29 noviembre 2003

La canción de Cariza

Cuento

[Ciberayllu]

Antonio Bou

 

Abú Sadagüi quería casar a su hija sin que la vieran. No le bastaban el jasmac y el burcá. La niña no era fea con el pelo en majdul ungido con mantequilla, pero Abú Sadagüi nunca dejó que varón la viera. Las viejas de la casa cantaban las virtudes de la doncella como higos y sandías, y se corría la voz por Tatarif y las aldeas limítrofes, de aquel fruto en su punto listo para apagar la sed de algún sediento.

Abú Sadagüi era un verdadero Badagüi de Tatarif... hombre abstemio capaz de vivir seis meses con diez onzas escasas de alimento por día. La leche de una sola cabra y un puñado de dátiles, secos o fritos en mantequilla, saciaban su apetito. Despreciaba al hombre obeso que exigía frecuentes, regulares y abundantes comidas. Las cantatas de las viejas de la casa atrajeron a varios pretendientes para la niña, pero ninguno fue del agrado de Abú Sadagüi: ¡todos comían como si no tuvieran fondo!

Pensó Abú Sadagüi que había que cantar a Cariza, su hija casadera, con más efecto, de modo que atrajese a galanes más parcos y sensibles capaces de reconocer las virtudes y la belleza de la niña sin verla... ¡y sin exigir corderos asados a diario!... ¡ni cestas de albaricoques!, ¡ni carros de aceitunas!

Jugando con la sarta de monedas de plata que llevaba atada al cuello, se dijo: ¡necesitamos un poeta!... un poeta que la describa en dulces versos de almizcle y de algalia... un poeta al que le huela la boca a azahares. ¡Cómo no lo pensé antes! Y se dio a la tarea de buscar un poeta para poder casar a su hija.

Descubrió que en todo Tatarif sólo había un poeta y fue a buscarlo. ¡Era flaco como nunca lo había sido un poeta! Vivía lejos, sobre un peñasco, frugalmente, en una tienda de apariencia rústica que olía a azucenas. Tocaba un raro instrumento de cuerdas y madera policromada. Cantaba con voz aguda y dulce. Todo esto lo supo Abú Sadagüi antes de salir.

Cuando Abú Sadagüi llegó a las inmediaciones del peñasco, advirtió siete jóvenes que jugaban alegres en un baño enchapado con azulejos azules incrustados en la roca mientras Zaíd Effendi cantaba desde lo alto sus más recientes jarchas. Zaíd Effendi dejó de cantar al ver a Abú Sadagüi, los jóvenes dejaron de retozar en el agua cuando Zaíd Effendi dejó de cantar y salieron todos de la tina y subieron en fila, como siete cañas, hacia el tope del peñasco por la pendiente por donde iba subiendo Abú Sadagüi con su porte de palmera babilónica. Al mirar bien a los siete y ver que ninguno estaba gordo, Abú Sadagüi sintió que estaba haciendo las cosas según Alá. ¡Estos comen poco!... se dijo, ¡son de los que busco!

Zaíd Effendi, el poeta, hizo pasar a Abú Sadagüi y a los siete efebos espigados. Ya dentro de la casa, que no parecía frugal en lo más mínimo por dentro, como al verla por fuera pensase el padre casamentero, se sentaron sobre cojines de seda y damascos bordados Zaíd y Abú mientras los muchachos se arrodillaron en fila mirando al visitante embelesados. A una señal de Zaíd Effendi, uno de ellos tomó el colorido rabel y comenzó a rasgarlo heciéndolo vibrar lento y acompasado con las notas de una atávica danza africana. Abú Sadagüi no decía palabra, miraba cauteloso y dejaba que entraran en su cuerpo los compases ancestrales que había escuchado cuando muy niño. Contaba las costillas del músico y sus pares haciéndose ilusiones de un yerno escueto para él y un marido abstemio para la hermosa Cariza.

Zaíd Effendi entonces comenzó a recitar un poema de imágenes etéreas y transparentes al ritmo de las notas del rabel. Mientras cantaba iba ungiendo con mantequilla clarificada uno a uno a los jóvenes. Los ungía con destreza desde el cuello a los pies teniendo cuidado especial con las partes viriles, las palabras correspondían a cada parte del cuerpo que Zaíd iba ungiendo, las que comparaba una por una con frutas y frutos del huerto: suculentas berenjenas, firmes naranjas, largos bananos, redondas manzanas, duras zanahorias... Luego de ungido el músico, que fue el último, los siete se vistieron con multicolores túnicas de seda sin costuras, calzaron sus calzas y salieron uno a uno de la tienda de Zaíd Effendi, haciendo reverentes reverencias al poeta y al visitante. Bañados y ungidos y cubiertos con brillantes colores salieron a ver la última luz del sol reverberar sobre la ladera del Cerro Sagrado.

Abú Sadagüi le contó su causa al único poeta de Tatarif, quien se comprometió a cantar en sus jarchas la belleza de Cariza, aún sin verla, de modo, según dijo, que se llenara Tatarif de galanes abstemios como Abú Sadagüi quería.

¡Eso queda de mi parte!, habló Zaíd Effendi, y se pusieron de acuerdo sobre los honorarios. Para cerrar el trato, Effendi ofreció vino fresco de higos que Abú no aceptó, ni quiso Abú tampoco hojas de parra rellenas de arroz, ni dulce de almendras perfumadas con jenjibre... No se opuso, no obstante, a que Zaíd llamase al mancebo que tocaba el rabel mientras fumaban cigarrillos hechos de exóticas hojas turcas.

Mañana al salir el sol, afirmó Effendi, estará lista la canción de la hermosa Cariza, cantando sus bellezas para rendir de amor a mancebos abstemios... tan rendidos, que estarán dispuestos a casarse con ella ¡aún sin haberla visto!

Ya se había puesto el sol y los seis jóvenes regresaron a la tienda. Effendi le preparó un lecho a Abú Sadagüi, los muchachos se acomodaron dispuestos al sueño sin que el músico dejara de hacer sonar el rabel. Zaíd Effendi entonces para dormirlos comenzó a contarles un cuento:

En un palacio a la orilla del mar vivía Aíxa con su padre. Era hermosa y radiante como el sol, blanca como el arroz y la azucena, limpia como el cristal de la fuente. Salía todas las tardes a ver el mar desde una terraza del palacio... y así se corrió la voz de la extraordinaria belleza de Aíxa entre los pescadores. Los más ricos, todos ellos, veían en la beldad exquisita de la muchacha de que tanto se hablaba, el templo en que santificar su especie. Todos, uno tras otro, vinieron a tenderse a los pies del padre de la princesa con sustanciosas ofertas... y todos eran hermosos mancebos, que la mar y el sol y la digna ocupación los perfecciona... ¡ah!, ¡pero a ninguno quiso la bella Aíxa! Y todos los despreciados se lanzaban a la muerte desde altos peñascos...

Viendo Zaíd que ya todos dormían, dejó a medias el cuento de la historia de la bella Aíxa... tomó pluma y papel para componer las jarchas comprometidas... El sueño lo rindió después de haberse leído en silencio nueve veces la canción de la hermosa Cariza.

No más rayando el alba despertó Abú Sadagüi, Zaíd Effendi estaba aguardando. El mancebo del rabel esperaba la señal de Zaíd, una vez la tuvo comenzó a tocar la melodía más clara y pura que Abú jamás hubiera oído. Zaíd Effendi cantaba su canción de Cariza acompañado de las prístinas notas... y salieron los tres seguidos de los seis, quienes según despertaban se dejaban atrapar arrebatados por la canción y la música.

Abú Sadagüi los dirigió camino a su casa, lo seguía el joven del rabel con su música hechicera, luego Zaíd Effendi con su voz de ruiseñor, tras ellos, los seis mancebos encendidos. Según adelantaban en el camino salían hermosos efebos como espigas y los seguían, ¡a cuál de ellos más enhiesto y hermoso con la gracia ondulante de la caña de azúcar! Al llegar a la puerta de la casa de Abú Sadagüi, habían llegado al número de mil los mancebos abstemios atraídos por la canción de las bellezas de Cariza, compuesta por el poeta Zaíd Effendi.

Los mil querían casarse con Cariza, dispuestos a no verla hasta efectuadas las bodas. Abú Sadagüi llamó a su hija para que escogiera marido entre los mil pretendientes. Cariza, sin vacilación, escogió al mancebo del rabel, quien aceptó gustoso ser su marido sin haberla visto. Abú se quitó la sarta de monedas de plata que le colgaba del cuello y se la dio en paga a Zaíd.

Se fueron los novecientos noventa y nueve abstemios mancebos con Zaíd Effendi, que los ungió a todos con mantequilla clarificada después de haberlos llevado hasta un salto en el río donde estuvieron jugando con el agua y la luz hasta que Zaíd Effendi les enseñó la entrada de una mágica cueva por donde se llegaba hasta el peñasco donde estaba su tienda.

En casa de Abú se hicieron ricas bodas que duraron seis días... al séptimo se consumó el matrimonio. Escondido en un gran cesto lleno de flores que colgaba de una alta ventana de la alcoba nupcial, Abú Sadagüi pudo ver como su hija se descubría ante el esposo y como el esposo quedaba asombrado ante la hermosura de Cariza.

¡Oh más bella que Aíxa eres tú, amada mía!, lo escuchó exclamar. Vio también Abú Sadagüi que el joven del rabel era el más bello y mejor dotado para el amor de los mil mancebos abstemios. Ante la seguridad de la felicidad eterna de su hija y de la continuidad de su casta, los dejó solos saltando por la ventana.

Dos días más tarde, Abú Sadagüi distribuyó sus bienes según la ley de Alá y se retiró a vivir a la tienda de Zaíd Effendi, que ahora estaba rodeada de novecientas noventa y nueve tiendas donde vivían los novecientos noventa y nueve mancebos abstemios. Al bañarse en el baño antes de ser ungido por el poeta, advirtió que había perdido muchos años y llegaban con él nuevamente al millar los mancebos abstemios.

Luego de ungido compartió manteles, aceptó una copa de vino fresco de higos y se comió una hoja de parra rellena de arroz... y no despreció un pedacito de dulce de almendras perfumadas con jenjibre... y se quedó dormido a la par de sus pares escuchando a Zaíd Effendi, el poeta, narrar otra historia inconclusa.

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© 2003, Antonio Bou
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Para citar este documento:
Bou, Antonio: «La canción de Cariza. Cuento», en Ciberayllu [en línea]


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