29 marzo 2004

El intolerable universo

Cuento

[Ciberayllu]

José B. Adolph

No quedará en la noche una estrella.
No quedará la noche.
Moriré y conmigo la suma
Del intolerable universo.

Borges

La semana pasada se cumplió un año desde que Alicia desapareció rumbo a una secta más antigua que los rosacruces. No fue realmente una sorpresa: respondí a ciertas lecturas, frases y ausencias suyas con bromas que derivaron a un indignado dolor.

—Los caldeos —me susurró en nuestra última noche. —Todo viene de los caldeos. No hay religión ni locura ni sabiduría que no provenga de ellos.

—Ya había vida antes de los caldeos —me atreví a contradecir.

—¿Qué es «antes»? Pienso que el tiempo es una fabricación. Todo sucede a la vez.

Suspiré.

Ni la lógica, ni la presión, ni el más salvaje e irónico escepticismo la salvaron.

—¿Salvarme? —sonrió Alicia.

Eso es lo que nos ocurre a los que caemos en la tentación de enfrentar raciocinio y fe, error al que justamente yo me había negado durante toda mi vida adulta. Alicia también.

Durante cuatro años nos habíamos amado al encontrarnos entre las ruinas de nuestra militancia en la izquierda política. Yo me había rescatado más allá del cinismo: ¿qué mejor época que ésta para ser realmente nihilista? Me indignaba la fuga de Alicia hacia pesadillas —léase ilusiones— más coloridas. La consideraba tan inmune como yo. No creíamos más en aquello de la «moral proletaria», esa reintroducción del judeocristianismo sexual en el panorama rojo, pero el abandono del edificio era sólo eso para mí, no una vuelta a la cómoda arcadia de lo metafísico. Ya al principio de nuestra relación me habían aterrado su pasado católico y sus fantasías eróticas. Creí que sólo estas últimas habían sobrevivido.

—¿Y por eso tenemos que separarnos? —le pregunté, quizás estúpidamente.

—El amor individual es otro egoísmo.

Yo la había complacido leyendo esos oscuros folletos. Me habían intrigado y mareado, como suele hacerlo toda propaganda religiosa. Me provocaban, como todos los libros santos del mundo, una sensación de inocencia humillada. Víctima de otra fe ahora desintegrada, no pude evitar que resurgiera, más fuerte que nunca, mi desprecio por lo sobrenatural y por sus seguidores.

—La tentación del fanatismo político, a la que pude resistirme no sin angustia —versión un poco más elegante de lo que le dije—, es otra cara de la tragedia en la que ahora vas a actuar. El�� problema de creer en algo no es que ese algo sea falso. No, eso es inofensivo. El problema de cualquier fe es que nace embarazada de fanatismo.

—Al revés —respondió gravemente—. Sólo un fanatismo nos apuntala para seguir viviendo.

—Ah —me burlé—, encontraste el sentido de la vida.

—Sí. Los sentidos se inventan y lo llamamos descubrimiento o revelación.

También eso me pareció penoso: uno tiende a creer que sólo los tontos se fanatizan. Y que ser inteligente abarca todos los niveles de la consciencia.

Recuento, algo intelectualizadas, todas estas monsergas suyas y mías tan sólo para ilustrar y banalizar lo que no es sino una versión un poco más sofisticada del tedio de la llamada naturaleza humana. Es decir de esa capita grasienta que se llama corteza cerebral que nos ha permitido —no, impuesto— ver de lejos la verdad que no nos atrevemos a investigar y a la vez refocilarnos, como cerdos en un barrizal, en las múltiples mentiras que nos hemos fabricado. Porque la verdad apesta.

Alicia nos traicionaba a mí, a ella, a la sensatez que es resignación ante la nada última.

Ah, pero había sido un amor eterno. ¡Qué manera de confirmar la putería de las palabras!

Hablando de eso, de las puterías, la vocación de su secta por la prostitución religiosa también me desazonaba. Arrastraba nuestra privacidad, nuestra unicidad, a un escenario. Esto era lo más escandaloso, lo más irritante. Ellos la llamaban, previsiblemente, «entrega cósmica». Yo había titubeado ante la deliciosa sofisticación de sus fantasías y finalmente me había dejado arrastrar a ellas, seguro de que nuestra noche privada era excusable precisamente por no ser pública. Llegaron a ruborizar y a admirarme simultáneamente nombres como el de Mesalina o el de Jezabel.

—La pobre y calumniada Jezabel —llegué a afirmar con deliciosa pedantería—, que quiso liberar a los aplastados hebreos de su celoso dios único y de su doloroso puritanismo sexual, bien hubiera podido triunfar definitivamente sobre Elías, el profeta chillón, y entonces se hubieran jodido las teorías de Freud al instaurar un funcional reinado del placer.

Intenté tomarlo a la ligera.

—Otra oportunidad perdida.

Y ahora, de pronto, todo había cambiado. Sin ella, lo sucio volvía a ser sucio. Lo que entre nosotros era escapada con culpa pero sin consecuencias, sería la promiscua naturalidad de una Alicia colectivizada.

A ella no le hicieron demasiada gracia mis bromas —no notaba que eran producto de mi pánico—, estando como estaba en la autopista al fanatismo, es decir a la certeza. El fanatismo es lo más serio que existe.

—¿Al menos me dirás dónde vives? ¿Podremos comunicarnos?

Me dio un lindo beso en la frente y respondió que no.

¿De qué me había servido reconciliarme, dolorosamente, con sus sueños prostibularios y luego con los míos? ¿Para qué me había angustiado cambiando mis certezas revolucionarias por el frío de la soledad espiritual y física si ésta ya no sería de dos?

Cuarenta y ocho horas después había desaparecido de mi vida y, según yo, de la vida. Pero, como hubiera podido decir ella, sólo soy un ciego materialista que no quiere o puede ver la luz, ¿no?

Sólo ese inexistente Dios sabe si está en Katmandú, deambulando entre las ruinas de Babilonia o en Tarapoto. Pero ¿qué importa dónde están enterrados los muertos?

También la frase anterior —me molesta que gramaticalmente se llamen «oraciones»— es un patético error. Alicia no estaba muerta. Al contrario: debía de estar viviendo intensamente. Sumida en su fantástica ilusión (¡qué elegante, ser heredera de los primeros astrólogos!), gozando de orgasmos multifacéticos —menos virtuales que los de los místicos o que los de la internet—, transitando por un sendero verdaderamente luminoso, apoyada sobre el sólido cayado de la Verdad con v mayúscula.

¿Qué era lo mío? ¿Envidia o desprecio?

Ahora sus orgasmos conmigo le parecerían patéticas minucias. Al menos, eso es lo que mis celos me dictaban. Pero no se trataba tan sólo (¡tan sólo!) de celos sexuales.

El ser humano es una maravilla, seguramente digna del Creador al que, según está escrito, se asemeja. Es feliz en este pantano: se cree capaz de� transformarlo en jacuzzi cuando no espera un jacuzzi postmortem. Y ahora� veía a Alicia en el país de las maravillas, ayudando a edificar una nueva sacralidad.

Pero también ésta, como todas, se le derrumbaría en las narices. Me pregunté al principio si, de poderla contactar, se lo volvería a advertir. Cuando creíamos en la historia, en la evolución ascendente de la humanidad, no teníamos mayor reparo en cometer la inutilidad, quizás vengativa, de irrespetar activamente las elucubraciones insólitas de los creyentes religiosos.

—¡Hay que divulgar la verdad! —pensábamos o decíamos. —Esas ilusiones de paraísos y esos terrores de infiernos distraen de lo esencial: cambiar al mundo y a los hombres.

—Cambiar el infierno real por un cielo real aquí mismo, ahora mismo.

Hoy se me ocurre que, además de cruel, eso quizás era insensato. ¿Por qué no dejarles sus sueños a la gente? Antes de eso: ¿acaso es posible despertarlos? En el mejor de los casos sólo provocaremos indiferencia; en el peor, defenderán sus ilusiones y sus temores a pedradas. Se crucifica por inseguridad. Lo grave es que ella, con su traición, me ha vuelto inseguro.

Me he quedado solo. ¿No es eso lo que quería? Sí, pero con ella. Otra vez el eterno error de eso que llaman amor: entregar la propia personalidad.

Leo sobre la secta de Alicia que sufre persecución por mil motivos. En otras palabras y, consecuentemente, se endurecen en su papel de mártires incomprendidos, repitiendo paso a paso la vieja historia del cristianismo y del comunismo, del viejo capitalismo de «libertad, fraternidad, igualdad», de todas las ideas convertidas en instituciones. Quizás estos neocaldeos sean corruptos y mercenarios, además de amorales y promiscuos, y quizás no. ¡Qué no se ha dicho contra los judíos, los cristianos, los musulmanes! A los correligionarios de Alicia, al menos, todavía no se les ha acusado de beber sangre infantil, de copular con cabras o de acostarse con Satanás. Seguramente es cuestión de tiempo si no es a causa de los nuevos escepticismos del tercer milenio. Quizás los Templarios hubieran sobrevivido en tiempos de la internet.

Alicia en orgías sexuales y hablando de cuerpos astrales y de nuevas atlántidas, de terapias inverosímiles y de levitaciones milagrosas, repitiendo palabras mágicas o haciendo gestos de sanatorio mental: ¡ella, que se burlaba de hostias y filacterias, de sumisiones encarando el oriente y de oms autohipnotizantes!

En mi insomnio florecen lujurias pasadas a las que, con ayuda de Alicia, privé del adjetivo «aberraciones». Ahora no tengo, no quiero tener con quién compartirlas. Dos o tres intentos con putas resultaron desastrosos. Y Alicia, si volviera, me diría otra vez que el amor individual es una prisión innoble y egoísta. Yo le respondería que, como todo creyente, ha optado por un egoísmo grupal. Me revuelvo en la entristecida cama y combato el pánico reinventado la intraducible parafernalia erótica de su concupiscencia. Luego, duermo inquieto soñando y desoñando cotidianeidades siempre truncas, siempre frustradas: trenes que pierdo, documentos que no encuentro, llamas que me cercan, asesinos anónimos que me persiguen. Esos sueños o pesadillas nunca culminan. Despierto, sobresaltado, en la pesadilla real.

—¿Qué hago? —me pregunté en silencio cuando al responder al teléfono ayer en la mañana escuché su voz.

Quise gritar «¡te amo!» pero colgué.

Ella había pronunciado mi nombre, el suyo y la frase «¿puedo verte?».

Una hora después estaba en la puerta de la casa. La vi desde la ventana, oculto tras la cortina, la dejé timbrar varias veces y me alegré de la fortaleza que estos meses me habían otorgado. Negué mis propias lágrimas.

Imposible describir mis pensamientos de esas horas, desde la llamada telefónica hasta el instante en que desistió de timbrar. Amor, desesperación, angustia, desprecio, odio. Reconciliación y venganza, ansiedad por su boca y la infamia infantil de una puñalada entre sus senos. Lo sublime y lo ridículo entremezclados en una sinfonía caótica. Preguntas como «¿qué soy?», «¿quién es Alicia?», «¿qué quiero?» y «¿qué quiere?». Y finalmente la hirviente inercia de la quietud.

Cuando la observé irse lentamente todavía era incapaz de moverme aunque por dentro la lucha continuaba. Sólo mis manos se abrían y cerraban y una especie de sudor me resbalaba por el rostro. Lo llamo sudor pero era la turbiedad de mis ojos.

Unos minutos o unas horas después algo crujió en mí y comencé a correr como loco, primero escaleras abajo, luego por la calle, buscando un rastro inexistente.

Ahora mismo, en este instante, sentado aquí, sigo corriendo tras ella, la odiada.

He encontrado un fanatismo para el resto de mi vida. Se llama rendición.

* * *


© 2004, José B. Adolph
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Para citar este documento:
Adolph, José B.: «El intolerable universo. Cuento», en Ciberayllu [en línea]

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