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21 agosto 2006

Migrantes, cerros y barriadas, o la metamorfosis de la ciudad1

Acerca de dos cuentos de Enrique Congrains

Luis Abanto Rojas

 

Enrique Congrains nació en Lima (1932) y cursó sus estudios en el Colegio Antonio Raimondi y en el Colegio Jesuita de La Inmaculada. Hijo de una familia acomodada venida a menos, desde muy joven practicó los más variados oficios para ganarse la vida; entre ellos se destacan los de inventor y vendedor a domicilio de objetos domésticos, diseñador de muebles, jardinería, luego de ensayar la instalación de empresas industriales, entre otros. Sus prácticas mercantiles le mantuvieron en contacto con la marginalidad urbana donde descubrió las penurias y tensiones de los marginales. Esta experiencia habría definido su vocación de escritor. En 1954, por iniciativa propia, funda la editorial Círculo de Novelistas Peruanos para lanzar su primer libro de cuentos, Lima, hora cero, y luego, en 1955, Kikuyo. En 1957, estando en Buenos Aires, publica anónimamente bajo otra de sus invenciones —la editorial Embajada Cultural Peruana—, la antología Cuentos peruanos. Antología completa y actualizada del cuento en el Perú, en la que incluye su cuento «Domingo en una jaula de esteras», que sería recogido en otras antologías (Escobar, 1958; Carrillo, 1971; Oquendo, 1973; Vidal, 1982; Ballón, 1986). Un año más tarde, otra vez en Buenos Aires y con la misma editorial, sacaría a la luz su única novela No una, sino muchas muertes2, que sería llevada al cine en 1981 por Francisco Lombardi, con el título Maruja en el infierno. El valor de la esta obra fue reconocido por el crítico James Higgins en su artículo «A Forgotten Peruvian Novelist» (1971), y luego por Donald L. Shaw, en su libro Nueva narrativa hispanoamericana (1983), donde intenta canonizar a Congrains dándole un lugar protagónico dentro de la categoría del «boom junior» de la nueva narrativa hispanoamericana (188-91).

Aunque su experiencia con la creación literaria fuera corta, cuando no fugaz, Congrains no dejó las filas del proceso narrativo peruano, pues pasó a dedicarse a la labor de editor y vendedor de sus propios libros y de los que iba publicando con su editorial Círculo de Novelistas Peruanos. Bajo este sello salieron selecciones de cuentos como Mala entraña (1954) de Tulio Carrasco, Entre algarrobos de Francisco Vega Seminario (195?), y reimpresiones de Chicha, mar y bonito y Jijuna de José Díez Canseco.3 Congrains también se dedicó a la labor de promotor de festivales populares de libros no sólo en el Perú, sino también en Chile, Colombia, Panamá, Costa Rica, México y Venezuela. Un paréntesis en su praxis literaria fue el paso por la militancia política al lado de un grupo trotskista; durante el segundo gobierno de Manuel Prado (1956-1962), fue acusado de actividades subversivas y, en consecuencia, encarcelado.

En los cuentos que hemos seleccionado, «El niño de Junto al cielo» y «Lima, hora cero» —que provienen del libro Lima, hora cero (1954)—, Enrique Congrains propone una exploración e interpretación de la opresión de la ciudad hacia migrantes andinos y excluidos urbanos. Para lograr este objetivo, el autor recorre indiscriminadamente los márgenes físicos de la Lima de entonces: el cerro, la barriada, el basural, la periferia deteriorada, y la incipiente construcción residencial. Los espacios explorados no representan simples ambientaciones escénicas, sino escenarios donde tienen lugar el primer contacto del migrante andino rural con la ciudad, la dinámica del reconocimiento entre el sujeto migrante y el sujeto marginal urbano, y la fraudulenta benevolencia de la ciudad hacia sus masas pauperizadas. Con estas notas preliminares daremos paso a nuestro estudio.

 

1. «El niño de Junto al Cielo» (1954): la experiencia migrante, o la candidez provinciana en la ciudad

Primera exploración narrativa de Enrique Congrains4, «El niño de Junto al Cielo» expone la experiencia de un niño provinciano en su primera jornada de iniciación al mundo urbano. El protagonista del cuento es, efectivamente, un sujeto migrante de la sierra central del Perú, que acaba de instalarse en la choza familiar levantada en el periférico cerro El Agustino; desde ahí baja por primera vez  a explorar una ciudad a la que llama «bestia con un millón de cabezas», a la cual momentos antes había contemplado desde la cima del cerro. Al llegar a los bordes, Esteban encuentra la pequeña fortuna de diez soles con la cual improvisa un comercio ambulatorio informal, gracias a la ayuda de su nuevo amigo Pedro, un niño abandonado de su misma edad, muy astuto, que cuida frutas y duerme en el Mercado Mayorista. Como conocedor de la ciudad, Pedro propone ir a una plaza principal para vender periódicos y revistas. Luego de una exitosa faena, Pedro desaparece con los beneficios, y Esteban, víctima de la ilusoria riqueza capitalina, queda en medio de las calles contemplando su primera experiencia negativa de la ciudad.

Detrás de esta simple trama narrativa se articulan dos dimensiones temáticas: por un lado, la dinámica de reconocimiento entre el sujeto migrante y el sujeto marginal urbano y, por otro, el contacto entre el primero y la ciudad. En la primera dimensión (1.1), el autor implícito, adoptando la perspectiva del sujeto migrante, ensaya un contrapunto entre el sujeto marginal urbano (Pedro), y el sujeto migrante-andino (Esteban), suscribiéndose al binomio «candidez provinciana»–«astucia fraudulenta urbana». En el transcurso de la historia, ambos sujetos parecen simbólicamente fusionarse en una armonía social; sin embargo, al final del texto, esta convergencia terminará por disolverse, revelando las disyuntivas identitarias del espacio suburbano. En la segunda dimensión (1.2.), relacionada con el desplazamiento de Esteban a la ciudad, el autor implícito propone un contraste entre la ciudad normalizada (Romero) y el espacio suburbano, acentuando el carácter tanático y apocalíptico de la zoomórfica «urbe-bestia», la cual termina por victimar al protagonista. A través de esta puesta en narración de nuevos sujetos y espacios de los extramuros urbanos, Congrains muestra su interés en explorar y comprender la metamorfosis que va experimentado la Lima de los años cincuenta.

1.1. Del cerro a la ciudad: El encuentro entre el sujeto migrante/suburbano y el sujeto marginal urbano

El protagonista de «El niño de Junto al cielo» es, efectivamente, un sujeto migrante que se expone a la dinámica del reconocimiento con un sujeto marginal urbano. Pese a las diferencias culturales, la relación entre ambos se armoniza al principio en la amistad y complicidad para subsistir en la ciudad, interacción que parecería generar una nueva comunidad afectiva basada en la exclusión frente a la urbe normalizada. Sin embargo, el narrador heterodiegético —portavoz del autor implícito—, esperando hasta el final del cuento para revelarlo, postula que esta posible fusión identitaria no es sino una de las trampas que le tiende la ciudad.

El texto distingue, pues, dos marginalidades cuya configuración narrativa interesa explorar. Primeramente, el narrador destaca el origen provinciano de Esteban:

[…] Desde hacía meses, cuando se enteró de la decisión de su tío de venir a radicarse a Lima, venía averiguando cosas de la ciudad. Fue así como supo que Lima era muy grande, demasiado grande; tal vez, que había un sitio que se llamaba Callao y que ahí llegaban buques de otros países; que habían [sic] lugares muy bonitos, tiendas enormes, calles larguísimas… ¡Lima! (74)

El fragmento pone de relieve significados que pueden ser considerados como indicios de una búsqueda de la utopía urbana: una utopía déjà donnée, como diría Bachelard, es decir, existente en un territorio concreto, a la que el protagonista ha parcialmente accedido con su viaje a Lima. Así se explica cómo la ciudad es el blanco de admiración del personaje (aquí y a lo largo del cuento); pero tal actitud no es exclusiva de Esteban; se extiende también a otros sujetos provincianos cuyas voces se filtran a través del discurso indirecto libre, manejado hábilmente por Congrains («Lima era muy grande, demasiado grande; habían [sic] lugares muy bonitos, tiendas enormes, calles larguísimas… ¡Lima!» ). Obviamente, resalta en estas impresiones la magnitud física y simbólica de la urbe, y su condición de portal hacia lo cosmopolita. Sin duda, el narrador reproduce un imaginario provinciano estereotipado en el que prima la admiración ciega por una ciudad convertida en el centro del espectáculo de la modernidad.

A diferencia de la experiencia migrante narrada por Julián Huanay en su novela  El retoño (1952), Congrains no explora aquí aspectos anteriores de la vida del personaje a la llegada e instalación en el cerro El Agustino, excepto algunas breves menciones a momentos antes de la partida. No se trata de una acusación en contra de Congrains, sino de constatar que, como escritor urbano, su exploración temática tiene como núcleo los márgenes nuevos de la ciudad; y es desde ahí donde construye a sus personajes, sin remontarse a las etapas previas a su llegada. En otras palabras, Congrains entiende la condición migrante del sujeto sólo en su fase de arribo a la ciudad y, luego, trata de formular su paso a suburbano, es decir, a un sujeto privado de la urbe, de esa utopía espacial que generó su desterritorialización. Es por ello que el narrador, ejerciendo reiteradamente su privilegio cognitivo, penetra en la mente de Esteban para poner en un primer plano su presente, es decir, sus primeras impresiones oculares sobre la novedad espacial:

Estuvo dando algunas vueltas, atisbando dentro de la bestia, hasta que llegó a sentirse parte de ella. Un millón de cabezas y, ahora, una más. La gente se movía, agitaba, unos iban en una dirección, otros en otra, y él, Esteban, con el billete anaranjado, quedaba siempre en el centro de todo, en el ombligo mismo. (73)

[…] Esteban empezó a perder el temor y llegó a la conclusión de que seguía siendo el centro de todo. La bestia de un millón de cabezas no era tan espantosa como había soñado, y ya no le importaba estar siempre, aquí o allá, en el centro mismo, en el ombligo mismo de la bestia. (79)

El contenido de ambos fragmentos proyecta a un niño gozando visualmente del espacio urbano deseado, y sintiéndose simultáneamente parte de una ciudad que poco antes le parecía un animal peligroso y que sólo podía contemplar desde lejos. Esta experiencia evidencia el paso, en el sujeto migrante, del temor a la identificación para con la ciudad y, por otro, la concreción temporal de la utopía urbana, según él la había ideado antes de partir.

En esta actitud, podemos afirmar que el personaje desplaza secretamente su mundo original e instaura el suburbio como nuevo espacio referencial:

[…] ¿El cerro del Agustino, Esteban? Pero él no lo llamaba así. Ese lugar tenía otro nombre. La choza que su tío había levantado quedaba en el barrio de Junto al Cielo. Y Esteban era el único que lo sabía. (74).

Aun cuando el personaje muestra una fascinación excesiva por la ciudad, sus impresiones dan cuenta de una reterritorialización en un cerro, al que secretamente llama «Junto al Cielo» . El sujeto migrante, pues, ha echado raíces ahí y ello se observa en su clara identificación con el espacio de adopción; las connotaciones del topónimo lo confirman: «Junto al Cielo» adquiere una acepción de zona de seguridad y protección, relacionada obviamente con lo celestial. Tal significado nos conduce a afirmar que el personaje deja de ser técnicamente un migrante y pasa, más bien, a ser un vecino más del suburbio. Dicho de otro modo, se ha producido una reterritorialización física que lo ha convertido en un sujeto suburbano pero, al mismo tiempo, se trata de una reterritorialización simbólica que lingüísticamente se evidencia en la manera especial y personal de llamar al cerro.

Pese a las limitaciones de su condición suburbana y de su edad, sentir lo moderno le procura un sabor de felicidad. Buena parte de este sentimiento se explica en el billete de diez soles que ha encontrado, pues no se trata de un simple objeto con poder adquisitivo, sino de un símbolo palpable que le permite entrar a la ciudad, una suerte de salvoconducto que le permite transitar libremente del margen al centro. Sin embargo, conforme avanza la historia, esta sensación deviene una libertad efímera que esconde su eventual victimación.

Si el narrador, por un lado, acentúa la candidez de Esteban, reiterando así la inocencia provinciana —que es la percepción de la ciudad hacia el campo—, por otro, revela en Esteban un cierto grado de avaricia que será el factor determinante de su fracaso:

La mano de Esteban acarició el billete y pensó que podría tener otro billete más, y otro más, y muchos más. Muchísimos billetes más, seguramente. (77)

No podemos negar aquí el apetito por acumular inmediatamente riquezas a raíz del negocio propuesto por el «generoso» Pedro; sin embargo, debemos recordar la inocencia del sujeto por confiar su pequeño caudal a alguien que acaba de conocer en un lugar totalmente desconocido. Nótese que todas estas impresiones son transmitidas mediante el discurso indirecto libre y la aplicación de la focalización interna; ambas técnicas son propicias para conocer mejor la diferencia del personaje, especialmente, su fase íntima que se va presentando en otros pasajes:

—Bueno —asintió Esteban. El sitio era lo de menos, se dijo, lo importante era vender las revistas, y que la libra se convirtiera en varias más. Eso era lo importante. (79)

Esteban vaciló un momento. Desprenderse del billete anaranjado era más desagradable de lo que había supuesto. Se estaba bien teniéndolo en el bolsillo y pudiendo acariciarlo cuantas veces fuera necesario. (80)

Bueno, bueno, la bestia era una bestia bondadosa, amigable, aunque algo difícil de comprender. Eso no importaba; seguramente, con el tiempo, se acostumbraría. Era una magnífica bestia que estaba permitiendo que el billete de diez soles se multiplicara. (81-2)

Esteban se limitaba a observar, meditaba, y sacaba conclusiones: una cosa era soñar, allá en Tarma, con una bestia de un millón de cabezas, y otra era estar en Lima, en el centro mismo del universo, absorbiendo y paladeando con fruición la vida. (81)

Estos fragmentos canalizan el grado de avaricia del personaje, pero también revelan la ironía del narrador hacia un niño provinciano que desea realizar sus sueños el primer día de su experiencia urbana. La avaricia es, pues, otro rasgo con el que el autor implícito configura al personaje: sujeto migrante andino devenido sujeto suburbano, inocente y curioso.

Esta configuración del protagonista se opone a los rasgos particulares del sujeto marginal urbano en el momento de la dinámica del reconocimiento:

El chico era más o menos de edad y vestía pantalón y camisa de un mismo tono, algo que debió ser kaki en otros tiempos, pero que ahora pertenecía a esa categoría de colores vagos e indefinibles. (73)

Pedro hizo un gesto impreciso que podía revelar, a un mismo tiempo, muchísimas cosas. Su gesto podía interpretarse como una total despreocupación por el asunto —los negocios— o como una gran abundancia de posibilidades y perspectivas. Esteban no comprendió. (75-6)

En el primer fragmento, son los signos de abandono, pobreza y anonimato los que prevalecen en la descripción física de Pedro. Sin embargo, en el segundo, en la que se percibe un comentario valorativo del narrador, se puede afirmar que Pedro se distingue por su manera utilitaria y astuta de subsistir. En este caso, Pedro se muestra generoso para ganar la confianza de su futura víctima; al final su plan resulta y logra huir con las ganancias de la venta ambulatoria y con los diez soles de Esteban.

De partida, Pedro se muestra amigable y benéfico puesto que observa a un niño forastero, inocente y curioso, y que además posee una sustancial fortuna. En consecuencia, Pedro pone en marcha su empresa oculta, no la de vender revistas, como le había prometido a Esteban, sino la de mostrarle confianza y amabilidad ofreciéndose como guía e instructor de estrategias de supervivencia en la ciudad. De hecho trabaja y duerme en el mercado y eso le da una suerte de carta de presentación ante el niño provinciano. Sin embargo, Pedro es ambiguo en sus gestos; incluso el narrador opta por acentuar la ambivalencia del significado real de éstos. Obviamente, la inocencia de Esteban impide reconocer en ellos una ambigüedad y, al contrario, está convencido de que se trata de un ofrecimiento cordial y sincero. Tal ambigüedad es una clara estrategia del narrador para aumentar el suspenso; hay que señalar, además, que el narrador guarda una distancia frente a Pedro. Una manera de hacer ello es reservarle una mera focalización externa, no interna en todo caso ya que de esa manera se podrían conocer las razones profundas del personaje y el resultado sería la posible identificación, total o parcial, con él. En ese sentido, podemos afirmar que el narrador se identifica —por compasión— con Esteban, y no celebra la trampa que Pedro le tiende a Esteban:

Y Esteban permanecía inmóvil, recostado en el muro, con el paquete de galletas en la mano y con las esperanzas en el bolsillo de Pedro… Inmóvil, dominándose para no terminar en pleno llanto.

Entonces, ¿Pedro lo había engañado?… ¿Pedro su amigo, le había robado el billete anaranjado?… ¿O no sería, más bien, la bestia con un millón de cabezas la causa de todo?… ¿Y, acaso no era Pedro parte integrante de la bestia?…

Sí y no. Pero ya nada importaba. Dejó el muro, mordisqueó una galleta y, desolado, se dirigió a tomar el tranvía. (84-5)

Este episodio corresponde al final del cuento e ilustra el resultado de la primera jornada del personaje en la ciudad. Esteban se ve separado de su fortuna, y sus reflexiones apuntan hacia las causas verdaderas de su primera aventura. Ellas no acusan a Pedro como el único culpable de la estafa, en todo caso, éste sería un culpable de superficie. El texto deja entender que es la «bestia con un millón de cabezas la causa de todo», un total que se materializa en el individuo. En consecuencia, Pedro no es sino la metonimia de la bestia: muestra una radiante bondad que es finalmente ilusoria para un niño forastero e ingenuo. De ahí que la aventura del personaje migrante puede leerse como una iniciación necesaria a un espacio que funciona con códigos que le son ajenos.

En breve, el desenlace sintetiza la postura ideológica con la que el autor implícito ha venido operando en el tratamiento del tema: candidez provinciana frente a astucia fraudulenta urbana. Con esto, Congrains reactiva, en realidad, el binomio «ciudad-campo» del cual se ha servido desde antaño la literatura occidental —oposición isotópica que tendremos en cuenta al momento de analizar el aspecto espacial de éste y el próximo cuento—. Lo que tenemos en el texto es un sujeto migrante que termina siendo víctima de la ciudad justamente por no poseer los rasgos picarescos y maliciosos, necesarios para subsistir como excluido urbano, los cuales son, en realidad, las características principales del sujeto urbano marginal presentado en el cuento.Estos sujetos opuestos, en definitiva, no logran fusionarse en una nueva comunidad afectiva que parecía anunciarse al principio. Desde el punto de vista de las estrategias formales, la curiosidad y la candidez son los rasgos principales del focalizador (Esteban), quien es continuamente asistido por la voz del narrador heterodiegético en forma de estilo indirecto libre a la hora de nombrar la novedad espacial. El personaje es, pues, el filtro a través del cual fluye la descripción del espacio urbano y suburbano. Como veremos en el siguiente apartado, el desplazamiento del cerro a la ciudad aparece presentado por un discurso plasmado de contemplación y exaltación hacia la novedad espacial.

1.2.      La humanización del cerro y la animalización de la ciudad

El espacio en «El niño de Junto al Cielo» ocupa buena parte del texto y su presencia nos hace preguntar en qué manera contribuye al significado de la historia.  De partida, notamos que cada una de las cuatro etapas en que se vertebra la historia —llegada, asentamiento, exploración de la ciudad y victimación del sujeto migrante—, la descripción espacial pasa a activar núcleos semánticos relacionados con la oposición ciudad-campo que se transfiere a la oposición ciudad normalizada/espacio suburbano.

Un espacio significativo en el cuento es el cerro El Agustino, secretamente llamado por el personaje, «Junto al cielo» . Una de las primeras barriadas limeñas en el referente real, el cerro constituye el punto de arribo de los migrantes, y la ficción lo convierte en una posición estratégica para la aplicación de la postura perceptual sobre la ciudad que se extiende sobre una planicie. Es así que la urbe surge en un primer momento a través de la mirada de Esteban, quien asume el rol de agente principal de la focalización. Desde su primer contacto visual con la ciudad, la información espacial activa significados que revelan una relación antagónica entre la ciudad normalizada y la «otra», aquella donde se ha instalado la masa migrante.

En el referente real, efectivamente, el cerro está ubicado fuera del casco urbano oficial, y esta disposición hace que el personaje disponga de un punto de vista panorámico cuyo vértice supone una postura perceptual físicamente periférica, pero al mismo tiempo, periférica simbólicamente. Tal ecuación formal es, pues, una estrategia comunicativa que pone de relieve el espacio suburbano desde el cual se percibe y se enuncia la modernidad y opulencia de la ciudad normalizada:

El auto los dejó al pie de un cerro. Casas junto al cerro, casas en mitad del cerro, casas en la cumbre del cerro. Habían subido y una vez arriba, junto a la choza que había levantado su tío, Esteban contempló la bestia con un millón de cabezas. La «cosa» se extendía y se desparramaba, cubriendo la tierra de casas, calles, techos, edificios, más allá de lo que su vista podía alcanzar. Entonces Esteban había levantado los ojos, y se había sentido tan encima de todo —o tan abajo, quizá— que había pensado que estaba en el barrio de Junto al Cielo. (77)

En el plano topo-descriptivo, la multiplicación de casas trepando por el cerro constituye, mediante una relación metonímica (continente-contenido), un claro indicio de la explosión demográfica implícita en la historia. La anáfora de «casas» revela la insistencia léxica y semántica para connotar asentamiento humano y, por consiguiente, «desaparición» simbólica del cerro, por lo menos la de su perfil eriazo natural. Siendo así, el estéril cerro se habría convertido en un terreno habitable mediante una forma insólita de «reciclaje» urbano y, en consecuencia, su poblamiento lo habría transformado en un espacio humanizado si se tiene en cuenta aquí el significado de «casas» en su acepción de «hogares»: esto, evidentemente, desde la perspectiva de un sujeto migrante carente de medios económicos para permitirse una vivienda convencional.

La connotación humanizante del cerro cobra sentido si se la contrasta con la unidad semántica «ciudad» presentada en el texto. Desde la perspectiva del protagonista, la urbe aparece apocalípticamente «animalizada» a través de la nominación «la bestia con un millón de cabezas», que le atribuye un rol activo evidenciado en su función gramatical de sujeto y en las formas verbales de movimiento «se extendía y se desparramaba» . Sintácticamente, el carácter pronominal de los verbos atribuye a la metrópoli el papel temático de agente de la acción. Paradójicamente, los lexemas «casas, techos, edificios» —que metonímicamente connotan, por lo general, «gente», «población», etc.— en este contexto quedan vaciados de su dimensión simbólica y se inscriben textualmente como objetos inertes producidos por el efecto de la extensión y desparramamiento incontrolables de la «bestia» . En esta descripción panorámica los elementos léxicos y sintácticos están funcionando como una isotopía descriptiva que connota una presunta «deshumanización» de dicho lugar en contraste con el rasgo «humanizado» atribuido al cerro-barriada anteriormente. Tal hipótesis puede demostrarse en el topónimo simbólico de «barrio de Junto al Cielo», que el personaje inventa para denominar al cerro, al igual que en el sentimiento de seguridad que experimenta en ese lugar luego de contemplar la ciudad.

Sin duda, pues, el texto ofrece diversos significados respecto al cerro. Habría que destacar uno más, reconocible por el lector implícito —un lector urbano-letrado—, el cual pertenece al imaginario urbano del referente real. Dentro de este imaginario, la unidad cultural «cerro» significa, en primer lugar, barriada, en su acepción de espacio residencial pobre; sin embargo, el valor simbólico de «cerro» está asociado a peligro, delincuencia, pobreza, migrantes (otredad cultural), etc. Ahora, dentro del ámbito de lo normalizado, una zona residencial construida en un terreno elevado («cerro») optará por sustantivos desasociados con el espacio suburbano, como por ejemplo «loma» (Las Lomas de la Molina) o monte (Monterrico), pese a que se trata de la misma topografía. En ese contexto, pues, la denominación del espacio residencial dependerá de su fisonomía normalizada o suburbana, y pasará a denotar modos de vida y valores culturales determinados. Esta aseveración puede ejemplificarse en un episodio de Un mundo para Julius (1970), novela de Alfredo Bryce Echenique que ironiza el cambio del referente cultural de la oligarquía peruana en la década de los cincuenta: cancelar los valores culturales criollos y optar por lo cosmopolita. Efectivamente, Juan Lucas (padrastro de Julius) decide construir una mansión en Monterrico, en las entonces afueras de Lima, para huir de la vida caótica del centro urbano, que comenzaba a tugurizarse y a poblarse de la otredad migrante.

Otro espacio significativo que explora Congrains es el borde urbano. Se trata de una línea fronteriza que divide el cerro y la ciudad normalizada. Es ahí donde Esteban percibe el muladar, la carretera donde encuentra el billete de diez soles, y el mercado donde conoce a Pedro. Estos espacios, proponemos, no son circunstanciales; al contrario, suponen preguntas que el autor implícito le hace al lector urbano-letrado de los años cincuenta como ¿dónde acaba su «ciudad-jardín»?, o ¿qué hay después de los supuestos límites de su ciudad? En este sentido, la exploración espacial del personaje viene a ser la metonimia de la exploración espacial del autor implícito. Aunque en sentido contrario de Esteban, el autor cruza la franja urbana para poner al día el nuevo «mapa» de la marginalidad urbana y es a partir del cerro, como una especie de camarógrafo, que sigue a su personaje infantil que se dirige a la ciudad.

Es así que el primer espacio que encuentra es el muladar:

Cruzó la pista y se internó en un terreno salpicado de basuras, desperdicios de albañilería y excrementos; llegó a una calle y desde allí divisó al famoso mercado, el Mayorista del que tanto había oído hablar. ¿Eso era Lima, Lima, Lima?… (72)

Considerando la isotopía de «desperdicio» o «residuo» de este fragmento, y la lógica de la degradación centrífugo-urbana, el muladar constituiría la última escala reconocible dentro del radio metropolitano y, en consecuencia, se trataría de un margen físico, de un espacio con menor valor social y económico dentro del mundo referido por la historia. La barriada, sin embargo, se encuentra más allá de esta frontera, posición topográfica que atribuiría una doble marginalidad al sujeto migrante: por un lado, es marginal con respecto al sujeto urbano criollo (y a su espacio urbano convencional) y, por otro, es marginal con respecto al sujeto marginal-urbano. Con ello se establece una jerarquía de valores —contrariamente a la disposición geográfica— en cuya cúspide se sitúa lo urbano-criollo y en cuya planicie se encuentra lo marginal-urbano y lo migrante, es decir, lo suburbano. Esta nueva marginalidad, pues, está situada más allá del espacio del desperdicio (el muladar) y sus rasgos definitorios no encuadran todavía en los años cincuenta dentro de lo que se conoce como zonas tugurizadas o marginales. De ahí que el texto replantea la noción misma de margen social urbano.

Para la época en que se escribe el texto, el sujeto criollo-urbano distinguía claramente los márgenes físicos y sociales de su realidad urbana premigratoria —véase el testimonio de Luis Alberto Sánchez (1973: 97-8). Según Nugent, éstos consistían en tugurios que no eran sino zonas pobres, «generalmente casas que tal vez en algún momento fueron lujosas y con el transcurso del tiempo envejecieron y fueron abandonadas por sus dueños iniciales, su deterioro es producto de antes del descuido que del intenso uso» (30). Esto se ilustra en el cuento «Champi» y varios otros que integran Suburbios, de Julián Huanay. Aparte de las casas, también existían (todavía existen) corralones, callejones, pequeñas haciendas, etc., que habían sido habilitadas —y no por iniciativa del Estado— para la población urbana de escasos recursos económicos. El mapa del tugurio era, y sigue siendo, completamente deforme, pero todas estas zonas se ubicaban en el interior del casco urbano reconocible y su población estaba generalmente asociada al hampa. Lógicamente, en estas zonas se refugiaron las primeras oleadas migratorias andinas. La barriada, al contrario, añade Nugent, «no es producto de ninguna decadencia urbana. Se trata, más bien, de la renovación del espacio urbano a través de la pobreza» (31). Su perfil nace de la invasión ilegal de terrenos yermos de poco valor mobiliario y carente de todo tipo de recursos habitacionales. Nugent señala que resulta paradójico que en «el caso de Lima y otras ciudades importantes del Perú, la parte nueva de la ciudad es, en realidad, la más carente de recursos humanos» (33).

Congrains descubre esta «novedad» (el cerro), y la trata de contrastar también con la periferia urbana a través de dos sujetos representativos de ambos espacios que se encuentran en los bordes urbanos, como sugiriendo un punto intermedio para la emergencia de una eventual identidad suburbana. Este pacto fugaz que se da en la ficción, será el factor determinante para descubrir el corazón de la ciudad, que es el otro extremo espacial de la exploración de Congrains en este cuento:

Al poco rato apareció Pedro y empezaron a caminar juntos, internándose dentro de la bestia de un millón de cabezas. […]

—¿Queda muy lejos el sitio? —preguntó Esteban, al ver que las calles seguían alargándose casi hasta el infinito. Qué lejos había quedado todo lo que hasta hacía unos días había sido habitual para él.

—No, ya no. Ahora estamos cerca del tranvía y nos vamos gorreando hasta el centro. […]

Más y más cuadras. Y los autos, algunos viejos otros increíblemente nuevos y flamantes, pasaban veloces, rumbo sabe Dios dónde.

—¿Adónde va toda esa gente en auto?

Pedro sonrió y observó a Esteban. Pero ¿adónde iban realmente? Pedro no halló ninguna respuesta satisfactoria y se limitó a mover la cabeza de un lado a otro. Más y más cuadras. Al fin terminó la calle y llegaron a una especie de parque. (78-9)

El episodio marca el acto del desplazamiento físico y puntual de los personajes suburbanos desde la periferia hacia el centro urbano. Para Esteban, por ser un forastero andino, este desplazamiento se convierte en una experiencia espectacular en que descubre los símbolos de la modernidad. Todo esto es vehiculado por la focalización mediatizada, pero también por la insistente aplicación del discurso indirecto libre. Con estas estrategias comunicativas, surgen elementos motrices que representan una modernidad urbana implícitamente ausente y/o desconocida en la realidad del sujeto migrante. La velocidad de los autos, la movilidad de la gente, y la acentuada presencia de calles que percibe el protagonista, sirven también al autor implícito para informar sobre la creciente superficie y población del referente narrativo. Esto se puede observar en enunciados como «las calles seguían alargándose casi hasta el infinito» o «pasaban veloces, rumbo sabe Dios dónde» . Por otro lado, nos interesa destacar que la contemplación y admiración del paisaje citadino de pronto desplaza al motivo principal del desplazamiento (vender revistas y periódicos) en las preocupaciones del personaje y este énfasis, creemos, no es gratuito. Más allá de ser elementos espaciales de la modernidad urbana, las calles («Más y más cuadras» ) funcionan también como vías que conducen directamente al meollo de la misma historia: la estafa que Pedro perpetuará contra su socio Esteban y el estado de desilusión y resignación que éste manifestará hacia el espejismo capitalino.

Poco antes del desenlace, Esteban experimenta en el corazón de la ciudad la prosperidad económica al instante, fruto de la venta ambulatoria en una plaza principal; así se explican sus comentarios hacia la ciudad: » [es] una bestia bondadosa, amigable, aunque algo difícil de comprender» (81) y que, pese a su diferencia cultural,  «seguramente, con el tiempo, se acostumbraría» (82) a ella. Simbólicamente, en este discurso del personaje puede condensarse el significado primario del éxodo rural: encontrar en la capital condiciones de vida que el mundo andino deniega. Por lo tanto, la notoria voluntad de adaptación que se trasluce en estos enunciados no sólo va del lado de la familiarización con el nuevo entorno físico; ésta apunta también hacia la comprensión del complejo sistema de valores con el cual opera el mundo urbano. Sin embargo, Esteban sólo comprenderá esta clave cuando no le queda más que aceptar que Pedro lo había estafado y que había huido con las ganancias del negocio; Esteban, en realidad, termina comprendiendo que él mismo no había sido sino una víctima de la «urbe-bestia».

A manera de síntesis se puede sostener que el espacio narrativo de «El niño de Junto al cielo» no constituye simplemente una simple ambientación escénica que contribuye a la verosimilitud de la historia; su preponderancia textual y su influencia en el desenlace indican que estamos frente a un elemento generador de significados que permiten comprender el encuentro entre sujeto migrante y el sujeto marginal urbano, el contacto entre el migrante y la ciudad, y el contraste entre el espacio suburbano y la ciudad normalizada. Dentro de las misma claves temáticas se enuncia «Lima, hora cero», cuento que analizaremos a continuación.

 

2. «Lima, hora cero» (1954): La barriada o la emergencia del espacio suburbano

Al contrario de la fascinación que muestra el sujeto migrante hacia la capital, en «Lima, hora cero» se puede leer la historia de un migrante provinciano que, tras fracasar como vendedor en la economía urbana, se ve forzado a instalarse en el barrio clandestino «Esperanza» . Ubicado dentro de terrenos de cultivo al borde de la ciudad, Esperanza constituye el refugio de una doble marginalidad social: por un lado, la población urbana pauperizada y, por otro, la masa provinciana que va llegando a la capital. La aventura migrante del personaje Mateo Torres actúa en realidad, como conector de la historia principal del relato: la resistencia y eventual desaparición de la barriada en el momento en que una compañía privada arrasa las chozas para la construcción de una zona residencial convencional. Siguiendo el hilo del cuento anterior, en este texto se tematiza nuevamente el carácter opresivo de la ciudad hacia los excluidos sociales. Sin embargo, planteamos que su especificidad radica en el tratamiento colectivo de dicha marginalidad. La historia de «Lima, hora cero» se construye alrededor del binomio pobreza/bienestar. Obviamente, el insistente contraste espacial a lo largo del relato tiene un enlace directo con el terreno ideológico, puesto que se proyectan otros binomios como rico/pobre u opresor/oprimido.

En lo que respecta a la edificación del espacio narrativo, la barriada Esperanza —topónimo de certero valor simbólico— aparece implícita y estratégicamente delimitada mediante la yuxtaposición descriptiva y panorámica de la holgura material que supuestamente goza la población capitalina:

Rodando, tumbo a tumbo, hemos llegado a Esperanza. Somos más de trescientos entre hombres, mujeres y niños, y provenimos de todos los rincones del Perú. Los otros son un millón. Un millón de seres que viven dentro de un perímetro de unos veinte kilómetros cuadrados, aproximadamente. Ellos tienen inmensos edificios grises; espléndidas casas, rodeadas de espléndidos jardines; tiendas lujosas provistas de todo, grandes hospitales y clínicas; estupendos autos, brillantes y lustrosos; magníficos colegios para sus hijos. En fin, tienen muchísimas otras cosas; es una gran ciudad, son un millón de seres, (peruanos también) y la vida es la vida. (5)

Adviértase que la referencialidad real de estos enunciados no corresponde al espacio capitalino como cuerpo unitario; ésta se refiere en particular al espacio residencial de la hegemonía política y económica del país. Sin embargo, su preponderancia contrastiva se debe a que es este lugar donde se decide el futuro de la barriada.

En «Lima, hora cero», el espacio urbano —y suburbano— se configura desde la perspectiva del sujeto suburbano. Esto se cristaliza a través de la disposición de una voz colectiva homodiegética que asume alternadamente la dirección del relato junto a un narrador heterodiegético que aplica su privilegio dinámico para transitar libremente tanto en el espacio urbano como en el suburbano. De estas dos voces narrativas, interesa el narrador homodiegético puesto que es él quien pone de relieve el proceso de diferenciación basada en el aspecto espacial. En el fragmento anterior, observamos un contraste entre un «nosotros/barriada/peruanos» y un «otros/urbe-opulenta/peruanos-también». Así, el narrador ilustra el espacio normalizado a través de la acumulación de sintagmas nominales, abundantes en adjetivos de significación enfática que denotan, efectivamente, la disposición de servicios públicos (hospitales, clínicas, colegios, tiendas) y de espacios residenciales amplios (edificios, casas, jardines). La opulencia de este espacio deliberadamente adjetivado, adquiere más sonoridad si se tiene en cuenta su disposición textual adosada a la reducida información que el texto brinda sobre Esperanza dentro del mismo fragmento. Además de resaltarse el bienestar material, la descripción de la ciudad normalizada tendría la función de denotar implícitamente la indigencia de los excluidos sociales. Por otro lado, la acentuada adjetivación constituiría una marca textual en la que estaría concentrada la postura ideológica del narrador homodiegético, la cual consiste en denunciar las condiciones materiales en las que vive él mismo y su comunidad, al igual que transmitir la resignación de todos ellos a vivir en ese orden, sentimiento denotado por el segmento «la vida es la vida.»

El contraste entre el espacio suburbano y la ciudad normalizada quedaría ordenado con la oposición semántica «carencia/disponibilidad» :

Esperanza
Lima
(carencia)  (disponibilidad)

inmensos edificios grises

espléndidas casas

espléndidos jardines

tiendas lujosas

grandes hospitales y clínicas

estupendos autos, brillantes y lustrosos

magníficos colegios

muchísimas otras cosas

 

Cabe recordar que el espacio de la carencia —significante asimismo de pobreza, exclusión, opresión— constituye, además, el espacio de la enunciación del relato: desde aquí el narrador homodiegético —uno de los dos narradores del cuento— se pronuncia como portavoz de Esperanza. En la elección de esta modalidad vocálica, con capacidad mimética para representar su propio hábitat, proponemos que el autor implícito concede al sujeto marginal la posibilidad de dar testimonio de la experiencia colectiva, lo cual constituye un privilegio enunciativo que el referente real no necesariamente concede. Sin distar en cuanto a la postura ideológica, este narrador alterna con un narrador en tercera persona con privilegio cognitivo quien, en fragmentos ulteriores, asume la descripción minuciosa de los rasgos distintivos de la barriada, elaborando un verdadero contraste con las unidades semánticas propuestas en el cuadro precedente. Permítasenos la extensión del siguiente fragmento:

Es un hacinamiento de chozas construidas irregularmente en torno de un claro, al que con un poco de esfuerzo se puede interpretar como plaza pública. Chozas destartaladas, criaturas desnudas, pordioseros, provincianos que han terminado por encallar en Esperanza, hombres varados por la vida, mujeres escuálidas, una que otra prostituta, basureros, vendedores ambulantes; más chozas, más miseria, coca para olvidar, un zapatero remendón que llega de correr las calles de Lima, un lamparín a kerosene que alumbra a una mujer que cose un vestido, una pareja que se aparta hacia las chacras vecinas, un perro melancólico; basureros, albañiles, hombres sin trabajo, sin esperanza, más coca, una voz castigada que entona un vals de moda, una criatura que marcha hacia los basurales para cumplir una necesidad; ropa secándose entre las chozas, una madre que siente los primeros dolores del parto, cansancio, mucho cansancio, algunas ilusiones para el mañana, recuerdos de las tierras lejanas, músculos y nervios en reposo, y vida, harta vida, húmeda, palpitante, pegajosa, desesperada, vida con fragancia de sudor, de muladar, de sexo, de excremento, vida con fragancia humana. (8-9)

Aquí el narrador heterodiegético, desde una óptica panorámica cuyo punto de percepción externo da ciertos «efectos de objetividad», configura espacio suburbano —principalmente su dimensión superficial—, en su dimensión menesterosa. Estilísticamente, el narrador ordena tal descripción en torno a la abundante yuxtaposición de sintagmas nominales, los cuales, carentes de verbos conectores, relegan el contenido semántico a una especie de informe sociológico que contribuye a la verosimilitud deseada por el autor implícito. Las alusiones al estado de las viviendas y alrededores, al tipo de empleo (y desempleo) de sus habitantes, a la condición física y al origen geográfico de éstos, emergen, pues, como un bosquejo literario de cómo el autor implícito percibe el referente externo del espacio suburbano. Así, pues, la barriada surge como un espacio cuyos significados definitorios son miseria, abandono, marginalidad, migración, nostalgia, etc. La existencia del habitante se sintetiza en el segmento «vida con fragancia de sudor, de muladar, [...] de excremento» . Metonímicamente, a través de la relación causa-efecto, este enunciado evocaría la condición denigrada del sujeto, es decir, una condición relacionada con el desperdicio y la inmundicia. Esta conjetura se sostiene en las diferentes imágenes y unidades semánticas de las cuales emerge una isotopía escatológica, que es sensorialmente explícita a través de la evocación de la fetidez. Lo textual, en consecuencia, nos conduce a inferir parte de la postura ideológica del autor implícito; por un lado, su énfasis para informar sobre la posibilidad de la existencia humana sobre un espacio residual y, por otro, la valoración de lo suburbano entendido como la capacidad del sujeto para satisfacer sus necesidades elementales pese a la carencia de recursos materiales. De ahí, pues, que podemos constatar la identificación (empatía) del autor implícito con el mundo suburbano.

Sin embargo, a esas imágenes de abandono e inmundicia, el autor opone aspectos festivos relacionados con el entretenimiento y el placer:

Tenemos un Comité Pro Deportes que ha organizado un poderoso cuadro de fútbol; sin exagerar, es de los mejores de Lima, dentro de su categoría de barrio. Semanalmente, los días sábados se efectúan festivales de box. Los ganadores se llevan nuestro aplauso y tres o cinco soles, según hayan vencido por puntos o por «dormida» . También tenemos un Comité Pro Carnavales. Elegimos nuestra reina y a sus respectivas damas de honor. El día sábado tiene lugar el baile denominado «Estreno» . El domingo el «Infantil» y el martes el de «Rompe y raja» . ¡Nuestros bailes son únicos, estupendos, increíblemente alegres, pese al piso de tierra del «salón al aire libre», pese a la vitrola de cuerda, pese a que tenemos que alumbrarnos con los famosos lamparines a kerosene! (12)

Las unidades semánticas aquí incorporadas convergen (casi) todas para asegurar la isotopía del entretenimiento y el placer: deportes, bailes, festivales. Teniendo en cuenta que el discurso es producido por el narrador homodiegético, podemos afirmar que su intención es poner de relieve no sólo una vida de sufrimientos, sino, enfáticamente, una cultura festiva de grupo que alterna con sus luchas cotidianas. No proponemos que el autor implícito pretenda glorificar el margen o caiga en una suerte de exotismo de la pobreza; al contrario, el contenido del fragmento evoca una tónica de gustos y placeres que bien pueden parecerse a la de un sujeto urbano-criollo. Este énfasis en el aspecto familiar de la barriada nos conduce a pensar que la postura ideológica del autor implícito, en el fondo, también pretende desmitificar al otro suburbano (lo diferente) de su rasgo de amenaza —característica, sin embargo, tematizada por Congrains en el cuento «Cuatro pisos, mil esperanzas», incluido en Lima, hora cero—.

Desmitificar lo suburbano también significa desmitificar el carácter «anómico» de la barriada con el que es concebida desde el centro. Al respecto, consciente de esta visión estereotipada, el narrador rechaza esa supuesta carencia de normas:

Como cualquier colectividad humana, nosotros también tenemos leyes propias y particulares que fijan y establecen normas de vida en Esperanza. No están escritas, pero todos las conocemos. (11)

Se trata de leyes —el narrador continúa haciendo un extenso listado de ellas— que organizan la vida del espacio suburbano. Éstas permiten comprender el funcionamiento orgánico de un grupo social juzgado como anómico, que no parece ser ya tan minoritario en el presente de la narración, puesto que se mencionan barriadas organizadas como San Cosme, El Agustino, Piñonate, Mendocita, Puerto Nuevo, Leticia, San Pedro o Prolongación Garibaldi. El autor implícito nota que el apogeo de las barriadas radica, pues, en su poder organizativo y este carácter es explorado posteriormente y con más amplitud en la novela El líder, de Mario Castro Arenas. Entre los diferentes comités que administran la barriada, se destaca el Comité Pro Defensa cuya función es negociar con la compañía constructora y la eventual destrucción de la barriada:

—Venimos a proponerle algo muy razonable —comienza Jorge—. Mire, ya que ustedes constituyen una compañía urbanizadora, hemos pensado que podemos llegar a este convenio: primero, nos retiramos de nuestra población. Segundo: simultáneamente ustedes nos entregan un terreno similar en algún otro punto cercano a Lima. Tercero: dicho terreno se nos vendería a precio de costo, más un interés de acuerdo a la ley, y con las facilidades de pago que fijaríamos en el tiempo oportuno. Cuarto: nos venden, en las mismas condiciones, determinada cantidad de ladrillos, cemento y madera. Quinto: en el caso de no cumplir con los pagos perderíamos automáticamente nuestros derechos sobre el terreno y las construcciones. —Jorge suspira, baja la vista y finalmente pregunta—: ¿Qué le parece el convenio, señor? (20)

En esta toma de palabra, el autor implícito insiste en el deseo del sujeto suburbano de salir de la marginalidad e integrarse a la ciudad normalizada. Sin embargo, el discurso del personaje se desvanece en la no-recepción de su mensaje, imposibilidad comunicativa que no tiene que ver con la calidad del mensaje, sino con el contenido que va en contra de los principios e intereses de la compañía constructora.

Es esta entidad, pues, la que representa y ejecuta el ideal de la ciudad normalizada de la época. Ésta se concreta textualmente como la figura antagónica del espacio suburbano:

¿Qué se puede hacer con diez millones de soles?

Podemos crear un negocio de importación: traemos autos, radios, máquinas, y muchísimas otras cosas. También sería conveniente instalar una fábrica. No importa lo que fabriquemos, el hecho es que el Perú necesita fábricas para fabricar. La patria tiene que progresar e industrializarse. Podemos reunir más capital y fundar un banco. Y también podemos comprar tierras y urbanizarlas. Precisamente, la hacienda La Esperanza, que queda junto a La Victoria, está en venta.

Los capitalistas conversan, discuten, y cambian opiniones. Por último, deciden: comprarán la hacienda y la urbanizarán. Un momento, señores, hay un problema que no han contemplado: en los terrenos de la hacienda existe una «urbanización clandestina» . Tal vez haya dificultades...

¡Bah, con dinero nunca!... (10)

No sin sarcasmo, el autor implícito expone los planes modernizantes del capitalismo urbano, proyectos entre los cuales figura la ampliación física de la ciudad normalizada. Esta paradoja —construir en un terreno ya construido— revela una actitud de no-percepción del centro hacia la periferia, pues, el desenlace muestra cómo la barriada es arrasada por tractores mientras los pobladores se encontraban protestando en las calles del centro con la ayuda de otras organizaciones vecinales e instituciones gremiales. Ése es el final trágico del cuento: demolición de las chozas, muerte en ella del personaje Mateo Torres, y desaparición de «Esperanza» —del espacio, no de los pobladores, claro está—. Así, Congrains reitera su idea central ya expuesta en «El niño de Junto al Cielo», es decir, el bienestar ilusorio y el carácter demoledor de la ciudad normalizada.

A manera de conclusión, los cuentos aquí estudiados evidencian pues cómo el autor explora e interpreta la opresión de la ciudad hacia migrantes y excluidos urbanos. Anticipándose a la investigación sociológica, Congrains parece comprender ya en la década del cincuenta que estos cinturones de miseria se convertirían en la tipificación más visible de la Lima contemporánea —eran en realidad los puntos de avanzada de la ciudad. En cuanto a la poética del autor de No una, sino muchas muertes, reiteramos que el espacio narrativo no constituye un elemento decorador: al contrario, se trata de un elemento que modela los componentes estructurales del relato (orienta la trama, la postura frásica y perceptual, el estatus del narrador, los significados de la otredad suburbana), al igual que evidencia la búsqueda de los extramuros para entender la polarización de la Lima de los años cincuenta. Por otro lado, este afán de delimitar, identificar y proyectar textualmente el entorno urbano, correspondería a una preocupación topográfica que estaría intentando desmitificar esa idea de «ciudad jardín» con la que la hegemonía criolla miraba a Lima mientras ésta era cercada por el éxodo rural. En consecuencia, el espacio literario de Congrains puede funcionar como un significante —un mapa— en el que se registran los efectos de la transformación espacial. Por añadidura, suponemos que Congrains, para poder discursar sobre las problemáticas de la ciudad normalizada a la que pertenece, debe recurrir a la mirada del otro para entender su propia mismidad. Y ahí, en lo periférico, descubre que su ciudad es heterogénea: está también integrada de lo no-criollo, lo informal, lo cholo, lo suburbano.

* * *


Notas

1  Este estudio consituye un capítulo de mi tesis doctoral «La otredad suburbana en la narrativa peruana entre 1950 y 1992», realizada en la Universidad de Ottawa (Canadá).

2 Pese a que Congrains se enorgullece de haber sido su propio editor (Oquendo, 19), su novela fue reeditada por Planeta (Barcelona) en 1975 con prólogo de Mario Vargas Llosa. Ese mismo año la editorial Peisa la reeditó en Lima y volvió a publicarla en 1988. Existe también la edición que los hermanos Alfredo y Víctor Congrains sacaron en 1983 con prólogo de Mario Vargas Llosa. Según el propio Enrique Congrains, existe también una edición uruguaya a cargo de Benito Milla, que data de los años sesenta (Oquendo, 19).

3 Congrains también editó series y volúmenes destinados al consumo popular, como Científicos y filósofos (1971), Antología contemporánea del cuento mexicano (1963), Antología del cuento venezolano clásico y moderno (1967), Antología contemporánea del cuento hispanoamericano (1970), Las maravillas de Colombia (1979), entre otras.

4 «El niño de Junto al Cielo» es quizás el cuento más popular de Congrains. Aparece en diversas antologías y selecciones como las de Alberto Escobar (1956), Francisco Carrillo (1973), Enrique Ballón (1986), además de la edición de Susana Zanetti publicada en Buenos Aires, Páginas con Latinoamérica: antología (1992). En 1992, Congrains adaptó este cuento para ser integrado en la valiosa antología ilustrada para niños, El libro de oro del cuento infantil peruano: «Déjame que te cuente…» .


Bibliografía

Bachelard, Gaston.  La poétique de l'espace.  1957.  Paris: P U de France, 1992.

Ballón, Enrique.  Antología general de la prosa en el Perú. De 1895 a 1985.  Lima: Edubanco: 1986.

Carrillo, Francisco, ed.  11 cuentos clásicos peruanos. Lima: Biblioteca Universitaria, 1973.

Congrains, Enrique.  «El niño de Junto al cielo.»  1954.  Lima, hora cero.  Lima: Populibros, 1964.  71-85.

- - - .  «Lima, hora cero.»  1954.  Lima, hora cero.  Lima: Populibros, 1964.  5-27.

Escobar, Alberto.  La narración en el Perú.  Lima: Letras Peruanas, 1956.

Huanay, Julián.  El retoño.  1950.  Lima: Casa de la Cultura del Perú, 1969.

Millones, Luis.  Tugurio. La cultura de los marginados.  Lima: Instituto Nacional de Cultura, 1978.

Oquendo, Abelardo.  Narrativa peruana 1950-1970.  Madrid: Alianza Editorial, 1973.

Romero, José Luis.  Latinoamérica: las ciudades y las ideas.  Buenos Aires: Siglo Veintiuno, 1976.

Shaw, Donald L.  Nueva narrativa hispanoamericana.  Madrid: Cátedra, 1983.


© 2006, Luis Abanto Rojas
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Abanto Rojas, Luis: «Migrantes, cerros y barriadas, o la metamorfosis de la ciudad - Acerca de dos cuentos de Enrique Congrains», en Ciberayllu [en línea]


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