© Bou: Campobello

El señor de Campobello

Cuento

[Ciberayllu]

Antonio Bou

 

Brígida madrugó para hervir agua. El señor le había pedido como tantas veces que le preparara el baño bien temprano. Así lo hizo Brígida. Para avisarle que el baño estaba listo, le había dado al señor dos golpecitos en la puerta, según convenido. Antes que el sol, había salido a la calle la fiel sirvienta del de Campobello a buscar a Florero, que pasaba la noche en la acera desde que el mundo mundo, para encargarle los zapatos blancos del patroncito que los brillara cual el que alumbra el cielo esmerándose, según las mélicas palabras de la mujer, como si de los del mismo obispo se tratara. Al volver, coló café aunque no le habían dicho si habría o no desayuno. Se tomó el suyo con tres gotas de leche después de dejarle la mesa puesta a su joven señor. Y subió a los altos miradores de aquella casa santurcina que llamaban de todos los cristales, a donde le había tocado en suerte servir.

Creciente el tropical domingo, vio aparecer en el horizonte a Lápida. La misma Lápida que viera surgir de las brumas madrugadoras antes del desalojo de Puerta de Tierra y la mudanza forzada a la repartición de San Mateo. Lápida suya y de sus francos padres venidos a morir ahogados de confianza en aquella isla blanca, provisional efugio de ángeles y arcángeles, garza dormida, bellísima quimera, sitio donde nace el día, fragmento del Atlante, ciudad fantástica de espumas, jardín encantado, búcaro de flores, joyel, jardín indiano, perla de occidente, libertad sagrada, pueblo que su voz levanta, plácida barquilla, según las gautierianas de la hembra. Lápida que le dice Brígida, después del asalto de la desgracia, a la que San Juan llaman.

El solitario señor de Campobello despertó diligente a prepararse para la comunión del domingo. Había ayunado. No probaría bocado hasta la hora del almuerzo, o quién sabe. Dejó las sábanas y se desvistió sin prisa. Tenía la mente en blanco como todos los domingos. Blanco de eucaristía, de novio, de flores perfumadas, jazmines, gardenias, azucenas. Tenía la mente en blanco mientras se palpaba las formas de guerrero atrevido recubiertas de una capa translucente de material orgánico impermeable que escudaba la interior delicadeza. Se lavó primero por dentro hasta que el agua fresca comenzó a salir clara. Sumergió luego la total tersura en el calor del agua, ya sintiéndose limpio de antemano, blanco y vacío. Se regodeó en la profunda bañera de patas de león, siempre con la mente en blanco, sin despegarse de su propia esencia, sin el más leve cruce impuro en las neuronas. Estuvo tanto tiempo como creyó prudente honrando el sacramento, hasta que saltó como potrillo salpicando los vidrios, empañando espejos y cristales, san Juan de los bautizos, sin inmutarse ante la fresca brisa mañanera del mocho, que por las entreabiertas celosías se filtraba.

Elías el otro también se levantó temprano y se arregló de uniforme de gala para la misa. Ayunaba desde la medianoche. Tarareando una nana de la infancia, al frescor de la madrugada, sacaba brillo a medallas y hebillas. Desembobinaba los oscuros pensamientos con aquella sencilla faena que le brindaba el gusto de ver algo terminado. Su larga vida de aparejador y enjarciador de buques no la sentía ni en rastros los domingos, séptimos del descanso y del Señor. Armar, montar, equipar, guarnecer, guarnir le ocupaban rígidos la semana. El domingo por obligación se ataviaba, se adornaba, se vestía. Un día de no arreglar el juego, de no amarrar, de no manipular fraudulentamente la carrera. Día de erigirse o construirse santo aunque de forma pasajera. De lucir aparejos. De perifollos, trajes y vestimentas. De avíos y carruajes. No de engañifa, artimaña y chanchullo como los otros.

El tercer Elías no iba a la misa ni se molestó en asearse. A lo suyo como trabajador honrado que no reconocía fiestas. No en paz sino indignado por los injuriosos sucesos de los últimos días. Siempre dispuesto y atrevido, a pasos extremo lentos, Allen arriba. Ya el sol recorría Lápida con ansias devoradoras mientras las mujeres devotas con los planchados y bordados linos perfumaban las calles, las mantillas al cuello, los raudos abanicos desdoblados, y quizás un clavel punzó en el escote o en el moño. Por allí los mendigos a cada paso extendiendo las manos pordioseras. El semihombre del patín. La señora de las piernas de jamón. La mísera maternidad rubia con ojos verdes allí postrada y dos canitos barrigones a fuerza de lombrices, uno voraz al pecho, otro llorando de hambre al lado. Todo normal, todo adecuado perfectamente a lo que de Lápida se espera un Domingo de Ramos. Guardias carabineros en cada esquina. Caballeros de impecable dril de El Mundo Elegante aferrados a los Imparciales matutinos. Piragüero despachando sangre sobre nieve. Para matar el calor de febrero, los soles de Cuaresma reverberando. El tercero pide una de frambuesa por alivio a la neuralgia. Hay tiempo, hay tanto tiempo en Lápida el domingo. La mano se le hiela, le rechinan los dientes por dentera, no por temor aunque valientes teman.

La plaza de Colón en frescas sombras, desierta a aquella hora. Por donde sale el sol llega el de Campobello tras de oír la santa misa. Se acerca a la base de la estatua y contempla los relieves patinados de polvorientos verdes que recuentan la gesta del descubrimiento. Elías de Campobello, siempre en el mejor de los sentidos la mente en blanco, repasa versos casi olvidados para marcar a su manera el tiempo. Caballero perfecto y terrible en albura plena, tres o cuatro palomas le hacen juego. Por eso, en aquel día que abordaron las naves castellanas a tus bellas riberas, patria mía, tus tribus aborígenes, dominando el temor que las llevara al seno oscuro de tus selvas vírgenes, tranquilas contemplaron regresando apacibles a tu orilla, como los brazos de la cruz se alzaron bajo el rojo estandarte de Castilla. Tarda en llegar el otro Elías, hace un instante comulgaban hombro con hombro en Catedral, consumiendo como hermanos la transubstanciada forma. Pura amistad vehemente unió los hombres que apostó el abismo, del indio rudo en la tostada frente cayó la onda sagrada del bautismo.

Entra a la íntima plaza un jíbaro con su cuatro trinando rara y sentida mazurca de otros tiempos. Aparecen tras él algunos viejos ceremoniosos, pava en mano, pálidos y escuetos, con errantes pupilas pavonadas como ciegos. Elías de Campobello abre algo más sus grandes ojos negros, una imperceptible sonrisa se dibuja en los labios entreabiertos. Gana el poeta, no obstante, y la música dulce sólo servirá de fondo. Después, ya roto del temor el dique, la llama del amor lució esplendente, la dulce hermana del primer cacique llamó su esposo al paladín de oriente. Pero la música atrae a las gentes que no sabemos de donde salen. No agobian al poeta del corazón puro, no le hacen perder el hilo de los versos que silencioso se canta. Y tú fuiste el joyel que traspasaba el casto beso de su amor primero, del señorial cintillo de Agüeybana a la corona del monarca ibero.

En hora así parece que pierde Lápida su olor a flores muertas tras soles truncos. Regente la armonía estructura en único lienzo la inmortal belleza donde fluyen las notas y los signos que nos hacen. Mas dobla la esquina del Cristo, Allen arriba, la rosa negra de Detroit a la que mano aleve o malditos adoquines le desencajan el mofle, arrastra calle abajo el estampido del resquebrajado tripero de la pipa miseranda. La calle se va cerrando desde la Fortaleza como hoja larga de moriviví. Al poner trancas y pasar pestillos las gentes recuerdan lo que se cuenta del nefasto de Cumberland y los fallidos del francés y el inglés, menos ruidosos que los aspaventosos cañonazos de Miles. De no estar viva la experiencia guerrera en los anales de Lápida, no hubiesen reconocido los lapidarios el endemoniado ruido como inconveniente de poca monta y le hubiese costado al negro Packard sin sordina llegar vivo hasta el callejón del Gámbaro.

Pero de allí no pasa sin que alguien por la paz de Lápida haga un gesto. El tercero sin encomendarse a nadie saca el arma y hace dos disparos que detienen la marcha estrepitosa de la carroza de los triquitraques. Como el satisfecho de misión cumplida da la espalda mientras el moriviví retorna automático a sus originales tensiones y comienzan a abrirse puertas y persianas nuevamente. El chofer de la máquina de los infiernos va tras el tirador que ya a punto de abordar sin prisa un carro público. Elías de Riggs baja del carro y lo rodean curiosos. Dos guardias por cabeza en proporción se juntan en menos de lo que se pela un huevo. La plaza de Colón se vacía sobre el círculo, todos menos los músicos impasibles que no detienen la mazurca. Elias de Campobello se deja ver por Elías de Riggs y éste lo llama porque lo recuerda hace unos minutos de rodillas ante el altar mayor. Con ojos desconcertados parece Riggs pedirle ayuda que no necesita. Campobello rompe el círculo sin hallar la menor resistencia y va hacia él atraído por atávicos impulsos e inusitadas sensaciones, la diestra en el bolsillo empuñando el rígido revólver. Al acercársele, casi lo abraza Riggs electrizado por tanto candor. Campobello, conmovido por la melliza albura del comulgante, le hace dos disparos casi a quemarropa con la 38 que le rompen la cara y le abren el pecho para verse con él mañana en el paraíso.

Ya los llevan codo con codo y esposados a los dos disparantes al cuartel de la calle de san Francisco, mientras el herido se desangra tiñendo de rosado arterial los adoquines. Mañana cantarán a viva voz los Imparciales el mayestático atentado y el linchamiento por la policía de los presuntos perpetrantes del sangriento crimen.

Va años que rompo noches apostado frente a esta casa que llaman de todos los cristales. Estoy aquí velando esta puerta desde que uno de los policías del cuartel de la calle de san Francisco confesó en su lecho de muerte que a Elías de Campobello lo habían canjeado por un borracho que había muerto de un infarto esa mañana en el cuartel. En el mismo carro de fuego del coronel había regresado Campobello, antes de ponerse el sol, de vuelta a esta su casa que vigilamos. Y de vigilar, para mí que hago el mejor turno.

A estas horas de la madrugada se levanta Brígida a hervir agua. Cuela café y me ofrece. Ya tengo confianza, y a esas horas todavía oscuras nadie va a saber que paso a la cocina y compartimos nuestro rato. No habla mucho Brígida. Casi siempre canta versos que se sabe de carretilla. Dios debió sonreír viendo a su hechura hacer del paria hermano cariñoso, y del ángel tomar la investidura al realizar un acto tan hermoso, canta ahora. De vez en cuando balbucea apenas comprensibles razonamientos sobre el agua cuando hierve. Sobre el calor que se le aplica. Sobre las burbujas que se alzan y explotan.

—Millares de burbujas— y sonríe como si yo no pudiera comprenderla —todas a lo mismo sin que haya sido necesario ponerse de acuerdo de antemano.

Me deja con la boca llena de galletas de soda con mantequilla danesa. Sube a los altos miradores de esta casa santurcina que llaman de todos los cristales, con dos cubos de agua caliente. Sin dejar en las zarzas del camino ni un jirón de tu blanca vestidura, va cantando. Será el agua para el señor de Campobello quien bajará otra vez, como me ha confiado Brígida de solo a solo, cuando estalle la paz.

© Antonio Bou, 1999, antonio7@coqui.net
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