LA MEMORIA PERDIDA

Reflexiones en torno a La gesta del marrano, de Marcos Aguinis

[Ciberayllu]

Jorge Bedregal La Vera


 

LA INQUISICIÓN EN EL VIRREINATO PERUANO

A partir de los primeros viajes de descubrimiento y conquista del nuevo continente, se inicia la migración judía a América. Para poder controlar este proceso migratorio las autoridades españolas impusieron una serie de prohibiciones claras para los que pretendieran hacerse a la mar con destino a las colonias recién fundadas. Particularmente se prohibía el viaje de personas solteras, ya que la escasez de mujeres entre los españoles en América hacía que estos asumieran conductas reprobables como el concubinato con aborígenes. De igual manera se estableció que los mendigos no podían viajar al nuevo continente, y tampoco abogados, por el temor que su presencia hiciera aún más violenta la vida social colonial. La prohibición más directa fue la dictada contra herejes de toda laya, conversos, judíos, moros y reconciliados. Esta prohibición estaba dirigida no sólo a personas en particular, sino a familias, ya que abarcaba inclusive a los nietos de los considerados herejes. Algunos descendientes de judíos o conversos lograron conseguir dispensa para poder migrar a tierras americanas, pero aún así estaban expresamente prohibidos de ejercer cargos públicos o concejiles.

El objetivo de la corona española al establecer prohibiciones determinadas para el paso a América, estaba determinado por la intención de lograr una relativa hegemonía entre los migrantes para lograr una seguridad y sobre todo una fidelidad dogmática alrededor de los principios católicos, que no pusieran en riesgo la dominación española en el continente. Este control establecía no solo pautas cualitativas entre los migrantes, sino también cuantitativas.

A pesar de estos controles, la población europea en América tenía graves desproporciones. Llegaron muchos hidalgos que no estaban en la disposición de trabajar la tierra o de conocer algún oficio, más bien sí de pretender encomiendas a cambio de favores políticos o por su participación en las pacificaciones. Llegaron muy pocos campesinos con la idea de producir; de igual manera, tampoco se embarcaron nobles, excepto aquellos que tenían algún cargo político de gobierno. Esto explica, de alguna manera, la psicología que acompañó a los colonizadores que convirtieron la colonización en un proceso bélico de exacción y violencia, condenando a miles de indígenas a una servidumbre rayana en esclavitud.

Así como la corona no pudo controlar la calidad de los colonizadores, tampoco pudo garantizar que judíos y conversos llegaran al nuevo continente. Estos arribaron a las colonias hispanas en gran número a través del Portugal y el Brasil, aunque muchos aprovecharon las debilidades de los controles españoles y se embarcaron directamente desde la península. Su presencia fue rápidamente detectada en las flamantes ciudades españolas americanas, pero como los judíos y conversos llegaban con oficios o se dedicaban principalmente al comercio, fueron aceptados y hasta en algunos casos pudieron realizar sus actividades sin ninguna interferencia por parte del poder.

Pero la preocupación de la corona de mantener un relativo control entre los colonizadores determinó que enviara a los primeros inquisidores a Lima, junto con el virrey Toledo en 1569. Siempre se ha dicho que con la llegada de Toledo se inicia la colonia española en el Perú. Debemos añadir que con la llegada de este personaje se inicia el control religioso con el poder del Santo Oficio. A pesar de que el tribunal no tuvo jurisdicción sobre los indios, contaba con amplísimas atribuciones para perseguir y castigar los delitos de blasfemia, poligamia, vana observancia de las reglas católicas, sodomía, injurias a miembros del Santo Oficio y lectura de libros heréticos (lo que incluía la posesión de ejemplares de la Biblia «en romance»).

Entre 1578 y 1773, fecha del último auto de fe en Lima, se dieron los siguientes procesos:

DELITOS PROCESADOS

BIGAMIA 297
JUDÍOS 243
BRUJERÍA 172
PROPOSICIONES 140
SOLICITANTES EN CONFESIÓN 109
BLASFEMIA 97
PROTESTANTES 65
SODOMÍA 40
MOROS 5
NO DIFERENCIADOS 306
TOTAL 1474

Fuente. Toribio Medina (1956); elaboración propia.

Es necesario aclarar que este total puede elevarse al doble por la cantidad de procesos iniciados y no resueltos por diversas componendas entre los acusados y los miembros del tribunal. Por su origen, podemos distribuir a los acusados en las siguientes categorías:

LAICOS 1126
MUJERES 180
CURAS 101
FRANCISCANOS 40
MERCEDARIOS 36
DOMINICOS 34
AGUSTINOS 26
JESUITAS 12

Fuente: Íd.

Si hacemos cálculos, resultaría que en toda la colonia hubo un promedio de 1 relajado cada siete años (Taibo 1997: 1); sin embargo, esto no descarta de ninguna manera la presión psicológica que implicaba la presencia del Tribunal en las colonias americanas, especialmente en México y Lima. Al margen de la amenaza de proceso, el Tribunal contaba con un poderosísimo instrumento de presión: la excomunión.

Amenazar a alguien con la excomunión mayor significaba convertir a este personaje en un paria ante los ojos de sus coterráneos. Hubo casos en que simplemente una amenaza de caer en excomunión mató a alguna persona que no pudo sostener la presión psicológica de saberse fuera de la iglesia y ante los ojos críticos del temido Tribunal. Una excomunión mayor implicaba la anulación social de una persona, ya que se le prohibía todo trato con el resto de fieles, inclusive el comercial. De este anatema no se podían librar ni siquiera migrando a otras ciudades, ya que todos debían portar de una «carta de comunión» que implicaba su derecho a poder participar del sacramento, y era otorgada por el obispo del lugar de origen. El hecho de que un forastero no contara con dicha carta lo hacía sospechoso de haber sido excomulgado en otro lugar de la colonia y por lo tanto infecto.

Esta arma fue ampliamente usada en las relaciones siempre tensas entre el Santo Oficio y el poder secular. Existen relatos documentados de los desplantes que se hacían ambos contrincantes en su celosa lucha por fueros y jurisdicciones. Es necesario acotar que no siempre terminaba con el triunfo del tribunal. Según Teodoro Hampe, ensayando un estudio historiográfico del tema, las últimas investigaciones aportan la sugerente idea del Tribunal como un ente inactivo e ineficiente, desconectado de la celosa vigilancia en materia de fe y orientado principalmente a promover los intereses comerciales y financieros de sus miembros (Hampe 1995: 3).

Aparte de esto, resulta evidente la existencia de un fuerte clientelismo en relación con los miembros del Tribunal como con la Administración colonial. Esto podría afirmarse también al analizarse las consecuencias económicas que tuvieron los grandes procesos, tanto en México de 1596 o el de Lima en 1630. Si bien pareciera que Boleslao Lewin exageró estas consecuencias a nivel macroeconómico, el intercambio de bienes y mercancías no se vio afectado en estos procesos, pero lo que sí cambió al parecer fueron los destinatarios de las riquezas. El prestigio y el alcance del Tribunal creció sobremanera con estos procesos y, particularmente en Lima, los bienes confiscados a los encausados en la famosa «Gran Complicidad» sirvieron para consolidar el rol de los miembros del Santo Oficio como agentes de crédito y comercio al eliminar la competencia de los comerciantes judíos.

Consideramos exagerado afirmar que sólo los objetivos económicos movieron al Santo Oficio en su lucha contra los judíos y otros encausados. También se cumplía con el objetivo psicosocial de mantener una presencia intimidante a todo nivel, sobre todo al interior de las clases populares. Cuando la situación social se complicaba en la colonia, se encontraba un chivo expiatorio a través del ajusticiamiento público de algún cura inmoral o de alguna hechicera. Al parecer, Santa Rosa de Lima murió lo suficientemente joven como para no caer en las miras del Tribunal, que perseguía con especial saña a los «iluminados» (como sí cayó en las mazmorras de la Inquisición Rosa de Santa María, una de las beatas más cercanas a la santa limeña).

 
 
CONTINÚA
© Jorge Bedregal La Vera, 1998
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