LA MEMORIA PERDIDA

Reflexiones en torno a La gesta del marrano, de Marcos Aguinis

[Ciberayllu]

Jorge Bedregal La Vera


 

EL TRIBUNAL DE LA SANTA INQUISICIÓN EN AMÉRICA

Una de las instituciones que va a tomar el papel de la represión contra el judaísmo en América va a ser el Tribunal de la Santa Inquisición. Este tribunal eclesiástico se origina en el siglo XII a partir de las ordenanzas del papa Lucio III, que indicaban «elegir personas honorables para hacer conocer los nombres de los herejes» (Boulenger 1952: 553). En el siglo XIII, este tribunal se extiende a todo el mundo cristiano de la época, marcando claramente la función y la competencia de descubrir y castigar a herejes, apóstatas, hechiceros y magos. Sus fallos eran inapelables y las autoridades seglares estaban en la obligación de colaborar tanto en la persecución y la captura, como en aplicar las penas de relajamiento (léase muerte) a los condenados, bajo pena de caer también estas autoridades bajo sospecha de colaboración y complicidad con los impíos.

La inquisición mantenía algunos principios claves para el ejercicio de su función: En primer lugar, se debía mantener un riguroso secreto de la formación judicial, vale decir de los testimonios de testigos y acusadores, así como de las confesiones de otros acusados que llevaran a la captura de algún hereje; en segundo lugar, se planteaba el principio de la aplicación de «penitencias saludables» a los arrepentidos, que podían ir desde llevar ad eternum símbolos infamantes que los convertían en permanentes apestados sociales, pasando por arrestos domiciliarios perpetuos, hasta azotes o simples reconvenciones orales; por último, la inquisición defendía la persistencia de la jurisdicción inquisitorial hasta «más allá de la tumba», lo que quiere decir que un acusado que moría en las mazmorras continuaba en proceso como si estuviera vivo y se le aplicaba la sentencia a su cadáver o a su efigie, si es que del cadáver no quedaba nada luego de los dilatados procesos. De igual manera, la investigación de «pureza de sangre» que los principales tenían que sufrir para lograr algún cargo o librarse de sospechas de judaísmo, incluían a varias generaciones hacia atrás, Hubo casos en que se juzgaron a personas muertas hacía ya varias décadas porque fueron encontrados indicios de judaísmo.

Desde un primer momento, la conducción del tribunal fue encomendada a los miembros de la orden dominica, quienes como su nombre permite deducir (Domini cani = perros de dios) conservaban por todos los medios la pureza de la fe, aunque también jugaron un papel muy importante otras órdenes religiosas como la de los Franciscanos o la de los Jesuitas a partir del siglo XVII.

Para lograr sus fines, el Tribunal del Santo Oficio cumplía un riguroso procedimiento, prolijamente explicado y sustentado por los manuales de inquisidor de la época. En primer lugar, cuando había alguna sospecha que en un pueblo o ciudad se estaban llevando a cabo actos reñidos con la «fe verdadera», se enviaba a un inquisidor, quien se encargaba de convocar a personas —no necesariamente sacerdotes— para conformar la causa; luego se buscaban informantes que determinaran la evidencia de herejía entre los miembros de la comunidad. Se procedía entonces a recurrir al poder secular para las detenciones del caso.

Para esto existía el período llamado «tiempo de gracia», entre 15 días y un mes, y que debía servir para la confesión voluntaria de los errores. En ese tiempo se publicaba el «edicto de fe» que era una conminación a los que supieran de la herejía para que confiesen so pena de excomunión. Si el acusado era un «pertinaz», es decir que se obstinaba en su error, o si habiendo sido acusado anteriormente de herejía, volvía a cometer la falta (estos eran los llamados «relapsos») el tribunal pasaba a la segunda etapa.

El interrogatorio sucedía al «tiempo de gracia» y se aplicaba sólo a los que no abjuraban de la herejía o a los pertinaces y relapsos. Según la lectura de los interrogatorios, resultaba preferible confesar herejías menores a declararse inocente, ya que esto podía ser considerado como pertinacia. Es más, si el acusado podía sortear las capciosas preguntas de los tribunos, se decía que el demonio había iluminado su entendimiento para confundir a los jueces. En el interrogatorio participaban dos jueces que a su vez eran sacerdotes y un notario que trataba de apuntar con cierta prolijidad todo lo que decían los jueces y el acusado. Evidentemente no existía la posibilidad de la confrontación con los testigos o los acusadores y en la gran mayoría de casos no se podía contar con un abogado defensor. Esta gracia se otorgaba sólo a algunos presos notables y más bien era con la intención de convencer al supuesto hereje de la ventaja de la confesión total y la abjuración de la herejía.

Si el acusado mantenía sus posiciones de herejía o se seguía declarando inocente, el tribunal pasaba a la etapa de la violencia y tortura. Se partía del principio vejatio dat intellectum, es decir, la violencia da inteligencia. A pesar de que las torturas habían sido prolijamente descritas por los testigos de la época, hoy se nos hace difícil entender la saña con la que actuaban ciertos inquisidores a la hora de los interrogatorios violentos.

Entre las torturas más comunes estaba la de los garrotes, que se aplicaban a las coyunturas, hasta quebrarlas, mientras el cuerpo del acusado se encontraba atado de manos y pies; el potro, que era un complejo mecanismo de estiramiento que generalmente provocaba dolores indescriptibles y la invalidez de los torturados. Pero la más terrible era la tortura llamada «la garrucha», que consistía en colgar al acusado por las manos atadas a la espalda y soltarlo desde cierta altura, deteniendo de golpe la caída antes que los pies del torturado tocasen tierra. Para aumentar el dolor y la eficacia de la tortura, se le añadían hasta 100 libras de peso atadas a los pies. Cuando el supuesto hereje mantenía su inocencia o discutía con los jueces manteniendo su postura, se le aplicaba el tormento más insoportable, se le untaban las plantas de los pies con grasa de cerdo y se colocaban estos encima de un brasero encendido.

Según una ordenanza papal, el período de tortura no debía exceder de una hora y debía efectuarse sólo hasta tres sesiones de tormento con un lapso de dos días entre sesión y sesión. Sin embargo, en el Perú, históricamente fieles a los récords, las sesiones se extendían hasta los 75 minutos, y en algunos casos aislados se aplicaron hasta seis sesiones.

Es necesario aclarar que según los principios que regían al Tribunal de la Santa Inquisición, las torturas no podían llegar a mutilar o siquiera hacer sangrar a los acusados. Pero poniendo el parche antes de que aparezca el chupo, el Santo Oficio declaraba que «Ordenamos que la dicha tortura sea empleada de la manera y durante el tiempo que juzguemos conveniente, después de haber protestado como protestamos, que en caso de lesión, muerte o fractura, el hecho no podrá imputarse sino al acusado» Loyo (1997: 1). Es necesario aclarar que algunos reos no negaron en ningún momento su condición de judíos —durante la captura, el arresto, o los interrogatorios—, y más bien algunos de ellos lograron hacer que el tribunal nombrara doctores en filosofía y teología para poder discutir, sin pasar a la etapa de la tortura, aunque igual resultaran «relajados».

Luego del interrogatorio, por las buenas o por tortura, los «familiares» del Santo Oficio nombrados para tal efecto, se reunían y sentenciaban al acusado. Generalmente la lectura de la sentencia se realizaba en domingo para que la mayor parte de la gente pueda asistir. Las sentencias dadas eran inapelables. Variaban de acuerdo a la gravedad de la falta. Las penas leves o de «arrepentidos» consistían en alguna penitencia pública, que pasaba por el servicio en algún hospital de pobres o como acólito sin paga de alguna iglesia; todo esto siempre acompañado de azotaínas públicas y el infamante «sambenito» que era una capa de tela burda y de color amarillo que los penitenciados del tribunal tenían que llevar permanentemente, lo que los hacía objeto de mofa y repudio por parte del resto de la comunidad. Si el arrepentimiento era dudoso, se le podía decretar pena de reclusión perpetua, sobre todo si la familia del reo era lo suficientemente pudiente como para poder mantenerlo por años. Entre las penas graves tenemos las condenas a remar en las galeras, el destierro a lugares alejados o la pena de muerte que tenía que ser sin efusión de sangre, por lo que se usaba tanto la hoguera como el garrote.

Por último, se aplicaba la sentencia en acto público. La gente asistía no sólo por el espectáculo, que duraba todo el día, de los acusados llevados con símbolos infamantes y velas verdes apagadas en las manos, sino por las indulgencias que la iglesia otorgaba a todos los que asistieran a este Auto de Fe. En las colonias, estos actos se revestían de una ceremonia y un aparato impresionantes. Cuando se juntaba una cantidad de reos apreciable y se contaban con los fondos adecuados para el acto, se determinaba el día de aplicación de sentencia.

Treinta días antes del auto se comunicaba por pregón público a todo el pueblo acerca de la fecha de la aplicación de sentencias. El pueblo se preparaba para asistir en pleno a la plaza mayor o al atrio de la iglesia de Santo Domingo. El día fijado, muy temprano, el virrey, los oidores de la audiencia, los miembros del cabildo y las autoridades universitarias llegaban a la residencia de los inquisidores para escoltarlos al lugar del auto. Luego de una larga misa (a veces seguida de una procesión) aparecía la columna de los condenados. Abría la columna una cruz verde cubierta con un crespón negro y estaba flanqueada por todos los clérigos de la ciudad que reconvenían a los condenados por todo el camino.

Cada acusado llevaba en las manos una vela verde apagada y un cucurucho de papel sobre la cabeza, donde se habían dibujado los símbolos de su delito —brujas sobre escobas, diablos en situaciones obscenas— y estaba vestido con el sambenito amarillo, llevando una soga amarrada al cuello como símbolo de su futuro. Los blasfemos portaban una llamativa mordaza en la boca. También asistían los declarados inocentes, montados en una mula de color blanco y con una túnica alba y la vela verde encendida en las manos. Hubo algunos casos en que el tribunal llegó inclusive a restituir los bienes confiscados a los inocentes.

Aquellos que eran declarados pertinaces y mantenían su creencia anticatólica, eran condenados a la hoguera: algunos se arrepentían momentos antes de aplicar la pena, y se les otorgaba la gracia de ser ahorcados primero antes de caer en las llamas, como una medida «humana» para evitar el sufrimiento del fuego. Gerardo Loyo menciona una frase muy popular en la América colonial: El que entre en la Inquisición, si no lo queman, de todos modos sale chamuscado (Loyo 1997: 3).

En España esta institución se instauró efectivamente en 1480, aunque desde el siglo XIII funcionaba de una manera muy limitada. Un año después de esta instalación se efectuó el primer acto público del Tribunal: el 6 de febrero de 1481 se realizó un auto de fe en Sevilla donde fueron relajadas 12 personas. Para ampliar las funciones del tribunal, Torquemada —uno de los más famosos inquisidores— definió lo que sería la «herejía implícita», incluyendo bajo este término, en el manual del inquisidor, los robos sacrílegos, la bigamia, la hechicería, la solicitud de favores sexuales por parte de sacerdotes, la blasfemia, la santería y también a los casos de «iluminados», es decir aquellos personajes que aseguraban tener un contacto directo con algún santo oficial, con la virgen, Jesucristo o el mismo Dios, sin pasar por el aparato eclesiástico. Este fue el espíritu persecutorio y represivo que llegó a América, dando un poder muy grande a los miembros del Santo Oficio ya que, gracias a sus funciones, podían llegar a todos los funcionarios y sacerdotes de la colonia sin mucho control por parte de la jerarquía formal peninsular.

Mientras que en Europa la persecución de los inquisidores se centraba en los herejes arrianistas, hansenitas, y otros, en España se dedicaron, desde ese año, a perseguir a los judíos, quienes para poder quedarse en el territorio español tenían que abjurar de sus creencias y abrazar el cristianismo bajo amenaza de muerte. A estos convertidos se les aplicó el infamante apelativo de «marranos», en clara alusión a su negativa de comer cerdo por principios religiosos.

España usó la inquisición con el objetivo primordial de dar un respiro a sus arcas agotadas por el largo proceso de la guerra de reconquista a través de las confiscaciones de los ricos patrimonios judíos, pero también le sirvió para la «conservación de la unidad nacional a través de la unidad religiosa» (Menéndez y Pelayo 1950: 233). Cuando los judíos fueron desapareciendo —ya sea por conversiones masivas y obligatorias, por la migración a otros territorios o por los ajusticiamientos—, la inquisición española afinó sus intenciones contra protestantes y árabes musulmanes.

El descubrimiento de América y su posterior conquista por los europeos coincidió con un proceso sumamente importante en la historia de la humanidad. Aquellas zonas que se encontraban en un franco proceso de cambio hacia el capitalismo, a través de la expansión del capitalismo mercantil y el fortalecimiento de las ciudades y sus instituciones políticas, se vieron envueltas en una época de guerra religiosa a partir de los años 20 del siglo XVI. Este proceso, conocido como la Reforma, abarcó amplios territorios en las actuales Alemania, Suiza, Holanda, Inglaterra y Francia: precisamente los países donde la feudalidad estaba en franco retroceso ante el embate de nuevas formas de producir riqueza, fueron los lugares donde el movimiento político de la reforma religiosa asentó sus reales con mayor fuerza.

La Iglesia Católica había recibido múltiples críticas a partir de la corrupción existente en Roma entre los prelados de la curia, además de la serie de escándalos que provocó la indiscriminada venta de indulgencias en toda Europa. A este proceso se enfrentó Martín Lutero formulando un sistema religioso que determinaba que la fe era el único vehículo para lograr el cielo, por lo tanto la presencia de sacerdotes y del papa mismo no se justificaba bajo ningún principio, ya que no podían arrogarse el papel de ser intermediarios de Dios ni de interpretar su palabra. Roma respondió con el concilio de Trento que funcionó, con algunas interrupciones, entre 1545 y 1563. Podemos considerar este concilio como la instancia que va a dar forma definitiva a la Iglesia Católica como la conocemos hasta hoy. En este concilio se determinaron los principales puntos del dogma católico, es decir, que los creyentes que no cumplieran estrictamente con los principios emanados por este concilio, eran considerados herejes e impuros, declarándoseles la guerra total a muerte.

Particular importancia tiene la declaración trentina que determina que las escrituras y la tradición (es decir la Iglesia como intérprete y las costumbres por ella aceptadas) son las fuentes de fe para los católicos, en contraposición a los protestantes que consideraban sólo a la Biblia como la fuente de fe. De igual manera, se terminó de elaborar el texto final de la Biblia al hacer una selección (a veces con criterios muy endebles) de los libros que debían conformar la versión finalmente aceptada por los cristianos. A partir de aquí se empieza a editar la Biblia con el número de libros conocido por todos nosotros y que se llama comúnmente vulgata: muchos libros bíblicos fueron rechazados por sospecha de ser apócrifos o por sus contenidos poco edificantes según los prelados reunidos.

También se aprobó en este concilio el culto a santos y reliquias. En el caso de estas últimas, existía en Europa medieval un verdadero circuito comercial alrededor de las ventas de todo tipo de elementos considerados «reliquias», desde clavos «originales» de la cruz de Cristo, hasta osamentas completas de santos y apóstoles, que se veneraban tanto en iglesias como en los castillos de los poderosos señores feudales que hacían alarde de su posesión. Este comercio redituó pingües ganancias a Roma y sus agentes. Tanto protestantes y judíos (así como un número muy grande de miembros de «herejías» de la época) encontraron en la adoración a los santos y reliquias un poderoso caballo de batalla por considerarla simple idolatría. El concilio de Trento también declaró legítimas las indulgencias que —como se vio líneas arriba— fue la excusa para desatar la reforma religiosa en Alemania.

De igual manera, el concilio trentino estableció la edad de ingreso a los conventos y órdenes religiosas en 16 años para los varones y 12 para las mujeres. Esto debido a la indiscriminada captación de niños y jóvenes que hacían algunas órdenes religiosas para poder llenar sus conventos a cambio, claro está, de importantes dotes, ya que para algunas familias resultaba muy importante contar con familiares en las órdenes que políticamente se estaban convirtiendo en centros de poder.

El concilio también diseñó el sistema por el cual los sacerdotes y curas debían mantenerse castos y célibes. Hasta ese momento, algunas órdenes eran relativamente complacientes con el matrimonio y concubinato de sus miembros, ya que aún no había sido completamente normado el celibato eclesial. Suponemos que esta medida estaba dirigida fundamentalmente a evitar la dispersión de la propiedad de la iglesia. A la muerte de los prelados, la heredera universal de los bienes sería la misma iglesia y no tendría que compartirse con indeseables progenies. Los rabinos judíos y los ministros protestantes estaban en la obligación de formar familia ya que, según estas religiones, era la mejor forma de integrarse a la sociedad.

La medida más importante adoptada por la iglesia en el concilio mencionado fue la de determinar que la iglesia universal estaba regida por el papa romano. A partir de este momento, se equipara el poder del sumo pontífice al poder de los reyes y señores feudales europeos. Como este personaje gozaba del principio de infalibilidad, sus mandatos debían ser obedecidos completamente por todos los creyentes. Ante esta demostración de poder, tanto reformistas como miembros de las demás iglesias no cristianas, expresaron su rechazo, convirtiéndose de esta manera en una discusión no sólo teológica o filosófica, sino también política.

 
 
CONTINÚA
© Jorge Bedregal La Vera, 1998
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