«Este muchacho me ha caído en simpatía»

Del libro de cuentos Saco y van siete, Lima 1999

[Ciberayllu]

Alfredo Quintanilla Ponce

 

A Augusto Rodríguez-Gaona Vargas

En la mesa del fondo, las botellas de cerveza se alineaban como soldados en formación. Sus cuatro ocupantes parecían piratas retirados intercambiando viejas historias marineras como si repartiesen un botín enterrado por otros. Las últimas luces de la tarde daban un tono amarillo a las paredes del templo cercano a la fonda. Los parroquianos, mientras comían o bebían, conversaban en voz alta abriéndose paso entre los ruidos. Las noticias de la tarde revelábanse en los gestos del rostro del dueño que las leía detrás del mostrador. De rato en rato, entraban y salían vendedores de golosinas, adivinadores de la suerte o bohemios en quiebra. Humo, música, aromas de cocina, ruido de vasos al chocar...

—¿Se acuerdan del Chato Villanueva? ¿Qué será de él...?

—Me contaron que se retiró a su fundo en Mala...

—¿No era que andaba exportando calamares?

—¿Y su mujer?, ¿cómo se apellida?

—Dulanto, Flor Dulanto. Sonoro, ¿no? A ella la dejó hace ratón. Al hombre le fue mal en la política y en el amor.

—Quién sabe, la gente exagera...

—Exagera qué.

—Lo del fracaso político.

—Ah, bueno, pensé que ibas a decir que había una mejor que Flor Dulanto. Qué mujer. Mejor dicho qué hembrón: guapa, elegante, sencilla, leída, alegre. ¿Qué más se puede pedir antes de irse al infierno, ah?

Exhalaron suspiros que se entrelazaron con la espiral de volutas del humo de los cigarrillos. Entrecerraron sus ojos, más que para hurgar en el pasado, para protegerse del fulgor de los recuerdos, mientras la cerveza tibiamente, sin sobresaltos, discurría en sus entrañas como buscando un recodo en donde descansar. Tosieron.

—Bueno —dijo el más joven—, ¿y cómo fue esa historia de cuando estuvo arriba? Cuenten ustedes. En esa época, yo estaba chico.

—Sí, de biberón.

—Huevón.

Carcajadas secas y filudas.

—Bueno, era la época en que el Chato era universitario y andaba con los rábanos.

—No, ya era abogado.

—Pero sí estaba con los rojos.

—Bueno, creo que sí, porque andaba asesorando campesinos, a los cholos pues, a organizar sus sindicatos.

—Ya me acordé, era asesor de la confederación de campesinos del Perú.

—El hombre no tenía nada claro en la vida, soltero, sin chamba fija, con ideas calientes en la cabeza, y de pronto viene el golpe de Odría.

—Hubo un julepe de la patada. Empezaron a apresar a medio mundo, los apristas y los rojos gritaban, tiraban piedras, corrían, reventaban bombas...

—La gente decía, después del desorden que ha habido qué se va a hacer, mientras otros decían, pero qué vamos a sacar con un cachaco inculto.

—Cómo se desvían ustedes. ¿Podrían decirme qué pasó con el Chato Villanueva?

—Puta, eres más jodido que amaestrador de circo. Déjanos parir como querramos. Total, cuando estás pegado a la tele te tienes que chupar todos los comerciales, ¿no?

—Estábamos en esos trajines de cómo salvar el puesto los que eran empleados públicos y de cómo conseguir uno los que no lo teníamos, cuando descubrimos que nada menos el Chato, uno de los más furibundos antiodriístas, tenía un primo hermano que era ministro.

—Así que empezamos a batirlo. Que doctorcito, cuando juramenta usted su cargo. Que doctorazo cuando me consigue una subprefectura. Te voy a dar la dirección de licencias especiales, para que chequees burdeles, contestaba riéndose, pero quién sabe si con la duda adentro.

—Hasta que de pronto, como a los tres o cuatro meses, el Chato desaparece de circulación. Habrá viajado decíamos. Debe estar organizando sindicatos, huelgas, asonadas.

—Aquí ya tenemos que reconstruir entre todos, porque es como un rompecabezas. A mí me contaron que su primo le ofreció un contrato pero que él no aceptó porque más bien quería ser un asimilado con galones y todo.

—Otros dicen que de frente pasó a trabajar con Noriega y luego se peleó con él cuando quiso dar su golpe.

—Qué, ¿también don Zenón quiso dar su golpe? No sabía.

—Otros, que Odría lo botó feo cuando lo de la orgía con el Presidente de Venezuela.

—¿Qué? ¿El Chato viajó a Venezuela?

—No, el venezolano vino de visita y en una de esas noches se armó una orgía con las chicas del Embassy...

—Parece que el Chato soltó la lengua.

—Cómo, cómo, cuenten, eso está bueno... no sabía que hubo una orgía de presidentes.

—Si sigues interrumpiendo te echamos. ¿Cómo traen a una criatura a esta respetable mesa, que no sabe que Pérez Jiménez se tiró a la Anakaona?

—Pero no te hagas pues, Pelao, que tú hablaste con él...

—Bueno, contó que, de pronto, a media mañana llegó un patrullero a la puerta del estudio de un amigo al que se había arrimado, y un sargento, cuadrándose, le dejó una citación del ministro de Gobierno.

—¿De quién?

—De su primo hermano, pues. Mozo, llévate a este lentito.

Entonces, el hombre le dijo al sargento: «muy bien, le da mis saludos, dígale que un día de éstos paso a visitarlo». Pero el sargento le dijo: «tengo órdenes de llevarlo ya».

Ahí mismo lo llevaron. Llegó orondo al ministerio, ahí, cuando quedaba en la Plaza Italia. Le hicieron pasar hasta el despacho, sin hacer antesala y el primo, casi sin saludarlo, le empezó a meter un rollo de cómo es que estaba poniendo en peligro sus altísimas responsabilidades en el Gobierno Restaurador por andar mezclado con los sindicatos campesinos. Le empezó a leer un informe de con quién se reunía, a quiénes asesoraba, a dónde y con quién viajaba. Todo.

—Pero el Chato no se quedaría callado, ¿no ?

—No, pero lo descolocó la andanada del primo. Iba por un puestazo y, casi casi, resultaba amenazado de ir preso.

—¿Y... qué pasó?

—El Chato empezó a contestarle, cuando el otro lo cortó y le dijo que la cosa era insostenible, porque en fin tú eres un muchacho que no sabes qué vas a hacer de tu vida, pero yo no puedo poner en riesgo mi puesto. Que si el Presidente se enteraba, lo licenciaba. Que se ponía formalito o iba preso.

—«No te preocupes primo, si quieres te firmo un papel»— le dijo el Chato, todo cachaciento.

—«No, no quiero que firmes nada. Se acabó —le contestó el coronel—. Se acabó, mierda. Hoy mismo partes a estudiar a México, aquí tienes los pasajes en Panagra. Partes a las cinco de la tarde».

—«¿A México, a estudiar, con qué plata?»

—«Ya todo está arreglado. El gobierno te ha conseguido una beca para que estudies derecho agrario, que es lo que te gusta, no? Te vas a especializar durante dos años. Ya después veremos».

—¡Excelente jugada, primero palo, después miedo y por último una zanahoria bien grande! ¡Qué pendejo!

—El Chato, el rey de la curvas, resultaba envuelto y empaquetado. Pero qué pensó, qué sintió en ese momento...

Dice que le dijo: «te agradezco, pero no pensaba viajar, además México no me gusta, prefiero España».

—«Viajas hoy, o te meten preso con los rojos y no respondo»— le dijo el primo ya francamente amargo.

Ante un panorama claro, el Chato no tuvo más que atracar.

—«Bueno, pero no puedo partir hoy, tengo que ir a Mala a despedirme del viejo, necesito una semana para arreglar mis asuntos...»

—«De mi tío me encargo yo. Lo único que tienes que hacer es tu maleta. Y para que no te pases de vivo, un patrullero te va a llevar a Limatambo a las tres y media. ¡Ah! y toma —dice que abrió un cajón y le alcanzó un fajazo de billetes— aquí tienes veinte mil soles para que te instales allá, busques una pensión y todo eso. Es para los primeros meses, ya después veremos».

—¡Carajo! y eso como cúanta plata era. ¿A cuánto estaba el dólar ?

—Creo que a seis soles, o sea, más de tres mil verdes.

—Puta, qué lechero. A mí que me deporten mañana mismo.

Entonces tenemos a nuestro Chato saliendo al mediodía a la Plaza Italia, con veinte mil soles en el bolsillo y sin saber si ponerse a reír o llorar. Con todo ese dinero en el bolsillo, confundido como estaba, ni siquiera tomó un taxi. Se trepó al tranvía rumbo a su oficina, pero cuando pasó por la Plaza de Armas, se acordó del pisco sour del Maury y decidió tomarse el de la despedida. Entró, se sentó en la barra y le pidió al «colorao» Cisneros que le pusiera tres en fila, meditando —quién sabe— en cómo el destino lo ponía en esas circunstancias.

—No sigas, que me pongo a llorar.

Iba por su segunda copa cuando aparece uno de su promo.

—«Chato, qué haces chupando solo. ¡Guarda!, que te vas a volver alcohólico».

—«Ah, qué tal Valdez, tiempo sin vernos. Aquí hermano, despidiéndome quién sabe hasta cuándo...»

—«No te me pongas misterioso, ¿te vas de retiro, o te han detectado cirrosis? Cuenta, cuenta, viejo».

—«Me voy a México esta tarde».

—«¿ Y con esa cara ? Yo estaría feliz».

—«Lo que pasa es que me obligan».

—«Puta, ya llenaste a una hembrita...»

—«No, mi primo el coronel».

—«¿Cuál? No me digas que el ministro ¿Está loco? ¿Y desde cuándo toma decisiones sin consultarlas arriba?»

—«Por qué lo dices... »

—«Porque trabajo con el general Noriega y por la oficina pasan las listas de los que deben ser deportados y tú no figuras en ninguna. ¿Estás seguro que te ha amenazado? »

—«Y de dónde voy a sacar esto— y le mostro el billetón».

—«Ah no, está cojudo. Vamos donde Noriega. Yo te presento y tú le cuentas el asunto».

—«No hagas olas, compadre. No te preocupes. Este es un asunto, digamos, familiar».

—«No Chato, desde el momento que tu primo salta por encima del Primer Ministro, este es un asunto de Estado. Además, ¿no me dijiste que no quieres viajar? »

—«Bueno, me gustaría conocer el extranjero, pero no así».

—«¿Ves? Anímate que no te va a pasar nada. Vamos donde el hombre, que es bien derecho. Esto no se puede quedar así. Vamos de una vez».

Así que se tomaron un pisco sour y se fueron caminando a Palacio y entraron por la puerta de Pescadería, donde estaba la oficina de Noriega. Cierto, Valdez era secretario de don Zenón y al poco rato lo hizo pasar al despacho del general.

—«Aquí le presento al doctor Villanueva, mi general, es un brillante compañero de promoción y primo hermano del Ministro de Gobierno. Una persona de toda confianza, mi general. Por eso lo he traído a fin de que le cuente un asunto muy delicado, que me parece debe ser puesto en su conocimiento, porque sólo Usted debe resolver.

—A ver, cuenta muchacho... tienes cinco minutos».

Luego de escuchar la historia, Noriega, todo colorado dijo:

—«Valdez, comuníqueme con Villanueva».

El Chato asegura que hasta ese momento nunca había oído una cuadrada tan fuerte a un subordinado, y menos de un milico, sin que fuera mencionado un solo carajo.

—«...así que, quiero que este asunto quede completamente olvidado y si oigo algún rumor, siquiera un rumor, Usted será el responsable. Buenas tardes».

El Chato imaginaba a su primo en posición de firmes saludando a un teléfono, verde de vergüenza y con unas ganas locas de ahorcarlo.

—«Muy bien, todo arreglado. Y no tienes de qué agradecer muchacho. A ver cuéntame a qué te dedicas, por qué te tiene entre ojos tu primo».

Entonces el Chato se lanzó a improvisar un floreo que presentaba su breve trayectoria profesional con trazos sonoros, destellos de autobombo y discretos cortinajes a sus simpatías radicales. Exageró, ma non troppo, y mostró un agradecimiento sincero pero sin humedades. Al terminar, el general se puso en pie, le tomó del brazo acompañándolo a la puerta y dijo a Valdez:

—«Valdez, llévelo esta noche a comer a la casa. Este muchacho me ha caído en simpatía».

Y cuando ya se marchaba, volvió y le dijo enseñándole el fajo de billetes:

—«General, me olvidaba, ¿qué hago con esto?»

—¿Firmaste algún recibo?

—No.

—Ah, entonces, quédatelos». Y cerró la puerta.

Salieron dándose grandes abrazos y palmadas y cruzaron la calle para un banquete en el Cordano que fue pagado con algunos de los relucientes billetes del Chato, quien no salía de su asombro.

—«La vida es una rueda Chicago —murmuraba— un momento estás abajo y al rato te lanza arriba y hay que agarrarse fuerte para no caer».

Y el Chato procuró agarrarse fuerte. Esa noche acudió con su mejor traje y oliendo a lavanda francesa. Se mantuvo en su esquina sin hacerse notar por los habitúes del general y sólo habló a los postres cuando quedaron dos o tres. Sin preámbulos, Noriega le comunicó su decisión, sin preguntar por su opinión:

—«Villanueva, quiero que se encargue de sanear los títulos de unas tierras que tengo en varios lados.

—Lo que Usted diga general, para eso estamos los amigos».

Como todos supondrán, la vida del Chato cambió. Puso su propio estudio en plena calle Mapiri, se compró un Studebaker, cambió el Palermo y el Zela por el Bolívar y el Maury y cuando nos encontraba en la calle nos saludaba efusivo pero siempre con la misma frase en la boca:

—«Discúlpame hermano que estoy apurado, el viernes te llamo para ir a tomar unos tragos».

Años después, me enteré que con los únicos que bebía era con Valdez y un edecán, quizás porque no quería caer desde esa altura, a la que no había soñado llegar, o porque le remordía la conciencia de haber abandonado a los cholos.

—Pero lo que no le perdono es que nos arrebató a Flor Dulanto, la Reina de la Simpatía de San Marcos. Hasta ahora me pregunto... qué le vio al Chato si tenía mejores partidos.

—Como nosotros, por ejemplo.

Estallaron risotadas que ocultaban los sueños secretos que no se atrevieron a intentar realizar. Burla feroz de sus destinos grises. Bulla para disimular la amargura. Destellos de nostalgia y conmiseración en las miradas.

No se sabe a quién se le ocurrió, o tal vez las cosas sucedieron sin un plan. El hecho es que de las reuniones esporádicas que tenía con Noriega para informarle sobre los papeles de sus tierras, pasaron a otras frecuentes en las que el Chato, Valdez y el edecán, aparte de opinar como abogados sobre los decretos del gobierno, empezaron a calentarle la oreja con «Usted es el mejor cuadro del gobierno; hay que resolver los empantanamientos del proceso; no entendemos cómo se pueden cometer tales errores en los ministerios que Usted no supervisa; cuáles son los coroneles de su confianza, general; dicen que el embajador español le comentó al americano, que Usted es el hombre del gobierno que proyecta mejor imagen; si Usted resolviera los asuntos del país como ha resuelto los embrollos de sus tierras, el Perú se iría para arriba».

Hasta que de pronto, una noche Valdez lo citó al Haití, ahí al lado de Palacio y le dijo a boca de jarro:

—«Ya está. Pasado mañana tienes que estar aquí a las once de la noche».

El Chato entendió perfectamente. Y, así, sin contarle a nadie porque, además, no le habrían creído, pasó dos días sin dormir, soñando despierto y haciendo planes, pensando en nombres y en cargos. El domingo estuvo desde las diez tomando café en un rincón.

A las diez y cuarenta y cinco apareció Valdez y le dijo como quien comenta los resultados de las carreras:

—«Todo está arreglado, los tanques salen a las doce; pero, media hora antes, un mensajero traerá unas claves para transmitirlas por teléfono y luego tendremos que elaborar comunicados para las radioemisoras que transmiten toda la noche. Ya todo está planeado, los jefes de tropa han dado su palabra».

No pasaron más de cinco minutos cuando apareció un motociclista del Ejército que se detuvo al costado de la Municipalidad. Rápidamente se acercó Valdez y cuchichearon por unos segundos. Volvió con el rostro desencajado:

—«Paga y vámonos. Abortó, ahorita nos detienen. Escóndete donde sea y ya sabes, no te he visto ni me has visto».

Caminaron rápidamente hasta Santo Domingo y en la esquina se separaron. El Chato no sabía adónde ir porque lo buscarían en su casa, o en su estudio. Tomó un taxi y se fue a la casa de Flor. Le dio las llaves de su jato para que entrara a sacar un poco de ropa y subieron a un taxi.

Treparon por la carretera hacia Chosica sin ver nada anormal, ni tropas ni tranqueras. Hasta que llegaron a la garita de control de Corcona. Ahí lo reconocieron y los bajaron. Con el apuro, el Chato ni siquiera se había afeitado sus bigotes, estilo Bienvenido Granda.

El teniente a cargo le preguntó quiénes eran sus cómplices.

—«A mi sólo me hablan de comandantes para arriba»— contestó con arrogancia.

—Te voy a enseñar a hablar con tenientes, maricón.

—Sácate la polaca si eres hombre”, logró decir el Chato Villanueva antes de que le llovieran cabezazos, rodillazos y puñadas que lo dejaron amoratado y maltrecho.

Esa misma noche, la más larga en la vida del joven Villanueva, lo trajeron de vuelta a Lima y lo metieron en un calabozo de la Prefectura, donde tuvo ocasión de reflexionar una vez más sobre qué error había cometido para que su vida cambiara tan bruscamente.

—¿Y Flor Dulanto? ¿Qué le hicieron a ella?

—A ella, nada. Qué le iban a hacer. Eran otros tiempos, viejo, hasta los golpes de Estado tenían sus reglas de elemental cortesía.

Y mientras al general Noriega lo enviaron a Buenos Aires con un súbito nombramiento de embajador, dos días estuvo nuestro héroe en las mazmorras de la dictadura que recién conocía por propia experiencia. Al tercer día, le permitieron recibir la ropa que le llevó Flor. Luego lo metieron a un patrullero que raudo no paró sino hasta las escalinatas de la Residencia de Palacio. Mientras se acostumbraba a la luz solar, quedó impresionado con la alfombra del despacho presidencial, pero más aún con los ojos azules del mismísimo Odría...

—¿Azules?

—Sí, el cholo Odría era colorado con ojos azules y le esperaba rodeado de tres o cuatro engalonados.

—«Así que eras tú. Me habían dicho: el primo del coronel Villanueva anda metido en esto, pero no creía que un mocoso se atreviese a tanto. Ahora, por supuesto —en gesto teatral Odría guiñó el ojo a sus acompañantes—, me vas a decir que no conocías a Noriega y que no tienes nada que ver con la conspiración...»

—«No, señor Presidente, sí lo conozco y me enorgullezco de que el general Noriega me considere su amigo».

—«Ah, caramba! —dijo Odría entrecerrando sus ojos— cómo dijeron que se iba a chorrear y nos iba a dar la lista de los conspirados. Así hubiese querido yo que uno de ustedes, si hubiese estado en el pellejo de Zenón, saque la cara por mí. Ya ven, hasta mi edecán estaba con los conjurados... dicen que tener poder es perder amigos...”

Vaciló por un instante la mirada del hombre más poderoso del Perú, asomándose quién sabe a cuán profundos abismos.

Entonces, el Chato Villanueva, con esa audacia rayana en la locura que lo había hecho famoso, dijo sonoro:

—«No faltaba más, aquí me tiene, general».

Y cuando todos esperaban un carajo, una bofetada, cinco años de cárcel o una deportación, Odría le preguntó:

—«¿Tú serías mi amigo?

—Si Usted me lo permite, señor Presidente. Si me metí a conspirar fue por amistad y no porque fuera enemigo suyo o porque quisiera algo para mí. Sólo por amistad».

Y nuevamente teatral, dándose lentamente la vuelta ante sus subordinados que lo miraban estupefactos sin saber si debían reír de la broma del buen humor matutino del Presidente o mandar moler a palos al atrevido, dijo:

—«Este muchacho me ha caído en simpatía. Llamen a Villanueva.»

El Chato se pellizcaba tratando de despertar, pero quien tuvo la pesadilla fue su primo.

—«Coronel, vamos a asimilar a su primo a la G.C. ... Sí, a... ¿cómo se llama...? Ramón, el mismo. Capitán. Prepárele la resolución ahora mismo. Ya se lo mando. Muchacho, anda al Ministerio de Gobierno que tu primo te va a dar el despacho de capitán de la Guardia Civil. Vete y no peques más, como decía Cristo».

Magnánimo y socarrón, el general Odría, se sintió más cerca del Salvador, por perdonar a un ingrato que no reconocía las obras de su gobierno.

Afuera, el Chato tuvo que pedir prestada una peseta al centinela para pagar el tranvía porque no tenía un cobre en el bolsillo.

Tres días después recibió uniforme, kepí y una citación a la Plaza Italia para que otro capitán le enseñara los rudimentos del reglamento y le indicara las funciones que debía cumplir como miembro del cuerpo jurídico. Pero el Chato andaba más interesado en otros detalles.

—«Oye hermano, dime, un capitán es más o es menos jerarquía que un teniente.

— Por supuesto que es más— se rió su nuevo colega.

— Ah, o sea que a mí me mandan los comandantes y los mayores y yo mando a los tenientes, subtenientes, sargentos, cabos y guardias. ¿A cualquiera?

— A cualquiera. Todos se cuadran ante ti. Tú mandas.

— Y otra cosa. ¿Puedo parar un patrullero y decirle al chofer lléveme a tal parte?

— Si es urgente, sí.

— Gracias hermano, ya nos vemos”.

Y saliendo a la puerta dio su primera orden:

—«Sargento, consiga un par de patrulleros que nos vamos a hacer una diligencia urgente a Corcona».

Y cuando llegó con dos patrulleros y seis policías a Corcona, el teniente que, días antes lo había masacrado, se cuadró delante de los tres tallarines, pero cuando luego se fijó bien en la cara del capitán, no podía creer lo que sus ojos veían.

—«A sus órdenes mi capitán.

—Quítese la polaca teniente, para fajarnos como hombres».

Y luego que ambos se quitaron las polacas, en medio de un círculo de sorprendidos policías, el Chato Villanueva le sacó la mierda.

Estallaron risas y aplausos, palmadas en la espalda, entrechocar de vasos, interjecciones y lágrimas de puro gozo saltando de sus ojos, convencidos de que la justicia y la felicidad pueden alcanzarse en esta vida, dando la espalda a las amenazas de lo que se acaba. Pasaron largos los minutos. Cuando las aguas se fueron calmando, levantó la voz el más joven

—Pero, ¿y qué pasó después? ¿Y la orgía de los presidentes?

—¡Ah!, no pues, esa es otra historia. Ponte una docena y te la cuento...

© Alfredo Quintanilla, 2000, gudelio@tsi.com.pe
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