[Ciberayllu]

Sonetos al poeta

Antonio Bou

 
 

a la memoria de don Francisco Matos Paoli

A ese niño de columnas y friso
le vendieron un saco de tormenta
lo hechizaron las alucinantes
sombras de Lares inexplicables.

Le hicieron contar con piedrecitas
para narrar gestas que marcaban
las hendiduras de la tierra
o el valor del cuerpo bien servido
en la sopera que cargaba una niña
discordante con cucharón desfigurado
bajo el ojo marchito empecinado
de una abuela de esquemas
de la oculta matemática de los hilos
bordados sobre la mesa.

A ese niño le contaron los leucocitos
y le cosieron una bandera
para que no caminara solo. Vino el ángel
ése que viene siempre con el pez
en la mano y una sombrilla
llevando cuenta además de los perdidos pasos.

Valgan, dijo, la estrella y unos lirios
para esta anunciación, basten la tierra
para curar la herida y el agua
para estirar el pellejo arrugado de la frente
y que no muera como los demás mortales
en los brazos de nadie. Yo soy el ángel
que lo llevaré hasta la frontera
donde enmudecerán las corrientes.

Se le perdió la casa al padre en escondrijos
de su propia selva despiadada
furiosa en su fiereza melancólica incorregible
en la cama hecha carne de cañón
como la de un pobre niño resucitado
en las trincheras adoloridas de sus sueños
con cortinas de niebla perpendiculares
a la frígida desesperación del suelo.

Ay, mi niño encantado, cantaba la moza
escondida tras el parapeto levantado
para esconderlo de la inquina
para ampararlo en trasnochadas noches
de brujas que levantan puñales y escupen
guirnaldas de lepra y tuberculosis.

En la ventana se puso el demonio
ligero de moscas y azufres, le trajo
al recién nacido un cofre de joyas prestadas
y una docena de vírgenes necias que en el puño
llevaban un puñal cada una alzado
amenazantes. La madre había puesto
allí mismo unas azucenas que marchitáronse
ante los presagios devastadores
de aquel convite raro e invisible
a no ser por almas que fuesen templos
a donde sólo podían llegar los más adustos
y vertiginosos ángeles entregados
a guardar los secretos del santo santo santo
para que no perecieran los nacidos al crepúsculo.

A ese niño lo adornaron entonces las adelfas
y lo acunaron las alondras del trinar amargo
a sus pies como en junio flamboyanes de sangre.

A su paso los pitirres se lanzaban en riesgosa picada
y las más perladas margaritas se cambiaron el nombre
confundiendo al enemigo, entrecortándole
los pensamientos y las maldiciones
hasta perderlo abandonado en la charca
de las acaudaladas sinrazones pérfidas que bajaban
como torrente. Aquí, dijo el ángel, pondré la cornisa
y nadie podrá escudriñar tus divagaciones.

Desde entonces sus versos se copian y descansan
en pergaminos lícitos como sagrados memoriales
no en angostos nichos donde no penetra el sol.

Comentario privado al autor: © Antonio Bou, 2000, antonio@coqui.net
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