29 octubre 2005

Dos relatos breves

[Ciberayllu]

Gonzalo Málaga

 

Las llaves

No olvido las largas horas en que he mirado y remirado este manojo de llaves. Son la suma de una vida lejos del mar: la luz de la luna, fantasma, sobre el desierto; las formas duras de las piedras; la puerta cerrada, a mi costado, frente a la inagotable amplitud del horizonte que amanece más allá de la ventana.  Parece que cada llave existiera para abrir las frases cortas, las ideas que se me acercan, como olas, desde la puerta. Ya va siendo hora: cada martes, como hoy, al mediodía, se acerca desde el otro lado y gira el picaporte, esperando no encontrarme, pero encontrar la cerradura abierta. No conozco su rostro, pero sé que debo temer a su libertad. No soy libre porque sé que está allí, porque sé que no deberá salir jamás. Antes de mí hubo muchos guardianes: algunos, como yo, no soportaban la lejanía del mar; otros, los menos, casi no sufrieron la preocupación por el mediodía de cada martes, pues gozaban de un insomnio nocturno que les evitaba sufrir las vigilias que me agotan. A veces yo también trato de engañar sus deseos de libertad. Hago como que duermo, finjo roncar; y siento la cercanía de sus pasos, que apenas llegan a la puerta y se retiran, sin que haya tocado el picaporte. Quizá también me teme, o quizá sabe que en realidad no duermo. Pero también tengo miedo de que lleguen dos martes en que no suceda nada; miedo de que sean las doce y no oiga ni sus pasos ni el intento de giro en el picaporte. Porque entonces, como cuentan las leyendas de los guardianes, deberé tomar las llaves e intentar abrir la puerta… y si no se abre, deberé hacer lo mismo cada martes, hasta que llegue un nuevo guardián al otro lado.


 

Cilindro

Soy matemático y tengo una gran capacidad para concentrarme. Cuando pienso en algo con atención, me olvido de lo demás. Por eso no me era extraño que en las mañanas de verano empezara a caminar por el barrio viejo y acabara viendo el ocaso en alguno de los malecones del litoral. Me pasó lo mismo aquel día de otoño. Alguien me había planteado un problema complicado; así que empecé a andar, a ensayar soluciones. Eso fue a la hora del desayuno.

Seis o doce horas después (no lo sé con seguridad) me encontré caminando entre las calles oscurecidas de lo que creí era un barrio del puerto, hasta que llegué a la pared de metal: altísima y ligeramente curva, donde hallé escrito algo en un idioma para mí desconocido. Me vino el hambre y caminé y caminé alumbrado por faroles titilantes, buscando un restaurante, con la pared a mi derecha hasta que, antes del amanecer, volví a encontrarme con la inscripción: había recorrido el perímetro de un círculo inmenso. En ese momento vi al enano:

—¡No toques nada! —me dijo antes de que pudiera preguntarle dónde me encontraba—. Eres uno de esos pensadores, aparecen de pronto en la niebla; se van con el agua que nos cae del techo. —Miré arriba, no había sino un cielo indefinido, en el que, entre nubes, se veía la luz de lejanísimos relámpagos. Cuando baje la vista ya no estaba el hombrecito de barbas.

Volví a caminar. Encontré paredes como puestas al acaso, construidas como una invitación a la escritura. Arañadas en el óxido de uno de esos muros vi estas palabras: «la búsqueda mata, ¿has pensado en suicidarte?». Quise borrar ese mensaje, pero las siete palabras reaparecían, como si recién hubieran sido escritas.

Un poco más adelante, un tipo tirado entre alfombras se hacía esta pregunta: ¿Es un cilindro o una maqueta?,  mientras liaba cigarrillos en actitud despreocupada. Seguí caminando y encontré más letras y símbolos; grafemas de alfabetos de todas las tierras, de todas las épocas de la historia: «comerás del primer aro concéntrico y defecarás en el último», aparecía escrito cuidadosamente en letras capitales con algo como sangre en una parte blanca del piso; un lugar por el que, pude ver, nadie pisaba. «Acostumbro matar yo mismo las cosas que como, no deseo que otro cargue mis culpas; dejadme escoger mis alimentos», pude leer cerca, en carboncillo, en una pared mejor iluminada que las anteriores.

Ahora sé que aquí las personas escriben porque no quieren conversar... sé que cuando hablan es porque no desean oír. He leído que ésta será nuestra sequía más prolongada. Son incontables las inscripciones que afirman que no habrá nubes en mucho tiempo.

No puedo dejar de caminar. «Llevo diez años en este lugar, ¿por qué estoy aquí?», dice una caligrafía que me parece conocida. ¿Dónde es «aquí»?, me pregunto; y me digo que estar perdido en algún lugar es mejor que estar perdido en ninguna parte. Hace mucho intenté medir el diámetro y trazar un mapa del cilindro. Logré, además,  fabricar una brújula magnetizando alambres de hierro con los imanes tomados de unos parlantes, pero siempre obtenía lecturas erráticas. Supuse que eran las paredes metálicas las que distorsionaban los movimientos de la brújula armada en la tapita de plástico que puse a flotar en los charcos. Vi también líquenes en las piedras, pero no aparecían en un solo lado de ellas; y en los pocos árboles que hallé se veían como aros verdosos en los troncos, no como las sombras que te indican por dónde calienta el sol en el invierno. He aprendido que aquí no existen las estaciones, que nuestra oscuridad es una penumbra que cede por momentos, cuando crecen halos como auroras polares desde lo más alto de las paredes, halos que ojos no entrenados suelen confundir con el amanecer.

«La obediencia aplaca a la luz» cuelga en un letrero del cuello de alguien que pasa y que me mira sin verme.

He renunciado a los mapas; y sé que el cilindro no es infinito; al menos no en su extensión espacial; pero parece que el tiempo lo trata de una manera distinta. Cada vez que vuelvo a una de las inscripciones encuentro que el entorno ha cambiado; sé que es el mismo lugar, por las letras en que está escrito el mensaje, pero las cosas y las personas que veo son otras. Cuando aparecen, muy de cuando en cuando, los manantiales de mercurio, puedo ver mi rostro reflejado y a veces hablo, porque es bueno hablarle a alguien:

—Entiendo que a esa edad la experiencia era la felicidad —me digo—, entiendo que veinte años después la felicidad es la experiencia —porque creo que aún existe un sentido que me es desconocido en esas palabras.

Ahora, también hay momentos en que me siento más a gusto en el centro de todo esto. Pero cuando me inclino nuevamente ante el manantial de mercurio puedo ver las primeras canas en mi barba... entonces las paredes me parecen mucho más altas; y me doy cuenta de que la gente que viene lo hace con atuendos extraños. Esas personas llegan a hacérseme molestas. Quisiera que no piensen, que ya no hagan preguntas. Quisiera que llueva y que se los lleve la lluvia.

* * *


© 2005, Gonzalo Málaga
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Para citar este documento:
Málaga, Gonzalo: «Dos relatos breves», en Ciberayllu [en línea]


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