Cuadros para una novela improbable

Narración a presión y por entregas

 
Ciberayllu

Domingo Martínez Castilla

 

 

 

3. Diálogo trascendental

 
  EL BARDO: ¿Qué haces?
SERAPHINE: Ahora ya nada. Hasta hace un momento, trataba de mirar mimo.
EL BARDO: ¿Qué vas a hacer
SERAPHINE (con gracia y salero): Por lo pronto, ya no mirar el mimo porque el mimo no está.
EL BARDO: Eres una extranjera pendeja. ¿Te puedo acompañar?
SERAPHINE: ¿Extranjiera qué?
EL BARDO: No muy vieja... Eso: no muy vieja.
SERAPHINE: Tú decías otra cosa.
EL BARDO: Sí, pero no importa.

Seraphine siente frío en esos momentos, en especial en su posterior amoldado al viejo cemento de la Plaza San Martín, que en nada se diferencia de los otros cementos del mundo y suele estar frío a las siete y media de la noche (en Lima, piensa Seraphine, las siete son ya de la noche, siempre: aún en verano son las siete de la noche). Seraphine decide que ya es tiempo de moverse, que es suficiente flema que dieciocho personas la estén mirando (a ella y también al bardo barbado) con la curiosidad de quienes esperan un nuevo espectáculo. Decide pararse. Lo hace. Mira al bardo con una sonrisa de Good bye honey. El bardo la mira con una media sonrisa de No, extranjerita, tú no te escapas así nomás de los eróticos manejos de Blas el Poeta. Seraphine medita. Seraphine medita. Aún sigue meditando Seraphine. Seraphine deja de meditar demasiado tarde, pues Blas, el barbado bardo, la ha tomado ya delicadamente por el codo derecho y la dirige un poco hacia la izquierda de la línea de mira del caballo del general de la independencia de Argentina, de Chile y del Perú. Un poco hacia la izquierda. La plaza se acaba. Pasan, bajo los portales, frente al local de la aerolínea nacional, y se acercan al final de la calle. Salen de los portales. Ideas. Planes. Preguntas. Pasan frente a la puerta de una compañía de bomberos donde está PROHIBIDO ESTACIONAR. Cruzan la pista de la calle Belén con cautela, necesaria pues el río de vehículos alcanza a esa hora su máximo caudal. Seraphine es ahora la dulce y cándida mujer que se deja conducir suavemente por aquél que ella ya identificó como poeta, pintor o escultor —menos probablemente novelista, actor o músico— en busca de gente de otros lares. Ingresa a un lugar que debe ser un restaurante. El bardo Blas barbado le señala una silla que ella, prontamente, se apresta a arrastrar, ruido de metal contra losetas, hacia una mesa empotrada donde hay ya unas siete u ocho personas holgadamente incómodas. A Blas empiezan a dirigirle la palabra y éste empieza a dirigirles la palabra. La palabra es difusa.

 

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