22 febrero 2004

Las paredes del embudo

Cuento

[Ciberayllu]

Diego Chinchilla

 

No supe, en la noche atiborrada de neblina, si mi auto había chocado contra un muro o se había� atascado� en el mar de nieve. Hellen y yo salimos del coche y, mientras la humedad del frío ascendía por nuestros pies, buscamos señales del auto rojo que un momento atrás nos perseguía. Ningún edificio, ninguna esquina o anuncio de neón nos reveló a Disguisetown del otro lado de la niebla.

Durante varios minutos avanzamos con el rostro protegido bajo los suéteres y con el viento azotándonos el pecho.� Finalmente, Hellen tiró de mi brazo y señaló hacia el edificio de un cine que apenas contorneaban� los manchones de las luces.

Tan pronto como examiné la alfombra raída, las vitrinas de la publicidad carcomidas por el óxido y la humedad que abombaba la pintura en las paredes,� supe que el cine era distinto� a los otros que había conocido en Disguisetown.

Después de atravesar unas cortinas, la pantalla� como una boca luminosa� imantó nuestros ojos. A tientas entre las plateas, buscamos� asientos vacíos y varias voces brotaron de entre las sombras:

—¡No fastidien!

—¡Largo de aquí!

Cuando nos ubicamos en una de las últimas hileras de butacas, mis ojos se habían acostumbrado a la escasa luz. Tras examinar la amplitud� del área de plateas y los balcones en el segundo nivel,� mi mente evocó los teatros donde mi padre interpretaba a los maestros del piano. Pues, a pesar del deterioro de los asientos y del olor a humedad en el aire, había pretensión en las cortinas que parecían envolverlo todo, en las lámparas colgadas del cielo raso abovedado y en las estatuas flanqueando la pantalla.

—Hellen, ¿qué ha ocurrido? ¿Por qué golpeabas aquel auto con un bate de béisbol? —repetí las preguntas en voz baja, inclinándome hacia ella.

Como antes, Hellen no contestó.

Me froté los brazos para liberarlos del frío e intenté concentrarme en el brillo amarillento de la pantalla.� Un vecindario de casitas chatas parecía derretirse bajo el sol. Por los callejones vagaban� hombres flacos, de pantalones rotos y camisas desabotonadas. La� cámara seguía con insistencia a uno al que todos llamaban Cara de Muerte: alto, con un pañuelo sobre la cabeza y una ametralladora entre los brazos. Ese personaje, me enteré por las frases e interjecciones que flotaban sobre las plateas, despertaba� por igual odios y simpatías entre los espectadores.

«Ellos son animales, Hellen; no seres humanos como nosotros», quise gritarle en su oído.

Esa tarde había recogido a Hellen en mi auto y, aunque dijo que un poco más tarde debía atender un compromiso, decidimos entrar por unas horas a un bar.

—Para esta noche anunciaron la primera nevada del invierno —dije con vaguedad, sin atreverme a pedirle que estuviera más tiempo a mi lado.

Cuando comenzó a nevar, una discusión nos había engullido y aún no era de noche.

—Si tu madre hubiese sido una prostituta y tu padre un ladrón, ¿qué serías tú? —me preguntó mirándome en los ojos. ¿Habrías tenido los huevos para estar hoy vivo, a tus veintinueve años?

Esa tarde Hellen parecía muy nerviosa, como si algo la perturbara. Pero, de cualquier modo, ¿qué intentaba demostrar? Mi madre era una profesora de piano y mi padre un gran músico, ¿cómo podría imaginármelos como una prostituta y un ladrón?

A unas quince hileras de asientos frente a nosotros me percaté de que varios bultos de personas buscaban a alguien. Aunque el público, involucrado en la acción de la película, les exigió a los intrusos que se sentaran en silencio, las sombras continuaron su examen de las plateas.

—No, Hellen —le había respondido en el bar—, jamás sería como ellos. Aunque mis padres pertenecieran a esa podredumbre... No, yo hallaría un modo para salvarme.

Muchas veces había intentado disculparla diciéndome que yo mismo, si no hubiese descubierto mi pasión por el piano desde niño, actuaría también como un estúpido. Pero la agresividad del� cuerpo de Hellen, en cualquier caso, pertenecía a un mundo distinto al de mi adolescencia. Ella y las otras� muchachas de dieciocho años iban desafiantes y semidesnudas por una ciudad donde todos los días había apuñalados en los baños de los colegios. Cuando yo tenía su edad, la brutalidad ocurría en los noticieros, en las películas sobre países pobres o en los hoyos como aquel cine donde habíamos entrado... y yo nunca estuve expuesto. Ahora se trataba de una cloaca desbordándose sobre los parques de Disguisetown, los patios de las escuelas... y el cerebro de Hellen.

Cara de Muerte y un grupo de matones, durante unos diez minutos de acción en la pantalla,� ajusticiaron a los mayores traficantes del vecindario y se apropiaron de sus negocios. Durante la secuencia de asesinatos, un buen sector de espectadores inundó el aire del cine con� respiraciones contenidas� cada vez� que Cara de Muerte estuvo acorralado;� suspiró con alivio cuando arrodilló a sus enemigos y��� gruñó de� placer cuando derrochó� crueldad en sus venganzas.

Sabía que varios proveedores de droga movían sus hilos desde mucho tiempo atrás en el colegio de Hellen. Pero aquella tarde en el bar, al calor de las cervezas y de la discusión, me devastó con dos revelaciones: ella vendía� drogas entre sus compañeros y era amante de uno de los cabecillas de la red de distribuidores.

—No me interesa reflexionar sobre el odio en mis venas;�� quiero que� explote —dijo como si sus palabras bastaran para justificarlo todo.

�En la pantalla, Cara de Muerte entró a una tienda junto a otros dos matones.�� El único dependiente, un negro enorme con una placa en el pecho donde se leía «Pedro», intentó decir algo y recibió un culatazo en el rostro. Los asaltantes destrozaron las vidrieras, dispararon sobre las piernas de los clientes y vaciaron la caja registradora.

El rencor y el silencio, concentrándose en las calles del barrio y en algunas de las exclamaciones que brotaron de las butacas del cine, acompañaron los pasos confiados de Cara de Muerte.� Algunos gritos de victoria, no obstante, celebraron a Cara de Muerte en� las plateas.

—¿Por qué vendes drogas si no necesitas dinero?

—Porque no me interesa nada más —se levantó y me miró con desprecio. —No quiero enamorarme de un debilucho como tú. Nunca has disparado un arma... Apuesto que te desmayarías frente a un charco de sangre. ¡Ni siquiera te has drogado en toda tu vida!

Hellen salió del bar y, luego de dudarlo un instante, fui tras ella. Aunque me sorprendí cuando mis zapatos se hundieron en tres o cuatro pulgadas de nieve, supuse que en la discusión habíamos consumido varias horas sin sentirlas.� Con las motas de nieve como chispas de plata enredándosele en el pelo, Hellen se reunió con dos tipos que la esperaban en un coche rojo. Subí a mi auto y� me esforcé para no perderles el rastro sobre el paisaje transformado por la blancura.

Cuando, a pesar de la distancia, distinguí las gafas sobre el rostro de uno de los tipos que examinaban las butacas, le sacudí el brazo a Hellen y le pedí que huyéramos de allí. Ella, sin embargo, se escurrió de mi mano. Aunque varios espectadores los habían rodeado y había amagos de pelea,� los hombres de las gafas no interrumpieron su búsqueda entre las plateas.

Cara de Muerte y otros dos desarrapados, mientras patrullaban la noche del� vecindario, encontraron a� Pedro besando a una morena en un callejón.� Mientras él escurría sus manos bajo la blusa, tres cañones se incrustaron en sus sienes. Ella gritó por un momento. Luego, Cara de Muerte la amenazó con un revólver y la tumbó sobre� varios basureros. Los otros dos matones obligaron a Pedro a mirar la violación. Los gemidos de la morena y la resistencia de Pedro desencadenaron susurros de excitación entre� algunos en las plateas;� otros, en cambio, escupieron monosílabos de furia.

Hellen y los dos tipos en el auto rojo habían entrado a una zona residencial� con árboles crujiendo como si los quebraran las embestidas del viento.� Había luces en todas las ventanas y ningún vehículo o peatón en las calles. La� nieve y el vapor sobre� el parabrisas ocultaron de mi vista al carro rojo a lo largo de unas dos cuadras. Lo localicé a la vuelta de una esquina junto a un coche deportivo. Desde el costado de la calle donde me estacioné� distinguí a Hellen y a los otros dos tipos� aporreando al deportivo con un bate de béisbol; luego los vi� dispararle a los neumáticos.

Me paralizó el miedo cuando varios tipos con gafas oscuras salieron de una casa cercana y golpearon a los acompañantes de Hellen hasta dejarlos tumbados sobre la nieve. Reaccioné, sin embargo, cuando intentaron atrapar a Hellen. Encendí el auto y la llamé a gritos. Ella corrió hacia mi carro en marcha y yo me interpuse entre su cuerpo y el de los matones. Cuando Hellen se arrojó sobre el asiento junto a mí,� los hombres de las gafas ya corrían hacia� el auto rojo.

—Larguémonos de aquí —dije, apretando el brazo de Hellen y mirando hacia los tipos de las gafas, a un par de hileras de butacas al frente de nosotros.

Ella se aferró con ambas manos a su asiento.

Ellos debieron notar el forcejeo� y� vinieron directamente hacia nosotros.

Pedro, rodeado por la música, el licor y las risas de un callejón del barrio, hundía los ojos en el asfalto bajo sus pies. Cara de Muerte se acercó abrazado a la morena y ella se conmovió cuando pasó junto al abandono del negro. Varios curiosos se acercaron y Cara de Muerte tironeó del pelo de la mujer. Luego se agachó junto al negro y lo escupió. El� tumulto de curiosos se comprimió y Pedro saltó como una pantera sobre el cuello de Cara de Muerte.� La pantalla se llenó con la imagen de un cuchillo que Cara de Muerte desprendió de su cinturón. Concentrado en estrangular a su enemigo, Pedro no se anticipó a la mordida del filo� entre sus costillas.

Varios hombres del tumulto intervinieron para socorrer al negro y Cara de Muerte huyó arrastrando a la morena en medio de un revuelo de amenazas y cuchillos blandiéndose en el viento.�� El sector de espectadores hasta entonces menos bullicioso colmó de aplausos y rugidos las plateas.

—¡Aquí estás, perra! —gritó uno de los hombres de las gafas oscuras mientras atrapaba a Hellen por el pelo.

—Germán...

—Le disparaste a mi deportivo...

Germán era alto y, en la penumbra del cine, sus lentes concentraban chispas de luz. Se balanceaba sobre las piernas separadas, con sus brazos en jarras y el rostro rígido.

Aunque varias voces endurecidas les exigieron silencio, Germán y Hellen subieron el tono de sus gritos.

—Te encontré besándote con esa puta.

—Tú también tienes a este maricón... ¿Quién es el hombrecito?

—Nadie.

—¿Nadie?

Recibí un golpe en la cabeza y caí doblado sobre las sillas. Borrosamente, algunas voces alcanzaron mis oídos:

—¿Por qué lo golpean, desgraciados?

—¡Levántate, muchacho!

Frente a una casa de madera y de trozos de cartón, un hombre con sombrero blanco y cadenas doradas pendiendo de su cuello salió de una camioneta. Pedro, protegiendo con sus brazos el vendaje que le rodeaba el costado, salió de su vivienda. El hombre del sombrero, tras saludar con efusión, explicó que el negro se había convertido en el nuevo héroe del vecindario.

—Mucha gente está harta de Cara de Muerte y ahora tú puedes vencerlo.

Mientras el visitante lo abrazaba, Pedro escuchó impávido la advertencia de que Cara de Muerte no admitía rivales e intentaría matarlo. Luego, el hombre del sombrero abrió la compuerta trasera de su camioneta.

—Te ofrezco protección� y venganza —dijo señalando un arsenal de revólveres y ametralladoras.

Durante todo el tiempo que estuve tumbado sobre los asientos, mis ojos se humedecieron con recuerdos:�� Yo era el pianista del grupo coral de mi� iglesia y cada diciembre nos presentábamos en un teatro comunal de Disguisetown. El último año, al final de la función, Hellen me salió al paso en el vestíbulo. El negro de su pelo, ondulante junto a las mejillas y espumoso sobre los hombros, parecía el contorno de una nube detrás de la claridad del rostro. Cuando sus labios se entreabrieron como la pulpa de un durazno, no resistí mirarla.

Más tarde alguien nos presentó y Hellen, luego de dos o tres frases, me pidió que fuéramos a una discoteca.

—No sé bailar —su risa, sus ojos y sus senos hinchándole la� blusa desataron un torbellino de hormigas en mi sangre.

—No acepto rechazos —me tomó por un brazo y fuimos a una discoteca.

La linterna de dos empleados del cine bañó de luz los cuerpos de Hellen y Germán.� Ella se había despojado del abrigo y la negrura del pelo le concentraba los haces luz sobre el rostro. Él se había quitado las gafas y, sin embargo, su rostro lucía inalterado. Cuando los matones que acompañaban a Germán golpearon a los empleados del cine, la furia de una ola de gritos se erizó sobre las plateas.

Quizá Hellen estaba drogada esa noche cuando salimos de la discoteca o a lo mejor solamente actúo como siempre; de cualquier modo, ella me besó� en mi coche y luego propuso que fuéramos a un motel.

Aun con su lengua retorciéndose dentro de mi boca, los pensamientos se agolpaban en mi mente.

—Hellen... Hellen, ¿cuántos años tienes?

—Dieciocho —se apartó de mí con aire de fastidio.

Quise contarle sobre mis días de ensayos y encierro frente al piano, sobre la presión de mis padres... y decirle que en dos meses más cumpliría veintinueve años.

—¿Por qué te interesa un tipo como yo? —no me preocupé por neutralizar el temblor de mis palabras.

—Me gustas porque eres diez años mayor.

Un momento después, ella� condujo mi auto hacia un motel.�

—¿Quién va a pagar por mi coche, perra estúpida? —Germán atrapó a Hellen por el cabello y la obligó a dirigir la vista hacia las gafas de nuevo sobre sus ojos.

—¡Animal, suéltela! —exigí sin pensarlo e intenté incorporarme.

—Tú... tú otra vez, hombrecito.

Varios golpes en el estómago, de nuevo, me tumbaron sobre los asientos.

—¿Ella es tu novia? —preguntó alguien desde la hilera de butacas detrás de mí.

Levanté el rostro y hallé a un tipo gordo y barbado� mirándome con fijeza.�

—No deberías permitir que abusen de ti, muchacho —el tipo se recostó nuevamente en su butaca.

Los empujones de varios espectadores separaron a Hellen de Germán.� Me acerqué y ella sollozaba con la cabeza recostada contra el pecho.

—Hellen, por Dios, explícame qué ocurre aquí.

Ella, aunque noté que un temblor leve le recorría el cuerpo,� no pareció escucharme.

Varios oficiales de seguridad se abrieron paso entre el tumulto y encararon a Germán:

—Lárguese de aquí.

—El problema es entre la puta y yo... No interfieran —Germán habló con prisa y sin mirar a los agentes de seguridad.

Uno de ellos aplicó una llave policial sobre el brazo de Germán y el otro lo amenazó con un bastón.� El brillo de la pantalla, que había crecido en intensidad, iluminó la alegría en el rostro de muchos espectadores.

Un proyectil o un manotazo se estrellaron contra mi rostro y, como enmarcada en un close up de la pantalla, una mueca torciéndole los labios a Germán, se detuvo frente a mis ojos. Luego de un parpadeo,� mi vista se pobló con imágenes de Pedro y de Cara de Muerte reclutando batallones de desarrapados en el vecindario incendiado de sol. Después hubo otra transición y miré a los matones con las gafas� apuntando con sus revólveres� la nuca de los agentes de seguridad.

Germán levantó su brazo y disparó sobre el techo abovedado.

—¿Algún miserable quiere problemas?

La ola de gritos y maldiciones se encrespó nuevamente en las plateas. Desde los balcones llovieron botellas, trozos de hielo y restos de comida sobre nuestras cabezas. Mientras los agentes de seguridad se alejaban, nos protegimos los cuerpos tras el respaldo de las butacas.

Me aproximé a Hellen y varios restos de golosinas y salpicaduras de refresco se deslizaban por su cabello. A pesar del clamor de la pantalla y del intercambio de insultos junto a nosotros, escuché sus sollozos.

—Hellen, por Dios, ¿qué es todo esto?—extendí mi mano y le acaricié el cabello.

—¡No me toques! —su nariz estaba enrojecida y sus ojos inundados de lágrimas.

Alejé mi mano y la observé en silencio.

—Sólo quiero ayudarte... Dime si puedo hacer algo.

—¡Déjame en paz! ¿No lo entiendes, imbécil...? Me aburres. Eres el ser humano más insignificante que se ha cruzado por mi vida.

La miré secarse las lágrimas a manotazos y buscar con sus ojos las gafas de Germán.

—¡Quítate! —me apartó de un empujón.

—¿Por qué le permites que te pisoteé? —el gordo barbado me habló� y su� brazo sobre mi hombro� me conectó con la ola de� calor que envolvía al cine.�

—Mírala, muchacho, ¿no es� una puta? —señaló a Hellen corriendo hacia Germán e insultando a las personas que la rodeaban.

El gordo me palmoteó con fuerza la espalda, me miró de lleno en los ojos y luego me condujo hasta el bloque de espectadores que enfrentaban a Germán.

La calle central del vecindario dividía a los partidarios de Pedro� de los de Cara de Muerte. En uno y otro extremo brotaban provocaciones en alta voz y esporádicas ráfagas de balas. Las paredes de las viviendas eran escenografías de trincheras oponiéndose a la realidad del plomo.

Inmerso en la marea de cuerpos y revolviéndome dentro de la ola de calor, me pareció que fácilmente destruiríamos a Germán y� a los suyos. Habían� retrocedido contra la pantalla y, aunque sus disparos causaron varias bajas en� nuestro bando, nuestra superioridad numérica era aplastante.

El gordo tironeó de mi hombro y señaló con su brazo hacia el cuerpo de Hellen, retrocediendo al lado de Germán.

—Mira a la perra... ¡Mírala! —mientras gritaba junto a mí, depositó la empuñadura de un cuchillo entre mis dedos.

Con las rodillas flexionadas y con el torso inclinado hacia el frente, Hellen protegía a Germán con su cuerpo.� La convicción� de sus movimientos, la agilidad que atravesaba su cuerpo y los centelleos de sus ojos me retorcieron los tejidos del pecho.

Deseé matarla. No, no la quería más a mi lado para liberarla de sus juegos de autodestrucción. Tampoco me parecía buena idea darle la espalda y dejarla hundiéndose en su mierda; quería despedazarle el rostro y usar mi cuchillo como un arado para abrir surcos en su cuerpo.

Los combatientes en el bando� de Pedro atraparon� a una bandada de niños flacos y semi desnudos mientras instalaban una carga de dinamita en la casa del negro. Varios chiquillos cayeron acribillados y otros lograron quitar el cuerpo de las balas; uno de ellos, sin embargo, se arrastró por el suelo veloz como un alacrán y encendió la mecha de los explosivos.

El estallido sacudió los cimientos del cine y el gordo y yo encabezamos la embestida contra el enemigo.

En medio del caos de astillas, añicos de concreto y carne achicharrada,� Cara de Muerte y los suyos invadieron el territorio de Pedro. Las balas, como una colmena de abejas, envolvieron a los sobrevivientes de la explosión.

La luminosidad amarillenta se derramó desde la pantalla y aniquiló a la penumbra en� cada rincón del cine. El calor era insoportable y entre las varias butacas arrancadas del piso, el aire estaba viciado por el polvo que despedían las cortinas sacudidas por el caos.

Germán estaba arrinconado, a unos cuantos pasos y a merced de nuestros cuchillos. Hellen, con el pelo en desorden y las ropas desgarradas, seguía junto a él.

Grité con toda la fuerza de mis pulmones para que convirtiéramos en hachas nuestros cuchillos y les destajáramos los cuerpos.

Un relámpago de luz amarillenta en la pantalla me obligó a parpadear y tras un� resplandor que lo desformó todo, me encontré� con� Cara de Muerte,� Hellen,� Germán y� todo un batallón de desarrapados frente a mí.

Algunos nos arrastramos entre las butacas que aún permanecían en pie. Al gordo� barbado y a la mayoría de los nuestros, sin embargo, los alcanzaron las balas. Las lámparas se desprendieron en añicos del cielo raso abovedado, las estatuas que flanqueaban la pantalla se desplomaron y una llovizna de polvo luminoso erupcionó desde todos los rincones.

—Toma —escuché una voz firme y mis ojos ascendieron por la mano negra que me extendía una ametralladora.

Volteé y mis ojos chocaron con la negrura del cuerpo gigantesco de Pedro, desentendiéndose de mí y soportando entre la robustez de los brazos el traqueteo de su ametralladora. Miré alrededor y otros aliados del negro distribuían armas entre los sobrevivientes de mi bando.

Aunque el olor de la pólvora se atascaba en mi garganta, la ola de calor se encrespaba en mis venas y la tensión de mis músculos amenazaba con descoyuntarme el cuerpo,� durante un segundo busqué una explicación y miré a mi alrededor. Me hallaba� en medio de un campo de guerra y, al frente de todo, la pantalla luminosa estaba vacía.� ��

La risa de Cara de Muerte, que revelaba� dientes de predador, se imponía sobre el estruendo de las ametralladoras. Con el pañuelo empapado de sudor sobre su cabeza, como un demonio danzante entre los escombros, destrozó nuestras líneas y nos redujo a la confusión de la huida.

Con los cañones de las ametralladoras asomados tras el borde de una columna, Pedro y yo disparamos sin cesar sobre el cuerpo de Cara de Muerte.

Germán y sus matones, enfrascados en combates cuerpo a cuerpo, se habían rezagado y Pedro iba a arriesgarse a abandonar la columna para� batirse a balazos contra Cara de Muerte. Sin embargo,� su novia morena, también empuñando una ametralladora, apartó unos cortinajes tras nosotros y nos indicó un pasillo. Los miré apretarse las manos e, instintivamente, busqué a Hellen. Mis ojos la encontraron junto a Cara de Muerte. Su rostro estaba velado tras una máscara de odio. Sus gritos y los de Cara de Muerte se destacaban sobre el estruendo.� El golpeteo de las ametralladoras y las carcajadas les retorcían los cuerpos como� dos trozos de cartón en una hoguera.

Cuando la morena nos condujo a Pedro y a mí hasta la calle. La palidez de las luces no me reveló ningún contorno de Disguisetown sobre el paisaje cubierto de nieve.��

Hellen, Cara de Muerte y los suyos salieron del cine y, sin detener sus gritos, dispararon contra nosotros. En una esquina, sobre el borde de un muro donde las balas desprendían trozos de concreto como explosiones de palomitas de maíz, Pedro, la morena y yo deslizamos nuestros cañones y devolvimos el plomo.

* * *


© 2004, Diego Chinchilla
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Para citar este documento:
Chinchilla, Diego: «Las paredes del embudo. Cuento», en Ciberayllu [en línea]

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