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18 octubre 2005

Benjamín Vicuña Mackenna: exilio, historia y nación
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Jose Luis Rénique

«El mar, siempre ingrato a mi organismo físico y moral, iba a ser ahora un descanso,
solo que el alma gemía en el silencio de la noche al persuadirse por la estela luminosa de la nave,
que no era a los puertos cautivos de la patria a donde llevaba el rumbo.»

Benjamín Vicuña Mackenna, Pisco [Perú], octubre 1865 

Fines de noviembre de 1852. A bordo de un bergantín cargado de harina, Benjamín Vicuña Mackenna se hace a la mar por primera vez. De la ansiedad de aquel momento dejó testimonio en un voluminoso diario de viaje.  En aquellos tiempos «de alarma y sufrimiento» —escribiría— «parecía como un descanso dejar el suelo natal; dejarse llevar por la sensación de aventura, surcar el océano, ver países distantes en los que acaso podría encontrar el porvenir que la patria le había vedado». Comprensibles palabras en un hombre joven que acababa de salvar del cadalso. Hijo y nieto de revolucionarios, a los 20 años, Benjamín se había sumado al alzamiento del Coronel Urriola del 20 de abril de 1851. Había sido, a raíz de ello, condenado a muerte. Como su padre años atrás, emprendió el camino del exilio norteño. Desde su frágil nave vio Valparaíso empequeñecerse a la distancia y un par de noches después —en medio del inevitable mareo marino— percibió que dejaba atrás el norte de Chile. Sólo el alma de los que parten por primera vez —evocaría— podía comprender la angustia del adiós.

Leyendo a algunos de sus varios biógrafos es posible imaginar al joven Benjamín creciendo en un ambiente familiar transido de memorias. Una suerte de burbuja hecha de las hazañas de un puñado de cuasi míticos ancestros. Los abuelos Juan Mackenna —camarada de O’Higgins, venido de la lejana Irlanda a sumarse a la lucha libertaria hispanoamericana— y Francisco Vicuña —presidente de la república, liberal militante, como también lo sería también su hijo Félix, padre del historiador— principalmente. Memorias de un sueño trunco: el de una república liberal desplazada en 1830 por el régimen autoritario diseñado por Diego Portales. «Pocos hombres —escribiría de Benjamín uno de sus descendientes— han tenido la suerte de contar en su formación la influencia de antepasados en que primaran condiciones tan relevantes de superioridad espiritual, moral e intelectual».2

Nace, precisamente, un año después de la derrota liberal. De «gran estirpe social», su familia había quedado arruinada «por los vaivenes y cataclismos» políticos de la era independentista.3 A fines del decenio siguiente era un estudiante desganado y acaso resentido, que de pronto sintió que el mundo se abría ante sus ojos: el renacer de la rebeldía liberal, simbolizada en el explosivo crecimiento del movimiento «igualitario» que encontró en Santiago Arcos y Francisco Bilbao sus personajes emblemáticos. Sintió que en sus manos estaba enmendar el rumbo de la historia de su patria; que sus añoranzas adolescentes se ponían, súbitamente, al alcance de la mano. Abril de 1851: la más grave crisis que conocía el sistema portaliano. Lanzado al tráfago conspirativo el estudiante rebelde deviene revolucionario. «De atrás —observa uno de sus biógrafos— lo impulsaban la sangre y el martirologio del antepasado, la tradición de bien público de la familia, el concepto de que estaba llamado a un destino superior».4

La aventura terminaría en aquel bergantín harinero camino del norte. Abrupto choque con la realidad que no sólo perforaría aquella burbuja adolescente sino que le puso, de pronto, ante el «ancho mundo» contemporáneo. De ese obligado contraste surgió —impetuoso y prematuro— el pensador americanista; el activista sin pausa; el vigoroso intelectual público de quién llegaría a decirse que era capaz de escribir un libro en tan sólo una noche.5 Sus escritos del destierro son el registro de una mente que se abre a nuevas realidades en una época liminar: culmina una «era revolucionaria», irrumpe la «era del capital». Destacan por su exhaustividad y por su extroversión. Convierte la clásica dinámica del viajero curioso e indagador en una pesquisa multidimensional: del detalle técnico a la proyección geopolítica y a la inesperada revelación anímica. Retorna enriquecido y ávido de acción de sus experiencias en el exilio —noviembre 1853/octubre 1855 y marzo 1859/enero 1861. Con una perspectiva que —si bien encuentra en la investigación histórica el medio privilegiado— «no se contiene dentro de los bordes de la República de las Letras».6 Del destierro, asimismo, derivarían las grandes preguntas que a través de los decenios de 1860 y 1870 estimularían su labor intelectual: ¿Qué posibilidades podría Chile tener en un mundo de naciones crecientemente dominado por el dinamismo yankee? ¿Cómo, desde el extremo del Pacífico Sur, aquel pequeño desprendimiento del Imperio español que era Chile podía convertirse en un miembro efectivo, competitivo y digno de respeto, de esa emergente globalización?  ¿Qué materiales, que tradiciones, podrían permitir la elaboración de una voluntad nacional capaz de sobrepasar las limitaciones que acechaban a la «chilenidad»?

Sus respuestas vendrían a diversos niveles. Aquella vertida en un cierto número de textos históricos —en contraste con la desplegada en el ámbito de la política partidaria— es la que en este trabajo interesa. Procede de ellas un derrotero que refleja, de un lado, su maduración como individuo y como intelectual y, de otro, el proceso mismo de Chile como república: una gradual liberalización dentro de los marcos del sistema portaliano.7 En ese contexto, Vicuña Mackenna elabora un proyecto historiográfico nacionalista que incluía los objetivos siguientes: (a) la reintegración de los caudillos liberales —que conformaban su firmamento ideológico y sentimental adolescente— de la que han sido arrojados por el autoritarismo portaliano; (b) la consiguiente búsqueda de una imagen de reconciliación y armonización de la historia quebrada de los decenios de 1820 y 1830; (c) la elaboración de una visión americanista con Chile como activo contribuyente y potencial líder regional; (d) la afirmación de una identidad chilena en el contexto global y de afirmación del espacio vital de un Chile «civilizado» y «republicano» frente a los araucanos del sur o los vecinos del norte.

El objetivo de este trabajo es, precisamente, mostrar el proceso de elaboración de ese modelo historiográfico nacionalista. El marco general del problema es bastante conocido: el historiador latinoamericano decimonónico como productor de una ideología que pasaba por «nacional» el proyecto de las élites capitalinas y europeizadas de las que él formaba parte. A esas conclusiones llegó Bradford Burns tras realizar una «biografía colectiva» de un grupo representativo de historiadores de la región.8 Vale la pena retornar a la perspectiva individual, no obstante, si tal ejercicio permite una mejor comprensión del proceso mismo de forja de una voluntad intelectual: explorar, la búsqueda que la alienta, las tensiones que confronta y el impacto que tiene sobre la realidad circundante. Historias individuales que operan como símil de la trayectoria colectiva de los atribulados  nacionalismos latinoamericanos. Se toma como base en este caso, el tramo de la vida de Vicuña Mackenna que transcurre entre la experiencia revolucionaria de abril de 1851 y la Guerra del Pacífico. Unos 30 años de existencia, siete de los cuales pasará fuera de su país. Al menos cinco de ellos en condición de desterrado. Tiempo minoritario, ciertamente, pero de sustancial influencia en la evolución de su pensamiento.

Más de uno de sus biógrafos señalaría las significativas dificultades emocionales que la vida en el exilio le reportaría. «No soportaba vivir en el extranjero» escribe Cristian Gazmuri. «No he nacido para vivir en ciudades extrañas, entre muchedumbres egoístas de pueblos desconocidos» dirá el propio Vicuña. No es el exilio un tema nuevo. Se le ha discutido en muchas oportunidades como algo negativo, como una irrecuperable dislocación. Se ha señalado, en otros casos, la crítica y la creatividad que suscita. El exilio intensifica la conciencia de la identidad propia como colectiva afirma Karen Racine.9 Tanto la historia de las ideas como la sociología del conocimiento —afirma Malcom Ira Bochner— deberían reconocer el impacto productivo del exilio.10 El intelectual exilado, según Edward Said, tiende a ser feliz con la idea de la infelicidad; la insatisfacción marca su pensamiento.11 Partimos al extranjero en busca no del secreto de otros sino en busca del secreto de nosotros mismos», escribiría un célebre exilado peruano —José Carlos Mariátegui— enfatizando esa suerte de dimensión oculta —anchurosa y creativa— de la experiencia del exilio. Un viaje —continuó el Amauta— que a él,  como a otros de su generación, les llevaría a la superación de limitantes visiones prestadas (modernismo, decadentismo, escepticismo, etc.) y cuyo objetivo final no era otro que el descubrimiento de la Humanidad. 12

En el caso de Vicuña Mackenna, la historia del exilio guarda estrecha relación con su concepción de nación. Como conmoción emocional y como reto político e intelectual el exilio esta en la médula de su aprendizaje y su imaginación. Más allá de sus múltiples y amargas quejas fue un tiempo de revisión, autocrítica y elaboración. El Chile que imagina, proyecta y coadyuva a construir se perfila en contraste con el «ancho mundo» que una sanción política le obliga a confrontar. De la voluntad a la nación: la obra del individuo nos introduce a la manera concreta en que va entretejiéndose una auto-imagen nacional. Y viceversa, leída con el trasfondo de la historia nacional chilena, coadyuva el ejercicio a valorar la intensidad emocional que subyace a la elaboración intelectual. Leída con perspectiva secular —y desde una perspectiva «peruana», más aún— la obra de Vicuña —reitero— aparece como un interesante símil para apreciar la peculiar dinámica  del nacionalismo chileno: la vocación por el orden, su sensibilidad geopolítica, su capacidad para la metamorfosis gradual reabsorbiendo a los disidentes, conciliando con el pasado; el peculiar amalgamiento de los temas «civilizadores», el americanismo dialogante y el nacionalismo agresivo.

 

1. Chile en el mapa del mundo

El San Francisco de la fiebre de oro es su primer destino. Un pueblo dinámico pero acaso sin alma y sin destino; un mundo de tahúres; una Babilonia de todos los pueblos.  Se entrega a la exploración exhaustiva de todo lo que ve. Chile es, sin embargo, el foco último de su pensamiento: ¿Podrá su joven patria competir con este emporio en proceso de despliegue? ¿Será estimulante su competencia o será nuestro destino caer vencidos ante las garras del águila americana? En Nueva Orleáns, más tarde, su primer encuentro con el ferrocarril le anuncia su ingreso a «la gran nación del progreso». Pero ¿de qué valía todo ello ante el espectáculo de la esclavitud? Entre San Francisco y Nueva Orleáns —ante la inexistencia de vías directas entre las costas Este y Oeste de Norteamérica— deberá cubrir una larga ruta: navegar al sur para cruzar el istmo de Tehuantepec hasta Veracruz y de ahí a través del Golfo hasta la boca del Mississippi. El gran impacto aquí es la violencia rural, el caos político, la miseria prevaleciente. La imagen misma —dice— de un «país fatídico». Si al fin del período colonial rendía la Nueva España una renta de 20 millones de pesos, de tan solo 13 millones era esta en 1854. Apenas el doble de Chile cuando México poseía 15 veces más territorio y 6 veces más población. Similares observaciones haría, posteriormente, de Brasil; país que visitará en el tramo de retorno de Europa a su tierra natal. Pernambuco, Bahía: ciudades inmundas —observaría—, dominadas por ese «peculiar perfume de Africa que sigue a las poblaciones negras». Indios en uno, negros en el otro. México: futuro dominio del yankee expansivo. Brasil: la Rusia de Sudamérica acaso, un imperio hecho de «cueros de negros»; gobierno fuerte pero sociedad nula. Frente a ellos, imposible no reconocer de Chile, la superioridad social («bendecimos al cielo de habernos hecho nacer en un país donde las miserias humanas están reducidas a un círculo tanto más estrecho») y de carácter, más cercano al de las «razas del Norte», pero «más taimado y emprendedor»; legado magnífico de los abuelos vizcaínos y gallegos, lo que, en última instancia, «nos hace más simpáticos y asequibles a la naturaleza anglo-sajona».13

Brasil, México, Estados Unidos: tres verdaderos colosos frente al pequeño y remoto Chile. Dos colonias atrapadas por su pasado y una Norteamérica que, sin ilustración y sin memoria, quiere creerse la «soberana de la tierra». La historia, no obstante, recordará Vicuña, ha dado dos clases de «civilización». Una, la del materialismo. La otra, la de la moral y la inteligencia. Chile era de estas últimas. Crudo e insensible como típico conquistador, el yankee era la encarnación del primer modelo. No había, sin embargo, que temerle. Con ellos Chile podía competir como centro cultural. Imagina a Valparaíso como «abastecedor intelectual de las costas del Pacífico». Y si el avance yankee se tornase bélico, «un millón de pechos chilenos levantarían una muralla invencible de Atacama a Valdivia». Con las armas en la mano y alineados en torno al estandarte de Chile exclamaríamos con ellos: «Let then the war come deep and wide, and heavens prospers the right!» tal como un editorial de La Tribuna de Nueva York había manifestado en referencia a la invasión norteamericana del norte mexicano. Aun frente a México o Brasil bien podía Chile proveer un sólido liderazgo continental. Puesto que, mientras en Sudamérica «las repúblicas limítrofes se dividen y se despedazan»,14 en su patria —con sus valles de rica verdura, premiados de prosperidad y holganza— la Providencia había levantado, «como una muralla protectora», las «crestas inaccesibles de los Andes». La nieve de sus montañas, las aguas de su mar y las arenas de su desierto como fronteras. Condición que le liberaba de aquellas «disputas e intrigas» que, «en necia imitación de las monarquías europeas», promovían «los improvisados diplomáticos de nuestras repúblicas».15

El «desengaño» de Vicuña Mackenna con los Estados Unidos adelanta el tipo de crítica que décadas después difunde el uruguayo José Enrique Rodó en su célebre Ariel: ese desdén aristocrático hacia la grosera vulgaridad yankee, la consiguiente atribución a las culturas latinas de una cierta superioridad espiritual. Combinado todo esto, en Vicuña, con elementos provenientes de su juvenil filiación liberal-radical.  Sazonados ambos por un permanente fastidio: la evocación sempiterna del terruño; sentimiento que acucia el deseo de esbozar el perfil de su pequeña patria en el mapa del «ancho mundo» que su mente y su pluma registran con hiriente pasión. Desde esta perspectiva —ansiosa y urgida— el Viejo Mundo, igualmente, será nada menos que un soberbio desengaño. Dos años en Europa —escribirá al terminar su «peregrinación»— pocos goces, ausencia de todo lo que amaba; algunos bienes de estudio y experiencia, nada más. Al final, Europa había sido para él, «como un grande y venerable libro en el que entre páginas inteligibles, mutiladas o cubiertas de manchas, descansaba a veces mis ojos sobre algún paisaje que me llenaba de admiración y engrandecía mi alma». No es ese, sin embargo, el tono general de las páginas que dedica al Viejo Mundo. Duros juicios para Inglaterra, más bien, desde la perspectiva de sus ideales políticos: «la más completa negación de todos los principios y todas las ideas que ella ha creado y que después han imitado otros pueblos». ¿Constitución, libertad, independencia individual, prosperidad y engrandecimiento social? Todo —dice— «me ha parecido engaño y mentira». Predominio, más bien, de una «desigualdad de clases tan profunda y tan absoluta que destruye todo equilibrio social».16 Doscientas familias nobles enseñoreadas sobre el trabajo y el capital por la posesión del suelo, que imponen a la sociedad su «orgullo opulento». Y «un pueblo ignorante, crédulo y engañado», del otro lado. Acredita su opinión con su conocimiento de primera mano del pueblo inglés. Ha vivido ahí por dos años. Ha trabajado en sus campos «a la par con ellos, abriendo el mismo surco con la reja del arado». Los ingleses —será su conclusión— son «seres muy inferiores aun a nuestra raza degenerada, pero suspicaz y activa». Ningún huaso chileno —asevera— «querría a fe cambiar su manta de hilachas por el pomposo título de ciudadano inglés».17 Les recuerda por ello, a quienes predicaban la inmigración europea como clave modernizadora para Latinoamérica, los grandes valores del huaso. Les advierte, más aún, de los riesgos de importar una población que nunca podría mirar a «nuestros campesinos» como hermanos. Cierto que en Chile se necesitaban brazos, pero no al costo de atentar contra la integración nacional; hagamos del migrante —dice— no un colono sino un ciudadano. A fin de cuentas, sin «una entidad conciliadora» capaz de vincular a la «aristocracia omnipotente» y al «pueblo embrutecido», la poderosa Inglaterra estaba lejos de ser un modelo a seguir.

Igual, con Inglaterra, los chilenos, tenían que convivir. Es la «nodriza de las naciones» y nosotros —dice Vicuña— somos «niños harto débiles» aún. «Nos viste, nos calza, provee nuestras necesidades», se ha constituido en «nuestra airada madrastra». Pero, algún día, «seremos hombres y no necesitaremos ningún extraño tutelaje». Sólo Brasil, por ese entonces, aventajaba a su patria —en todo Sudamérica— en volumen de comercio con los ingleses. Andando el tiempo, no obstante, podía Chile convertirse —conjeturó Vicuña— en «depósito general para su comercio de tránsito hacia Bolivia y las provincias del Norte de la Confederación Argentina».18

Tras los elementos de crítica ideológica, por cierto, aparecen, una y otra vez, la nostalgia, acaso la depresión. «Depresivo bipolar —apuntaría un historiador chileno— oscilaba entre la euforia y el pesimismo». Y los ciclos negativos se manifestaban con más fuerza lejos de Chile.19 Animo tal aparece en sus líneas dedicadas a Italia. Llega a Roma envuelto en los vapores del pasado: «¡Oh Roma! ¡Tu eres la historia, tu eres la humanidad, tu eres el mundo!» escribe. Abrumado por 25 siglos de grandeza, cae en «un insomnio febril poblado de imágenes gigantescas».20 Amanece, por fin, «aquel día tan deseado» de recorrer la ciudad eterna. Sólo para encontrarse con «una ciudad desolada, sucia, vulgar, cubierta de harapos. La Roma del pasado como flotando en medio de la incuria: campesinas vendiendo legumbres al pie de la columna de Marco Aurelio; en el Palacio de los Césares, un «rústico labrador» le muestra su siembra de cebollas y alcachofas crecidas «entre las grietas de sus derruidos escombros». Huye del presente romano —fatigado de ruinas— para soñar, en su cama de hotel, «como cuando niño con la historia de Rómulo y César».21 Levanta su ánimo la belleza de Florencia: ¿Por qué no embellecer así su propia ciudad? Tendrá la oportunidad de hacerlo cuando veinte años después sea nombrado Intendente de Santiago. Pero en Venecia, vuelven los ánimos a decaer. De Lord Byron proviene su Venecia personal. La que tiene ante sus ojos le parece un «desolado cementerio» que recorre en una de esas góndolas que se le aparece como un «féretro que aguardara algún cadáver».22 Una «laguna sembrada de mármoles». La más fea, la más sucia y miserable de las capitales europeas. Y así sucesivamente. De ahí que rubrique los capítulos dedicados a Europa con una declaración con sabor a epitafio: «y desengañado, en efecto, sino de todo lo que del Viejo Mundo me fuera tan ponderado, pues dejaba en él muchos de mis ensueños, partí de París el 7 de julio de 1855». De ese periplo emocional, la visita a Irlanda había sido el punto más alto.

Del poblado de Enniskillen el General Juan Mackenna había partido en 1782. Tenía tan solo 13 años. Llegó finalmente a Chile, hizo un vínculo estrecho con Bernardo O’Higgins y dio su aporte a la independencia de ese país. Enemistado con el caudillo José Miguel Carrera, sin embargo, tuvo que partir al destierro. En su exilio argentino perdería la vida en un evento singular: retado a duelo por uno de los hermanos de José Miguel. Benjamín sería su primer descendiente chileno en retornar a su tierra natal. Todos los elementos de una incursión en tierra sagrada tendrá la memoria escrita que de ese acontecimiento éste dejó. Deja por un momento de tomar apuntes o de analizar; «me parecía —escribiría luego— que en aquella tierra no era permitido pensar, ni interrogar, ni viajar tampoco». Cede el viajero paso al peregrino.23 En su doloroso adiós —comentaría— había tanto de amor como de duelo. Tal el ambiguo sentimiento de la propia identidad. Irlanda y Chile los dos extremos de una identidad todavía en construcción. Semanas después, al llegar a la cuenca del Plata dejaría anotado su «regocijo por lo familiar». Con todas sus reverberaciones, la visita a esa tierra reafirmaba su condición de chileno a cabalidad. Nosotros, diría, una y otra vez, «hijos legítimos de gallegos y vizcaínos». Irlanda queda entonces como un recuerdo heroico cada vez más lejano.

Frente a la poderosa Norteamérica y a la engañosa Europa; frente a la América Latina de caudillos y guerras civiles, Chile —bien dotado y protegido por la Providencia, dinámico e integrado— podía mirar la era que sobrevenía sin temores ni complejos. De las manos de los caudillos que se habían creído «herederos de la independencia», había que rescatar a la República, contarles a los jóvenes quiénes —y qué ideales les animaban— habían sido sus verdaderos padres-fundadores. ¿Y la revolución? ¿Seguía creyendo el joven exilado que Chile necesitaba una revolución? Dos revoluciones —anota en las postrimerías de su diario de viaje— había tenido Chile después de su Independencia: la de 1829, aquella que había elevado a Portales, había sido obra del «pasado». La de 1851, en cambio, había sido expresión «de un presente agitado y laborioso». Faltaba aún la «revolución del porvenir». «Sin sangre de batalla, sin sogas de horcas, ni cadenas de prisioneros, ni listas de proscriptos» sería esta. Obra de «la inteligencia tranquila pero laboriosa, fecunda, de la fe y del amor, del alma y de la conciencia, de las ideas que han de operar en un día no remoto la regeneración del linaje humano».24

De Buenos Aires emprende por tierra el retorno a casa. Atraviesa la pampa en carromato camino de los Andes. Emprende el cruce de la cordillera tras unos días en Mendoza. Se describe reanimado, sensible en extremo a los detalles más nimios: una comitiva de «gente llana» atravesando la pampa, «conversando en torno a un mate que circula»; qué punto de comparación —escribe— entre esta vida de «dulces costumbres»,  de «tiernísimos recuerdos del hogar», agrupada la familia «como un solo corazón en el corazón de la madre», frente a ese «ficticio ruido de las óperas y de las danzas de Europa a las que se entra pagando en la puerta un billete de cinco francos. Y al lado del sentimiento, la observación profunda, la reiteración del tema central del viaje: la construcción de la nación en Latinoamérica; el descubrimiento, por contraste, de las grandes potencialidades de su propia patria en ese mundo de naciones débiles y poderosas que delinea, inexorable, el capital. La rica cuenca del Plata —exclama— es el mundo del porvenir. A condición, claro está, que haya pasado veinte años de paz y que exista en su superficie, un millón menos de vacas y un millón de cuadras cultivadas. Entonces, y sólo entonces, el «ocio, el atraso, la barbarie, el gaucho, el despotismo, la guerra  civil —«que pudiera bien llamarse vacuna, porque ha sido hecha más contra las vacas que contra los hombres y las ideas»— y con ello, los Rosas, Quiroga, Aldao, etc. pasarían al desván de la historia. ¿Qué ha sido, a fin de cuentas, la República Argentina durante treinta años sino «un corral inmenso en que hombres y animales estaban en perpetuo rodeo, aquellos para el degüello y estos para ser carneados?»25

La cercanía de los Andes acrecienta el sentimentalismo de su pluma. Como «errante peregrino» avanza por la altura agreste y desolada. El 23 de octubre de 1855, cae «de rodillas sobre la tierra de Chile cual en el pórtico de un templo grandioso». Tres años menos un mes y más de once mil leguas después de aquella angustiada partida de Valparaíso.

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Notas

1 Mi agradecimiento a Carmen McEvoy que me introdujo a Benjamín Vicuña Mackena y me ayudó a abrirme paso a través del XIX chileno. Sin su respaldo este trabajo no hubiese sido posible. 

2 Eugenio Orrego Vicuña, Vicuña Mackenna. Vida y Trabajos, 3ra. edición, Santiago de Chile: Empresa Editora Zig-Zag, 1951, p. 17.

3 Guillermo Feliú Cruz, Benjamín Vicuña Mackenna. El Historiador. Ensayo, Santiago de Chile: Ediciones de los Anales de la Universidad de Chile, 1958, p. 7.

4 Ibid., p. 14.

5 Cristian Gazmuri, Tres Hombres, tres obras. Vicuña Mackenna, Barros Arana y Edwards Vives, Santiago: Editorial Sudamenricana/Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, 2004, p. 12.

6 Ibid., p. 15.

7 Brian Loveman y Elizabeth Lira, Las suaves cenizas del olvido: vía chilena de reconciliación política, 1814-1932, Santiago: LOM Ediciones, 1999 es al respecto lectura obligatoria.

8 E. Bradford Burns, «Ideology in Nineteenth-Century Latin American Historiography» en Hispanic American Historical Review, vol. 58, no. 3, 1978, pp. 409-431.

9 Karen Racine, «Introduction: National Identity Formation in an International Context» en Strange Pilgrimages. Exile, Travel, and National Identity in Latin America, 1800-1990s. Editado por Ingrid E. Fey y Karen Racine, Wilmimgton, Delaware: A Scholarly Resources Inc., 2000, pp. xi-xx.

10 Malcom Ira Bochner, «Entrepreneurs of Exile: Chilean Liberals in Peru, 1851-1879», Tesis Doctoral, Universidad de Connecticut, 2002, p. 17. 

11 Edward W. Said, Representations of the Intellectual, New York: Vintage Books, 1994, p. 53.

12 José Carlos Mariátegui, Siete Ensayos de Interpretación de la Realidad Peruana, en Mariátegui Total, tomo I, Lima: Empresa Editora Amauta, 1994, pp. 6-157.

13 Benjamín Vicuña MacKenna, Palabras de mi diario durante tres años de viaje, 1853, 1854, 1855, Santiago de Chile, 1936, p. 23.

14 Ibid., p. 328.

15 Ibid., p. 327.

16 Ibid., p. 464.

17 Ibid., p. 472.

18 Ibid., p. 463.

19 Cristian Gazmuri, Tres Hombres, tres obras. Vicuña Mackenna, Barros Arana y Edwards Vives, p. 38.

20 Benjamín Vicuña MacKenna, Palabras de mi diario durante tres años de viaje, vol. II, p. 40.

21 Ibid., p. 69.

22 Ibid., p. 171.

23 Ibid., pp. 443-451.

24 Ibid., p. 386.

25 Ibid., p. 434.

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Rénique, José Luis : «Benjamín Vicuña Mackenna: exilio, historia y nación -1», en Ciberayllu [en línea]


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