Siete noches en California

Cuento ganador del Premio Internacional «Juan Rulfo»

[Ciberayllu]

Eduardo González Viaña

 

Con este cuento, Eduardo González Viaña ganó
el Premio Internacional «Juan Rulfo» en 1999.
Está incluido en su libro de cuentos
Los sueños de América, Editorial Alfaguara, 2000.

La víspera de Corpus Christi, Leonor soñó que saltaba vallas perseguida por un toro de color dorado, y a la mañana siguiente se alegró mucho porque eso significaba que llegaría a cruzar la frontera de los Estados Unidos.

Por extraña casualidad, aquella noche, su marido tuvo el mismo sueño con la pequeña diferencia de que el toro era él, pero de todas maneras se sintió contento porque durante toda la noche no había cesado de escuchar los halagos de los espectadores sobre su regia planta, su lomo dorado y su gigante cornamenta.

Siete noches anduvo la pareja metida en esos extraños sueños compartidos, pero ninguno de los dos llegó a saber que los compartía porque hacía diez años que no se hablaban. Ese mismo tiempo hacía desde la primera vez que ella le había pedido el divorcio, pero Leonidas se había negado enfurecido a firmar los papeles del mutuo disenso debido, según le explicó, a sus profundas convicciones religiosas y al amor que profesaba por sus hijos, todo lo cual no había sido impedimento para encerrar a la madre y a la hija mayor con candado cada vez que él salía de viaje, ni para gritarle a Leonor que era una puta cuando insistía en el asunto del divorcio, ni para hipotecar la casa que era bien propio de la esposa, herencia de sus padres, previa falsificación de su firma, ni para andarle gritando que las mujeres decentes no trabajan y, sin embargo, haberse quedado con el dinero de la indemnización laboral cuando ella tuvo que renunciar, ni para mostrarla en público como su señora legítima, de angora, e irse por allí preciándose de ser hombre para otras regias concubinas y de que toda mujer temblaba frente a él porque Guadalajara es un llano, México es una laguna y me he de comer esa tuna aunque me espine la mano, ni para ser íntimo amigo de algunos amiguitos raros que decían fo a las mujeres, ni para caminar por allí diciendo en bares, burdeles y clubes sociales supuestamente exclusivos que casándose con ella le había hecho un favor porque los Montes de Oca le daban nobleza y flor de sangre a una García y le mejoraban la raza, aunque Leonor se pasara las tardes haciendo suyo un bolero en el que una mujer proclamaba que no quería ser ni princesa ni esclava, sino simplemente mujer.

La mañana de Corpus no se hablaron pero no fue solamente porque nunca se hablaban, sino porque ella no estuvo por allí para compartir el compartido desayuno ni para entregarle su cuerpo dos horas antes, a las seis de la mañana, porque dio la casualidad de que una hora antes se había escondido en uno de sus sueños y se había fugado, según algunos, en un tren de sueños y, según otros, en un ómnibus veloz y había llegado a tierras que, aunque el marido no lo supiera, estaban ya cerca de la frontera.

Aquella mañana, Leonidas se levantó algo tarde porque no había querido despertar del hermoso sueño en el cual él era un toro y la gente le gritaba «olé», «olé», y en tanto que él se complacía agradeciendo al público, su mujer también en sueños arribaba a Tijuana, la ciudad de la frontera y vencía el último escollo para llegar a los Estados Unidos. Cuando Leonor pisó tierra norteamericana, Leonidas abrió los ojos sonriente y feliz de haber soñado con personas que aplaudían extasiadas su traje de luces, y olé, olé.

 

«Olé, olé y olé», sintió Leonidas que un coro de ángeles le cantaba desde el cielo apenas comprobó la desaparición de Leonor, y a pesar de los halagos celestiales se sintió rabioso y se dijo que el niño de ambos no había resultado suficientemente efectivo para impedir una fuga largamente anunciada. Le enseñé a decir: «Mamita, si te alejas de papá yo me mato», pero aun a pesar de eso, ella tomó a la hija mayor y se había ido muy lejos y ya le llevaba varios centenares de kilómetros de carretera y muchos más de sueños. De todas maneras, Leonidas se echó sus sueños a la espalda, cargó su pistola Smith & Wesson, se puso en el bolsillo su partida de matrimonio y algunos fajos de billetes verdes y llenó con joyas un pequeño cofre. Los sueños le ayudarían a ubicarla, la partida de matrimonio le serviría para acreditar propiedad sobre la mujer que huía de él, los dólares estaban destinados a recompensar al policía que lo ayudara a capturar a su propiedad legítima, la cajita de joyas iba con él para decirle que sí, mi reina, ahora sí que todo va a ir bien entre nosotros y la pistola le vendría bien entre las manos para hacerle ver a todo el mundo que era mejor no vérselas con él a solas porque, como decía su fama, era hombre malo, malo y mal averiguado, de corazón colorado.

Las malas lenguas andan diciendo que, la víspera de salir a buscarla, Leonidas se emborrachó como los bravos y que de pura furia se puso a repartir balazos: disparó sobre el sauce porque había sido el único amigo y confidente de la pálida fugada, disparó sobre el perro porque no ladró en el instante en que aquella hacía las maletas, disparó hacia la luna por haberle metido ideas románticas, disparó hacía el costado del cielo donde navega la constelación de Escorpión porque allí suelen esconderse los amores prohibidos, disparó hacia la proa del universo porque como todos lo saben el universo viaja a la velocidad de la luz, y no termina de moverse, y así la bala viajaría luz tras luz y siglo tras de siglos hasta dar certeramente en el corazón de aquel que le estaba robando el corazón de su esposa legítima, si es que aquel existía, y dejó de disparar porque había que guardar balas para el tipo que la estuviera acompañando si es que había uno, se repitió, pero no, eso no era posible, porque en primer lugar, su esposa era una mujer decente y después de haberlo conocido a él como varón no habría podido encontrarle el sabor a otro y en segundo lugar, porque se había tocado muchas veces la frente sin que le aparecieran señas de que iba a nacerle allí un prodigio, y otra vez en primer lugar porque ella, con esos cuarentidós años a cuestas, no podría encontrar otro galán que la menopausia o los galanes de las novelas que escondía en la mesa de noche y que debería habérselas quemado, sí señor, pero una tarde tuvo la sensatez de revisarlas cuando ella estaba ausente y sólo encontró zonceras, la historia de un amor imposible que revive treinta años después cuando el marido de la protagonista muere, ja, para eso faltaba mucho, pero qué ganas iba a tener ella de uno de esos hombres de papel si tenía en frente al verdadero hombre y además lo había tenido diez años sin ver a nadie más interesante que él cuando él la llevó a vivir en la hacienda donde no había más hombres que esos indios marrones y el único blanco, alto, buen mozo y de buena familia, de los Montes de Oca, con ramas en México, Perú y España soy yo.

Pero qué ganas de hombre iba a tener ella si no había sabido ser hembra para el real hombre que la había guarecido tanto tiempo, y ya habían pasado diez años sin que ni siquiera un beso con los labios le hubiera correspondido, y peor en lo otro, si se echaba en la cama como una vaca recién laceada sin moverse ni oponer resistencia y sin decirle qué rico eres a él que sabía lo macho que era. No, mañas no eran ni otro hombre lo que la había empujado a la fuga sino la pura menopausia, y en eso sí que fallé porque debí curarla, se sintió un poco culpable porque, cuando ella andaba respondona, otra medicina había debido darle, como la vez en que le hinché los ojos y le rogué de rodillas que me perdonara y las veces en que solía encerrarla en el baño con un candado para que escuchara su charla científica sobre las mujeres malas pero debí seguir el consejo de mi santa hermana y agarrarla a baldazos de agua helada para que se le fuera el demonio de la calentura, sí señor. Aunque algo hice por ella cuando ordené trabar las llaves de agua caliente de la casa para que el agua heladita de la sierra la hiciera entrar en salud y la convirtiera en una regia hembra en vez de esa mujer temblorosa a la cual le saltaba la ceja izquierda en cuanto él se le acercaba, y luego todo el cuerpo, como en forma de tercianas cuando él iba a cumplir con sus deberes conyugales, y por supuesto que él había sabido ser paciente y solamente la tomaba cuando a ella se le había pasado la tembladera y ahora a bañarse mi reina, en agua bien friecita para que se te vayan los malos pensamientos, y para que se acabe de una vez por todas esta pequeña contrariedad que hay entre nosotros y que es sólo una pequeña crisis de la relación conyugal debido a lo mal que me ha estado yendo en los negocios, y todas las parejas tienen problemas y todo esto pasará pronto, mi reina, porque con dinero o sin dinero yo hago siempre lo que quiero y yo sigo siendo el rey.

 

Claro que la cosa se ponía un poco difícil ahora si ella ya había llegado a los Estados Unidos porque a los gringos se les había dado con la bendita historia de los derechos humanos y al calzonazos del presidente lo mandaba su mujer, y no sería raro que dieran una ley de asilo contra la violencia doméstica como le advirtió su abogado. Si ella había entrado en territorio americano, la cosa se ponía brava porque allí no iba a poderles pagar a los policías ni a los jueces, como la había hecho antes las tres veces en que ella se había fugado con los dos niños y la vez en que la acusó de secuestro, y cuando el juez le preguntó a él: «¿La encerramos, ingeniero?», de puro magnánimo, dijo que no y la perdonó cristianamente con la condición de que de ahora en adelante te muevas en la cama, y vendrás a vivir en la hacienda, y al bebé lo cuidará mi hermana en su casa y a la niña mayor podrás criarla tú allá en el rancho grande siempre y cuando no me la conviertas en una romántica. Todas las mujeres son ingratas y ahora, a los veinte años de matrimonio, Leonor se había escapado llevándose a Patricita de dieciocho años que la siguió porque sabe que es una consentidora y que aceptará que se case con cualquier pelagatos y no con el hijo de mi socio que yo le tenía reservado, y la muy desnaturalizada me ha dejado al bebe porque no quiso seguirla, para que yo lo amamante, olvidándose la ingrata de los veinte años de felicidad que le he dado y de los principios espirituales que rigen a la familia cristiana. Quiso preguntarse por qué, pero no pudo responderse debido a que, de forma increíble en un hombre tan bravo, dos lágrimas comenzaron a cerrarle los ojos, y se quiso decir que los valientes también lloran, pero no alcanzó a musitarlo, y se quedó a la mitad de la frase, dormido, y vio en sueños que un potro emergía del océano, y se dijo que eso era un sueño, pero el potro lentamente sacó primero del agua las orejas y después los ojos amarillos y dorados, y por fin el lomo y la cola que habían estado guardados mil años en el fondo de los mares, entre pulpos y estrellas, y se deslizó suavemente trotando hacia la curva del cielo, y sobre el lomo llevaba montadas a Leonor y a Patricita. Se las llevaba hacia la Vía Láctea.

Lo que no sabía Leonidas es que sus lágrimas no eran lágrimas y lo que él había tomado por la Vía Láctea tampoco lo era. Era brujería el agua de las lágrimas y también lo era el color jabonoso del cielo que por unos instantes le habían impedido ver al mundo y a las silenciosas fugitivas, y todo aquello le había sido enviado desde lejos gracias a un excelente trabajo de magia roja, la magia del amor, que había sido operado a distancia por doña Elsa Vicuña a pedido de Leonor. «Ayúdeme», le había solicitado. «Ayúdeme», había clamado al ver que no había nada ni nadie sobre la tierra capaz de apoyarla. «Ayúdeme, por favor», le había rogado desde lejos, incluso sin conversar con doña Elsa, cada vez que bajo la máquina brutal del marido, al saciarse él, ella le rogaba con espanto: «Ya estás saciado. Ahora déjame ir», a lo que él invariablemente respondía, tal vez ya medio dormido: «Te vas, te puedes ir ahora mismo, pero te vas sola. A mi hijo varón me lo dejas». Y ella había averiguado con un abogado de los pocos en que se fiaba que, efectivamente así era, que si se llevaba al niño podía ser acusada incluso del delito de secuestro. «Pero, licenciado dígame entonces: ¿qué puedo hacer?». «Lo más sensato es que ustedes dos lleguen a una amigable disolución del matrimonio con el mutuo disenso». «Entonces plantéele el divorcio por la causal de violencia moral y física», le respondía el abogado con la certeza de que le estaba mintiendo porque los jueces y la corte de la ciudad siempre estarían de parte del rey del mundo, de Leonidas Montes de Oca, que solía dar fiestas exclusivamente para hombres y que había sabido honrar el prestigioso blasón de su familia con el éxito total en los negocios, en los negocios honrados y en los que no lo eran tanto, y de quien incluso se decía que había logrado hacerle la trampa a un famoso narcotraficante después de haberlo representado y haber sido su socio. No había un poder sobre la tierra capaz de hacerle frente a un hombre que era algo así como hermano del jefe supremo de la policía del estado: «Conque ya lo sabes. Así te fueras a París o a Venus, el comandante Marroquín, mi hermano del alma, te haría rastrear con sus sabuesos y te encontraría en el fondo de la tierra y te pondría en la primera comisaría en lo más alto de los cielos como para ti mi reina, y te hallaría en el fondo pardo de los océanos y en los caminos que hay entre estrella y estrella, y abajo, más abajo de abajo, te ubicaría incluso en el fondo de los infiernos, porque eso sí, mi reina, al cielo ni siquiera pienses en ir porque allí no podrás recurrir a Dios, quien ya te debe haber cerrado el ingreso a su santísima casa por el pecado infame de tratar de romper el lazo sacrosanto del matrimonio porque lo que Dios ha unido no lo separe nadie. Nadie, mi reina. Y allí mismo en la puerta del cielo, cuando San Pedro te diga que no, mi reina, que habrías debido pensarlo antes de atreverte a pisar la santa casa de Dios porque allí no se admite a la gente que no cree en el santísimo matrimonio, allí mismo, mientras le llores a San Pedro y forcejees con los guachimanes del cielo, allí aparecerá mi compadre, el comandante Marroquín, con órdenes firmadas y refrendadas por la autoridad competente para decirle a San Pedro que con la venia de usted, vengo por esta mujer de parte de su legítimo dueño y señor don Leonidas Montes de Oca, y me la llevo con la venia y la bendición de usted y también la de San Antonio, que es el Santo de los matrimonios, para conducirla directamente al dormitorio de don Leonidas donde debe cumplir con los deberes del santísimo matrimonio. Y así habrá de ser, mi reina, hasta que la muerte nos separe, y que no se te ocurra morirte antes porque te hago sacar de la muerte con la fuerza de mi amor y la fuerza pública del comandante Marroquín, pero no te apures que de todas maneras morirás, pero después de mí, y allí también nos veremos porque morirás como toda una Montes de Oca y te enterrarán en el sepulcro de piedra negra que guarda los huesos y las almas de mis antepasados, y para toda la eternidad, reposarás amorosamente a mi costado y junto al cuerpo inmaculado y la olorosa santidad de mi tía abuela doña Carmen Adelaida Victoria Larrañaga y Montes de Oca cuyo espíritu nos acompañará toda la vida o toda la muerte hasta que vengan a sacar sus restos para llevarlos al Vaticano donde el Papa la canonizará de inmediato». Y por todo esto, porque Leonardo le había demostrado que no había poder en el universo capaz de devolverle la libertad, ni la paciencia, ni siquiera la dulce espera de la muerte, por todo esto Leonor le había rogado a doña Elsita Vicuña que le volviera a leer la suerte, pero que ahora la ayudara a corregir la carta de los destinos. Así lo hizo doña Elsita, y apenas Leonor partió el mazo volvieron a aparecer los dos naipes de su obsesión: en el primero, estaba ella, triste y bellísima, vestida de reina española; sobre su cabeza cayó el naipe más importante, el de un rey todopoderoso con cuatro pares de ojos que le permitían mirar al mismo tiempo al norte, al sur, al este y al poniente. Como siempre: en esas condiciones cualquier intento de fuga era imposible. Como siempre, sólo que esta vez hubo una pequeña variante: apenas apareció la carta del rey, las dos mujeres, según lo tenían planeado, la metieron en una tinaja colmada por las lágrimas que Leonor había vertido la noche anterior bajo la luz dudosa de la luna y los rayos luminosos de la Vía Láctea, y así le velaron mágicamente los ojos a Leonidas para que durante siete días, los únicos de toda su vida, no mirara hacia las cuatro direcciones, no sospechara, no espiara, no fisgara las puertas ni los sueños y para que sus ojos atisbaran el firmamento y únicamente alcanzaran a ver la leche derramada por la Vía Láctea y para que todas la cosas le parecieran un sueño como cuando vio que un antiguo caballo emergía de los mares, y montadas sobre él se iban Leonor y Patricita, y tan sólo atinó a decirle en sueños a la cama vacía de Leonor: «Qué raro, soñé que te ibas en un caballo por el río sin fin de la Vía Láctea». Lo que no sabía Leonidas es que ese río avanza hacia el norte, y fue por eso que, pasados los siete días de su ceguera mágica, la fugada y su hija ya habían atravesado las plateadas montañas de México y estaban descendiendo suavemente sobre las tierras de California, aromadas de frutas y libertad.

 

Por su parte, lo que no sabía Leonor es que Leonidas también iba a acudir a la brujería, pero mientas que ella usaba de la magia roja, él contrató a un maestro de magia negra, don Filemón Castañeda, brujo por herencia familiar, de quien se sabía que al morir su padre, igualmente brujo, le había cortado la cabeza para que le sirviera de consejera durante las operaciones mágicas, y precisamente fue esa cabeza la que, entrada ya la medianoche, abrió la boca vacía y le preguntó a Leonidas: «Patrón, ¿canto?» «Canta, pues», le ordenó, «pero no creas que creo en brujerías». «Entonces, patrón tengo que aconsejarle que no la siga buscando porque lo que es ella ya ha llegado a Los Ángeles». Eso era lo bravo porque allí sí que no podía contar con nadie, a menos que el compadre Marroquín pudiera hacer un contacto con la Interpol, pero eso no era posible en aquel momento, porque Marroquín andaba un poco escurridizo con esos caballeros «por una nada, compadre. Los gringos suponen que tuve algo que ver en la muerte de un agente antinarcóticos y usted sabe, compadre, que usted tampoco podría entrar en los Estados Unidos porque los gringos suponen que también tuvo usted arte y parte en esa muerte». Allí fue cuando Montes de Oca comenzó a gritar que todo eso era una mentira, que la brujería no existía y que todos eran unos cobardes: el comandante, el brujo Filemón y la cabeza muerta que sólo sabía hablar sandeces y profetizar asuntos que ya habían ocurrido, y le ordenó a la cabeza que se mordiera la lengua inexistente, y de puro obediente, la cabeza lo hizo, lo cual lo alivió un poco de su gran pesadumbre porque le hizo sentir algo señor en los señoríos de la muerte.

Entonces pidió que mataran al amante. «Pero resulta que no, don Leonidas, con su perdón pero aquí la veo sola y no veo hombre alguno a quien matar», dijo la cabeza del muerto y añadió que no había visto ningún triángulo amoroso, «sino que el problema es que ella no lo puede aguantar a usted, patrón», y para estar más seguros se había metido dentro de su corazón y le había borrado todos los boleros y otras canciones de amor así como el recuerdo de los enamorados que hubiera tenido antes de conocerlo a usted, don Leonidas, incluso en alguna encarnación anterior».

«Entonces, inventen algún modo de traerla. Si no quiere ni por la buena ni por mala, hay que lograr que se regrese por su propia cuenta». «Ahora sí estamos hablando en serio, patrón», dijeron al mismo tiempo el brujo y la cabeza encantada, y después de varias horas de indagar en los infiernos, volvieron de allí con la respuesta de que podían lograrlo. Para ello servían las pesadillas. Colmarían las noches de la fugada con sueños de pesadumbre, harían que los remordimientos la desbordaran y que la frialdad de la muerte se escondiera debajo de su almohada hasta que, harta de tanta pesadilla, Leonor desandara el camino que la había llevado a los Estados Unidos, diera gracias a la familia que le había ofrecido alojamiento, renunciara al trabajo que le habían conseguido y encaminara sus pies hacia la frontera donde también daría las gracias a la patrulla de frontera y les prometería no pisar otra vez el país donde no había sido invitada, y luego avanzaría, plena de amor, como en cámara lenta, hacia el lado mexicano, donde estaría esperándola el recio pero magnánimo don Leonidas Montes de Oca, «usted, patrón, vestido todo de negro como ranchero, con luz de miles de estrellas y música de pasodoble que es como lo estoy viendo».

Y por eso fueron siete las pesadillas que la cabeza muerta le envió a la fugada. Los siete sueños negros salieron de Guadalajara, uno cada viernes, y atravesaron cumplidamente la frontera, volaron sobre las supercarreteras, entraron en Los Ángeles, esquivaron los rascacielos y, uno tras de otro, viernes tras viernes, entraron por la ventana de Maple 247, séptimo piso, donde dormía Leonor, y se metieron en su sueño, o más bien se convirtieron en sus sueños, pero no lograron lo que se proponían. No los seis primeros sueños; sí el último.

Durante la primera pesadilla, se le apareció el alma de una mujer condenada al infierno por haber desobedecido a su marido, y le mostró los castigos que le esperaban, pero Leonor le agradeció la información y le respondió que nada podía compararse con la inmensa libertad que ahora sentía, y que después de muerta sería muy feliz recordando esa libertad aunque se hallara en los infiernos.

Un ángel verde, con alas fosforescentes, se le apareció en el segundo sueño, y le mostró los deleites del paraíso que volverían a ser suyos si dejaba de obedecer a su necio orgullo, y antes de que pudiera reaccionar se la llevó volando al cielo y la hizo pasear por las calles del paraíso donde viven las mujeres buenas. «¿Viven solas?», preguntó Leonor. «Todo lo contrario», le respondió el ángel. «Viven acompañadas por su amado esposo durante toda la eternidad». «Entonces, prefiero el infierno», replicó Leonor, y el hermoso sueño huyó espantado por la ventana.

El tercero no fue un sueño sino una aparición. A pedido de Montes de Oca, el brujo hizo que el ánima bendita del padre de Leonor, traída desde el purgatorio, se materializara sentada a los pies de la cama para darle buenos consejos y decirle que las mujeres buenas obedecen primero a su padre y luego a su marido, y por fin, al hijo mayor si, por desgracia, llegaban a enviudar.

«Y por eso es necesario, hijita, que obedezcas a Leonidas que es tu dueño y señor».

Ese fue el momento en que la fugitiva pudo haber cedido porque siempre había adorado a su padre, y sabía que era un hombre muy prudente. Pero, para su fortuna, su mágica aliada, dona Elsita Vicuña, no la había abandonado. Aunque su ciencia le servía solamente para hacer el bien, tiró las cartas y se enteró de que el marido estaba usando de las malas artes del terrible Filemón Castañeda. Una lectora del Tarot común y corriente se habría desanimado frente a ese enemigo, de quien se sabía que había hecho su doctorado de brujería en el infierno, pero doña Elsita, en vez de intimidarse, lo retó a batallar.

Y así fue como, en el momento en el que el brujo y la cabeza mágica lanzaban los sueños desde Guadalajara, apareció en el cielo mexicano una imagen de doña Elsita armada tan sólo del santo rosario. Y se sabe que cuando el brujo decía «uno», la dama lo traducía al idioma sagrado y en latín decía «une» y después «due» y a continuación «trini» y «mili», y con las palabras benditas iba apagando las llamas del infierno. Y por eso fue que las pesadillas, hasta la sexta, perdieron fuerza, y Leonor resistió.

Durante el cuarto, el quinto y el sexto sueño, emisarios del paraíso y los infiernos se turnaron en la almohada de Leonor ora para amenazarla con la condenación eterna ora para ofrecerle los goces que están reservados a los bienaventurados a cambio de desandar lo andado, volver los ojos a la tierra lejana y caminar de prisa hacia los brazos de su amado consorte que cambiaba de ropa en los sueños y trocaba la de ranchero mexicano por la de gamonal en los Andes de Sudamérica, aunque a veces parecía también llegar como bailarín de flamenco, pero no abandonaba la música de pasodoble que siempre lo estaba siguiendo como la música que rodea a los toros de lidia en las tardes de corrida, ni los olés y olés que festejaban su planta de toro recio, pero nada de eso, ni siquiera las campanas celestiales, ni mucho menos esa hermosura de Leonidas que ya no era hermosura de hombre, nada ni nadie fueron capaces de siquiera hacerla pensar en el retorno a Guadalajara, convencida como estaba de que hasta los ángeles ambiguos eran más hombres que el hombre que la reclamaba.

El séptimo sueño no fue sueño y, sin embargo, la determinó a retornar. En vez de ver imágenes, escuchó los acordes tristes de una canción de su tierra. Era una canción sin palabras, pero la cantaba un coro de niños sin madre, como de la edad del suyo, que no podían decir palabras, pero que iban murmurando con los ojos una súplica, como un regresa pronto, a la madre ausente.

Entonces ocurrió lo extraordinario: «Acérquese, patrón», dijo la cabeza, «y mire lo que estoy viendo en la bola de cristal. Allí donde le digo, detrás de ese árbol, cerca de ese río, mire quién viene».��������������

Y por supuesto que era ella quien regresaba. A través de los cristales y por el curso de los ríos del aire, se fue dibujando la silueta de la arrepentida que avanzaba de norte a sur, de Los Ángeles a Guadalajara, hacia el encuentro del hombre generoso y magnánimo que, como las otras veces, la estaba esperando para perdonarla.

Cuando Leonidas alargó sus brazos en forma de cruz, todavía tuvo que esperar un poco porque la bella fugada se tardaba en llegar hasta él. «Se lo dije, patrón. Le dije que se la traería, y allí la tiene. Es toda suya, y si quiere, revísela para que vea que viene completa». Ahora, el cielo estaba más claro, y Leonidas no tuvo que auscultar la bola de cristal porque la dama ya estaba frente a él, a tan sólo unos metros de distancia, y los ríos del aire la habían traído completa, con sus ojos largos y lejanos, el flotante pelo negro y los labios intensamente rojos. Sin mover los pies, como levitando, había alzado vuelo desde las calles anaranjadas de los Estados Unidos y, más bonita que antes, por vencida y por triste, había cruzado la frontera y dentro de unos minutos llegaría hasta sus brazos.

Pero no venía con las manos vacías. Ya estaba a sólo un metro de él, la distancia de un abrazo, cuando Leonidas advirtió que ella sostenía algo entre las manos, y antes de que atinara a escapar, se dio cuenta de que ella le estaba apuntando mientras ya rastrillaba el arma. Quiso reclamar la ayuda del brujo o de la cabeza, pero ya no estaban a su lado, quizás ya volaban por el cielo o los infiernos, y entonces recordó que ella había estado presente todas las veces que él instruía a Leoniditas en el manejo de las armas, y que más de una vez le había dado muestra de su pericia, y ya no supo qué hacer. Se le ocurrió pedirle de rodillas que lo perdonara, por el amor de nuestros hijos, por ellos hazlo, pero ella no le disparó sino que pasó junto a él, se pasó de frente, sin que nadie gritara olé ni olé y llegó hasta el lecho de su hijito que la estaba esperando, y con él se fue de regreso hacia el norte mientras en una mesa sin clavos, doña Elsita Vicuña limpiaba los naipes, satisfecha de la jugada, y tomando un sorbo de agua florida escupía hacia el norte y el sur, el este y el poniente a fin de que se fueran para siempre los tiempos malos.


Comentario privado al autor: © Eduardo González Viaña, gonzale@wou.edu
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