cochina,
tenía cuello de cochina,
piernas de cochina
y era gorda como una cochina
mi comadre Chencha»
.

Anselmo posee un hablar pausado y suave que te envuelve y seduce con tonos roncos y afectados. Si nos ven caminando de espaldas cualquiera diría que él es la dama (con su elegancia sofisticada, llevando aretes tallados en oro y marfil: relucientes dentro de su cabellera larga y sedosa) y yo el hombre, con mi corte al rape, sin pendientes y las uñas mordidas. Pero seguramente somos signo y símbolo de los tiempos modernos. Como de costumbre, Anselmo volvió a la fundamentación de partida:

Aunque no se quiera, el arte en sí, la expresión artística, sigue siendo lo más próximo a Dios y a su presencia y conocimiento. Tenemos una palabra para nombrar la actividad, decimos: "arte" pero no podemos definirlo, sólo mencionarlo. Su magno poderío se escapa a nuestro alcance mental, tal cual como Dios, que apenas creemos intuir.

Tres ancianas que hablaban como turistas, iban con las narices estrujadas contra el vidrio de la puerta. Como viajamos en el primer vagón, las viejas podían ver las vías, avanzar hacia ellas y comentar cómo unas ratas gigantes, de ojos brillosos y despavoridos, corrían con desesperación al sentir venir el tren. Las abuelas soltaban risitas de sorpresa, pero inmediatamente volvieron a sus asientos cuando el tren alcanzó a una o dos roedoras salpicando el cristal del ventanal con un emplasto de sangre de ratas que se escurrió hacia las junturas del vidrio con la brisa del avance. Fue curioso que algunos pasajeros comentaran que el dibujo en rojo, dejado por el deslizamiento del flujo vital, formara algo semejante al símbolo de "Paz y Amor", de moda en los años sesenta.

Desde la cabina de mando de un carro a otro inmediato se paseaba el conductor del tren, un negro negrísimo con colmillos de vampiro y cara de gorila rabioso, tan gordo que debía levantarse con las manos la manteca de la panza para atravesar la angosta puerta de la cabina dejando ver dos enormes testículos, como bolas de tenis, ahorcadas y aplastadas en pantalones de tela de carpa con las costuras estrelladas a punto de reventar. Ya dentro de su cubil el hombre bufaba en cada estación las mismas frases de tono ahogado: «Please let them off, let them off... please let go the door, we have to continue, do not leave any belogings in the train,... stand clear of the closing door...». Al final volvía a cambiarse de cabina mostrando nuevamente las pelotas de tenis en suplicio.

Los tres muchachos poseían un apetito devorador, pues luego del cocido a fuego y leña, sólo dejaron unos cuantos pellejos con pelos quemados y huesos relucientes. Nadie hubiese podido decir que esos restos alguna vez fueron vida plena, colmada de historias e intrigas, llena de tristezas y felicidad.

En un momento, nadie sabe el cómo ni el porqué, se dispararon las alarmas que detienen el tren. Pero un anciano con unas cuantas canas, coloreadas como a fuego sobre el cogote reluciente, le dio una patada al interruptor que sonaba y la cayó para siempre.

Ya en el Bronx, el tren se desbocó de sus túneles putrefactos y trepó sobre puentes en ruina perenne, carcomidos de óxido. Al inicio del viaje, cuando bajamos a la estación en Brooklyn, estaba oscuro y nublado. Ahora brillaba el sol y podían verse, bordeando las vías de los rieles, los edificios sucios con la pintura desconchada, el paisaje pobre de extensos sectores abandonados; y a millas de distancia, las áreas exquisitas de Rochester.

Como era habitual Anselmo anunció que concluiría (porque según él, no le gustaba pasar por tedioso con una dama como yo), pero era mentira:

Quizás debemos concluir con que la única certeza que tenemos es la posibilidad de la búsqueda, obviamente inagotable, de lo que somos o podemos ser sin llegar nunca a una respuesta; a menos que identifiquemos la búsqueda con la respuesta y viceversa, y así calmemos nuestros ánimos. ¿Pero te conformas tú con esa solución?

Sin mayores sobresaltos ni sorpresas, llegamos a nuestro destino. Alselmo, finalmente, hizo silencio. En puntillas, salimos del vagón, pero no pude evitar que una punta de mi vestido de seda china se impregnara del líquido verdoso de los jugos del cuadrúpedo y los vómitos de los muchachos. En ese entonces no tenía suficientes clases, estudiantes privados, ni dinero en el banco; por otra parte ése era mi traje favorito y aunque lo lavé y planché en casa con extremo cuidado, en la calle los jóvenes me preguntaban si me gustaba cazar mamíferos en los bosques cercanos; me felicitaban y hasta me palmoteaban el hombro en señal de camaradería. Tres días más tarde, en el metro, alguien llegó a gritarme de una plataforma a otra (en español): «adiós comadre», y sonreía con picardía cómplice mientras me guiñaba el ojo izquierdo.

Ese mismo día por la tarde, cuando regresaba a casa, una dama muy elegante me señaló, con sincera curiosidad, que el contorno de la mancha en mi vestido de seda le recordaba la imagen de un jabalí pata negra de los que viven en los bosques cercanos a la ciudad. Le sonreí y seguí mi camino pues el tren ya cerraba sus puertas.

© Jesús Bottaro, 1998, salvador@worldnet.att.net
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