30 mayo 2006

Confesiones de un monje desnudo

Cuento

[Ciberayllu]

Antonio Bou

 

Taxiboy salió esta tarde con los amigos, cosas suyas, salía cuando se le antojaba. Le llamaba Taxiboy porque a eso se dedicaba. No soy yo quién para juzgar a nadie, acogedor le abrí las puertas de la casa, le di comida, le lavé la ropa, le proveí plata para sus gastos íntimos y si había que plancharle una camisa, pues se la planchábamos para que fuera por ahí decente y acicalado como cualquier buen cristiano. Siempre regresaba, lo que me hacía sentir bien… no nos defraudaba. Y tenía otra cosa buena, siempre decía la verdad, aunque en su particular estilo.

Lo de regresar hay que entenderlo como lo de la oveja al rebaño, soy pastor y es ley sagrada hacer que la oveja, si se descarría, vuelva al redil. En esa ley me baso cuando digo que Taxiboy no me defraudaba. Ya sé que era hermoso como un griego… salía su semblanza del Fedro y del Banquete y de otros cantos a la viril belleza de los mancebos… y que la belleza mal administrada pierde al hombre, pero así lo hizo el Creador y así lo honrábamos. Ni me sedujo ni abusé de él. Lo cuidé como a un niño.

Lo del particular estilo de decir la verdad me dio mucho trabajo entenderlo al principio. Tuve que hacer mis hondas reflexiones sobre la mentira y convencerme de que si Cristo al resucitar venció al pecado, la mentira no existe… ¡No hay mentiras!, me concluyo a pie juntillas, lo que hay son particulares maneras de decir la verdad. Cada cual tiene su estilo, pero ni el peor de los hombres puede decir una mentira… después del sacrificio del Cordero, no hay la más leve ni remota posibilidad de mentir. Un hombre que te engaña no te miente, te dice la verdad.

No habiendo en el mundo posibilidad de hallar siquiera una feísima mentira, y comprendida la suerte de función positiva que mitiga, sublima y anula la crueldad de un engaño… porque la verdad, se sabe, nunca ofende… y aunque severa, amiga verdadera… vivía este humilde monje hospitalario… sin sobresaltos ni temores, sin conmoción ni alarma ni angustia ni temblores… amando a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo… siendo el prójimo en este particular motivo de mi confesión ante usted, padre, Taxiboy… ¡hasta el desmesurado momento en que quiso el Todopoderoso que pasara lo que pasó!

Llegó el agente a las cuatro de la mañana… ¡fíjese qué hora para interrumpir el sueño de un cristiano!... quien quisiera ante todo encaminarse por el camino de perfección que conduce a la santidad… A las cuatro de la tarde murió el Salvador… y a la opuesta, ¡las terribles cuatro de la madrugada!, brujas y demonios y todo otro irredento por voluntad propia, festejan sus festines celebrando que muriera… con lo que se da usted cuenta, padre, de que se les hace imposible… porque no tiene alcance su festejo… porque es precisamente esa muerte redentora la que celebramos los redimidos…

Llegó el agente a las cuatro de la madrugada… abandoné las ociosas para acompañarlo al depósito de cadáveres… Tenían allí un cuerpo muerto que bien podía ser el de Taxiboy… o no serlo. Para salir de dudas, querían que lo identificara este humilde fraile. Me llevaron frente a una camilla cubierta con una sábana blanca… debajo de la sábana estaba el muerto. La muerte, padre, siempre sobrecoge… por más que sepamos que no es sino el paso a otra vida donde nos espera la felicidad eterna. ¡No sabe, padre, cuánto deseé la muerte desde que entró Taxiboy a mi vida!

Casi muerto lo vi en la esquina de Sarmiento y 25 de mayo, padre, por primera vez. Desde ahí supe lo que nos esperaba. Fue como si los niños, hijos de los guerreros, bajaran la voz… y mi energía… allí mismo… en aquella transitada esquina… se fuera repartiendo entre el reino animal, las florecillas, los cometas y los hombres… No puedo decirlo de otro modo… de ahí el saludo, verlo desmayarse… por el hambre, supuse… verlo poner los ojos en blanco… y llevármelo a casa donde le di una sopa de verduras y lo fui reanimando hasta donde usted sabe.

No me acuso de pecado alguno… ni fui orgulloso ni soberbio… no prendió la lujuria en mi corazón aunque las raras bellezas nunca sabemos si las pone Dios en nuestro camino para salvarnos… o el mismísimo diablo para perdernos… Actué como lo indican la Santa Madre y las reglas de mi orden. ¡Ah, pero no fue todo tan fácil! Hube de dar uso al látigo y al cilicio… ya sabemos cuánto bien nos hacen si los necesitamos. Me di al ayuno… a las más sofisticadas penitencias… mientras Taxiboy se recuperaba, reverdecía, y salía a hacer sus cosas como un palmito.

Así salió esa última noche de que estamos hablando, padre…  al verlo salir, siempre yo sonreía… quizás con algo de vanidad al creer que era obra mía la recuperación de aquel bellísimo ejemplar de nuestra humana especie… ¡Ah... pero… en el depósito de cadáveres yo temblaba!… Un enfermero entró grave y severo a levantar la parte de la sábana que cubría la cabeza del difunto… ¡lo vi!... no voy a decirle que nunca lo había visto en peor estado… pero ahora parecía asunto definitivo. Lo habían defenestrado, dijo el patólogo… desde un quinto piso en que se festejaba una boda.

Aproximé el rostro a su palidísimo rostro. Vi los ojos no cerrados del todo… percibí no sé si por recuerdo los verdes resplandores que una vez refulgían… La piel la tenía de un verdoso indeciso… olía aún a lavanda… Me le acerqué muchísimo… mi boca justo sobre la suya casi a punto de rozar sus labios con los míos… Experimenté exóticas premoniciones… me quedaba sin aire…era como si un gato me robara el aliento… Se me ocurrió besarlo en los labios, besarlo castamente, algo que había siempre deseado… decidí hacerlo ahora que distraídos el médico y el enfermero parecían ignorarme…

No llegué a besarlo… sentí un ardor terrible en los labios y un dolor profundo en la quijada… Taxiboy abrió un ojo… luego el otro… y empezó a respirar. Grité. El enfermero y el patólogo se acercaron y comprobaron los signos vitales del cadáver, o del que habían creído cadáver… ¡Está vivo! ¡Ha revivido! ¡Extraño caso!... No puede ser, decían. Yo no podía articular palabra… quería decirles que Taxiboy había resucitado… que había sido un milagro del amor… Comencé a sentirme muy débil, muy enfermo… no me hacían caso ante lo insólito del milagro en donde no esperan milagros…

Salí de allí nervioso, la piel de las manos se me descascaraba como la de un leproso… los labios los sentía al rojo vivo… No pude hacer nada más, padre, sino correr… me quité el hábito, y como bajo el hábito nunca visto nada, corría desnudo… Así me vio una banda de mozalbetes… se burlaban de mí, me pegaban. Traté de decirles que había ocurrido un milagro… pero no sabían de Lázaro y aún menos de Nuestro Señor Crucificado… ¡los compadecía aunque casi me mataban!…  Así llegué hasta aquí, padre, a buscar refugio en el seno de nuestra Santa Madre…

 

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© 2006, Antonio Bou
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Para citar este documento:
Bou, Antonio: «Confesiones de un monje desnudo. Cuento», en Ciberayllu [en línea]


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