[Ciberayllu]

Nadie en el cielo

Cuento

 

Ernesto Gianoli, Esteban Vargas, Erik Echegaray, Renato Gianoli y Tulio Campos

 

E El guardia anunció con voz neutra: «Fin de la visita». Ambos quedaron en silencio, sin mirarse a los ojos (a esa altura habría sido una provocación) y consintieron que el guardia esta vez sí terminara la conversación. Aunque la abatida expresi�n de An�bal indicaba que hab�a entendido todo, Abel quiso a�adir:

—Tú sabes que no te miento. O si te miento lo hago mintiéndome también a mí mismo, lo que si bien no me expía al menos no me envilece. Yo sólo hice lo que se suponía todos haríamos en una situación así. Claro, yo me jodí porque fui el único que tuvo la oportunidad. ¿O no? ¿O será que todos ustedes desviaron antes la vista mil veces para no mirar esos ojos? Quién sabe. Quién sabe ustedes perpetraron una versión corregida y aumentada de la estrategia del avestruz, mandando así al carajo todo lo dicho en esas noches largas de tertulia ilustrada y vino barato. Ya ves, al final lo que nos separa es apenas un paso más, el obvio paso siguiente a tanta palabra lanzada al viento. Es más simple de lo que parece. Sabes que no te miento. Todos teníamos claro quién era el demonio; teníamos una certeza casi infantil y por eso definitiva, todos sabíamos qué debíamos hacer ¿O no?

Al salir, Aníbal notó que comenzaba a oscurecer, escuchó con alivio el ruido apagado de la ciudad cercana, y supo que no volvería a ver a Abel. A pesar de esta revelación, quedaba en él la impresión de algo inconcluso, la sensación de tener una deuda impagable. Una vez más —como en aquella noche de la discusión sobre Kropotkin y Darwin— Abel había conseguido que él se sintiera como una hiena arrepentida, masticando el botín de otro, perdiéndole el gusto a la vida.

Subió al primer microbús que pasó. Mientras viajaba, intentaba volver a la normalidad. Quería olvidar de una vez, sepultar en algún lugar todo lo pensado, lo deseado, lo poco hecho. Pero no podía. Trataba de distraerse mirando los retazos de ciudad que se sucedían por las ventanillas, y lo único que conseguía era hundirse más, encontrar nuevas razones para el desasosiego. Barrio de mierda, ciudad de mierda, vida de mierda —pensaba y sentía cómo el polvo empezaba a moldearse con la humedad y su sudor, convirtiéndolo en un moderno caballero con armadura de barro, pero sin un enemigo al frente. Nunca dejamos de estar sucios, sucios, sucios. Si sólo fuera una sensación externa... El vehículo seguía su ruta, y ahora pasaba frente a esa plaza centenaria. Era inevitable recordar ese lugar como punto de tantos encuentros supuestamente clandestinos que derivaban, más tarde o más temprano, en alguna cantina de mala muerte y peor entierro, donde las discusiones se volvían más transparentes al ser las intenciones aflojadas por el alcohol. Éramos la primera célula ácrata que iba a pasar a la acción, ¡Qué orgullosos vivíamos nuestro sueño! Éramos los verdaderos revolucionarios, dispuestos a dar vuelta a todo de un solo golpe, descabezando el régimen siniestro que oprimía nuestras vidas. Éramos los más feroces, los más lúcidos, los más honestos; y al final sólo fuimos los más cabrones, una vulgar sarta de cabrones jugando a ser grandes, creyéndose sus mentiras, pero enarbolando juiciosas excusas a la hora de la verdad. Excepto Abel, claro. Abel, el revolucionario genéticamente puro, sin aspavientos, el prototipo del redentor. ¡Que se joda por cojudo entonces! No se puede ser tan fundamentalista. Y su nombre de bueno, bíblico, pastoral. El único que creyó, y que seguía creyendo. Claro, ahora qué le queda, encerrado en esa jaula, condenado a pudrirse en vida; resulta necesario y hasta fácil aferrarse a un ideal, sea lo que sea, para no quebrarse. ¿Y los que quedamos afuera? ¿Acaso se supone que debamos seguir tercamente, aún en contra de nuestros actuales deseos, y tomar la vía dolorosa, el camino del martirio, para que nuestro pasado comulgue con el presente, para no ser los caínes o los fariseos del cuento? No. Yo sólo quiero vivir, y vivir es disfrutar, gozar de lo poco gozable que aún queda, huevear, chupar, cachar, cachar mucho ¡Salvo la lujuria todo es ilusión! El microbús llegaba ya a su destino y en ese momento Aníbal dudó en bajar a reunirse por última vez con lo que quedaba del grupo, o en seguir de largo hacia la casa de Pilar.

Se levantó finalmente. ¡Bajan! —gritó—. Sí, sí, aquí, aquí... —y la puerta trasera se abrió violentamente. Allí estaba el barrio de siempre, ahora ajeno, como deformado por un manotazo torpe pero eficaz. Hubiera preferido no tener que reunirse con ellos nuevamente, no volver a verlos nunca más. Tenía suficiente con arrastrar la propia miseria como para además compartirla, enrrostrarla, y, peor aún, justificarla. La idea de un cínico exorcismo grupal no le atraía en lo absoluto. Pero sentía todavía la mirada de Abel en los ojos condenándolo a no deshacerse de su pesada carga. Y sus palabras: «... quiero que vayas y les digas exactamente eso, me oyes?». Cruzó la pista. A lo mejor ya todos se habían ido, habrían decidido acaso no esperarlo más.

De repente Aníbal sintió una presencia, lo atacó algo así como un temor sin rostro. No vaciló. Cómo despistar al hombre que estaría tras él, confundido entre la gente, eso era lo primero. Apretó el paso. No. Había que pensarlo mejor. Tal vez sólo estaba sirviendo de carnada, era la venganza, la venganza de Abel, la punta de la madeja, y él se encargaría de entregar al resto del grupo, mansamente. No. Entró en el primer bar y se sentó en una mesa visible, esperando al hombre que ya aparecería. Pidió una cerveza. Mientras bebía cerraba los ojos y veía a Abel con la misma claridad con la que sentía que a cada segundo todo le importaba menos, que él no estaba dispuesto, que no existían los objetivos comunes. Se sintió de pronto observado y creyó distinguir una conversación en medio del murmullo del bar. Fingió no darse cuenta y trató de apurar su cerveza. Pagó y salió del bar.

Una vez afuera, tras dar unos cuantos pasos tranquilos, se lanzó a correr. Cuando todavía no había doblado la esquina, escuchó el ruido de pasos que corrían tras él. Sabía por dónde podría huir, sólo había una dificultad: ¿Estaría el río demasiado crecido? No pensaba cruzarlo, sólo quería llegar hasta debajo del puente y ocultarse. Allí nadie lo buscaría. Sus perseguidores no se atreverían a bajar, con el río crecido, en medio de la oscuridad. Él, en cambio, conocía el lugar de memoria. Fue allí donde conoció a Abel quince años atrás, cuando este no quiso jugar a atrapar ratas y sólo se sentó a preguntarle por qué existía ese río de aguas turbias, y la basura en las riberas, y las casitas de esteras alrededor, y las ratas enormes con las que se divertían. Allí Abel le cambió la mirada, lo hizo descubrir la misma conciencia de la que ahora quería desprenderse. Llegó al borde del lecho del río. No había luna; no se podía ver, sólo adivinar. De un salto empezó a avanzar cuesta abajo. Era el momento de tomar ventaja: ya no lo alcanzarían. Se dejó llevar por la inercia y, cuando ya tomaba velocidad, no adivinó la punta del fierro de construcción en medio del desmonte que se le clavaba en la canilla. Siguió corriendo, el dolor sólo lo hacía aumentar el paso. Tropezó con un perro pudriéndose y cayó de cara contra un cerro de cáscaras de frutas. No pensó; no era el momento de ponerse alegórico. Sólo se paró y siguió corriendo. Una gota espesa corría por su frente. No era sudor. Sin dejar de correr se quitó el pedazo de botella de la frente, el corte parecía ser superficial. Por fin llegó.

Debajo del puente el río sonaba diferente. Miró hacia atrás: no se veía a nadie. Casi no podía respirar. Intentó relajarse para soportar el dolor. Pero éste no disminuía, seguía allí en medio de su frente, como los ojos de Abel. Se sentó en un colchón despanzurrado y puso la cabeza entre las rodillas. Cerró los ojos e intentó otra vez calmarse, reponerse; debía analizar la situación. De pronto escuchó el mismo ruido de pasos que escuchara cuando salió del bar. Levantó la mirada: no había nadie. Bajó la cabeza, aguzó el oído, y volvió a escuchar los pasos. No había nadie. Todo parecía haberse detenido, algo semejante al silencio comenzaba a cubrirlo todo con un tono monocorde, un rumor denso y constante. Mientras permanecía sentado, Aníbal observaba el camino por el que había bajado: recorría lentamente el terreno inclinado hasta llegar a la endeble barrera de árboles mal plantados por cuadrillas de obreros temporales; del otro lado, donde comenzaba la calle, un poste iluminaba perfiles difusos.

Se dijo que era verdad, estaba allí..., y no tenía que hacer nada. Pasarían los días con su marcha incansable y todo se olvidaría: la traición, los errores. Hasta las miradas. Y hablaría al fin un día, echando adelante esa carga con un resto de dignidad. Y sin despedida, dejaría para siempre a Abel, entre flores, entre papeles, entre rostros que ya no le dirían nada. Encontraría su lugar, encontraría a alguien... los uniría la certeza de poseer a otro. Esperanzas más convencionales reemplazarían a este dolor inútil.

Nadie. Nadie alrededor de este oscuro refugio, de sus ennegrecidas columnas, de sus desgastados arcos; ni de la innoble tierra que se hunde pestilente a lo largo de un lecho de enfermedad y destrucción. Nadie en las casuchas que permanecen en el desfiladero como testimonio de la miseria repetida, de los años en vano, de la locura y el olvido, de la rabia siniestra, de los malditos cantos de aquellos que han enterrado a sus muertos. Nadie en el cielo, se diría, si no fuera porque en esta inmensa densidad, en esta aparente detención del tiempo, algo se ha movido.

© Ernesto Gianoli et al., 1999, aletheia@abulafia.ciencias.uchile.cl
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