Más allá del Ariel:
Rodó y el moderno  decorado urbano

[Ciberayllu]

Ricardo Melgar Bao

 

l Ariel de José Enrique Rodó (1871-1917), redactado tras el desenlace de la Guerra Hispano-Americana (1898) y sus múltiples resonancias en el escenario continental, fue publicado en 1900. No es novedad decir que el Ariel se proyectó por encima de las demás obras de Rodó, acaso porque gravitó con fuerza en los imaginarios de los jóvenes letrados universitarios del primer cuarto del siglo XX, por proponer nuevos símbolos para adscribir la identidad y la alteridad americanas, asociados a claves culturales del emergente relevo generacional. Tampoco es novedad recordar que a Rodó, la remitologización de los personajes Próspero, Ariel y Calibán no sólo le permitió constituir una lectura cultural de la identidad y alteridad americana y su porvenir, sino que los dos últimos le sirvieron a él mismo, como juego de máscaras en dos momentos de su vida de escritor: en 1912 en el Diario del Plata y en 1914 en El Telégrafo.1

Nuestra cala interpretativa pretende explorar por otros caminos el Ariel y el simbólico universo rodoniano. Nos proponemos a lo largo de este escrito descubrir la centralidad que asume el paradigma escultórico dentro del evangelio de la belleza rodoniana presente en el Ariel y otras obras, vinculándolo a su gravitación ascendente y moderna en el decorado urbano de Montevideo y otras ciudades de su tiempo. Recordaremos también que los referentes escultóricos en Rodó se proyectaron para caracterizar la buena literatura y hasta para proyectar su utopía política hispanoamericana. Consideraremos igualmente una aproximación a las representaciones simbólicas del tiempo y del genio en el Ariel. Analizaremos algunos de los símbolos diferenciados del cronos secular, y por el otro, las funciones del genio y de la estatuomanía en la configuración de los espacios del saber, de la identidad y de la cultura urbana. El haber acotado nuestra lectura a dos campos de significación del Ariel de Rodó, es decir, al tiempo y la estatuomanía, insertándolos en su contexto histórico-cultural, es consciente tanto de las posibilidades como de los límites de esta cala interpretativa, así como de su inevitable sesgo polémico. En todo caso, nuestra apuesta apunta a ensanchar las relecturas del Ariel, desde nuestro tiempo liminar más que conmemorativo, donde las imágenes nos atraen tanto o más que las palabras, sin negar sus múltiples vasos comunicantes.

Los disfraces de Saturno

A partir de la segunda mitad del siglo XX en América Latina, un nuevo aluvión de la modernidad occidental capitalista se fue significando entre otros sentidos, por inéditas maneras urbanas de representar y consumir el tiempo cotidiano y extraordinario. La tendencia secularizante apuntaba al desencantamiento del mundo cristiano en las ciudades, subvirtiendo el peso del santoral católico en el calendario anual así como el código sonoro de los campanarios, los cuales habían ejercido múltiples influjos sobre la vida cotidiana y la reproducción de identidades personales y colectivas. La laicización del calendario y de los registros públicos, asociada a los expansivos consumos del reloj público o de bolsillo, fueron abriendo juego a nuevas formas y ritmos de marcar tanto las prácticas cotidianas como las extraordinarias, en el marco de un cambiante y moderno decorado urbano. En la ciudad portuaria de Montevideo, al igual que en otras ciudades del continente, se multiplicaron los espacios públicos iluminados por lámparas de hidrógeno, incandescentes y eléctricas,� poblándose de estatuas y rituales cívicos, bajo un nuevo� gusto por la monumentalidad.2 Algunos de estos referentes marcaron sin lugar a dudas al Ariel y obviamente al propio Rodó y su pasión estética por lo publico urbano de su natal Montevideo.

Desde esa dimensión moderna se simbolizó, representó, sintió y comunicó cotidianamente el tiempo y sus consumos. La moderna proyección temporal en el imaginario social fue mediada por imágenes-símbolo que se afirmaron al ritmo de nuevos ritualismos cotidianos y extraordinarios, inducidos o contextualizados por las nuevas coordenadas urbanistas, los servicios del transporte público ferroviario, naviero, eléctrico y automotriz, así como por los disciplinados ritmos y horarios de la jornada laboral fabril y de servicios. La visibilidad pública de la muchedumbre anónima fue incorporada como moderno objeto de preocupación intelectual, artística y política. Los diversos rostros de la plebe urbana aparecieron contradictoriamente envueltos entre los influjos de Ariel y Calibán, insertos en los novísimos consumos símbolos escultóricos y la ritualidad cívica. Para Rodó había que «diferenciar el espíritu de las agrupaciones y los pueblos que son algo más que muchedumbres», porque potencialmente es el receptor natural de los grandes proyectos de futuro que debe impulsar la juventud.3 El «valor cuantitativo de la muchedumbre» fue puesto en cuestión por Rodó, reclamando una mirada crítica frente a los límites de la fórmula de «gobernar es poblar», en tiempos en que el Uruguay, la Argentina y el Brasil continuaban asimilando grandes contingentes de inmigrantes europeos. Rodó propuso la urgencia de una traducción escultórica de la muchedumbre en pueblo, vía la «alta cultura» y su «dirección moral» por la nueva generación. La muchedumbre y el pueblo en Rodó se diferenciaron lineal y valorativamente por sus respectivas inserciones en los tiempos de la civilización y los tiempos de la barbarie.4 Y es probable que tal razonamiento haya orientado la aproximación política de Rodó al emergente batllismo y más tarde, haya sido una de las razones de su distanciamiento y ruptura con éste.

No siempre las representaciones simbólicas y sentidos del cronos fueron visibles o explícitas, más en un tiempo como el del Ariel, en el que reaparecieron refuncionalizadas y contradictorias imágenes y relatos greco-latinos. Recordemos que el clásico mito de Saturno, marcado por sus desbocadas transgresiones y negaciones intergeneracionales, familiares y grupales, concluye con una impensada restauración vomitiva del pasado y de la identidad negada de los hijos, diluyendo el futuro.5 Pero el tiempo de Saturno estaba ya vencido o próximo a serlo. La expansiva modernidad fue rompiendo con el tiempo circular que hegemonizaba en los reactualizados relatos míticos, asumiendo el agobiante pero deseable peso cultural de la representación del futuro; Rodó le llamaría en el Ariel el «culto perseverante del porvenir».6 La cosmovisión moderna del tiempo, resituó al tiempo circular bajo la hegemonía del tiempo lineal. Nada mejor que liberar al futuro desde las formas liminares del tiempo ordinario (la tarde) y extraordinario (el fin de año y de siglo), sin renunciar a un nuevo uso mitológico enraizado en la comunidad emocional del «nosotros».

El cronos cotidiano y extraordinario en la obra de Rodó, más allá de esa tensión entre memoria y futuro, coexistió en diversos planos temporales superpuestos. A la manera de una sui generis caja china, la visualización rodoniana de los tamaños de las cajas no revelan mayor o menor valor, sino el uso lúdico y relativo de los mismos y sus trascendentes contenidos temporales. Simbólicamente el tiempo pudo ser significado como vida,legado, identidad, disfraz, otredad, relevo, puente, sentimiento compartido y� sueño. La configuración y valoración del tiempo en el Ariel apostó a exhibir su filiación cultural y reiterarla como clave identitaria. Pero hay más sobre el tiempo en el Ariel. Volvamos mejor a la caja china, recordando que ésta, además de marcar el sentido de que cada caja preanuncia su réplica a otra escala, tiene un límite, pero recordemos también que la caja china rodoniana en su peculiar reiteración es una serie unitaria de sentido.

La caja china del tiempo rodoniano no guarda tanta simetría como la original, pero nos ayudará a visualizar los vasos comunicantes entre sus diversos y seriados referentes temporales, de lo particular a lo general. La tarde es el primer referente temporal y al mismo tiempo su primer contenedor. El ambiguo referente temporal «Aquella tarde» en el Ariel de Rodó que obvia precisar el día que le corresponde, sitúa el encuentro de Próspero y sus jóvenes discípulos, al mismo tiempo que da inicio al propio texto. Esa fracción del tiempo que la semántica popular urbana designó tarde, es un tiempo liminar entre el día y la noche, próximo en sus sentidos a la alborada. La tarde cerraba ya el principal turno laboral urbano moderno de Montevideo, significando ya no un consumo religioso (oración o rosario), sino el tiempo de la tertulia entre las clases letradas mesocráticas de la ciudad. La secularizada tarde de la tertulia en Montevideo puede ser vista como espejo de las representadas y consumidas por muchas otras ciudades latinoamericanas , más allá de sus variantes o matices a partir del siglo XIX.7 La descripción rodoniana del encuentro de Próspero y sus discípulos, se ajustó más que al perfil de la clausura de un formal curso vespertino en la austera aula de una escuela pública de Montevideo, al carácter más familiar «y sereno» de la tertulia realizado en una sala de estudio o biblioteca privada de «gusto delicado». La tarde de Próspero y sus discípulos que lo rodean bajo el halo de Ariel, sugiere no sólo un flujo de ideas, sino también aquello que Mafessoli ubica en el sustrato de toda tertulia inducida por una figura emblemática y que denomina un sentir en común, una «estética» del nosotros.8 La «despedida» entre Próspero y sus anónimos y jóvenes discípulos, además de tener un halo de horizontalidad y comunalidad, fue puntualmente sellada como dice Rodó por «una comunidad de sentimientos e ideas» (nótese el orden de la enunciación). El núcleo de esta comunidad giró en torno a la mitologización de papel mesiánico y escultórico de la juventud portadora de ideales frente a los pueblos y su futuro; Rodó al significar la acción histórica de cambio como acto creativo y estético de esculpir, pensaba que ésta atravesaba la historia nacional, americana y de la humanidad.9 Sin lugar a dudas, la «cultura de los sentimientos estéticos» como la denomina el autor del Ariel, exhibe explícitos sentidos morales, comunitarios e identitarios, siendo todos ellos inducidos y modelados por la obra mesiánica de la juventud idealista y letrada.10

En el Ariel, pasamos de la caja china de la tarde, a otra caja liminar del tiempo. En ella aparece el futuro, mediado tanto por el año que viene como por el año que cierra una época marcada por el legado de una densa memoria cultural. El cierre del novecientos no está disociado de la apertura al nuevo siglo. Pero, este año-siglo de muchas mediaciones simbólicas permitió aproximar los sentidos racionales y emotivos de un complejo flujo del consumo letrado intergeneracional, cumplido por la «oratoria sagrada» y la «atención afectuosa» del viejo Próspero que tallaba como «golpe incisivo del cincel en el mármol sobre sus jóvenes discípulos».11 La figura broncínea de «bronce primoroso» del� Ariel de escultor y antigüedad desconocidos, parece quedar situada en la más plena liminaridad, es decir mediando en la confluencia de muchos tiempos. También el mito mesiánico de la juventud como escultor� de la humanidad cumplió una función liminar al atravesar toda su historia, marcando inexorablemente sus tiempos de relevo de ideales y de cambio social, que coexiste con su proyección en un tiempo circular. Puntualmente Rodó afirmó: «Provocar esa renovación, inalterable como un ritmo de la Naturaleza, es en todos los tiempos la función y obra de la juventud».12 El «cincel perseverante de la vida» juvenil puede forjar escultóricamente al «hombre superior» dejando a tras los «tenaces vestigios de Calibán» . 13Liminaridad y circularidad temporal expresaban el tiempo en el recreado mito rodoniano sobre la juventud. Para Rodó, la liminaridad de la juventud americana se afirmaba en su papel de mediación entre la tradición y la renovación social, en aras de un ideal de renovación. Pensaba, el autor del Ariel, que la energía de la palabra juvenil y de su propio ejemplo podía «llegar hasta incorporar las fuerzas vivas del pasado a la obra del futuro».14�� Esta visión mesiánica de la temporalidad se había configurado como un núcleo fuerte del pensamiento de Rodó mucho antes de escribir el� Ariel, así la encontramos en su ensayo El que vendrá (1897), pero sin dibujar a la juventud como su sujeto histórico, estético y moral.

Los tiempos liminares que Rodó privilegió en su obra respondían a una sensibilidad acorde a los cánones de las clases letradas urbanas de su época: por un lado, la tarde de tertulia desde la que hablaba Próspero, fue contrastada por la confluencia de la luminosidad oralizada de su saber legado y el destello del pulido bronce del busto de Ariel; mientras, por el otro lado, el año que se cerraba exigía una reflexión y un plástico mensaje que debía ser socializado, compartido, ubicándose entre el balance, el deseo y la promesa. Pero obviamente hay años y años, y el año que refería Rodó al tiempo de la recepción de su obra fue significado como la clausura de siglo, despedida de ese pasado múltiple y contradictorio condensado en los novecientos, así como por su propuesta, desde su construida y asumida tradición, de futurizar implícitamente el siglo XX latinoamericano como un tiempo proclive al cambio guiado por la nueva generación. Es certero Rodríguez Monegal cuando afirma que, en Rodó, «su americanismo descansa en el concepto más (universal) de tradición», entendido como elemento cultural vital de los pueblos. La tradición de Rodó fue significada como un original «valor prospectivo», portador de los sentidos de continuidad hispanoamericana, abierto a asimilar lo nuevo compatible. La tradición en Rodó fue significada como un «valor prospectivo», portador de los sentidos de continuidad, sustento de la originalidad abiertos a asimilar lo nuevo compatible y deseable.15 La tradición en Rodó cumplió el papel de una categoría de mediación temporal entre lo cotidiano y lo extraordinario, un puente entre el pasado y los sueños estéticos y morales del porvenir hispanoamericano.

El Genio y el auge urbano de la estatuomanía

Ariel pertenece a los genios del aire, pero más allá de su alusión mitológica y de las recurrentes y análogas presencias en la corriente modernista, cabe preguntarse qué implica referir genio. La imagen del genio gravitaba desde el tiempo largo en la tradición letrada hispanoamericana. Recordaré que el genio, término derivado de latín genius, aparece registrado en la literatura española desde mediados del siglo XV, pero que, particularmente a fines del siglo XVI, configuró su sentido mitológico de deidad que velaba por cada persona y se identificaba con su suerte, sentido que coexistía con el de personalidad o cualidad innata de alguien.16 Bajo el siglo de las luces, se constituyó la representación del genio de la raza, expresándose vía el pensamiento, la palabra, la escritura, la tradición y la imagen. En tiempos de Rodó, el genio reapareció bajo los aggiornados influjos modernistas en complicada confluencia con la construcción cívica del héroe y del pensador latinoamericano. La figura del genio tiene un atributo de luminosidad asociado a su poder mágico o creativo, aproximada a la figura del héroe; los ejemplos de Rodó se fueron afinando en los perfiles que fue trazando de José Artigas y Simón Bolívar. Sin embargo, en el Rodó del Ariel, los valores y atributos del genio de la raza y del héroe convergieron sobre la construcción de la juventud hispanoamericana.

El genio vuelto imagen más que metáfora escultórica fue ganando presencia en el imaginario rodoniano y arielista. La traducción del genio en imagen escultórica quedaba situada en un tiempo en que el decorado urbano de fines del novecientos exhibía una orientación escultórica destinada a presidir los rituales cívicos en los espacios públicos, al mismo tiempo que le brindaba visibilidad a los sentidos que portaba.

La estatuomanía del novecientos y de las primeras décadas del siglo XX, además de la dimensión estética en que se situó, apuntaba a configurar una memoria visual y a constituir un campo simbólico urbano propio, afín a la expresión mudable de una controvertida axiología cívica. A partir del último cuarto del siglo XIX, las ciudades latinoamericanas se ubicaban ya en ese reconocido «siglo de gran consumo escultural».17 Hubo, es cierto, antecedentes escultóricos, pero sólo expresaban germinalmente lo que más tarde sería una corriente fuerte que impregnaría de manera sostenida el decorado urbano. En Montevideo, fue precoz la presencia de destacados escultores inmigrantes, como José Livi y Andrés Bramante. Al primero le tocó realizar la primera escultura pública asociada al naciente ritualismo cívico; abrió una fisura frente a un más tradicional consumo escultórico religioso o estético. Se trataba de una columna con una altiva efigie femenina de bronce pisando un monstruo y cuyo sentido alegórico en tiempos de Rodó se había vuelto polémico, oscilando entre la libertad, la ley o la paz. La inauguración de la escultura de Livi en la Plaza Cagancha el 20 de febrero de 1867, coincidió con el segundo aniversario del movimiento florista y fue auspiciado por el presidente Manuel M. Aguiar. Cinco años después, nació Rodó.

La ciudad de Montevideo, a fines de los años sesenta, dio curso a� un inusitado despliegue urbanístico que acompañó a una� inédita y liberal escultórica urbana. Durante los primeros años de esta oleada renovadora —aunque dominó� la arquitectura religiosa según lo ilustran las� iglesias de� la Inmaculada y la de San Francisco (1870), así como de la Capilla de la Sagrada Familia (1871)—, la� inauguración de la estructura de hierro del mercado del puerto de Montevideo (1868),� preanunciaba el ascenso de un nuevo ciclo arquitectónico, laico y público, que oscilaría entre las coordenadas neoclásicas y las propias del� eclepticismo historicista.� Esta vertiente del urbanismo secular ganó fuerza a partir de los años ochenta, según lo documentan las inauguraciones de: el Palacio de Gobierno y el Manicomio (1880), la Casa de Santos —actual sede del Ministerio de Relaciones Exteriores— (1884), la escuela Varela y el Instituto Normal para Señoritas (1887), la Penitenciaría (1889), el asilo Maternal y la Escuela Nacional de Artes y Oficios (1890), las estructuras de hormigón armado de las «casas colectivas de inquilinato» (1891), la estación central del ferrocarril «José Artigas» (1897), los barrios de obreros ferroviarios (1898), el Museo Histórico y el Edificio del Ateneo (1900).18 En 1889, el municipio de Montevideo adquirió el predio de la Quinta del Buen Retiro e inauguró su primer parque público, el cual se fue ampliando hasta convertirse en el parque del Prado de jardines afrancesados y adornado con figuras escultóricas. La nueva traza urbana expresó una discreta preocupación por orientar las distancias sociales y físicas entre sus nuevos barrios obreros, de las clases medias y la zona residencial de la burguesía montevideana. La Avenida 18 de Julio significó a los nuevos tiempos y sus mercantilizados consumos arquitectónicos.

En vida de Rodó, las estatuas presidieron y congregaron con desigual campo de preferencias a los diversos segmentos de la población urbana, cumpliendo una función emblemática colectiva, institucionalizada o no, que podía tener consumos familiares e incluso personales. La lógica escultórica de la época presente en las figuras de los mausoleos de los cementerios, así como las figuras escultóricas ubicadas sobre los dinteles de las casas o cercanas a sus fachadas, en los estudios y los jardines, más allá de sus funciones rituales, sirvieron de vehículo simbólico para expresar sus sentidos mitológicos, religiosos, militares, políticos, sacrificiales, lúdicos e identitarios.

No cabe duda que varias estatuas fueron asumiendo funciones pedagógicas y de propaganda ideológica, más allá de la justificación de los rituales cívicos y de sus referentes estéticos. Nuestros antepasados urbanitas, al percibir visual y cotidianamente a las estatuas, seguramente intuyeron el efecto «reiterativo» de las imágenes sobre el imaginario y la memoria colectiva, recordándonos los alcances de la última fase de lo que Serge Gruzinski ha denominado la galaxia del barroco latinoamericano.19 Bajo este contexto epocal, consideramos que las imágenes escultóricas y/o emblemáticas rodonianas se encontraban en sintonía con las sensibilidades de los jóvenes ilustrados de las ciudades latinoamericanas.

La estatuaria cosmopolita del novecientos estaba inserta en el decorado urbano, y su «alegoría cívica desbordaba el liberalismo político» en las ciudades enmarcadas dentro del hinterland urbano occidental. Fue en esta época en que «. . .se disemina y vulgariza una cultura de humanidades clásicas que hace que cualquier bachiller embutido de latín y de mitología conozca las Diosas y las Virtudes, sus atributos y sus costumbres...»20

Las condiciones de la producción escultórica no escapaban al sello de la época; el arte industrial mediante la técnica de fundición por molde permitía proporcionar un sinnúmero de estatuas de bronce como la del Ariel, e invertir las distancias entre el original y las réplicas. Las figuras escultóricas monumentales, como la estatua de la Libertad, también fueron posibles gracias a las condiciones técnicas de la época. En la obra de Rodó, la figura escultórica en bronce del Ariel aparecía reencantada por el velo mítico que encubría las condiciones de su anónima producción y fue contrastada con la desnudez técnica de la monumentalidad que impregnaba a la estatua de La Libertad en Nueva York. Pero el Ariel y la Libertad como iconos identitarios contrapuestos, referían además una peculiar e implícita polaridad y complementariedad simbólica entre lo masculino y lo femenino, entre lo privado y lo público, cumplida dentro un sinuoso y diferenciado proceso de secularización.

El Uruguay de Rodó, al momento de escribir y publicar el Ariel, cumplía la tercera década de un intenso y conflictivo proceso de secularización y laicización que también ha sido llamado de «privatización de lo religioso»,21 que le imprimió un nuevo curso a los modos y ejes de simbolización de los valores, virtudes e identidades colectivas nacionales o latinoamericanas. Coincidió este periodo con el papel que desempeñaba en el Uruguay el «mito 'civilizador' y 'educador' de las Bellas Artes que se proyectaba sobre la esfera pública en construcción, a partir de la inauguración de diversas entidades que auspiciaban su creación y difusión».22 Las alegorías pictóricas sobre el naciente civismo continental de Juan Manuel Blanes, precedieron a las alegorías esteticistas sobre la identidad y alteridad americanas en el Ariel de Rodó.

Desde el mirador rodoniano, ¿fue posible hablar de una guerra de imágenes entre las dos Américas? La dimensión estatatuaria del Ariel lo propone, como veremos más adelante, pero va más allá de ella. El modernismo de Rodó facilitó la ubicuidad y sentido de esta lógica escultórica subyacente, fincada en el propio lenguaje metáforico de su época. A contracorriente de la mesura ideológica de Rodó para tratar las alteridades en conflicto tras la guerra hispanoamericana, su juego contrapuesto de imágenes escultóricas en el Ariel revela una inusual polaridad que va más allá de la latinidad hispánica y la nordomanía angloamericana.

En realidad, las estatuas en esta obra de Rodó gravitaron con ostensible fuerza simbólica marcando al Ariel y sus dos polos ideológico-culturales en el siguiente orden: el anarquismo de inspiración proudhoniana y la nordomanía. También cabe otra lectura en el Ariel, al ubicar la proximidad de las dos américas independientemente de sus desencuentros identitarios y de códigos estéticos, al implícitamente señalar sus convergentes recepciones del campo escultórico urbano como elevada expresión cultural, mientras que el anarquismo representaba lo no escultórico, es decir, la devaluada naturaleza. En ese tiempo, el anarquismo era algo más que una figura marginal urbana en las dos américas; ya se había afirmado como una figura temible para la ordenada modernización urbana oligárquica latinoamericana. Ubicada en el Ariel, es decir, en el recortado campo simbólico de su estatuaria, la imagen anárquica equilibró su visibilidad negada frente a las más conocidas figuras de la identidad y alteridad americanas.

La presencia anarquista en Montevideo había sido temprana con respecto a otras ciudades latinoamericanas; databa de 1872. Pero en el contexto que circundaba a Rodó al momento de escribir y publicar el Ariel, la prensa anarquista se encontraba en una fase de ascenso. Así, entre 1898 y 1900, se editaron los periódicos El derecho a la vida, El Amigo del Pueblo, La Idea Libre y La Verdad. Y entre las variantes ideológicas del anarquismo uruguayo potenciado por las corrientes migratorias de trabajadores europeos, prevalecían las variantes bakuninistas y kropotkianas sobre la proudhoniana.23

En esta obra fundante de Rodó, el anarquismo proudhoniano simbolizaba la mancha, el fango, la negación del símbolo escultórico y sus valores estéticos, morales y racionales. Al decir de Rodó, la degradación estatuaria en los ámbitos del anarquismo, metafóricamente significaba a todas las posibles devaloraciones humanas, incluso revelaba la infamante práctica de expulsar del reencantado y moderno espacio urbano a las «noblezas superiores». Para Rodó, en los dominios anarquistas de la plebe o de la «zoocracia» antilibresca, «... toda noble superioridad se hallará en condiciones de la estatua de mármol colocada a la orilla de un camino fangoso, desde el cual le envía un latigazo de cieno el carro que pasa».24 Para nuestro ensayista, la corriente era estéril y depredadora, no era capaz de configurar un territorio cultural y por ende carecía de figuras escultóricas. Rodó sobrenaturaliza a los igualitarios para descalificarlos de toda empresa histórica civilizada. En nuestro continente, dice, «la ferocidad igualitaria no ha manifestado sus violencias» en el curso del siglo XIX , acaso como lo hiciese en Europa durante el ciclo revolucionario del 48 y de la comuna de París en 1871, pero aún así es obvia su bestialización. Nuestros igualitarios, al decir de Rodó, habían trocado la ferocidad en mansedumbre, es decir, presentaban la otra cara de la bestialidad, de la no cultura o de la anticultura. La mansedumbre de la bestia igualitaria en el Ariel es significada como «artera e innoble» y propende hacia «lo utilitario y vulgar».25 En resumen, en el Ariel de Rodó, la principal figura calibanesca que se desprende de su pequeño universo estatuario, no es el mal gusto estético de los Estados Unidos técnico y utilitario, sino el no gusto de los anarquistas proudhonianos, calibanes hechos muchedumbre caótica, baja naturaleza, anticultura. Resultó paradójico que el mismo año en que Rodó publicaba en el Ariel su dura crítica al anarquismo de inspiración proudhoniana por su presunta insensibilidad escultórica, nació Alberto Marino Gahn, el más connotado escultor anarquista del Uruguay, ganador medio siglo más tarde del Gran Premio Salón Nacional.26

Para Rodó, la «nordomanía» tenía una ostensible representación escultórica: la imponente estatua de la «Libertad», debida al escultor francés Fréderic-Auguste Bartholdi (1834-1904), ubicada a la entrada de la bahía de Nueva York e inaugurada el año de 1886. El referente barroco de la monumentalidad de esta imagen fue cuestionado por el clasicismo de Rodó, así como por su incapacidad para suscitar emociones. Sin lugar a dudas, la cara calibanesca de este consumo escultórico norteamericano resultaba más amable y próximo que la temible y deshumanizada faz ácrata. De la primera, dijo nuestro pensador uruguayo:

... es difícil que cuando el extranjero divisa de alta mar su gigantesco símbolo, la «Libertad» de Bartholdi, que yergue triunfalmente su antorcha sobre el puerto de Nueva York, se despierte en su ánimo la emoción profunda y religiosa con que el viajero antiguo debía ver surgir, en las noches diáfanas del Ática, el toque luminoso que la lanza de oro de la Atenea de la Acrópolis dejaba notar a la distancia en la pureza del ambiente sereno. 27

Pero el autor del Ariel, va más allá al� ubicar al propio pueblo norteamericano como� hechura escultórica precaria, ya que su material sólo es «piedra dura»,� no es mármol como el que le atribuye a la juventud hispanoamericana y a su pueblo,� y porque en lugar del buen gusto inspirado por Ariel, «la voluntad es el cincel que ha esculpido a ese pueblo.»28

La figura escultórica en el Ariel reconciliaba la razón y la emoción en los valores estéticos, morales y cognitivos que era capaz de portar. La imagen escultórica del Ariel apareció significada por su capacidad de fascinar al espectador insuflándole valores cargados de sentido racional y emoción positiva. En general, los sentidos de la emocionalidad estética y religiosa tendieron de manera reiterada a desdibujar sus fronteras en la concepción escultórica de Rodó.

Más allá del Ariel: notas sobre una olvidada proyección simbólica

En la vida y obra de Rodó, reapareció de manera significativa la estatuaria como una coordenada hegemónica en su visión estetizante de la cultura urbana moderna. Esta representó para Rodó una mediación entre lo representado y lo vivido y se acrecentó en su clave cívica bajo la atmósfera conmemorativa del primer centenario del ciclo independentista. Hacia 1910, encontramos un interesante artículo en el que Rodó se explayó sobre una propuesta escultórica que hizo suya, la cual fue muy acorde con el espíritu de la época. En ella Rodó cruzó un referente temporal moderno y de filiación cívico-nacional como el muy uruguayo «Grito de Ascensio», con la filiación de su anónimo y heroico protagonista: el pueblo. La propuesta de Rodó se inscribió en el mismo horizonte de esa cívica vertiente estatuaria inaugurada en las ciudades europeas y que recupera los rostros heroicos de la plebe, en los mausoleos y monumentos a los «soldados desconocidos», aunque fue más allá de ella, en la medida en que liberó al heroísmo popular de la tradición castrense que privaba en la escultórica pública. Pero dejemos al propio Rodó que diga lo suyo:

... esta espontaneidad popular del Grito de Ascencio contribuirá a singularizar el significado de la estatua que lo glorifique. Los otros gloriosos episodios de la independencia nacional que se perpetúen en el mármol o el bronce se representarán casi siempre por la efigie de alguna personalidad culminante. Pero es necesario que entre nuestras estatuas haya una consagrada a esa entidad anónima del pueblo, que, siendo la primera en el sacrificio, es siempre la última en la recompensa de los contemporáneos y en el recuerdo de la posteridad29

A mediados de 1912, Rodó, desde su condición de parlamentario, impulsó un nuevo proyecto de ley escultórica para ser aplicada en el más importante paseo público de Montevideo. Se trataba de erigirle un busto escultórico al Dr. Samuel Blixen, «incansable apóstol del arte y de la vida».30 Y aunque los biógrafos del pensador uruguayo no nos aclaran si procedió tal propuesta, ésta es significativa. Un año más tarde, cuando la figura de Artigas apareció en el entorno de las iniciativas para conmemorar de la Independencia del Uruguay, obviamente intentó canalizarse por la muy de moda vía de las efigies escultóricas. En ese contexto, Rodó se sintió obligado a pronunciarse a favor de limitar los alcances de la axiología instrumental del civismo nacionalista, que venía presionando sobre la libertad creativa del escultor Ángel Zanelli y los valores estéticos implícitos en su boceto escultórico de Artigas. Rodó, en carta pública dirigida a Augusto Gozalbo, quien auspiciaba una consulta intelectual y política como reacción ante el arbitrario juicio del jurado, el cual obligaba a Zanelli a rectificar su boceto en aras de conferirle un tinte más «nacional». José Enrique Rodó aprovechó además su cuestionamiento epistolar al jurado, para exponer en términos más amplios su concepción estética sobre el campo escultórico y los usos nacionales del mismo. Así, escribió:

El género superior de realidad que puede exigirse en una imagen estatuaria, representación de un carácter personal, se satisface siempre que ella sugiera eficazmente la verdad idea de ese carácter. Y yo creo que , juzgando con amplitud y sin inoportunas preocupaciones de nacionalismo, esas líneas de admirable sencillez y belleza sugieren la verdad ideal del carácter de Artigas y dan la expresión de su personalidad.31

En 1914, en su narración La estatua de Cesárea, Rodó juega con el relato onírico y la realidad escultórica degradada por el tiempo y los desafectos urbanos.32 Llama la atención la defensa de la recuperación estética y religiosa de la ficción onírica que hace nuestro autor, frente a la cruda realidad de las desgastadas y olvidadas efigies escultóricas, porque lleva a uno de sus límites su distanciamiento con la tradición positivista. Para entonces, la mirada de Rodó sobre el campo escultórico se había ampliado. A pesar de las reservas señaladas al ámbito del emergente civismo nacionalista o su reconocimiento de los límites temporales de las efigies escultóricas, nunca abandonó su gusto por las tradiciones escultóricas de inspiración greco-latina y renacentista, las cuales reaparecieron en el curso de su estancia en Europa hasta vísperas de su muerte. Lo refrenda una lectura del Diario de Viaje del pensador uruguayo, el cual contiene un inventario escultórico de lo apreciado por él en cada ciudad visitada.33 Igualmente reafirma lo dicho, la redacción que hiciese Rodó de un breve drama de intensa trama escultórica, titulada Diálogo de Bronce y Mármol (1916).

La escena única de la pieza dramática de Rodó se ambienta en la Plaza de la Signoria de la ciudad de Florencia, teniendo como protagonistas a dos paradigmáticas figuras escultóricas: el David de Miguel Ángel y el Perseo de Benvenutto Cellini, acompañados de un coro de vestales. La trama juega con la complementariedad estética de sus simbólicos materiales, el bronce de Perseo y el mármol de David, para presentar los valores heroicos de sus mitologizados relatos, es decir, el «orgullo heroico» del primero frente al «heroísmo candoroso» del segundo. Le sigue la presentación que hacen las efigies animadas de sus creadores y sus respectivas y artísticas modelaciones o encantamientos, como prefiere nombrarlos Rodó a través de sus personajes. El diálogo sigue su curso marcando, de parte a parte, el despliegue de nostalgias por los reinventados ambientes festivos, naturalistas y estetizantes que rodearon la presencia y recepción de David y Perseo. Al final del diálogo, aparece la motivación central de Rodó: su requisitoria de los museos de arte escultórico que van en detrimento de los consumos escultóricos públicos y abiertos. Rodó por medio de David responde la pregunta de Perseo sobre ¿qué es un museo?: «Una cárcel para nosotros; una invención de las razas degeneradas para juntar, en triste encierro común, lo que nació destinado a ocupar, según su naturaleza, ambiente y marco propio, cuando no a dominar en el espacio abierto, en la libertad del aire y el sol».34

El pensador uruguayo arremetió por boca de Perseo contra el quiebre del humanismo, en manos de los atributos con los que en el Ariel caracterizó a los males de su tiempo: la «invención utilitaria» y su sofisma igualitario, el cual han renunciado al buen gusto. El consumo escultórico abierto que Rodó propuso a través de Perseo, además de sus ostensibles valores estéticos, referentes pedagógicos y filo-populistas, refiriéndose a los que lo miraban y comprendían, precisó la fisonomía heterogénea de su público: «Los de muy arriba y los de muy abajo: los que vienen trayendo en el alma una idea con qué compararme, y que generalmente permanecen mudos, y los niños vestidos de harapos que, en los brazos de las mendigas, se acercan a tocar las estatuitas de mi pedestal y manifiestan, sonriendo su alegría : Come é bello35

Por último, la defensa que hace Rodó de Florencia como tradición, promesa y posibilidad de un estética pública, delinea su representación utópica de la ciudad. No fue diferente el interés del autor del Ariel por promover el consumo reunificador de las artes en Montevideo y América Latina. Y esta postura de Rodó se inserta plenamente en los marcos de las preocupaciones del Modernismo, tan lúcidamente caracterizadas por Sonia Mattalía:

�El Modernismo, como vemos, provoca una situación paradójica: impone y expande el valor cultura como marca distintiva entre las capas sociales emergentes, y al tiempo, desjerarquiza tal valor, en la medida en que los inserta en un proceso de democratización de la producción y el consumo de bienes simbólicos.36

Muerto ya Rodó, llamaremos la atención sobre un aspecto paradojal de la recepción del Ariel por el autodenominado arielismo uruguayo. Este radica en el distanciamiento arielista de ese legado estetizante de Rodó hacia las efigies escultóricas acordes con la tradición emergente de las remodeladas y modernizadas ciudades latinoamericanas dentro de los marcos de la cultura aristocrática u oligárquica.

En Montevideo, los consumos escultóricos aristocratizantes que privilegiaban los temas greco-latinos se encontraban a la alza a pesar del batllismo: Deseo encadenado de Camilli en el Jardín Botánico (1913), Fuegos fatuos de Héctor Gumard en la avenida Buschental (1914), El acecho de Victoriano Tournier en la explanada del Hotel Carrasco (1916), una Diana de escultor desconocido en Prado (1919). Sin embargo, ya se exhibía un busto del naturalista José Arechevaleta esculpido por Félix Morelli en el Jardín Botánico (1918) y El Inmigrante de Juan D'aniello en los Talleres de Paseos Públicos (1918?). Mención especial merece la efigie de Artigas elaborada por Zanelli, la cual quedó situada, no en la Plaza Cagancha como quisieron Rodó y el escultor, sino en la Plaza Independencia. Bajo este horizonte escultórico, los arielistas a contracorriente de la Comisión Nacional de Homenaje a José Enrique Rodó, que planeaba encargar una gran efigie escultórica del maestro que debería presidir un parque del mismo nombre, apostaron en favor de otra alternativa. La opción de los arielistas fue fundamentada por Julio Lerena Juanico en solicitud presentada el 27 de enero de 1920, la cual consistía en la edificación de un «templo laico» o «Casa de las Artes» que llevase su nombre. Y en todo caso, si de efigies escultóricas se trataba, argüía Lerena, bien pudiese mandarse esculpir una pequeña efigie de Rodó que debería colocarse en el frontispicio de la «Casa de las Artes», emulando el ejemplo arquitectónico y escultórico parisino en homenaje a Voltaire. La fractura generacional de los reformistas universitarios uruguayos frente a la estatuomanía monumental de sus antecesores, tiene mucho que ver con una cierta sensibilidad política orientada hacia las radicalizadas plebes urbanas. La argumentación es explícita y no deja lugar a equívocos. En la solicitud se afirma que:

... el proletario, sin fe muy honda en la inmediata acción educativa y en la utilidad material de las estatuas callejeras, tuviese, llegado el caso, frente al alarde ostentoso de ésta, un gesto de resentimiento o de sarcasmo donde quedara envuelto el nombre tutelar del Maestro bondadoso37

Esta postura de los arielistas tuvo circunstanciada presencia, además de que, cómo se podrá notar, disentía explícitamente de la visión del Maestro de la Juventud . La oleada escultórica de figuras escultóricas dedicadas a los oficios y a la plebe urbana llegarían con fuerza en los años veinte y treinta en Montevideo, contrariando esta accidentada y equívoca argumentación arielista. Sin embargo, todavía habría que esperar hasta febrero de 1947 para que Montevideo, gracias al escultor José Belloni y el patrocinio gubernamental, viese la inauguración de la monumental efigie escultórica en homenaje a José Enrique Rodó en el parque que lleva su nombre.38

Después de haber revisitado la vida y obra de Rodó en los marcos del cambiante decorado urbano de Montevideo más que el de otras ciudades que interesaron a nuestro protagonista, creemos haber delineado con claridad y consistencia la centralidad que desempeñó el paradigma escultórico. Los símbolos escultóricos en Rodó filtraron su lectura del tiempo, uno de sus privilegiados consumos culturales urbanos; también atravesaron su visión utópica de la juventud y el futuro, así como su sueño estético y moral de reencantar su ciudad y su América hispánica y latina. Quizás una lectura más puntual permitiría establecer el peso diferencial de las tradiciones escultóricas de la época en la visión de Rodó y de sus contemporáneos: una lectura de las metáforas escultóricas y modernistas que guían valorativamente la práctica escritural propia y ajena, pero estos pendientes exceden por ahora los límites de este trabajo.

* * *


Notas

1 Rodó, con el pseudónimo de Calibán, combatió en 1912 tanto al caciquismo como al parasitismo y servilismo político de los agentes del aplauso y del fraude electoral en «Los paladines de hoy» y « Nuestro Desprestigio», y en 1914, bajo el de Ariel, en «Los excesos de la guerra» y «Lla historia de Juan de Flandes», el sentido depredador de la guerra como expresión de lo que llamó «la aciaga bancarrota de la civilización». En Obras Completas, Introducción, prólogos y notas de Emir Rodríguez Monegal Madrid, Aguilar,� 1967, pp. 1073-1076 y 1228-1230.

2 José Luis Romero,�� Latinoamérica: las ciudades y las ideas, México, Siglo XXI Editores, 1984, p. 277

3 José Enrique Rodó,� Ariel , prólogo y notas de Abelardo Villegas, México, Sep/UNAM, 1982, pp.14-15 ( Clásicos Americanos, núm.30) .

4 Ibídem, pp. 38-39.

5 H. Aubert,� Diccionario de mitología clásica, Buenos Aires, Editorial Víctor Leru, S.R.L., 1961, p.194.

6 Citado por Emir Rodríguez Monegal en el� «El modernismo», en Obras Completas de José Enrique Rodó, p. 90.

7 José Luis Romero, Latinoamérica: las ciudades y las ideas,� pp. 232 y 296-297.

8 Michel Maffessoli, El tiempo de las tribus. El declive del individualismo en las sociedades de masas, Barcelona, Icaria Editorial,�1990,p. 35.

9 José Enrique Rodó, Ariel , pp. 14-15.

10 Ibídem, p. 29.

11 Ibídem, pp. 13-14.

12 Ibídem, p. 15.

13Ibídem,p.13

14 Ibídem, p. 21.

15 Emir Rodríguez Monegal,� «Introducción general» en Rodó, Obras Completas, pp. 104-109.

16 Joan Corominas,� Breve diccionario etimológico de la lengua castellana, Madrid, Editorial Gredos,� 1983, p. 296.

17 Maurice Agulhon,� Historia vagabunda. Etnología y política en la Francia contemporánea, México, Instituto Mora, México, 1994, p. 96. (Colección Itinerarios)

18 Blanca París de Odonne,� et al., Cronología comparada de la Historia del Uruguay 1830-1945, Montevideo, Universidad de la República, Montevideo, s/f, pp. 32-72.

19 Serge Gruzinski, La guerra de las imágenes. De Cristóbal Colón a «Blade Runner»(1492-2019),México, Fondo de Cultura Económica, 1995, pp. 199-215.

20 Maurice Agulhon, ob. cit., p. 99.

21 Gerardo Caetano y Roger� Geymonat,� «Ecos y espejos de la privatización de lo religioso en el Uruguay del Novecientos», en Historias de la vida privada en el Uruguay. El nacimiento de la intimidad 1870-1920, Montevideo, Taurus, tomo 2, Taurus,� pp. 15-54.

22 Gabriel Pelufo Linari, «Construcción y crisis de la privacidad en la iconografía del Novecientos», en Historias de la vida privada en el Uruguay. El nacimiento de la intimidad 1870-1920, tomo 2, pp. 57-73.

23 Carlos M. Rama y Angel J. Cappelleti,� El anarquismo en América Latina, prólogo y cronología de Ángel J. Cappelleti,� Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1990 , pp. LXIV y 465-466.

24 José Enrique� Rodó, Ariel , p. 41. Rodó, con posterioridad al Ariel, publicó en El telégrafo, el 18 de septiembre de 1914, un artículo titulado «Anarquistas y Césares», en el que confiesa que frente a los horrores de la primera Guerra Mundial, los desbordes y crímenes de los anarquistas, ya no los puede mirar con la misma repulsa de antaño, aunque tampoco los justifica. Llega incluso a exagerar, diciendo: «Nunca quise mal a los anarquistas», Obras Completas, pp. 1230-1231.

25 José Enrique Rodó, Ariel, p. 42.

26 Carlos M. Rama y Angel Cappelleti, �Ob.cit., p. LXXV.

27� José Enrique Rodó, Ariel, pp. 63-64.

28Ibídem, p.55

29 José Enrique Rodó,� Obras Completas, p. 1086.

30 Ibídem, p. 1160.

31Ibídem, p. 1134.

32 Ibídem, pp. 946-947.

33 Ibídem, pp. 1483-1500.

34 Ibídem, p. 1211.

35 Ibídem, p. 1212.

36 Sonia Mattalía,� Miradas al Fin de Siglo: lecturas modernistas, Valencia, Grup d'Estudis Iberoamericans de la Universitat de Valencia,� 1998, p. 27.

37 Julio Lerena Juanico «Cómo ha de ser el monumento a Rodó», en Ariel (Montevideo), núms.8-9, febrero-mayo de 1920, p. 112.

38 José Enrique Rodó, Obras Completas, p. 89.


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