Cuadros para una novela improbable

Narración a presión y por entregas

 
Ciberayllu

Domingo Martínez Castilla

 

 

 

6. Yoruri

 
  Masakatsu se levanta muy temprano, como a las cinco y media de la mañana. Toma posición chamán y empieza a soltar fuertes golpes con los puños. Ka-ta. Es un nisei karateca, furor del barrio cuando pequeño precisamente porque nunca se trompeó con nadie: todos le tenian miedo porque creían que sabía karate, judo, jiu-jitsu y sumó, le decían, de yapa. En realidad, no supo nada de eso hasta los dieciséis años cuando, ya tocando el shamisen y cantando los tragicómicos temas del yoruri, decidió hacerle caso al tío Kumamoto-yi llamado Masahiko (Masakatsu siempre había creído que todos los nombres terminados en ko eran de mujer, hasta que la existencia de este tío le demostró lo contrario) y emprendió el rápido y doloroso aprendizaje de los secretos de samurais y campesinos japoneses y okinawenses. Incluso aprendió algunas frases en japonés y, aparte de los saludos, supo decir Watashi wa Masakatsu desu, y preguntar Kore wa nan des ka, con esa breve vocal final entre a, e, o y u, muy, pero muy leve, como insistía en explicarle el buen Yoshío, su padre.

Después de sus tonificantes ejercicios matutinos, Masakatsu vuelve a la cama y duerme hasta el mediodía. En ese lapso, se siente Toshiro Mifune en Harakiri (¿era Mifune Toshiro?) recitando poemas de Yeats en el Bunka Kaikán de Lima, claro que disfrazado de samurai con geisha y caballo y casa de té con puertas de papel; poemas de Yeats acompañados por el shamisén que esta vez suena como el sitar de los Beatles que cantan gregoriano en un Kremlin bondadosamente rosado para una audiencia en la que puede distinguir a la pulcra Yaki, rubia y limpia como ella sola, sentada al lado del Ministro de Comercio, mientras el Ministro de Educación se mueve, levemente, incómodo entre Blas, el de la barba incompleta, y su ya mentado tío Masahiko, con la ropa sucia de la granja de pollos de Santa Clara. Los murmullos de la audiencia disminuyen después de que el edecán del presidente, nisei hace poco escogido para tan importante puesto, presenta las disculpas del caso a los formalísimos dirigentes del centro cultural peruano-japonés, a quienes el nervioso declamador apenas puede distinguir desde el proscenio, por culpa de esa luz blanca, alucinante que le da en la cara. Todo pasa muy rápido, y súbitamente de su pecho sale un poema que él sabe de Yeats pero que inexplicablemente dice un verso de Eliot que le retumba en el cerebro Words move, music moves/Only in time; but that which is only living/Can only die. Sueño extraño, piensa Masakatsu al despertar entre su bruma matutina de la una de la tarde y Words move. Yeats, claro que era Yeats. Music moves. Otro que está en Inglaterra y sus brumas. Pero no. Eliot, Yeats, Shakespeare, quizá Joyce, tal vez Beckett. O por lo menos cerca. Y aún en el sueño la imagen de Michelle, francesa de paso por Lima con escala en su lecho, larga escala técnica; francesa antifrancesa, erótica pero sin nada de sentido artístico en la cama, francesa recitante de un poema un de Baudelaire cuando borracha, animal hembra exigente hasta el agotamiento. Y esa presencia con olor a mochilera lo lleva ahora a un lugar que quisiera extraño, donde reconoce la casa de los Barrios Altos donde se crió, con un zaguán grande y nuevo, reluciente como el acrílico, como florero de Murano, y la casa iluminada por la oscura noche limeña, como una estrella antojadiza posada en el rincón mísero y promiscuo, irradiando sabiduría de la que todos los vecinos desconfían. Masakatsu es nuevamente el Alberto de esa época, Albertito, no el político de la paz que su nombre japonés proclama, sino simplemente Alberto que pasa, pequeño, rumbo a la cocina donde su madre silenciosa prepara comidas japonesas y chinas. Una mano, de pronto, lo toma del cuarto pequeño de al lado y lo arrastra adentro, donde una gama de personas claramente importantes, ilustremente desconocidas, impecablemente vestidas de galas de palacio de gobierno, parece esperar su llegada para iniciar un banquete en el cuartucho donde posan las cenizas del abuelo, cuarto que sin perder el aroma del incienso se tranforma en un lujoso comedor. Alberto Masakatsu se ve de pronto envuelto en finísimo kimono y es ahora Masakatsu Alberto, con la coleta samurai claramente distinguible detrás de la montera negra y brillante de torero. Michelle reaparece fungiendo de Beatriz dantesca y es su mano la que esta vez lo guía, suavemente, hacia algún círculo, y esa suavidad se enfrenta al rostro incógnito con un asomo de ironía que preocupa a Masakatsu. La mano guía aumenta su presión en el brazo de Masakatsu y le dice Falta sólo un cubierto, pero no te preocupes, y lo sigue llevando y descubre de pronto que ya está despierto, que su mano trata de asir la de Michelle-Beatriz, que es la una de la tarde y que es viernes

 

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