Cuadros para una novela improbable

Narración a presión y por entregas

 
Ciberayllu

Domingo Martínez Castilla

 

 

 

1. Primera persona

 
  Serafina, de ojos blue y rubio hair. Hace treintaicuatro noches que no te veo en el café de hace treintaicuatro noches. ¿Dónde estás? ¿Dónde te has metido con tu media lengua y tus blusas atrevidas que a las tres de la mañana muestran asomos de tus pechos a los enhiestos guardias de Palacio de Gobierno? Has desaparecido de un modo poco común. Llegas. Pasas tres años viajando y buscando tu presente entre lo más pasado de mi patria. Vienes a la capital, pasas tres años viajando a las fronteras, regularmente, para regularizar tu pasaporte irregular. Buscas las universidades para contarme, después, que fue una de las grandes decepciones de tu vida de veinticinco años; buscas los periódicos de izquierda para decirme que fueron otra de tus grandes decepciones; buscas los periódicos de derecha y no tienes que esforzarte mucho para aburrirte con su predecible pulcritud; buscas guerrilleros para saber de ellos en las cárceles o sentados en oficinas con alfombras olorosas y ventanas que nunca cierran bien, muchos con secretarias de hair más rubio que el tuyo (Helena Rubinstein, marca registrada); buscas estudiantes de arte y ves cuán europeo quiere ser el ambiente en el que se envuelven y se desenvuelven; te vas a investigar caminando a las urbanizaciones de clase media, donde cientos de hombres de todas las edades, a quienes hablas mitad inglés mitad español, te proponen hacer el amor en lugares que a ti no te parecen inverosímiles, hasta que te encuentras conmigo cargando un librito de Bertolt Brecht, y yo mirándote con esa cara que siempre quisiste, sin nunca lograrlo, describir satisfactoriamente (I don't know, no, I don't know); y ahora buscas no se qué demonios y desapareces. Fu, desapareces.

Seraphine, sólo a tus padres militantes del Partido Laborista pudo ocurrírseles ponerte ese nombre tan celestial; sólo a ellos, que aplaudieron cuando jóvenes a Stalin, y que luego alabaron al XX congreso del PCUS cuando tú tenías cuatro o cinco años, golpeándose el pecho y diciendo: Nos habíamos equivocado. (¿Por qué me contaste todo eso? ¿Porque viste un afiche de León Trotsky, y muchos de sus libros, en el cuarto que en mi casa funge de oficina? El primer día, sí, el primer día, fuiste ratón de una biblioteca de quinientos tomos y gozaste leyendo a Eliot (“Time Present is Time Past”), lloraste leyendo a Beckett (“What is this? An egg?”), y de nuevo a los recuerdos y a decirme que a ti te gustó Whoroscope y que tus padres te habían regañado en nombre del realismo socialista, y lloras más recordando tus dieciséis años. Yes, this is an egg, te dije, interrumpiendo, but it is not of Columbus. Y tú, Yes, I know it, it's a Descartes’s egg, sin captar el doble sentido. Después de explicártelo recién soltaste tu carcajada católica irlandesa y nos encontramos con los rostros risueños muy juntos, tan juntos que fue imposible no besarnos. Apareció ahí nuestra faz sentimental (¡qué remedio!), y yo leí para ti el poema XX de Pablo, y sorpresivamente empezaste a acompañarme en la lectura, con los ojos blue cerrados y esa expresión de felicidad que suelen darte las cosas simples, como los poemas de Pablo. Y yo que te digo Vaya con la mezcla, Samuelito y Pablo, Eliot y Oscar Wilde, y tú que no entiendes los modismos y pones una cara que ni un idiota, mira, en serio, ni un idiota la pone tan bien. Y seguimos leyendo y mirándonos intocables hasta que soltamos la penúltima carcajada y, ya en serio, con la expresión que te da el carácter de una mujer que ha corrido por el mundo, me dices Yo frecuentía amigos del Isilil. ¿De qué? Del Isilil, Socialist Labor League. Y yo, irreverente ante tamaña confesión, solté la risotada más grande de toda la mañana. ¿Por qué ríes? Nada, que yo creí que el isilil era algo así como un Isilil, así, un nombre, y me parecía un café o qué demonios, pero nunca un partido político. Y seguiste: Fui varias veces a los charlas de las plazas de London, escuché Vanessa, toda la gente quiere Vanessa, sobre todo in Liverpool, ahora quieren como a The Beatles... ¿Sabes?, te interrumpí, yo hasta no hace mucho soñaba en que, si militaba en algún sitio, sería en Inglaterra, para poder ver de cerca ese país, con sus actrices militantes, su tumba de Marx y todas sus cosas raras.

Seraphine, Isilil. Te ibas a llamar así: Seraphine Isilil, Duquesa de la Gran Seven, Cónsul Especial Plenipotenciaria del UK ante el conflicto de las Galias y el de los Andes. Seraphine Isilil, militante revolucionaria de la IV Internacional abocada a la reproducción efectiva de militantes trotskistas. Serafina Thorstonovna Isilila, luchadora al lado de la Krupskaia, aconsejadora de la Kollontay y posiblemente ella misma la bolchevique enamorada. Séraphine Issillil, intelectual luchadora en Francia, autora de Los nueve pecados capitales, firmante egregia e ínclita de todos los boletines respecto al caso Padilla y al caso Solszenitsin, combatiente internacional por la libertad de Hugo Blanco y de los presos políticos chilenos. Ñusta Serafina Eselilachay, amor platónico de Rumi Ñawi, ex-primera esposa de Calcuchímaq, también embajadora plenipotenciaria del gobierno de Manco Inca ante los wirakochas metálicos en estas tierras agrestes que Nos hemos venido a cristianizar en nombre de S.M. Carlos V de Alemania y I de España (o al revés). Ah, esposa del rubio Quetzalcoatl y cuñada efímera de todos los cuñados importantes de la historia (¿Te has dado cuenta de lo poco apreciados que se encuentran los cuñados en los libros de historia?)

La pucha, aprendiste a decir en Buenos Aires; la puchayamejodí, dices, ya en Lima, cuando un policía te detiene y te dice sus documentos, por favor, y tú que no haces otra cosa, inocente anglosajona, que sacar tu pasaporte del maremágnum de tu bolso comprado en el Cusco. El hombre, apenas lo ve, lo toca, se humilla ante la evidencia de tu calidad de extranjera europea no hispanoparlante (¿todo eso pensó el policía?), pero rápidamente decide que Claro, si fueron los extranjeros los que trajeron la plaga de drogas al Perú; entonces te reclama el bolso y tú suspiras aliviada porque yerba no hay. El guardián del orden mira con temor, se asombra ante las servilletas de papel llenas de palabras y dibujos casi infantiles, las veinte cajetillas, casi todas vacías, de cigarrillos, jo, jo, una toallita higiénica le da el toque de gracia y entonces dice Usted disculpe señorita, son cosas del deber, sin llegar a enterarse que en ese instante tú ya habías preparado mentalmente tu viaje a la frontera para regularizar tu pasaporte, y también tu cara de femenina flema inglesa —esa que nunca te sale bien, por irlandesa y porque no existe— que te tocaría poner cuando te embarcaran en el avión después de mil visitas, con tu detective de la Sección Extranjería al lado, a todos los cónsules que puso el buen mundo sobre sí mismo. Pero el policía quiere drogas y no se atreve a ir más allá de la toallita higiénica Usted disculpe, señorita, son cosas del deber. Seraphine, Serafina, ya eres un personaje.

Un personaje que ahora se mete en una situación.

 

970131