Nada de lo que brilla es oro

Cuento

[Ciberayllu]

Ernesto Gianoli

 

 

Pablo, despierto hace veinte minutos, lee por tercera vez la leyenda del póster de Machado que lo ha acompañado en cada pared de cada cuarto alquilado desde que llegó a Santiago, y que aún no ha despegado por no herir a la distancia al buen tío que se lo regaló hace seis cumpleaños y siete siglos. Hoy no hay camino por andar: es sábado, y el instituto de computación e informática que ya está en el siglo veintiuno y que tiene la clave para tu éxito no abre sus puertas los fines de semana. Tendrá que esperar hasta el lunes para ver a Verónica otra vez. Aprovecha para mirar sin herirse el foco apagado que cuelga del techo y que cada noche le posterga una respuesta.

Toma su block de notas, que se hacina en la pequeña mesa de noche junto con su despertador, una lámpara sin pantalla, El libro del desasosiego, y El túnel, y, como si no lo supiera ya de memoria, vuelve a revisar sus apuntes. Lunes. A ver. Sí. Es la cafetería a diez para las nueve. Casi nunca estás sola. Odio a la enana rubia de la casaca de cuero, seguro que toma el café contigo para recoger miradas de rebote. Infeliz. Me gusta cuando ella te habla y tú no la miras, seguro te aburre comentando la telenovela, y la mirada se te pierde por la ventana, y te imagino imaginando, y ya no puedo evitar soñar despierto, ahora estás sentada sobre mí, iniciando una cadencia lenta, acompasada, mirándome a través de tu pelo que cae hacia adelante y luego otra vez hacia atrás, hasta que mis manos se alzan y aprietan, primero despacio, con cariño, hasta que la pasión se desboca y entonces con más fuerza, y tú llevas la cabeza para atrás al tiempo que gimes por primera vez... hasta que dan las nueve. El lunes está vacío después de las nueve. Lo que sigue es el miércoles a las cinco y media, a la salida del pabellón de aulas. Y de allí no la veo hasta el viernes a las tres, en el mismo lugar. Maldita semana que tiene apenas tres días.

El hambre le indica que el mediodía está cerca, así que no vale la pena desayunar. Afuera, entonces. La calle es la sala de estar de los que alquilan cuarto a viejas mezquinas. Claro que en este caso la mezquindad de Doña Norma es casi una reciprocidad con la vida, que le dio apenas un marido que amenazó veinte años con dejarla y que sólo lo cumplió cuando la dejó viuda y sin sonrisa posible. Camina despacio hacia el parque y decide desviarse para pasar por la acera del instituto; sabe que no la encontrará pero quiere al menos compartir espacios a destiempo. Recuerda ese texto de la poeta polaca que habla de la perilla de una puerta como terco puente intemporal entre dos manos que se entrelazarán amantes algún día. Se entretiene haciendo crujir las hojas secas en la vereda, y se pregunta si las que no crujen fueron ya pisadas por otros (¿quiénes?). Inevitablemente vuelve a analizar sus posibilidades.

Puede que se asuste. Bueno, tampoco es tan terrible. Supongo que tendría una segunda oportunidad. Pero ya estaría sesgada por la primera impresión. Sí, hay que pensarla muy bien. Sólo pido que me dé tiempo para preguntarle de qué color es el cielo desde sus ojos. Porque ese es el cielo en el que puedo creer, el otro no me ha servido de mucho hasta ahora. A lo mejor es una pregunta muy violenta para una primera vez. Pero no quiero caer en la mediocridad de preguntarle la hora o comentar qué frío hace; todavía no desarrollo (ni quiero) inmunidad a los lugares comunes. Mierda, ya se acerca la época de exámenes y ahí sí que la cosa se pone jodida: dos semanas sin saberle el rumbo. Todo sería más fácil si de una vez me animara a hablarle. No, no es un miedo común o timidez infantil y punto. Pasa que siento que arriesgaría esta especie de relación que tenemos. Porque soñarla, esperarla, adivinarla, seguirla y despedirla en secreto es para mí ya una relación; me da y me quita vida, me otorga objetivos cada mañana y me impone depresiones cada noche. La otra opción sería acercarme por cartas anónimas, mostrarle algo de lo que le he escrito, jugar a Cyrano. Tampoco me convence mucho.

Sin entender. Amanecer sin entender y preguntar por el eterno regreso de las aves migratorias (alegoría de los deseos inconclusos, de los puñales sin mango). Tener por toda respuesta la inútil promesa del azar determinista y recordar —como si siempre se pudiera volver a empezar— un pecho abierto inalcanzable como contraseña de una noche perdida en la memoria de un dios insomne. Descubrir por enésima vez la causa y justificación de todas las religiones, todos los poemas, todos los orgasmos y todas las muertes. Plagiar otros dolores al atormentarme con esa imagen de patricia romana concebida como ofrenda a los sentidos. Y llorar un glaciar desconocido que mañana sepultará a un pueblo en tu nombre.

Pablo llega, como cada domingo, a leer a la misma banca del mismo parque. El otoño es el carnaval de los árboles, piensa. El color verdadero nace y muere en otoño, el resto no es más que un estancamiento verde que dura meses, como la rutina de un oficinista, que se hace soportable sólo sabiendo que en febrero llegarán las vacaciones. Del mismo modo, el paréntesis del invierno, el exceso del verano, y la superficial belleza de la primavera se pueden tolerar porque tarde o temprano darán paso al otoño. ¿Cómo explicarle a un ciego los cien tonos del anaranjado? No sé, quizás hablándole de la melancolía del lugar de la niñez, allá lejos, del evocar sentimientos a la vez tristes y dulces, trilces diría el poeta. A veces lo complejo se soluciona con lo simple. El problema es que lo simple a menudo se disfraza de lo tonto. Saca su libro de la mochila y, para no quebrantar el ritual, mira a su alrededor asegurándose de que no haya nadie muy cerca, Pablo es muy sensible a la congestión de almas. Entonces reconoce a lo lejos la ataxia del andar del flaco Varela. Qué mala suerte, parece que justo viene para acá. El flaco es buena gente, pero de comentar los partidos del campeonato y sus seguramente inventadas aventuras sexuales con las amigas de su madre, no pasa. Y sus relatos suelen ser tan breves como la despedida de un borracho.�

Esta vez no ha sido ni el fútbol ni sus amantes veteranas. El flaco está muy atribulado porque en su casa le han sugerido, en un tono muy parecido a la amenaza, que se busque un trabajo.

—Entonces tienes que buscarte un trabajo, Flaco, no queda otra. Hay que apechugar.

—Claro, qué fácil: «busca trabajo». ¿Tú crees que te pediría consejo si la cosa fuera tan fácil como contestar eso?. Parece que no entendieras Pablo, se trata de un conflicto íntimo con mi proyecto personal, con mis valores de vida, se va a truncar mi proceso. ¿No te das cuenta de la gravedad del asunto?

Antes de dejarse llevar por la impaciencia que habitualmente rodea sus encuentros con el flaco, y en un extremo intento de lucidez solidaria, Pablo se abstrae de la perorata y reflexiona. Se da cuenta que su propio dilema, la terrible obsesión que lo acosa día y noche, también podría sonar como un asunto muy simple a oídos de cualquier persona. Del flaco Varela, por ejemplo.

—Flaco, perdona que te cambie el tema pero... ¿Qué harías tú si estuvieras muerto por una mujer que no te conoce pero que...

—Haría que me conociera, para empezar. ¿No te parece? ¿O tú crees en esas huevadas de la telepatía? Si no juegas el partido no puedes ganarlo, Pablito. Claro, tampoco puedes perderlo. Pero no jodas, esa es la mentalidad típica del mediocre. Por ejemplo, el charlatán inepto que entrena a la selección...

El flaco seguía hablando de las eliminatorias para el mundial, pero Pablo ya no lo escuchaba. Quizás no había que darle tantas vueltas, al fin y al cabo de alguna manera había que empezar, y él ya había evaluado cien veces todas las posibilidades sin convencerse. A lo mejor bastaba con aferrarse a cualquiera de ellas, a la más elemental, y de allí para adelante confiar en su capacidad para tocar de oído. «Dale algún espacio a la inspiración, Pablito, no todo puede planificarse». Le parecía estar oyendo a su madre hace años, en una ocasión muy distinta. Sonrió mientras comprobaba que extrañaba mucho a su madre —no en vano era otoño— y supo que el lunes se acercaría por fin a Verónica. A veces lo complejo se soluciona con lo simple, se repitió.

Pablo se sorprende de no estar nervioso. Allí está ella, sentada, diosa, hermosa, y aquí, a sólo unos metros, está él, parado e impidiendo la entrada de la gente a la cafetería. Un empujón cortés por detrás lo termina de decidir.

(no te olvides; busca lo simple, no te enredes; juega en primera; después habrá tiempo para laberintos y gongorismos)

—Hola, ¿me puedo sentar?

—Ya te sentaste. Hola. ¿Te conozco?

(hmm; agresiva; o a la defensiva; de todas maneras no debo mostrarme débil; además sus ojos dicen otra cosa; adelante)

—No me conozco ni siquiera yo, así que es mucho aspirar a que me conozcan los demás. Soy Pablo. Y tú eres Verónica.

—Sí, soy Verónica. Me imagino que tú también me vas a decir que merecí ganar el Miss 17 del año pasado�

(epa, información no registrada; igual: no mentir; la mentira tiene patas cortas, dice mi mamá; de todos modos: algo pretenciosa, o no?)

—No, no veo, bueno, no tengo tele. No sabía que habías participado. Pero supongo que merecías ganar...

(torpe, definitivamente pobre; la espontaneidad de un presentador del Oscar; vamos hombre, suéltate)

—Eso ya pasó. Y ahora me tengo que ir. Lo siento, estoy aburrida de que me aborden así.

(al borde del knock out en el primer asalto; hay que arriesgar)

—Te invito al cine, hoy. A ver «Caballos Salvajes». Y no puedes decir que no hasta después de ver la película. Ya te explicaré por qué.

(no tengo la más puta idea de qué le voy a explicar; pero la intriga debería funcionar; una vez allá, algo se me ocurrirá)

—La verdad es que pensaba ir a verla de todas maneras. (¿coincidencia?; o excusa para no darme un sí abiertamente?) Y creo que mañana la sacan. Así que bueno. Nos juntamos en la puerta del Normandie a las nueve. Y ahora sí me voy.

—Chau

(toda una profesional; todo simple; fría sin ser distante; dejándose admirar, apenas)

 

Pablo ha llegado cinco minutos antes y se entretiene leyendo la crítica de la película aparecida en los diarios. Vaya, otro pelmazo ilustrado exhibiendo su esnobismo. Si les cobraran por� cada galicismo innecesario y por cada término ultratécnico la mitad de los críticos tendría que dedicarse a otra cosa. El nerviosismo de la espera le impide seguir leyendo. Ya está cinco minutos tarde. Y ahora diez. Comienza a irritarse con cada persona que llega y que no es Verónica. A todos les encuentra cara de tontos. Dos décimas de segundo de odio por cada uno. Y el reloj dice que son las nueve y cuarto. Esto se pone difícil. A lo mejor no va a venir. O quizás le ocurrió algo. De todos modos, no puede esperar eternamente. Si a las nueve y veinte no llega me voy. Veinte minutos es un tiempo razonable. ¿Razonable para quien? diría su madre. Finalmente: las nueve y veinte. Bueno, cinco minutos más, sólo por si algún accidente cortó el tránsito, o algo así. No quiere darse cuenta que es capaz de empeñar todo su orgullo, y su interminable escala de principios, por no romper el lábil eslabón que ahora lo une a Verónica, su primera obsesión. Deja de mirar el reloj para no enfrentar lo evidente. Hasta que por fin.

—Pensé que ya no venías! (estás preciosa; te hubiera esperado otros cien años)

—Compraste las entradas?

(un momento, ¿ni siquiera «disculpa»?)

—�

—¿Las compraste?� (vamos, mujer: no puedes ser así)

Pablo saca de su bolsillo las dos entradas y se las muestra junto con los restos de algo que hace veinte minutos hubiera sido una sonrisa.

—Vamos entonces, ya debe haber comenzado.

(sí, y no será porque adelantaron la función; ¿te cuesta tanto ser un poquito más dulce?)

 

Han salido del cine y Pablo camina mudo al lado de ella, esperando el comentario que no llega. Recuerda que en el instituto prometió explicarle por qué ella no podía rechazar la invitación al cine. Pero no se preocupa por no haber preparado una explicación verosímil. Intuye que Verónica no le preguntará nada. Finalmente, se decide a ser él quien inicie el diálogo.

—La frase del viejo me pareció genial

—¿Cuál frase?

—Ésa. La de que la única manera de asegurarse el no sufrir es no amar nada ni a nadie. Genial.

—A mí me parece trivial, no le encuentro nada muy especial. Además me caía pesado ese personaje: demasiado complicado para decir las cosas más simples. Típico fanfarrón argentino.

—Bueno, para hacer arte hay que de alguna manera complicar lo simple, ¿o no? Es más, yo creo que...

—¿Me acompañas a mi casa o nos despedimos acá? (no sé si odiarte por interrumpirme o suponer que quieres que esta noche no termine todavía; en todo caso, si estás interesada en mí lo disimulas muy bien)

—Te acompaño. (dejo decidir al piloto automático)

Pablo no se arredra al enterarse de que Verónica vive un poco más allá del fin del mundo, en ese barrio alto que él sólo conoce de nombre. No importa, aquí estoy y voy a seguir hasta el final. Cuántas noches soñé con vivir una situación como esta... sí, pero hay algo que falta, o que sobra, no sé bien qué, pero me incomoda. En fin, ya habrá tiempo mañana para arrepentirse. Suben al microbús. Afortunadamente hay dos asientos vacíos juntos. Voltea a mirarla y la halla sonriendo desde el Olimpo. Y sigue sonriendo, abusando de su belleza, cuando se sienta a su lado. Maldita ambigüedad que se instala entre los instantes. El jardín de senderos que se bifurcan: Borges y las posibilidades infinitas, eso es. Pablo se siente en el umbral de una bifurcación: el camino de la izquierda no se encontrará jamás con el de la derecha. Eso es lo que le incomoda. Al poco rato sube un vendedor ambulante, y, antes de ofrecer sus agujas de coser a cambio de una moneda, narra de modo sumario las más recientes desgracias de su vida, apelando a la buena voluntad del respetable pasajero que seguramente sabrá comprender. Pablo inmediatamente hurga en su bolsillo. No lo hace para impresionarla. Hace tiempo decidió que todo análisis o justificación sobre el dar o no dar sale sobrando frente a la inasible dimensión del sufrimiento ajeno: él simplemente da, sin sentirse por ello un poco más lejos del purgatorio, si es que existe.

—No le creas, son puras mentiras. Seguro se va a gastar la plata chupando más tarde. Me parece realmente despreciable que estos tipos abusen de la ingenuidad de la gente. Gente como tú, por ejemplo. No deberían dejarlos subir. (oye, eso sonó muy parecido al prototipo de lo que odio)

Casi inmediatamente aparece una señora con bolsas del supermercado y sin asiento a la vista. Pablo se levanta y le cede el asiento, necesita pensar. Pero no ha logrado poner nada en orden todavía cuando la señora se levanta y agradeciéndole al joven se instala en otro asiento. Quizás lo hizo para no estorbar a la pareja que cree ver, quizás simplemente quería estar más cerca de la puerta del microbús. Poco le importa a Pablo resolver esa cuestión, necesita poner orden en su cabeza. Se sienta.

—Oye, ¿tú ejerces de buen samaritano siempre o estás tratando de impresionarme? Porque si es así te aviso que no vas por buen rumbo. A mí me encanta el Jota (¿y quién carajo es el Jota?) porque no se deja embaucar por las viejas devora-asientos. Cuando ellas comentan «parece que no hay caballeros en este micro» él les dice «No señora, caballeros sí hay, lo que no hay son asientos».

Pablo atisba que va a escuchar ese ruido de vidrios quebrándose, y se aferra a una última opción.

—Esa señora podría ser tu madre, ¿te gustaría que no le dieran el asiento y encima se burlaran de ella?

—Aparte de melodramático eres ingenuo: mi mamá ni muerta se subiría a un micro.

Y ahora sí. Pablo escucha ese sonido de vidrios quebrándose que escuchó cuando Luisa, sin mediar preámbulo, le dijo «no quiero seguir». La sensación de incomodidad se convierte en angustia y después en ahogo. No quiere luchar más contra sí mismo. Un ahora sí último intento por buscar una señal, un indicio sutil de que algo quizás valioso se esconde detrás de esa belleza tan apabullante como fría, se estrella contra la palabra «nada». Entonces, todavía azotado por la marejada que va y vuelve de la frente al pecho, decide terminar con todo de una vez. Dedica todavía unos instantes a meditar las palabras de despedida, oscilando entre la ironía cáustica y la excusa cínica. No, no vale la pena, no se merece siquiera eso, yo me bajo ahora mismo. Pablo no alcanza a escuchar el «qué te pasa» que sin mucha emoción le lanza Verónica mientras se dirige a la puerta omitiendo la despedida.

Apenas baja experimenta una sensación de alivio infinito, un torrente de aire fresco le llena los pulmones. Mira a los costados, identifica las avenidas, ubica un paradero cercano; pero finalmente decide volver caminando. Nunca hay apuro para quien no es esperado por nadie. Y esa vieja sólo espera la llegada del fin de mes, para poder cobrar. Se siente hasta arrullado por los ruidos y los juegos de luces y sombras que le confieren el sano anonimato que en esos momentos necesita. Pablo se sorprende con un nudo en su garganta al recordar la emoción con la que se preparó para la cita. Tanta pasión para nada. Recuerda ese título en la antología de cuentos sobre fútbol que publicó Valdano. No se lo merece, ¡no seas huevón! Se detiene, respira profundamente, abre su mochila y, a manera de exorcismo, arruga y tira el papel que sólo cuatro horas antes había llenado con la mejor de sus caligrafías. Un papel donde una mano enamorada transcribió frases acerca del eterno regreso de las aves migratorias. Piensa ahora que el siguiente texto dirá algo así como «derrota de la obsesión a manos de la nada», pero decide no trabajar en él antes de llegar a la casa: quiere tener la cabeza despejada. Sigue avanzando y recuerda aquello de que las cosas más complejas pueden resolverse de la manera más simple. Y no sabe si sentirse por ello más niño o más adulto. Al llegar a la esquina se detiene a leer los periódicos en un quiosco. Experimenta un súbito afecto por las otras personas que leen a su lado,� como si descubriera de pronto que es parte de una hermandad, algo así como la cofradía de los que no necesitan demasiado para ser felices, de los que buscan sin saber bien qué. Todos los titulares giran alrededor del próximo partido de la selección de fútbol. Dos minutos después reinicia su caminata, sin prisa. Sí, el flaco Varela tiene razón: con ese incapaz como entrenador no vamos a llegar a ninguna parte.

***

Nota del autor: Este cuento de alguna manera conforma un díptico con el anterior que publicó Ciberayllu («La mujer más fea del mundo»), al ser su imagen reflejada en el espejo.


Comentario privado al autor: © Ernesto Gianoli, aletheia@abulafia.ciencias.uchile.cl
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